10.
Días después vimos aparecer ante el campamento

Días después vimos aparecer ante el campamento unos fantasmas blancos y casi desnudos, armados de espadas. Eran los restos de la expedición que nos seguía desde Quito. Habían emprendido el camino sin otra protección que sus armas, y sobre ellos cayeron todas las plagas de la montaña. El capitán era el teniente de gobernador de Santiago de Guayaquil, Francisco de Orellana.

Orellana había nacido también en Trujillo de Extremadura, y era pariente lejano de los Pizarro. No viajó con ellos, pero la leyenda de sus aventuras llegó muy pronto a la tierra natal, y el hombre fue uno de los muchos que sintieron el olor del festín y quisieron venir a participar de él. Su rastro se había perdido en las Antillas: unos decían que combatió con las huestes de Belalcázar junto al lago de Managua, otros que traficó con esclavos entre Cuba y Cartagena, otros que se extravió por estas maniguas de Panamá, y que realizó toda clase de oficios, hasta el muy miserable de limpiar de su podredumbre los barcos negreros que atracaban en Nombre de Dios. Lo cierto es que llegó al Perú con las segundas oleadas atraídas por la leyenda del oro de Hernando Pizarro, y por las muchas versiones que corrían en el viento sobre la caída de Atahualpa en un lago de sangre. Los primeros conquistadores ahuyentaban como a cuervos a los que venían después a participar del despojo, pero no los alejaban mucho porque sabían que iban a necesitar de su ayuda para conjurar una rebelión que, tarde o temprano, llegaría.

No tuvo mucha suerte Orellana en las primeras campañas, pero el país era grande y, como tantos, se dedicó a esperar su hora donde fuera menos doloroso. Cuando Belalcázar emprendió su viaje hacia Quito, allí iba Orellana, al lado de Jorge Robledo y de tantos otros que oyeron hablar de un nuevo Dorado al norte del reino de los incas. Obtuvo una encomienda en la desembocadura del río Guayas y se instaló allí, negociando con el oro y con los bienes de los indios de la región, y posiblemente fue entonces cuando perdió un ojo en combate con los pueblos del litoral. Desde su casa lujosa de Guayaquil seguía a distancia el rumor de los avances de Pizarro y sus hombres hacia el sur, de la llegada de las tropas al Quzco, y de las descomunales riquezas que allí se obtuvieron. Sus primos no le habían concedido mayor atención a este pariente pobre, Francisco Pizarro lo había tratado como a un aventurero más, pero Orellana se decía, como nos decimos siempre todos, que ya llegaría su hora, y que él sabría aprovecharla.

Fue por esos días cuando Pizarro coronó en Quzco con grandes ceremonias a Manco Inca Yupanqui, el hermano de Huáscary de Atahualpa, como emperador de los incas, tratando de conjurar la reacción de las tropas organizadas de un imperio que estaba todavía lleno de ciudades y poblaciones no sujetas al poder de los conquistadores. El joven Inca le había ofrecido ser su aliado si Pizarro respetaba las tradiciones y lo entronizaba como rey, pero ya el hecho de que no recibiera la mascapaycha real de sus súbditos sino de un conquistador extranjero, y que el rito que lo consagraba no fuera el culto del Sol sino una misa de púrpuras ante dos leños cruzados, oficiada por el mismo capellán Valverde que había bendecido la masacre de Cajamarca, dejaba un sabor de falsedad sobre aquella ceremonia. Manco irradiaba grandeza, más que Atahualpa, incluso, y estaba decidido a gobernar con justicia, pero pronto comprobó que los conquistadores sólo lo habían coronado para mejor beneficiarse de los reinos bajo su sombra, de modo que dio órdenes en secreto para que los inmensos ejércitos incas se concentraran y marcharan sobre la ciudad.

Inicialmente pensó en reconquistarla, aunque ya el Quzco soberbio de cinco años atrás estaba tomado por el enemigo, los templos eran establos, todo el oro de los muros había sido fundido, los padres de los padres del joven rey eran despojos arrojados por los invasores, los templos de las vírgenes habían sido asaltados y las propias criaturas divinas violadas y asesinadas de mil formas distintas. Un día Gonzalo Pizarro llevó su torpeza hasta profanar a la propia hermana de Manco Inca Yupanqui, Curi Ocllo, la hermosa y última Coya del reino, y fue ésta la circunstancia que movió al Inca a escapar de sus captores, aprovechando la confianza que tenían en su mansedumbre, para reunirse con los ejércitos.

Y una mañana Quzco despertó rodeado por una muchedumbre de guerreros que nadie había presentido, y que habían ido llegando en silencio de todos los confines desde la noche anterior. Los doscientos españoles que ocupaban la ciudad, entre los cuales no se encontraba Francisco Pizarro, pues ya estaba dirigiendo los trabajos de construcción de la Ciudad de los reyes de Lima, pero sí sus hermanos Hernando, Gonzalo y Juan, descubrieron que también muchos de los incas que les servían habían escapado al abrigo de las sombras, y que ahora los trescientos templos que fueron su botín se habían convertido en su encierro, una especie de laberinto de piedra recubierto de vigas y de techos pajizos, donde estaban atrapados y rodeados por un hormiguero de ejércitos.

El sitio de la ciudad había comenzado. Rápidamente los defensores organizaron la resistencia, dispararon hacia la llanura y las pendientes llenas de indios sus ballestas y sus cañones, y pronto los incas supieron por qué los españoles estaban posesionados de su reino: eran indoblegables. Manco ordenó primero respetar la gloriosa ciudad de sus padres, una reliquia de siglos que tenía que ser salvada del conflicto, pero a medida que pasaban los días sin lograr la rendición de los hombres de la fortaleza, el Inca comprendió que si la ciudad había sido abandonada por los dioses, era forzoso convertirla en tumba de los invasores. Mucho vaciló en su corazón antes de dar la orden, pero recordó las momias profanadas de sus abuelos y decidió que, si ese era el precio de destruir para siempre a los enemigos, convertiría en un horno al rojo vivo el corazón de su reino. Él mismo encendió la primera flecha que voló en la noche desde los campos silenciosos, que describió su arco en el cielo como el meteoro que había anunciado la muerte de Atahualpa, y fue a clavarse sobre el tejado de uno de los templos. Al instante llovieron de todos los costados miles de flechas encendidas contra el viejo puma moribundo, contra esa ciudad que yo he venerado desde mi infancia, y el puma que había sido de oro se convirtió en un puma de fuego, porque las llamas se apoderaron de todos los techos de madera y de cañas.

Allá adentro, mientras caían los envigados y se extendía el incendio, los hombres de España tuvieron que salir a la plaza central: ardía como una fragua en torno suyo la ciudad de la que no podían escapar. Su única defensa era mantener bien protegidas las entradas. Los incas, conocedores ya de los cañones y de otras armas mortíferas, no intentaron entrar en la ciudad: se habían trazado el plan de hacer morir de encierro y de hambre y de fuego a los hombres que la ocupaban, y más bien entorpecieron las salidas de tal manera que si los españoles intentaban limpiar de escombros el paso, se vieran siempre expuestos a los flechazos de los arqueros.

El sitio y el incendio se prolongaban. Al final, los hermanos Pizarro decidieron vender caro el pellejo, y armaron súbitas incursiones contra la masa de los guerreros incas, para tomarlos por sorpresa, seguros de que los sitiadores no esperaban tales muestras de temeridad. Aunque lograron sorprender a los atacantes y causar muchas bajas en sus filas, no podían diezmar de un modo visible a una tropa tan numerosa, y una de esas incursiones les permitió ver que en la distancia, desde los flancos de los cerros vecinos, Manco Inca Yupanqui, montado sobre un caballo blanco, dirigía el ataque vestido a la española, con casco y escudo, con una lanza de hierro en la mano y a la cabeza de una tropa de capitanes incas que formaban también un cuerpo de caballería.

No dejó de causar impresión en los capitanes españoles, tan seguros de su superioridad militar, ver que los enemigos no sólo habían tomado confianza con los caballos, que hasta hacía poco les causaban terror, sino que estaban empezando a usar las armas que los conquistadores perdían en las batallas. Volvieron a entrar en la ciudad, sangrientos y orgullosos de su arrojo, pero convencidos de que sería muy difícil que alguna tropa enviada por Francisco Pizarro pudiera abrirse camino entre la mancha infinita de los sitiadores nativos.

Cuando Orellana recibió la noticia del sitio del Quzco no vaciló un instante. Invirtió sus riquezas en armar y proveer una tropa, que nunca supe qué tan grande fue, y emprendió el viaje hacia el sur sin esperar orden alguna, porque había llegado su hora. No sólo sobre Quzco habían caído los enemigos: todas las ciudades ocupadas por españoles estaban siendo sitiadas, y nadie imaginó que hubiera tantos habitantes insumisos y tantos guerreros rebeldes en un reino que ya parecía dominado. El propio marqués Pizarro padeció las oleadas de un asalto en su ciudad floreciente junto al mar, pero consiguió rechazarlo y, alarmado por la magnitud de la reacción tardía pero feroz de los incas, había enviado ya cuatro expediciones sucesivas, de cien jinetes cada una, en ayuda de sus hermanos en la ciudad sagrada. Los incas astutos las dejaron pasar, una tras otra, hasta internarse bien en sus territorios, después las envolvieron en cercos implacables y acabaron con ellas. Vencidas las expediciones, se dedicaron a recoger sus armas y a capturar los pocos caballos sobrevivientes, de modo que mientras Pizarro pensaba que ya sus hermanos habían sido auxiliados, los defensores de Quzco estaban más desamparados que nunca.

Orellana logró pasar con astucia evadiendo los ejércitos incas, libró breves y exitosos combates contra pequeñas tropas enemigas, y se acercó más que otro cualquiera a la ciudad sitiada. Para su suerte, un nuevo factor vino a influir en la contienda, y es que, después de cinco meses de tener asediada la ciudad, había llegado la época de la siembra, y los incas no podían mantener sus multitudes allí, lejos de las terrazas de cultivo, sin correr el peligro de que a la amenaza de los españoles se sumara, más grave, la amenaza del hambre para su inmenso pueblo. Manco Inca Yupanqui ordenó el retiro gradual de las tropas, confiando en que las fuerzas de los defensores estarían muy menguadas, y fue entonces cuando las tropas de Orellana avistaron la ciudad y cargaron hacia ella con tal ímpetu, que los guerreros incas que quedaban ante Quzco sintieron con alarma que los españoles se reproducían por milagro, y se replegaron definitivamente.