22.
Luchamos con tanta energía y resistimos con tanta fiereza

«Luchamos con tanta energía y resistimos con tanta fiereza a quienes nos atacan porque estamos sometidos a las guerreras blancas. Son mujeres valientes y terribles, mucho más altas que los otros indios de la selva, y las llamamos blancas porque su piel es del color del cobre claro. Nos castigan cruelmente si permitimos que alguien cruce los pueblos nuestros para llegar hasta su reino.

»Si recibiéramos en paz a los invasores ellas caerían sobre nuestros poblados con gritos de guerra, y si advierten que damos la espalda en la batalla cuando ellas nos comandan nos dan muerte a mazazos sin vacilar. Tienen cabellos largos que ordenan en trenzas y que se anudan alrededor de la cabeza, y desde niñas se adiestran en el trabajo y en la guerra. Nadan en las lagunas interiores como delfines, gobiernan las piraguas con destreza, y andan desnudas por la selva, aunque cubiertas de tintas y trazos mágicos, porque las tintas de color de las semillas y los frutos les permiten acorazar sus cuerpos con rezos poderosos y con cantos. Nuestras aldeas de la orilla del río, y los poblados que se suceden selva adentro, son anillos y serpientes alrededor del mundo de las hembras guerreras.

»Han escogido para ellas la mejor tierra y la que está más protegida. Lomas con mucho bosque, y atrás de ellas sabanas con hierbas altas hasta la rodilla, donde pacen en llanos y praderas inundadas sus cabalgaduras, que son dantas y tapires de pezuña partida. Hay quien dice que más adentro, en regiones a donde nadie puede penetrar, tienen también cautivos y domesticados jaguares enormes y serpientes de piel estrellada, pero eso yo no puedo afirmarlo. Sus cultivos producen yerbas de alivio y plantas aromadas para los alimentos, hay en sus tierras árboles gigantes que producen bellotas nutritivas, y allí se dan todas las frutas de la selva, desde las peras verdes que acompañan sus banquetes hasta ciruelas y piñas y guayabas y guamas, y muchos frutos que otras regiones no conocen.

»Cuando van a la guerra, que es lo que acostumbran, sus tropas avanzan animadas por muchas trompetas y tambores, por flautas y siringas de cañas y cítaras de tres cuerdas y timbales de madera y de piel de distintas voces muy resonantes. Sus tierras comienzan a siete jornadas de camino desde el río, y a veces ellas vienen a ser capitanas de nuestras tropas, cuando hay que defender la entrada a su señorío. Pero no sólo saben hacer la guerra: hay unas que tejen y otras que cultivan y otras que hacen las flechas con puntas de hueso y las lanzas talladas. Viven en casas grandes de cal y canto que se alargan entre caminos tapiados con grandes muros, y cada tantas casas hay torres de vigilancia donde hembras de guerra custodian la tranquilidad de las otras.

»No son casadas y no aceptan hombres en su cercanía sino sólo en la guerra y como servidores, y para preñarse y tener a sus hijos cada cierto tiempo emprenden la guerra contra un reino vecino de indios altos que es el que prefieren, y en esas guerras capturan a todos los indios que quieren y por un tiempo los tienen con ellas y se aparean. Son los únicos enemigos de guerra a los que perdonan, y después de servidas los devuelven a sus tierras sin hacerles daño. Tal vez sólo porque los perdonan los hombres se dejan capturar de nuevo en la siguiente incursión, en vez de prepararse para resistir con violencia, de modo que esa guerra es más una ceremonia que un combate mortal. Pero es después del parto cuando se da a conocer la soberbia y la crueldad de estas mujeres, porque si los recién nacidos son varones no sólo los matan sino que envían sus cuerpos muertos con indios emisarios al pueblo de los padres, como si esos envíos fueran un reproche, y en cambio si son hembras las celebran con fiestas y hacen grandes solemnidades, y muy pronto las inician en las rudezas de la guerra.

»Una entre todas ellas es la reina, y gobierna con severidad, y se llama Karanaí. Las grandes señoras tienen en sus casas vajillas de plata y de oro, y vasos y marmitas, en tanto que las servidoras y las de inferior condición sólo se sirven de vasijas de barro y de bandejas y platos y cuencos de madera tallada. Los indios vecinos les llevamos en tributo lana y algodón, y ellas tejen mantas livianas que usan en sus casas, y telas para sus viviendas, y capas que usan a veces sobre sus cuerpos desnudos y que ciñen adelante con cordones.

»Tienen en su reino dos lagunas de agua salada de la que cuecen el agua en cántaros y sacan sal en panes blancos. En la ciudad principal de su tierra tienen cinco templos muy grandes dedicados al culto del Sol, y cada una de esas casas también se llama Karanaí, como la reina. Tienen planchas de oro cubriendo los muros bajos del interior y los techos forrados de pinturas de la selva, de serpientes y jaguares y dantas y pájaros de colores, hechas con cortezas de árboles, y muchos objetos preciosos para el culto en sus adoratorios. Todas las señoras principales llevan sobre la cabeza cintas anchas de oro como diademas. Karanaí y las otras señoras guerreras han dado la orden de que después de la puesta del Sol ningún indio varón de los pueblos vecinos puede salir de su aldea bajo pena de mutilación, y sobre todo que ningún hombre intente adentrarse en su reino, bajo pena de muerte en tormento.

»La fama de estas mujeres llena toda la selva y cuando se sabe que han entrado en guerra hay gentes hasta de muy lejos que se atreven a navegar muchos días por el río inmenso, con gran peligro de sus vidas, sólo por verlas de lejos. Todos nosotros tenemos que servirlas cuando pasan, y llevarles en tributo hasta cierto sitio lo que demandan, ya sea pescados o aves de cacería o frutos, pero esas exigencias no son frecuentes. Y hay una gran maldición que todos tememos en la selva, y es que se dice que todo varón que intente entrar en la tierra de las guerreras blancas, aunque sea un muchacho cuando emprenda el viaje y aunque sólo dure unos días su incursión, volverá tan viejo a su aldea que nadie lo reconocerá cuando llegue».

Después de que los hombres se arriesgaron selva adentro, más de uno vino a contarle al fraile tuerto las cosas que supuestamente habían hecho, y un clima de delirio envolvió a la tripulación. El propio Orellana afirmó que habían seguido el rastro de las amazonas buen trecho selva adentro, pero que los detuvo el temor de que ellas fueran dejando su hilo en la maraña para hacerlos perder entre esos laberintos de árboles que se repiten sin fin. Algunos avanzaron en grupos de tres y de cuatro, explorando ese tejido que se abre siempre a tramas nuevas, oyendo movimientos de cosas que huyen, dejándose extraviar por los pájaros, viendo la cambiante vegetación y la abundancia de animales de la selva, y trajeron historias que sí bien pueden haber ocurrido también pudieron ser sólo invenciones para presumir ante sus compañeros, o para satisfacer la necesidad de hechos memorables que contar al regreso.

Las selvas, Dios mediante, iban a quedar atrás. Los hombres querían, en caso de que saliéramos con vida, tener historias de qué envanecerse si algún día volvíamos al mundo humano. Cada quien vivió su propia experiencia de la selva, y cada quien contará una historia distinta, pero puedo decirte que al final de ese viaje hablamos de tantas cosas que ya no sé qué vimos. La selva es por demás tan extraña, tan misteriosa, que es más fácil entender lo que dice el que la vio fugazmente que entender lo que sabe el que ha vivido en ella la vida entera. Varias cuadrillas pasaron algún tiempo errando por la selva, y los cuentos que traían llenaron el barco por semanas.

Entre ellos cinco hombres entraron en la selva y no volvieron, de modo que, pasados dos días con sus noches, Orellana tomó la decisión de emprender la partida y no esperarlos más, pensando que habrían sucumbido a manos de las mujeres, de otros pueblos o de las fieras hambrientas. Increíblemente, al promediar el tercer día los encontramos en la orilla tras una de las siguientes curvas del río. Venían devorados por los insectos, habían comido raíces y lagartos, hablaban de animales luminosos, de pueblos de gentes diminutas que habitaban en las raíces de los árboles, de follajes que contaban secretos, decían que la selva tenía vértebras y pelaje de tigre, e infinidad de indicios nos convencieron de que habían masticado la locura en las cortezas verdes. Pero algunas de las historias que contaron sobre las amazonas alimentaron el relato que después recogió fray Gaspar en su crónica.

Finalmente salimos de la más extraña de las regiones de la selva, que aquellos indios llaman Tupinamba. Todo seguía tan poblado que nuestras pequeñas naves se abrían paso como un par de hojas cubiertas de hormigas entre las aguas primitivas vigiladas por grandes serpientes. Cada día sentíamos más que la selva nos miraba con millares de ojos. Había pueblos y pueblos y pueblos, y en ciertas partes las aldeas eran tan alargadas que cada sección tenía su embarcadero con muchas piraguas. La selva puede ser oscura, y enmarañada y laberíntica, pero el río es un camino inmenso y abierto, a veces bajo las lluvias y las tempestades, a veces bajo los temporales y sus temibles truenos y relámpagos, pero muchas veces bajo los barcos luminosos de las nubes, en el aire más diáfano, y todos los que viven a su orilla están comunicados. Como ya te lo he dicho, el peligro mayor no está en la selva ni en el río, sino en el choque de nuestra mente y de nuestras costumbres con la selva y el río. No tenemos propósitos tan misteriosos ni somos tan lentos como los árboles, algo en ese mundo nos atenaza, algo nos llena de urgencia y de impaciencia, porque las cosas no maduran a nuestro ritmo, la fruta es demasiado lenta y la serpiente es demasiado rauda, nada parece tener intención propia: todo responde a un designio indescifrable y ajeno. Y entre sus grandes hojas la voluntad desespera, las nubes pesan sobre el alma, el agua es menos obediente que un gato, las luciérnagas hieren los ojos, la noche es un silencio demasiado lleno de ruidos, un vacío demasiado lleno de cosas, una oscuridad demasiado llena de estrellas.