24.
Orellana hacía esfuerzos por obtener del indio
Orellana hacía esfuerzos por obtener del indio informes que cambiaran el clima que reinaba en los barcos. El San Pedro resistía mejor que el Victoria el azar de las aguas, y a éste sus fabricantes lo veíamos como una cascara de intemperie, un pedazo de selva flotante cuyos íntimos rincones no respondían al estricto saber de los astilleros de España, sino apenas a las industrias de la desesperación y del miedo. El capitán advirtió que el menos inquieto por el rumbo del río era el pescador prisionero. Empezamos a llamarlo Wayana, porque esa era la palabra que más pronunciaba, y tiempos después supimos que aludía a las tierras de postrimerías en las que estábamos entrando. Si bien lo asombraba el barco, si bien miraba con curiosidad a los hombres, si bien se mostraba sorprendido y hasta asustado por los bandazos del viento en las velas y por los gritos de los marinos en las maniobras, el río no parecía inquietarlo, y esto debió infundirle a Orellana la tranquilidad que mostró en los momentos más difíciles.
Empezó a hablar con él con una fluidez inesperada, y otra vez se volvió a nosotros para traducir lo que el indio había dicho. «No hay que temer cascadas en esta parte de la travesía», nos dijo. «Wayana dice que el río es cada vez más ancho sólo porque fluye por un lecho más plano». Pero el indio tampoco lograba aclararle cuánto tiempo más viajaríamos por el río. Enumeró los pueblos que vivían en las orillas, y otra vez Orellana nos habló de ciudades y fortalezas, de sembrados y tesoros. «Por ahora alegrémonos de cumplir con este viaje de reconocimiento», decía Orellana, «y más bien pidamos a Dios que un día podamos volver con armas y pertrechos a someter estas orillas y arrebatar sus tesoros». Pero no creas tú que era cierto lo que decía Orellana de ciudades y reinos. Yo dudo que mucho de eso exista. Orellana ahora inventaba lo que le atribuía al indio, y se volvía hacia la tripulación aterrorizada y enferma, para darle ánimos por medio de las revelaciones que obtenía de su boca.
No le bastó haber hablado de las amazonas que montan en tapires y someten a los pueblos de las orillas. Habló de pueblos de gigantes, que utilizan como macanas árboles grandes como torres; nos mencionó hombres perros, que están gobernados por un jaguar que habla; habló de pigmeos a los que llamaba jíbaros, cuyo oficio era cazar indios en las selvas para cocinar sus cabezas y convertirlas en miniaturas feroces; habló de los delfines rosados del río, que cada mes se convierten en hombres y raptan muchachas en las aldeas para llevárselas al fondo del agua; habló de peces carnívoros que convierten en huesos una danta en instantes, pero esos sí eran verdaderos; habló de un país de viejos de la selva, que se sientan a esperar a que el tiempo los convierta en árboles; habló de la serpiente que reina en el corazón de la selva, y de cómo la piel desastrada que abandona se la llevan en vuelo los pájaros; habló de árboles que lloran leche blanca, de indios que producen sal con bejucos y zumos de la tierra, de manchas rojas voraces que avanzan arrasando la selva y son en realidad inmensos tejidos de hormigas; ya no recuerdo cuántas locuras nos contó Orellana en aquellas jornadas.
Casi un mes después de estar oyendo sus relatos me persuadí de que estaba mintiendo, aunque vi necesaria su mentira. El capitán no podía entender todo lo que Wayana le iba diciendo. Traducir de una manera tan fluida e inmediata lo que un indio dice es imposible sin la ayuda de la imaginación. Y hasta reconocí en sus relatos historias que yo ya sabía, historias que Orellana debía haber recibido como yo de los relatos de Oviedo. Cuentos utilizados por los indios del Caribe para asustar a los primeros viajeros le servían tiempo después a Orellana para tranquilizar a sus hombres por las selvas desconocidas. Parecía traducir pero en realidad recordaba e inventaba lo que los demás necesitábamos oír. Cualquier dato suelto, cualquier nombre, servía para armar un relato que entretuviera a la tripulación y alimentara sus esperanzas.
Cumplía su oficio de capitán: daba a nuestros espíritus un equivalente de la mínima alimentación que había que brindar cada día a nuestros cuerpos. Tiempo después nos confesó que mucho de lo que dijo en la parte más desesperada del viaje era invención. Le resultó oportuno tener a ese indio de lengua desconocida para mantener en alto la moral de la tropa. Y al final de aquel viaje todo el barco vivió de sus inventos. Yo, que lo sospechaba, hice lo posible por creerle y casi lo logré en mi impaciencia. No sólo disipábamos temores sino que hasta alcanzamos a soñar con las riquezas que íbamos dejando a nuestro paso, que habían esperado bastante y todavía tendrían que esperarnos quién sabe cuánto más.
De repente, todo cambió.
Una mañana, antes de que se iniciara la charla ritual de Orellana con el indio, empezó a oírse en la distancia el sonido real de una cascada. Cuando el viento cambiaba de dirección el murmullo desaparecía, sólo para reaparecer un poco más intenso. Orellana alzó los brazos, como apartando lianas en el aire, e intentó refutar otra vez el rumor de que íbamos rumbo al precipicio, pero también él oyó el ruido, y sintió alguna especie de miedo porque no logró ya disimularlo ante nosotros. El bullicio fue creciendo con las horas. Ya en la noche era una evidencia abrumadora que a cada paso nos hacía sentir vecinos del despeñadero, y nadie intentó siquiera dormir, porque el fin de todas las cosas estaba allí, aguardándonos. Fue como si estuviéramos oyendo en la noche la respiración de una bestia mitológica hacia cuyas fauces corríamos sin remedio. El ruido no paró de crecer esa noche, y todo el día siguiente, y toda la noche siguiente, de modo que al final los marinos rezaban a grandes voces, confesando sus pecados, pidiendo perdón a Dios por sus culpas, encomendándole sus parientes lejanos, y en un momento ya ni se oían las confesiones y los credos de todos en medio de ese estruendo de aguas enloquecidas que crecía como si estuviéramos en medio de una tempestad todopoderosa, aunque nada se había modificado físicamente en torno nuestro.
Lo que vimos a la distancia, al amanecer del día siguiente, fue más desconcertante: allá, al fondo, donde todos temíamos ver aparecer la extensión vacía del precipicio, lo que se alzaba era un gran muro blanco. El agua se agitó de un modo extraño y de repente nos pareció que hasta el río quería retroceder. Súbitamente nos vimos en medio de una turbulencia incomprensible, venían olas de fango, venían olas de escombros, avalanchas de vegetación, barrancos a la deriva bajo los vientos furiosos, aguas encontradas, cadáveres de animales arrastrados por la creciente, y los dos barcos nuestros, el solemne bergantín español y la nave de locos que lo seguía como sigue un escudero a su paladín perdido en la batalla, eran un par de cascarones extraviados en una tempestad.
En medio de los bandazos de la nave nuestras pocas pertenencias fueron arrastradas de la cubierta por la avalancha, y allí se perdieron las últimas ropas, las armas y las más cuidadas reliquias. Hasta la carta de mi padre, que siempre había conservado con fervor, y la copa de oro de fray Gaspar, fueron arrebatadas por la corriente. Sentí que estábamos a punto de naufragar, que después de tantas angustias y esperas, llegaba la hora final. Nos perdíamos de vista, convencidos de que la otra barcaza, desguazada, había zozobrado sin remedio, pero de pronto la veíamos sobreaguar todavía, pobre hoja combatida por el temporal, y nos ahogábamos en la lluvia fangosa del río, y nada podíamos hacer contra los poderes de la inmensidad cuando alguno de los compañeros gritó de pronto que el barro que estaban probando sus labios era agua salada.
Entonces, perdidos en medio de la corriente y doblegados bajo la furia de los elementos, todos comprendimos que el muro blanco que se nos había atravesado no era el estrado del juicio final sino una muralla de espuma, y que el estruendo de diez mil elefantes que nos había envuelto por días era el forcejeo de dos titanes, el río desmesurado y el océano imposible, y de repente, mojados e incrédulos, mareados y enfermos y locos de alegría, estábamos hundiendo nuestras manos heridas e hinchadas en el resplandor de las olas del mar.