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Falta ya poco para que zarpe nuestro barco

Falta ya poco para que zarpe nuestro barco rumbo al Perú. Su dueño lo ha llamado Pachacámac, en homenaje a las tierras y las encomiendas que posee en esa región cerca del litoral, pero no deja de causarme inquietud ese nombre, porque recuerdo muy bien cuando los veteranos de la conquista me contaron cómo fue su primer viaje desde Cajamarca, buscando por las montañas la ciudad dorada de Quzco.

Aún estaba vivo el sol pero ya su sombra en la tierra iba creciendo, y los jinetes dirigidos por Hernando Pizarro y acompañados por grandes príncipes incas, guerreros y sacerdotes, habían viajado veinte días en sus caballos orillando los caminos que los nativos recorren a pie, buscando precisamente el santuario de Pachacámac que Atahualpa les había aconsejado visitar.

Una de las pruebas más difíciles de esos primeros días fue cruzar los puentes que unían los caminos sobre el abismo, puentes tejidos con gruesas cuerdas vegetales y con piso de tablas bien atadas una tras otra, pero que temblaban y se balanceaban bajo el peso de los caminantes y que causaron inicialmente pavor en los caballos. Finalmente los españoles se atrevieron y las bestias se dejaron llevar sobre los entablados, que oscilaban en el vacío.

Unos días después, avanzando cerca del litoral, hubo un temblor de tierra muy fuerte que otra vez alebrestó a los caballos y aterrorizó a los indios. Dijeron que Pachacámac estaba furioso con los visitantes y que no serían bienvenidos en el santuario, que estaba a un lado de la ciudad. Aquella fue una visita aún más extraña que el arribo a Quzco, porque parecían avanzar y avanzar sin llegar a ninguna parte. Después de muchas montañas, muchas llanuras, luego de los abismos y los puentes sucesivos, y al fin avistaron la ciudad a la distancia, pero lo extraño es que la ciudad parecía alejarse a medida que los españoles avanzaban hacia ella.

Los indios llegaron a insinuar que abandonaran el propósito de llegar al adoratorio de Pachacámac, y siguieran hacia Quzco como era su plan, pero ya los guerreros estaban intrigados por la demora misteriosa y, por supuesto, empezaron a presentir que lo que allí había era un gran tesoro. «Lo que quieren estos indios es salvar el tesoro que guardan: por eso nos hacen creer que el avance es muy difícil», dijo Hernando Pizarro. «Tengo la sensación de que cada día se las arreglan para desviarnos un poco del camino».

Con todo, gracias a su obstinación, finalmente llegaron a la entrada de la ciudad. Vieron allí una puerta y dos porteros en ella. Éstos les recordaron que ese era el principal santuario del reino y el adoratorio de un dios poderoso, y les pidieron detenerse a la entrada, pues sólo los incas podían pasar hacia el espacio sagrado. Pizarro respondió que habían venido de muy lejos para ver al dios, y que no se detendrían ahora. Entraron a una región de pasillos y nuevas puertas y escaleras de piedra de caracol que daban a un nuevo portal.

Allí otros guardianes les dijeron que no podían ir adelante, y que si tenían algún mensaje para el dios, los sacerdotes se lo llevarían. A ambos guardianes les faltaba el dedo meñique de la mano derecha, y Pizarro no dejó de advertirlo. Una vez más les dijo que no tenía mensaje alguno sino que quería verlo personalmente, y siguió con sus hombres adelante hasta llegar a la cumbre del adoratorio. Había tres o cuatro cercas ascendentes en forma de espiral que a los viajeros les parecieron más a propósito para una fortaleza militar que para un templo, y después un patio pequeño con postes guarnecidos de oro y plata, y una serie de ramadas con adornos y telas ricas.

Les produjo fatiga la sensación de que siempre faltaba un espacio para llegar, y acrecentó la expectativa del tesoro que estaría al final de tantas antesalas. Pasado ese laberinto de puertas y pasadizos y escaleras se hallaron ante la bóveda central del santuario. Y vieron que al final de un último pasillo por el que sólo cabía un hombre, había una puerta extrañísima, labrada con muchos materiales distintos, con cristales y turquesas, con corales y conchas tornasoladas. Todos estuvieron de acuerdo con que era la puerta más extraña y más incomprensible que hubieran visto, y no les dejó la impresión de riqueza sino de un hecho inexplicable y más bien desagradable.

Los guardias indios no se atrevían a tocarla, y tuvo que ser un sacerdote de los que iban con Hernando desde Cajamarca quien finalmente la empujó para darles acceso a la gruta central. Era una cueva estrecha y tosca, de piedra negra sin pulir, y en su interior todo era oscuridad y fetidez. Tuvieron que encender una antorcha para ver rebrillar en el suelo de tierra unos cuantos objetos de oro y unos cristales. Y a su luz vieron que en la cueva no había más que un leño tosco clavado en la tierra, y sobre él una figura de madera con forma vagamente humana, mal tallada y mal moldeada, que producía temor y repulsión. La gruta presidida por esa tosca divinidad era la cosa más sombría y más desoladora que pudiera verse, y lo era mucho más por todas las fatigas que había costado. Encontrarla de pronto en cualquier lugar abierto no produciría jamás el efecto de desaliento y de frustración que causaba después de tan minuciosas y desesperantes demoras. Y nada preparaba tanto la frustración como la extraña y preciosa puerta que permitía ingresar en el nicho. Era como ponerle una puerta de oro a un antro detestable, como adornar con todos los atributos de la grandeza y del misterio la boca de un pozo de desperdicios, como poner una corona de gemas sobre un ser repulsivo y deforme.

Nadie supo describir con precisión el malestar que les produjo aquel hallazgo, pero mi amigo Teofrastus diría que ese malestar bien podía ser una de las formas más extremas del contacto con la divinidad. Por supuesto: ninguno de aquellos viajeros lo pensó siquiera, ni supo darles nombre a los sentimientos que el santuario de Pachacámac producía, porque su esperanza era apenas encontrar un tesoro de metal o de cristales, no asir una experiencia de la carne en contacto con la sustancia primitiva del mundo. Pero yo muchas veces me he dicho que el destino abunda en esas experiencias en que se entra por puertas magníficas a vacíos horrendos, en que empiezan con grandes palabras unos silencios indescifrables, y creo que los incas guardaban realmente en ese santuario algo indecible. Una divinidad secreta hecha de espera y de ansiedad, de expectativa y de frustración, de ambición y de desazonado fracaso, una divinidad que no estaba en el final del camino sino en cada uno de sus pasos, tejida de sensaciones y de pensamientos, de búsquedas precisas y de hallazgos borrosos.

Lo que Hernando Pizarro no supo nunca es que la imagen que hallaron en el templo de Pachacámac estaba allí en reemplazo de otra que era de piedra negra rodeada de incontables mazorcas de oro, pero que estaba prohibido mirar siquiera. El santuario fue concebido para que hasta la frustración de hallar al dios fuera falsa, para que su malestar fuera apenas la réplica de otro malestar, porque este dios venía de la noche anterior al origen, y estaba en ese sitio antes del templo mismo, antes de las horas que precedieron a la víspera de la creación.

Uno cree saber lo que busca, pero sólo al final, cuando lo encuentra, comprende realmente qué andaba buscando. Y bien podría ser que lo que rige el destino del hombre no sea Cristo ni Júpiter ni Alá ni Moloch sino Pachacámac, el dios de los avances hacia ninguna parte, el dios de la sabiduría que llega un día después del fracaso.