1.
La primera ciudad que recuerdo
La primera ciudad que recuerdo vino a mí por los mares en un barco. Era la descripción que nos hizo mi padre en su carta de la capital del imperio de los incas. Yo tenía doce años cuando Amaney, mi nodriza india, me entregó aquella carta, y en ella el trazado de una ciudad de leyenda que mi imaginación enriqueció de detalles, recostada en las cumbres de la cordillera, tejida de piedras gigantes que la ceñían con triple muralla y que estaban forradas con láminas de oro. Tan pesados y enormes eran los bloques que parecía imposible que alguien hubiera podido llevarlos a lo alto, y estaban encajados con tanta precisión que insinuaban trabajo de dioses y no de humanos ínfimos. Las letras de mi padre, pequeñas, uniformes, sobresaltadas a veces por grandes trazos solemnes, me hicieron percibir la firmeza de los muros, nichos que resonaban como cavernas, fortalezas estriadas de escalinatas siguiendo los dibujos de la montaña. No sé si esa lectura fue entonces la prueba de las ciudades que había sido capaz de construir una raza: al menos fue la prueba de las ciudades que es capaz de imaginar un niño.
Era una honda ciudad vecina de las nubes en la concavidad de un valle entre montañas, y la habitaban millares de nativos del reino vestidos de colores: túnicas azules bajo mantas muy finas de rosa y granate, bordadas con soles y flores; gruesos discos de lana roja, amplios como aureolas sobre las cabezas, y sombreros que mi padre sólo acertaba a describir como bonetes morados que caían sobre un vistoso borde amarillo. Gentes de oscuros rostros de cobre, de pómulos asiáticos y grandes dientes blanquísimos; hombres de silencio y maíz que pasaban gobernando rebaños de bestias de carga desconocidas para nosotros, bestias lanosas de largos cuellos y mirada apacible, increíblemente diestras en trotar por cornisas estrechas sobre el abismo.
Me asombró que lo más importante de la ciudad no fueran esos millares de nativos que se afanaban por ella, ni esos rebaños de llamas y vicuñas cargados con todas las mercaderías del imperio. Lo más importante eran los reyes muertos: momias con aire de majestad que presidían las fortalezas, monarcas embalsamados encogidos en sus sillas de oro y de piedras brillantes, vestidos con finos tukapus de lana de vicuña, cubiertos con mantas bordadas, con turbantes de lana fina adornados de plumas, y encima la mascapaycha real, una borla de lana con incrustaciones de oro sobre los cráneos color de caoba. Cada muerto llevaba todavía en las manos resecas una honda con su piedra arrojadiza de oro puro.
Pero el mismo día en que supe de la existencia de aquella ciudad, supe de su destrucción. Mi padre escribió aquella carta para hablar de riquezas: no dejó de contar cómo cabalgaron por los trescientos templos los jinetes enfundados en sus corazas, cómo arrojaron por tierra los cuerpos de los reyes y espolvorearon sus huesos por la montaña y sometieron a pillaje las fortalezas. Ya desde el día anterior los jinetes que avanzaban por el valle sagrado habían percibido la luz de la ciudad sobre la cumbre, y sé que los primeros que la vieron se sintieron cegados por su resplandor. Yo trataba de imaginar el esfuerzo de los invasores ascendiendo sobre potros inhábiles por los peñascos resbaladizos, por desiguales peldaños de piedra, la entrada ebria de gritos en las terrazas, la fuga desvalida de los guardianes de los templos, y mis pensamientos se alargaban en fragmentos de batallas, una cuchillada súbita en un rostro, dedos saltando al paso de la espada de acero, un cuerpo que se encoge al empuje de la daga en el vientre, sangre que flota un instante cuando la cabeza va cayendo en el polvo.
Quién sabe qué nostalgia por tan largas ausencias vino a asaltar a mi padre, y quiso darme en un día de ocio lo que había recogido en años de incansables expediciones. Tal vez quería poner a prueba con un largo ejercicio de lectura lo que yo aprendía por entonces, o presintiendo que ya no serían muchos nuestros encuentros intentó ser por unas horas el padre que dejé de ver tan temprano, darme un pedazo mágico de su vida en la región más insólita que le habían concedido sus viajes. Por eso la fantástica ciudad de los incas se grabó en mi memoria envolviendo la imagen de mi padre, que había sido uno de sus destructores.
Hoy sé que aquella carta embrujada me arrancó de mi infancia. Me parecía ver la Luna con su cara de piedra presenciando en la noche la profanación de los templos, la violación de las vírgenes, el robo de las ofrendas, y aunque no es lo que mi padre se proponía, me afligió que manos aventureras volcaran como basura esas reliquias. A mi nodriza india, que no olvidaba las violencias padecidas por su propia gente, le dolían tanto aquellas cosas, que su gesto mientras yo leía me hizo rechazar esas manos sucias de sangre que se repartían esmeraldas y ofrendas de oro, esas uñas negras arrebatando los tejidos finísimos, esos dientes roídos que escupían blasfemias, esos ojos ávidos que seguían buscando más oro, más plata, más mantas. En nuestra casa de una isla distante, el fuego en los ojos oscuros de Amaney reflejaba con ira las cámaras incendiadas, los pueblos derrotados que huían, la luna picoteada por los cóndores flotando sobre la ruina de un mundo.
Pero más que los hechos, quiero contarte lo que esos hechos produjeron en mí. Poco antes nuestros hombres habían capturado al señor de las cordilleras. Para ti y para mí, hoy, simplemente lo condenaron al garrote; para mis doce años, lo que ocurrió no cabía en una palabra: cómo cerraron en torno a su cuello una cinta de acero hasta que la falta de aire en los pulmones completó la labor del torniquete astillando los huesos del cuello… Y el mundo de los incas vivió con espanto la profanación de su rey. Para los invasores era la muerte de un rey bárbaro, pero para los incas era el sacrificio de un dios, el Sol se apagaba en el cielo, los cimientos de las montañas se hundían, una noche más grande que la noche se instalaba en las almas. Y aún más grave que la muerte del rey fue esa fiesta insolente, cuando los invasores arrasaron sala por sala, muerto por muerto y trono por trono la memoria del reino. Un caudal de talismanes y embrujos, de sabidurías y rituales fue obliterado, y siglos de piadosas reliquias se convirtieron en fardo de saqueadores, en rapiña, en riqueza. Aquel día no sólo descubrí que éramos poderosos y audaces, descubrí que éramos crueles y que éramos ricos, porque los tesoros de los incas ahora formaban parte del botín de mi padre y de sus ciento sesenta y siete compañeros de aventura.
No sé si al leer esa carta a los doce años me importó la riqueza. Me embrujaba el relato de la ciudad, la simetría de los templos, el poder de los reyes embalsamados, los canales sonoros, las murallas dentadas, la ciudad, dilatada junto al abismo, apagándose como un sol en medio de hondas cordilleras.
La idea que tenía yo de las montañas era entonces modesta. Mi vida había sido la llanura marina; los altos galeones que sobrevivían al cuerpo de serpiente de las tempestades y que atracaban extenuados en la bahía. Ya que quieres saberlo todo desde el principio, debo empezar contándote que vivíamos en La Española, donde estuvo siempre nuestra casa. En la isla de arenas muy blancas sólo sabía que mi madre había muerto en el parto. Yo era el fruto de esa muerte, o, para decirlo mejor, yo era la única vida que quedaba de ella, y Amaney era la nodriza a cuyas manos me confió mi padre al irse a la aventura. Tuvieron que pasar años antes de que la riqueza mencionada en la carta cobrara sentido para mí, tuvieron que llegar noticias intempestivas a provocar confesiones que yo no esperé nunca.
Sólo una vez volvió mi padre de tierra firme a confirmar de voz viva las cosas que había escrito. No presentía que era su última visita, pero aquí todo el mundo vive haciendo las cosas por última vez. Vino ausente y lujoso; envejecido el rostro gris bajo el sombrero de plumas de avestruz, vacilantes los pasos en las largas botas de cuero. Los collares de plata con esmeraldas no hacían menos sombrío su rostro, los anillos de oro hacían más rudos sus dedos encallecidos y oscuros. No sabía relacionarse con un niño: los reinos y las guerras habían entorpecido su corazón. Venía, como siempre, a «resolver asuntos». El mundo de los incas, que hizo ricos a muchos aventureros, ahora incubaba entre ellos rencores y envidias, y las riquezas se estaban cambiando de prisa en arcabuces y en espadas, porque más habían tardado en ser los amos del reino que en tener que empezar a defenderse unos de otros.
No me pareció que soñara con volver a los días felices de la isla, donde el regidor de la fortaleza le administraba por amistad un ingenio de azúcar. En estas Indias nadie puede descuidar sus conquistas: tenía que estar de cuerpo presente si quería su parte del tesoro de Quzco, que tardaba en ser repartido. Como socio del marqués Francisco Pizarro le correspondieron indios, tierras y minas, pero también esperaba su fracción en metálico, el oro arrebatado a los muertos.
Esas riquezas del Perú estaban malditas para nosotros. Un día, en su mina profunda dé las montañas, el derrumbe de un túnel sepultó a mi padre con muchos de los indios que se afanaban a su servicio. Cuánto no habrán durado vivos en la tiniebla, pero nadie consiguió rescatarlos a tiempo. Tenía yo quince años cuando Amaney trajo del puerto la noticia, con esa dignidad indescifrable que reemplaza en los indios al llanto, y allí pude ver cuánto lo quería. Yo, por mi parte, creí que me había acostumbrado a su ausencia, pero fue como si me quitaran el suelo bajo los pies: me sentí devastado y perdido, el mundo se me hizo incomprensible, y apenas si la compañía de aquella india que era como mi madre me salvó de la desesperación.
Muy poco duraría ese consuelo. Viendo mi soledad, Amaney se animó a contarme algo que me pareció enrevesado y absurdo. Según ella, la dama blanca, la esposa de mi padre por la que me habían enseñado a rezar y a llorar, la señora que yacía en las colinas fúnebres de Curacao, no era mi madre; mi madre verdadera era ella misma: la india de piel oscura, que había aceptado desde el comienzo fingirse mi nodriza para que yo pudiera ser reconocido sin sombras como hijo de españoles por la administración imperial.
¿Esperaba que yo me consolara con ello? La muerte de mi padre era ya suficiente desgracia, y esta revelación tan increíble como inoportuna sólo podía ser una astucia de la criada para tener parte en el destino familiar. Alegó que había testigos que podían confirmármelo: yo me negué a escucharlos. Toda mi infancia la había querido como a una madre: bastó que pretendiera serlo de verdad para que mi devoción se transformara en algo cercano al desprecio. De creerle, su relato me habría impuesto además una inmanejable condición de mestizo, a mí, crecido en el orgullo de ser blanco y de ser español. Pero el relato de Amaney fue mi ayuda: durante los días más duros de aquel duelo compensé mi pena de huérfano con la indignación de sentirme víctima de una torpe maniobra.
Viendo frustrado su intento de dar otro rumbo a mi vida, Amaney se refugió en el silencio. Yo no habría tenido el corazón de apartarla de mi casa, pero dejé que se replegara a la condición de sierva ya sin privilegios. Muerta o vendida su raza, cambiado el paraíso de sus mayores en una isla llena de guerreros y comerciantes de España, la verdad es que yo era lo único que ella tenía en el mundo, y traté de explicarme por ello que quisiera usurpar el lugar de mi madre.
Mi educación no se había dejado en sus manos. La india sencilla de La Española me dio su amor mientras pudo, pero no podía darme el saber que su pueblo se transmitió por siglos en rezos y en cantos, en cuentos y en costumbres. Alguien debía velar por que yo creciera como un buen español, y desde los once años fui recibido como aprendiz en la fortaleza mayor de la isla, donde por decisión de mi padre orientó mis estudios el hombre más importante que había en La Española, su antiguo compañero por Castilla y por selvas del Darién, el regidor Gonzalo Fernández.
Parece que no supieras bien de quién te hablo, y eso me sorprende, porque casi no hay en las Indias quien desconozca ese nombre y la sombra ilustre que lo sigue. Por haber crecido algunos años a su lado, yo ignoré más que otros la importancia del hombre que me educaba y después fui encontrándome con trozos de una leyenda. Acostumbrado a ver sus cosas como hechos naturales, tarde comprendí que había conocido a un ser excepcional. Recibí su latín y su gramática, sus lecciones de historia y sus cuentos de viajes, su destreza manual y su ciencia del sable y la ballesta, sin preguntarme demasiado por él: no sabía diferenciar entre la vida de mi maestro y las lecciones que me daba. El idioma era simplemente su manera de hablar, la corte española era el relato de su infancia, los reinos de Italia eran la crónica de su juventud, y oyéndolo hablar de aquellos años otra ciudad abrumaba mi mente: Roma, a la que sus libros viejos me describieron, y que en su memoria y en mi fantasía era menos una ciudad que un pozo de leyendas, una cisterna mágica del tiempo. Guerra y conquistas llenaban sus jornadas, pero yo sentía que eso era común, y para mí el mundo fue primero el mapa de las andanzas de Gonzalo Fernández de Oviedo, que había convertido los reinos viejos y los nuevos en la cosecha de sus manos y la curiosidad de sus ojos.
Suele ocurrir que entendamos mejor la grandeza de un desconocido que la de alguien a quien vemos cada día tropezar y estornudar, resfriarse con las modificaciones del clima y padecer los cambios de ánimo que van imponiendo los años. Sólo el surco del tiempo y los accidentes de la vida me fueron revelando la magnitud de aquel maestro que marcó de tantas maneras mi rumbo. Más tarde, si hay tiempo, te hablaré de Gonzalo Fernández: su historia es más notable que la de muchos varones de Indias.
Tenía yo diecisiete años cuando me revelaron que el ingenio de azúcar que constituía mi única herencia estaba a punto de quiebra. Fueran malos negocios del regidor, o los bandazos de las guerras y del comercio, o los asaltos de los piratas franceses, lo cierto es que a un negocio que nos había sostenido por años lo estaba carcomiendo la ruina. El hecho coincidió con mi llegada a la edad en que debía asumir la responsabilidad de mi casa, y fue entonces cuando volvió el recuerdo de aquella carta leída tiempo atrás. Me pareció encontrar la razón por la cual mi padre la había escrito: quería que yo supiera de las grandes riquezas que obtuvieron en Quzco los sojuzgadores del reino, que tuviera alguna noción de la parte que nos correspondía. Enviarme la carta era darme a entender que yo era el objeto de sus preocupaciones, que tenía derecho a sus propiedades y riquezas.
Después de leer y releer aquellos viejos pliegos, decidí finalmente viajar al Perú a reclamar mi herencia legítima, que según largos cálculos ascendería a varios millares de ducados. Así se lo comuniqué a mi maestro y también él estuvo de acuerdo en que no debía demorar demasiado el reclamo. Ignorante de la fragilidad de los derechos en estas tierras, empecé a reunir todas las pruebas de mi filiación: la carta de mi padre, los documentos que había dejado, los registros de su matrimonio con la dama blanca de las colinas, las actas de mi bautismo en la catedral de La Española, entre el aullido al cielo de sus lobos de piedra.
Y un día estuve maduro para viajar a Castilla de Oro. Callada como siempre, Amaney fue conmigo hasta el barco en aquella mañana, y no pudo impedirse temblar al despedirme, temblar de un modo que casi logra lo que no pudieron sus argumentos. Me dije que esa aflicción, esa forma del llanto, se debía a que se quedaba más sola que nadie. Su raza ya casi no existía, sus indios habían muerto por millares en la guerra y los trabajos. Y aquella muchacha que recuerdo en mi infancia nadando desnuda con cayenas rojas en el pelo por las aguas translúcidas del mar de los caribes, aquella mujer de canela que le entregó a mi padre su destino y a mí toda su juventud, quedó sola en la playa de mi isla, y yo la miré sin pensamientos hasta cuando la isla no era más que un recuerdo en el vacío luminoso del mar.