8.
Gonzalo Pizarro era el tercero

Gonzalo Pizarro era el tercero de una familia de grandes ambiciosos. Buitres y halcones a la vez, sus hermanos Francisco, Hernando y Juan, con una avanzada de hombres tan rudos como ellos, se habían bastado para destruir un imperio. Tuvieron el privilegio de ver el reino de los incas en su esplendor, cuando los viejos dioses vivían. Encontraron por esas cordilleras caminos empedrados más firmes que las rutas de Italia, puentes anudados sobre el abismo, sendas con señales que indicaban el rumbo a los viajeros sobre el hombro luminoso de la montaña. Vieron hombres con grandes joyas en las orejas cultivando en terrazas escalonadas cientos de variedades de maíz, manzanas de tierra de todos los tamaños y colores, quinua más nutritiva que el arroz gris de las praderas del Asia. Vieron procuradores envueltos en mantas finas de ocre y de granate que gobernaban con un saber antiquísimo los grandes cultivos. Los vieron enterrar en los cimientos de las fortalezas, para neutralizar a los poderes subterráneos, fetos translúcidos de llama, a cambio de los niños que se ofrendaban en los tiempos antiguos. Y vieron pasar en cortejos ceremoniales, bajo un palpitar de tambores y en un viento de flautas, mujeres cuyas miradas altivas las hacían parecer reinas a todas, hasta cuando los truenos de Cajamarca mordieron el orgullo de las ciudades y empañaron el resplandor de las miradas.

Para entender a esos hombres de Extremadura, que fundidos a sus potros enormes fueron capaces de dar muerte a un dios, tenemos que pensar en la dureza de la vida en España cuando no se ha nacido en cuna de príncipes. De cuantos cruzaron primero el océano, Francisco Pizarro era el más brutal y el más ambicioso: yo siento que en él convivían el toro y el cerdo, el romano y el vándalo. Tú vienes de un linaje de guerreros, pero basta mirarte para saber que en ti no sólo hay sangre de soldados sino sombras de letrados y artistas. Desde el fondo de tu mente se alcanzan a ver las paredes de la ley, y está el freno de Dios en tu mano. Pero había qué ver a los Pizarro para entender lo que se dice de tantos guerreros extremeños y de los duros tercios de España: que gentes de su sangre cazaban bisontes en la aurora, que pintaban con sangre sus cacerías en el interior de las grutas, que desencajaban con sus propios brazos las mandíbulas del Jabalí bajo los encinares sangrientos. Unos vinieron de Roma vestidos con togas ceremoniales pero se descubrieron salvajes en los pedregales de Iberia; otros bajaron de naves que tenían velas rayadas de blanco y de rojo, trayendo vinos y gallos fenicios; otros cruzaron los desiertos envueltos en túnicas negras, cabalgando desde el fondo gris del amanecer con sus melenas aceitadas en grasa de muertos y sus lanzas adornadas de cráneos, cuando unos reyes amarillos clausuraron los cielos de Oriente. Y todavía después esos hombres fornidos habían crucificado cerdos y brujas, habían fatigado sus brazos flechando mezquitas y decapitando infieles bajo las nubes negras de Jerusalén, esparcieron las entrañas de los herejes entre un viento de aullidos y cuartelaron los cuerpos de sus hijos pequeños bajo el hormigueo de los cuervos. No traían libros ni rezos en la memoria sino riñas de yeguas y de lobos, negras carnicerías bajo los planetas helados del amanecer, ritos obscenos ante las ruinas de mármol de las ciudades, y negocios carnales de prisa sobre el heno, a la sombra de las iglesias abandonadas. Sólo esa violenta madeja de ayeres puede explicar el miedo sobrenatural que esos hombres lograron infundir en el alma de un mundo.

Gonzalo era treinta y cinco años menor que su hermano Francisco: cuando llegó a las Indias, los primogénitos ya habían vivido hallazgos y tormentos, y él tuvo que inventar sus propias locuras. El destino no le deparó como al primero un marquesado sobre la sangre seca del Inca, ni le concedió el poder subalterno del segundo, capaz de conducir sobre el océano barcos que por poco se hundían de oro. Era apuesto, era joven, era el mejor jinete de los reinos nuevos, se le medía a todo riesgo y, como sus hermanos, nunca sintió otro amor que la pasión de mandar y la embriaguez de arriesgarlo siempre todo. Buscaba un reino propio que estuviera a la altura de su ambición, y la noticia del País de la Canela le dibujó en el aire un destino más rico que la ciudad de pedernal de los muertos.

Era la hora de imitar a sus hermanos triunfales, la hora de superarlos, y para ello fue preciso preparar con furia el camino, hablar noches enteras con veteranos, censar cientos de obstáculos previsibles. Mandó buscar al teniente Gonzalo Díaz de Pineda, en cuyas manos llenas de cicatrices había fracasado años atrás una expedición por el mismo camino, disuadida por flechas con ponzoña y por marañas impenetrables, más allá de los hielos que silban. Díaz de Pineda, que seguía en el reino, no había oído nunca de bosques de canela, y un fuego de rencor le asomó en los ojos oyendo hablar de esa riqueza que había estado a punto de ser suya. ¿Por qué sólo al avance de los Pizarro la tierra muda soltaba sus secretos y hasta las puertas más cerradas se abrían? ¿Era posible todavía aprovechar el regalo de Dios? Gonzalo Pizarro, que valoraba su experiencia, recibió con afecto a Díaz de Pineda y a su socio, Ginés Fernández de Moguer, un mozo de veinticuatro años que lo había acompañado en las primeras incursiones a Chalcoma, Quijos y Zumaco, y de quien los propios compañeros decían que tenía los ojos verdes de tanto buscar esmeraldas, y les dio mando firme en la gran expedición que se fraguaba con el oro del Quzco.

Vuelvo a decirte que nadie supo nunca a cuánto había ascendido ese tesoro. Contaban en el aire tejas de oro sobre tejas de oro, cofres de plata sobre cofres de plata, mantas de bordados finísimos, la lana laboriosa de las vicuñas, estrellas de esmeralda y topacio que habían arrebatado a los tronos. Noticias del hallazgo del reino muisca, en las mesetas del norte, renovaron entonces las esperanzas, y aunque eran cada vez más confusas las pistas de los imperios ocultos, ya nadie ignoraba que las montañas tienen duras raíces de plata y de oro.

Cada quien sabía algo, pero sólo el fuego lo sabía todo, sólo en sus lenguas danzantes estaba cifrado el secreto, y volvíamos a sentarnos en las plazas recién fundadas, a escuchar con una mezcla de credulidad y recelo cuentos inverosímiles en torno a las fogatas. Cuentos de Cumaná y de sus islas de perlas, donde crecían ciudades hora tras hora; cuentos del reino de Coscuez y de Muzo, donde hasta las mariposas tienen el color de las esmeraldas; cuentos del cerro magno de Potosí, donde el paladar de la tierra relumbra de plata; cuentos de selvas que respiran sobre sigilosas vetas de amianto. Oímos de las tierras de Gez y de Ciana, donde la piedra y el metal están vivos; de las fronteras de Cíbola, la ciudad de los simios; de Manoa la escondida, con sus embarcaderos de oro; y de la fuente de la eterna juventud de la isla Florida.

Nadie nos mencionó ese lugar donde los enviados de Tisquesusa escondieron el oro de los muiscas, el oro que el astuto zipa ocultó a las tropas de Jiménez de Quesada, y que tú mismo dejaste intocado en las cavernas del nuevo reino, pero lo cierto es que entre tantas comarcas prodigiosas no resultaba extraño oír hablar de un país de canela, aunque sí era asombroso que en este mundo donde la guerra se hacía por metales y por piedras preciosas, unos árboles llegaran a tener tanto valor.

Aquí los cuentos desvelan más que los insectos. Cuántos hombres no han enloquecido por falta de sueño, pensando en mantener los ojos siempre abiertos porque la riqueza puede aparecer en las arenas de los ríos, en las venas de la tierra, debajo de las piedras, en los ojos de las estatuas, en las ostras recién arrancadas o en el buche de los caimanes. Muchos terminan creyendo que todo puede ser señal de riqueza: el trazo de las ciudades de los indios, los dibujos que dejan en las piedras, el modo como se deslizan las serpientes del Sol por las terrazas de los templos, las palabras que salen de la boca de los flecheros y hasta el grito de un pájaro en las cornisas de la montaña. Y acaban por creer que aquí todo, como dicen los indios, envía mensajes: el Sol que sube piedra a piedra los montes, las avalanchas que sepultan aldeas, las manchas negras en la piel del jaguar, el vuelo de alas rectas del cóndor blanco.

Yo no digo que no sea verdad que todo tiene un significado: los indios que esconden sus flautas a la orilla del río, los brujos que guardan manteca de delfín en sus pequeños calabazos, o los grupos de indios que pretenden almacenar lo que saben en grandes canastos que entierran al pie de los árboles, pero mientras se comprueba la verdad de lo que dicen uno corre el riesgo de ver señales donde las señales no existen, y de creer que todo pájaro habla cuando canta, que bajo todo árbol hay un sepulcro de oro, que todo río oculta su caudal, que todo indio es brujo, que toda marca en las piedras es un mapa, y muchos españoles se han vuelto más supersticiosos que los propios indios, porque los enloquece la codicia, que es más capaz de invenciones que cualquier mago.

Lo duro es verse rodeados por un mundo tan desconocido y hostil. Gonzalo Pizarro empezó prestando demasiada atención a los relatos de los indios, escuchando sus cuentos, y terminó creyendo esas historias más que los indios mismos. Espiaba sus danzas, fisgoneaba sus conversaciones, vivía siempre al acecho, sintiendo que las cosas más importantes los indios no las decían con franqueza, que había que arrancarles sus verdades cuando estaban hablando entre ellos. Esas riquezas que necesitábamos le parecían escondidas, por decirlo así, en las puntas de sus lenguas taimadas, y habría querido tener tenazas para arrancarles con las lenguas los secretos que guardaban.

Como te dije, mientras Gonzalo nos contagiaba su fiebre de canela, Hernando Pizarro, después de llevar a Carlos V un nuevo tesoro, había quedado preso en una celda de España: la Corona empezaba a desconfiar de sus proezas de altanería. El marqués Francisco pensó que la Corona quedaría deslumbrada con el tributo, que vendrían en avalancha grandes ennoblecimientos para su linaje, y es verdad que no hubo en la corte un momento de mayor embriaguez con las conquistas de Indias, porque el oro del Perú volvió doradas las pupilas de una generación en las provincias hambrientas, y tienes que admitir que tú mismo saliste de tu infancia bajo los destellos de ese sueño. Ahora la Corona recibía la presa que le traía el halcón, pero se apresuraba a ponerle de nuevo el capirote en la cabeza… y sobre todo, ya no le mostraba los ojos.

Por fin llegó la hora de la partida, y sólo en Quito pudimos ver completa la caravana que se había armado. Para nuevas aventuras, sangre nueva, y tenía Gonzalo veintisiete años cuando acabó de organizar la expedición. El propio marqués le había dado todo su apoyo, puso su parte en oro y le confió el mando con plena conciencia, porque tenía la ilusión de que todos en la familia serían reyes, y para sí mismo incubaba silenciosa en su mente la ambición de un imperio. Gonzalo escogió, entre los centenares de soldados baldíos de las guerras recientes, a los doscientos cuarenta varones que salimos con él por los montes. Cien eran oficiales a caballo, ciento cuarenta éramos peones con mando sobre los cuatro mil indios que, más que contratados, habían sido enganchados a medias con promesas y a medias con amenazas, para que cargaran parte de los fardos que requería la caravana. Las cosas más pesadas irían al lomo de dos mil llamas, camellos de los páramos resistentes al frío, cuyo sentido del equilibrio es un milagro en los riscos de la montaña. Enrolladas sobre las llamas iban las mantas, enlazadas las herramientas y bien embaladas las armas. Pero Pizarro quería armas más eficaces, y se reafirmó en ello al oír de Díaz de Pineda las desventuras que sufrieron sus soldados bajo el asedio de los indios. Por eso hizo traer de España y de las islas el arma más feroz que llevamos a la travesía, dos mil perros de presa cebados y adiestrados para despedazar bestias y hombres.

Yo conocí a uno de los marinos del barco que los trajo, y si no estuvieras tan ansioso por escuchar la historia de la expedición, podría contarte también la historia de los perros del mar, su larga navegación sobre los lomos del océano, esas noches interminables de ladridos en la tiniebla mientras subían y bajaban sobre el agua las estrellas del sur. Y es que todavía me parece oír en el viento a los perros. Durante muchos días fue el único sonido que escuchamos, y sólo al separarnos de la tropa me sorprendió descubrir que esas tierras tienen su sonido propio, un rumor de incontables criaturas.

También el alimento que necesitaba esa muchedumbre tenía que ponerse en marcha, y así se añadieron dos mil cerdos con argollas en el hocico, traídos como los perros en parte de España y en parte de las granjas de porqueros de Cuba y La Española, que serían sacrificados a medida que avanzáramos. Tal vez Pizarro armó esa expedición delirante para que tantas formas conocidas nos recordaran el mundo del que procedíamos, para no enloquecer ante los caprichos de la naturaleza por tierras tan distintas, pero la solución para que cada uno de nosotros no enloqueciera consistió en que toda la expedición fuese una locura.

Tantos hombres de España, tantos indios, tantas llamas, tantos perros, tantos cerdos subiendo por esas pendientes de viento helado, yendo a rendir tributo a unos dioses desconocidos, tanta gente dispuesta a morir por un cuento, por un rumor, ahora me alarman, porque esa expedición sólo a medias era la búsqueda de un tesoro. Era sobre todo la prueba de una credulidad desmedida, una sonámbula procesión de creyentes yendo a buscar un bosque mágico, un ritual corroído por la codicia, espoleado por la impaciencia.

Y así salimos a buscar el País de la Canela. Los cien jinetes ansiosos y crueles que remontaron la sierra, los ciento cuarenta peones acorazados que caminábamos atrás, los millares de indios de las montañas que cargaban en fardos las sogas, las hachas, las palas, las demás herramientas y las armas, las dos mil llamas cargadas de granos y provisiones, y los dos mil cerdos argollados, que ascendían como un tropel de gruñidos por las lomas resecas, forman todavía en la memoria una confusión imborrable.

Como un enorme ser que sólo se viera a sí mismo, el propio tumulto de la expedición no nos dejaba advertir el mundo que recorríamos. Todo el tiempo había que cuidar que los cerdos no se despeñaran, que los perros tuvieran alimento, que los fardos estuvieran asegurados, que las armas no padecieran humedad, que los caballos sobrepasaran los fangales y los barrancos resbaladizos. Y la verdadera presencia extraña eran los miles de indios. Bajo el estruendo de los perros y la ferocidad de la tropa avanzaban dóciles y ajenos, con una actitud que podía ser de odio o de resignación, la mayor parte de ellos con ese gesto indefinible que nunca nos permite saber si son amigos o enemigos, si están serenos o atormentados, si quieren matar o si quieren morir.

Pero sobre ese largo recuerdo persisten los perros, con sus carlancas de hierro en el cuello erizadas de púas para protegerlos de las otras bestias, los perros abriendo camino a las llamas cargadas que rumiaban atrás por la ruta, los perros siguiendo a la nube de cerdos que gruñían noche y día, los perros feroces abriendo los caminos de la montaña. Tú no sabes lo que era aquello, y yo no quisiera repetirlo nunca. Los perros furiosos, los perros hambrientos… el eco interminable de sus ladridos… sólo los aguaceros a veces lograban atenuar en los montes el estruendo infernal de los perros.