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No se sabe quién va más extraviado
No se sabe quién va más extraviado, si el que persigue bosques rojos de canela o el que busca desnudas amazonas de guerra, si el que sueña ciudades de oro o el que rastrea la fuente de la eterna juventud: nacimos, capitán, en una edad extraña en la que sólo nos es dado creer en lo imposible, pero buscando esas riquezas fantásticas, todos terminamos convertidos en pobres fantasmas.
Ya que estamos en Panamá, voy a decirte algo que comprendí comparando las experiencias de mis viajes con los recuerdos de muchos viajeros. Quien estaba llamado a conquistar las tierras del Inca no era Pizarro sino Balboa, no sólo porque fue el primero en tener noticias de ese reino, sino porque él entendía mejor a los hombres y al menos sabía conquistar sin destruir. Era feroz y temerario, a la hora de la guerra era implacable, pero sin duda sabía distinguir entre la paz y la guerra, sabía respetar los pactos y reconocer la dignidad de los enemigos. Lo supe por mi padre y por Oviedo, y también en cierto modo por lo que le oí decir aquellas tardes a Hernando de Soto. Qué diferencia entre el arte político de un capitán que dialogaba en estos montes con los reyes indios, y la barbarie grosera de los Pizarro para quienes no era rey ni siquiera el emperador Carlos V. Pero aquí son los Pizarro los que se abren camino. Como si sólo nuestra barbarie pudiera abrirle camino a nuestra civilización.
Después de años de aventura, lleno de deudas y ambiciones, Balboa se había deslizado un día furtivamente en la nave de Fernández de Enciso, quien iba en auxilio de Alonso de Ojeda a las marismas peligrosas de San Sebastián de Urabá, el primer caserío español de tierra firme. Balboa confiaba tanto en su perro que se ocultó con él en un barril, y ni un solo ladrido lo delató durante toda la travesía. Ya llegaban a San Sebastián cuando Enciso descubrió al polizón y a su perro, y quiso abandonarlos en una isla tapizada de serpientes, pero Balboa aprovechó cada minuto: en pocas frases le reveló su asombroso conocimiento del territorio, y antes de tocar tierra ya estaban los dos no sólo aliados para asistir a Ojeda sino confabulados para apoderarse de las tierras de Nicuesa.
Pero quien de verdad los esperaba era Francisco Pizarro, que no era aún ni la sombra de lo que sería. Ojeda lo había dejado al mando de unos pocos hombres, bajo un cerco de indios encolerizados, pidiéndole resistir cincuenta días a la espera de Enciso. Balboa sugirió trasladar el poblado a la región del Darién, en el golfo de Urabá, cuyos suelos y climas le parecían más propicios. Se embarcaron enseguida hacia el golfo, donde un cacique belicoso, Cémaco, les opuso las flechas de quinientos arqueros, pero los conquistadores invocaron a Santa María la Antigua, cuyo estandarte bordado traían desde Sevilla, y cuando la dama del cielo les concedió la victoria dieron su nombre a la ciudad que fundaron a la salida del golfo de agua dulce, en septiembre de 1510.
Balboa se exaltó en jefe de la nueva fundación; era el mejor conocedor de estas tierras y el más hábil negociador con los indios, y Enciso no supo a qué horas estaba recibiendo instrucciones de su subalterno. Intentó reaccionar, ser el jefe de nuevo, pero Balboa con una sonrisa le recordó que sus verdaderos dominios estaban en San Sebastián, al otro lado del agua, que ya sólo era el regente de un peligroso caserío abandonado. Aunque su reino fuera tierra perdida, el hombre insistía, de modo que Balboa lo destituyó por déspota, y todos sus soldados establecidos en cabildo lo nombraron a él alcalde de Santa María la Antigua del Darién, la ciudad blanca, la primera de un mundo, allá donde las largas playas están llenas de troncos retorcidos, de árboles que las tormentas descuajan en las selvas del sur y que arrojan y pulen en el golfo los remolinos de agua dulce.
Pero aquí, aun antes de ser conocida, toda tierra ya tiene su dueño. Si la región de Santa María no estaba bajo el mando de Ojeda y de Enciso, entonces era jurisdicción de Nicuesa. Cuando éste supo de los éxitos de Balboa, y del oro que los adornaba, vino a castigar a los invasores y a imponerse sobre ellos, pero Balboa, que oía todo lo que se movía en la selva y el mar como si entendiera los informes de las gaviotas, lo esperó con la multitud amotinada, le impidió el desembarco como gobernador e incluso como simple soldado, y lo confió sin provisiones, con diecisiete acompañantes y en una barca decrépita, a la improbable clemencia del mar. Fue la última noticia que se tuvo de ellos.
Entonces Balboa se aplicó a la conquista del istmo. Enfrentó a los indios belicosos y saqueó sus aldeas, remontó las cumbres selváticas, vadeó los ríos torrenciales, afrontó los pantanos palúdicos, arrebató todo el oro que pudo a los pueblos, pero llegó a establecer firmes alianzas con algunos jefes nativos. Se ganó a Careta para el bando de Cristo e hizo que recibiera el bautismo, hizo retroceder a Ponca hacia las montañas, y más tarde se alió con Comagre, el jefe más poderoso. Desde allí avanzó por sierras tremendas, venciendo a unos jefes y ganándose la amistad de muchos otros. Y un día en que los españoles reñían entre sí repartiéndose el botín de uno de esos pueblos, Panquiaco, el hijo de Comagre, indignado ante tanta codicia, derribó furioso la balanza en la que pesaban el oro, y le dio a Balboa la noticia asombrosa que andaba buscando sin saberlo. El joven indio dijo en su ira que si lo que querían era oro, y si estaban dispuestos a afrontar tantas penalidades y obrar tantas destrucciones sólo para encontrarlo, él podía señalarles un reino donde había tanto, que no sólo las ciudades eran de oro sino los canales por los que corría el agua, las vasijas en que se servía el condumio y hasta las sillas donde se sentaban los muertos. Añadió que a ese reino occidental tendrían que llegar en barcos atrevidos sobre las olas, porque detrás de las serranías había otro mar.
Y Balboa sintió el vértigo para el que había sido engendrado. Mezclando cautela y audacia emprendió una nueva campaña con ciento noventa españoles, algunos indios y muchos perros de presa, primero al mando de un bergantín y de diez canoas indias, aprovechando en unos lados la confianza de los caciques, y en otros el miedo que infundían las jaurías, en las que se destacaba su propio perro, Leoncico, más inteligente y más fiel que muchos conquistadores, que tenía un collar de oro y afilados dientes de sangre, y que recibía sueldo cada luna como un soldado más de las tropas.
En tierras de Careta se les unieron mil indios. Balboa cruzó en guerra las comarcas de Ponca, las selvas espesas y el poblado de Cuarecuá, y siguió su camino hasta el momento en que, sin haberlo visto todavía, sintió la cercanía del mar, sintió en el viento el olor agrio de las distancias y comprendió que se estaban abriendo en sí mismo, en sus entrañas, millones de aventuras. Creía que Pizarro, que iba con él desde San Sebastián, era su amigo; que Belalcázar era su amigo; que incluso era su amigo aquel Blas de Atienza, fornido y rubio y con cara de príncipe, que entró detrás de él, casi llorando, en las aguas espumosas del mar del Sur. Ese mismo día de grandes aguas Balboa comprendió que las aventuras del futuro esperaban en este mar occidental, y muy pronto se lo confirmaron los relatos de Andagoya, el primer explorador, y los cuentos de los indios, copiosos y agobiantes como lluvia en la selva.
No iba a ser fácil explorar los litorales, había que hacerlo con firmeza y paciencia, pero allí ocurrió algo que debía mejorar las cosas y en realidad las hizo más difíciles. Y es que no había pasado mucho tiempo cuando, comandada por Pedro Arias de Ávila, llegó la impresionante flota real, una ciudad de naves de conquista, que venía alentada por el descubrimiento del mar nuevo y por las riquezas grandes del istmo. Fue la primera expedición que se animó a fletar la Corona, y en ese enjambre de más de dos mil aventureros llegaban grandes señores de la corte como mi maestro Oviedo, fugitivos de sangre turbia como mi padre, aventureros como Gaspar de Robles y hombres más aviesos como el licenciado Gaspar de Espinosa.
Más largo que el relato de mi viaje resultaría explicarte cómo Pedrarias, el envidioso, Pizarro, el implacable, y Espinosa, el ambicioso, conspiraron la ruina de Vasco Núñez de Balboa, de modo que Pedrarias, su propio suegro, ordenó capturarlo, Pizarro, que se decía su amigo, lo tomó prisionero, y Espinosa, que quería sacarlo pronto del camino, lo juzgó y lo condenó a muerte. No porque hubiera cometido atropellos como jefe de tropas en Urabá, ni porque hubiera perseguido a Nicuesa, como ellos decían, sino porque ya se insinuaba como el jefe indudable que conquistaría los reinos del sur; porque mientras él viviera, los otros, violentos y mediocres, harto inferiores a él en conocimiento, en astucia y talento político, no lograrían emprender nada. Si quieres una prueba mejor, fue Pizarro, el apresador de Balboa, quien conquistó los reinos del Inca, y lo hizo con la financiación de Espinosa, el verdugo de Balboa, mientras Almagro y Luque, los socios que aparecieron después, serían traicionados a su debido tiempo.
Dirás que soy ingrato con Pizarro, el jefe militar de mi padre, pero yo sé lo que te digo: los hombres valientes son demasiado confiados y los traidores son demasiado engañosos; el rey y el papa están muy lejos, y dedicados a sus propias rapiñas, para imponer aquí de verdad la ley de Dios o de la Corona; esta conquista sólo se abre paso con crímenes y muy tardíamente intenta redimirse con leyes y procesiones. Aquí sólo triunfan los peores. La Corona acepta que avancen con saqueos y masacres, y después llega a ocupar lo conquistado y a tratar de castigar a los criminales que lo hicieron posible.
Somos apenas instrumentos de los poderosos, peldaños para escalar el poder de los reinos, espadas para descabezar a sus enemigos, guardianes de sus cárceles, centinelas de sus palacios, obedientes administradores de sus rentas, y ante los grandes jefes nadie puede perfilarse como un rival por su talento o por su fuerza. Los mansos no heredan esta tierra, más bien han sido los primeros en perderla. Basta pensar en el pobre poder que tienen las flechas contra las armaduras, los venablos contra las espadas y los dardos de las cerbatanas contra el salivazo de los arcabuces y el trueno de los grandes cañones. Hasta los violentos moderados van siendo desplazados por otros más salvajes, y es por eso que la recompensa de mi padre no llegó jamás a sus manos ni a las mías.