13.
Cuando el capitán Pizarro enloqueció

Cuando el capitán Pizarro enloqueció, la selva empezó a cambiar a mis ojos. No diré que se volvió una morada, como parece serlo para los indios, pero los crímenes del capitán y sus verdugos me hicieron pensar que todo en la selva, comparado con aquello, era inocente: la acechanza amarilla del jaguar, los dientes voraces en los remansos, las serpientes que abren sus jetas y esperan que venga hasta ellas, por el túnel del aliento, el roedor hechizado; y sobre todo inocentes los árboles que no van en busca de nada, que sólo vuelan libres cuando son apenas promesa, puntos negros suspendidos en una gasa liviana y abatidos de golpe por la lluvia.

Como te digo, Pizarro había querido hacer el tramo final del camino acompañado sólo por sus hombres más cercanos: quería ser él quien hallara las leguas de bosques de canela y tomara posesión de ellos en nombre del rey, y fue eso lo que nos salvó de estar presentes en lo más atroz del exterminio. Y a mí también me cuesta imaginar el modo como ordenó la matanza, porque es difícil matar a tres mil indios aun con la ayuda de tantos perros de presa. Aunque sólo llegué al final del holocausto, aquel olor de muerte quedó impregnado en mí, y, ¿por qué no confesarlo?, fue una de las causas de que después no sintiera demasiada tristeza ante la fatalidad de que Pizarro quedara abandonado en la selva. «Le tocó quedarse viviendo con los huesos de sus víctimas», me dije más tarde, en los días del río.

Yo no ignoraba que otro río de sangre india me manchaba la frente, porque uno de los carniceros fue mi propio padre. Y habrás notado que nunca logro quitarme de la mente eso que no me fue dado presenciar: me persigue el fantasma de un rey llevado en una silla de oro entre un cortejo con trajes de lujo, del imperio vestido para el degüello, ochenta mil flecheros allá afuera, esperando un mensaje que jamás llegaría, y de repente, sobre los espantados funcionarios y sacerdotes y poetas y guerreros y mensajeros, sobre los portadores y los músicos que soplaban sus quenas y percutían sus tambores con plumas, sobre los graves ancianos con capas de lana y con pendientes de oro, en mitad de la tarde, los truenos.

Ahora tenía una evidencia más cercana de la ferocidad de esta conquista, y si me perdonas que use palabras que no ha dicho siquiera el adversario de mi maestro Oviedo, fray Bartolomé de Las Casas, de la ferocidad de la España imperial. También de mí se esperaba que me mostrara capaz de matar a muchos y de reír en medio de la masacre, pero ni entonces ni ahora quería yo participar de esa ordalía. Temo que no nací para la guerra, aunque una y otra vez el azar me arrastró a sus infiernos. Todo el tiempo he tratado de esquivar esos rumbos de sangre, pero por todas partes, en Roma que siempre reza y en Nápoles que siempre canta, en Mühlberg, donde una tropa de veinticinco mil hombres avanzó protegida por la niebla, en Flandes que está lleno de esqueletos e incendios y en Argel donde los cuchillazos son curvos, se me han atravesado campañas y batallas que yo nunca buscaba. Y te juro que no es por cobardía, sino porque otras cosas me han inquietado la conciencia, porque otras preguntas trataban de salir de mis labios.

Pero lo que más me impedía en la selva participar de esa fiesta de sangre es que a mis veinte años yo había sido auxiliado por indios en momentos de peligro, y todavía antes había bebido la leche en los pezones de una india de La Española, y había escuchado los relatos de Amaney en nuestra casa de Santo Domingo: yo no podía ver a los indios como a bestias sin alma.

En esa expedición que te propones, y que no tendrá suerte, deberás arrastrar otra vez a su perdición a millares de indios. Y muchos otros habrás de enfrentar por el camino. Para Hernán Cortés, y aún para Francisco Pizarro, ese era el costo de la vengativa fortuna que estaban conquistando, y el brillo del oro les ayudó a creer que no estaban dañando sus almas. Pero en la soledad llena de tenazas y de colmillos ese sacrificio es aún más inútil, porque no hay nada allí que pueda satisfacer la ambición. Se puede conquistar una ciudad y un imperio, se pueden saquear tumbas y templos, se puede avasallar a un millón de aztecas o a un millón de incas, pero no podrás someter a la voluntad de unos hombres todas las dispersas tribus de una selva infinita, no podrás hacer jaulas para tantos pájaros, no podrás someter al yugo a las dantas de los ríos, no podrás poner riendas ni bridas a las anacondas monstruosas, no podrás sujetar con carlancas de hierro a una manada de jaguares para que arrastren el carro de tu victoria como los leopardos del dios Baco.

¿Qué es la selva? Cuando vas por el río lo sabes, porque lo que estás viendo es exactamente lo mismo que no ves. O sólo es diferente porque bajo el sol pleno allá adentro es de noche. Pero el gran poder de la selva se te escapa: en sus troncos enormes, en sus árboles florecidos, en sus monos aulladores, en sus garzas, en sus serpientes del color del limo, con ojos blancos como si fueran ciegos, en sus troncos derribados donde caminan las escolopendras azules de patas amarillas, lo que palpita es el secreto de la vida y la muerte, una cosa total e inaccesible. En vano intentaríamos nombrarla, enumerarla, porque esa es la clave de la diferencia entre aquel mundo y el nuestro: que en nuestro mundo todo puede ser accesible, todo puede ser gobernado por el lenguaje, pero esa selva existe porque nuestro lenguaje no puede abarcarla.

Y sobre todo, no se puede someter el río a la voluntad de los hombres. Eso es tan imposible como poner frenos de plata en el mar espumoso, como querer herir los nervios del agua con espuelas de hierro. Y por eso no voy a acompañarte a la empresa que sueñas: porque sé el resultado. No se me borran las selvas donde vi podrirse la sangre, ni la locura en las pupilas de Gonzalo Pizarro, ni las jornadas de hambre que siguieron a aquella demencia.

Como el que despierta de una embriaguez, sólo cuando los indios no eran más que carnaza humeante Pizarro comprendió que ahora no teníamos quién nos llevara la carga, que nos era forzoso a los españoles y los pocos indios restantes echarnos al hombro los fardos y avanzar pesadamente por arboledas que se hacían cada vez más impracticables, y donde un río se atravesaba y volvía a atravesarse, sinuoso como una serpiente, llenas de peligro las orillas inundadas.

Ya se alzaba la luna de los perdedores. Cada día había nuevas y rabiosas discusiones, los jefes cavilaban, pero antes de que pudieran decidir cuál sería nuestro rumbo, las provisiones restantes se terminaron. Íbamos esquivando el río sin nombre, los bosques eran más espesos, la tierra se deshacía en pantanos, y la parte más dura del viaje comenzaba apenas, porque el hambre es una cruel consejera y, agotados los cerdos, las miradas de nuestra compañía se volvieron hacia los perros y hacia los caballos.

Lo que ocurrió entonces parecería absurdo a quien no lo haya vivido. La expedición, flamante y ostentosa al principio, se había ido diezmando por la fatalidad, como si otro perro invisible devorara sus miembros. Ya estábamos sin los cerdos, sin muchas de las llamas y casi sin los indios: le iba llegando el turno al resto. Sin explicar por qué, los soldados optaron primero por sacrificar los caballos, a pesar de que eran mucho más necesarios que los mastines devoradores. Se dirá que en Europa es común ese alimento, y que en cambio la costumbre de alimentarse de perros repugna desde siempre a los cristianos, por la relación de familiaridad que hace tanto mantienen con ellos. Pero no fue esa la razón principal para postergar a los perros, aunque el cebo primero y el hambre después los hacían más feroces y empezaban a ser un peligro para todos. La razón nadie la sacaba a la luz pero todos la conocíamos muy bien en la penumbra de nuestros pensamientos, y es que estos perros, que tarde o temprano tendríamos que devorar, se habían cebado en la carne y se habían saciado con la sangre de los indios, y pese a la crueldad de esta conquista, allí nadie ignoraba que los indios son seres humanos. Yo conservaba nítido el recuerdo del perro oprimiendo con los colmillos la mano reventada de un hombre. Y sé que todos querían decir, pero sólo uno lo dijo, que aquellos perros estaban alimentados con carne humana. Los dioses inescrutables de la montaña y del hambre se disponían a cobrarle a nuestra expedición la inhumanidad que había mostrado con los hijos del Inca.

Nos habíamos detenido una tarde, después de largos esfuerzos por superar un pantano sobre el cual se movía una nube de mosquitos diminutos, cuando uno de los hombres de a pie, que ya había hablado a solas varias veces por los caminos, se levantó de pronto y soltó en una frase toda su angustia contenida: «¡Los indios están en los perros!». Uno de los incas que quedaban con nosotros se volvió hacia el río y empezó a pronunciar una especie de rezo en su idioma. Se llamaba Unuma, hablaba un poco en castellano y yo había conversado con él más de una vez en la travesía. Era un hábito de nuestros soldados mirar a los indios como bestias de carga, pero bastaba hablar con aquel hombre para darse cuenta de que había en él algo misterioso y venerable, que no alcanzábamos a comprender.

No sabíamos mucho de su mundo, de sus costumbres, de sus zodíacos ni de sus sueños. Pero los antepasados de aquel hombre habían alzado ciudades de piedras gigantes y las habían recubierto de oro, habían trazado templos y palacios en las alturas, habían tallado observatorios en las agujas de piedra de la cordillera, habían leído los signos del cóndor, del jaguar y de la serpiente en los tres niveles del mundo, habían domesticado las semillas y las vicuñas lanosas de los riscos, sabían convertir el oro en pendientes y en plegarias, conocían los secretos de las terrazas de cultivo, repetían leyendas y canciones, guardaban historias y cifras en los nudos antiquísimos de sus quipus, sabían tejer mantas y trajes lujosos con lana de alpacas y hacer para sus reyes capas flexibles de alas de murciélago, negras y blandas como la noche misma, habían estudiado los abismos del cielo, conocían los ciclos de fertilidad de la Luna y los nombres de las estrellas. Sólo nuestra barbarie podía borrar tantas cosas y verlos en su silencio como bestias sin dioses.

Se alzó un rumor de vociferaciones. Pizarro comprendió que habíamos llegado a un momento extremo, y le pidió a fray Gaspar de Carvajal, el capellán de la compañía, que tranquilizara a los hombres explicándoles que los indios estaban muertos lejos de allí, que los perros no eran demonios sino animales hambrientos, y que si la necesidad lo ordenaba, los cristianos podían alimentarse de lo que Dios proveyera. Así comenzó la parte más abominable del viaje, y después de las primeras repulsiones, que más parecían espasmos de la culpa que males digestivos, empezamos a parecernos al tiempo, que desgarra las uñas del jaguar y roe los dientes de los agutíes, que desgasta las limas de hierro y mata las ociosas espadas.

Gradualmente disminuyó el estruendo de los ladridos, que nos había acompañado desde el comienzo. Tú sabes que por feroz que hayamos hecho a un perro, no pierde nunca su nobleza con los amos, su fidelidad y su lealtad. Cada soldado tenía por lo menos un perro al que consideraba su amigo personal, con el que jugaba a veces cuando estábamos descansando en los claros del monte. Y aunque el hambre nos fue haciendo bestiales, quedaban en nosotros esas chispas de humanidad que hicieron más doloroso que todo el sacrificio de los perros, adiestrados para el horror pero que conservaban la nuez de una infantil inocencia.

Muchos me han preguntado cómo dormíamos en aquella estridente intemperie, y yo mismo no acierto a responderlo. Uno se acostumbra a dormir pocas horas, en cualquier superficie, cubierto o no por el techo de las tiendas, no gracias al esfuerzo de conciliar el sueño sino vencido por el cansancio, y en cuanto se ha restablecido lo suficiente, lo despierta un ladrido, una hormiga en la cara, una racha de viento. Basta descender unos cuantos metros por las montañas y todo el cuadro cambia.

Esquivábamos en vano al río, que cada vez se nos aparecía más grande, y seguíamos preguntándonos cuál sería su rumbo y su desembocadura, hasta que pudo más la terquedad de sus curvas y la promesa de sus aguas afanosas, y un día el capitán, exasperado, decidió no esquivarlo más. Varias veces propuso Orellana virar hacia el norte, buscar tierras pobladas por las sabanas que ascienden hacia Pasto y Popayán, y mostró con vehemencia su rechazo ante la idea de que avanzáramos orillando el río que crecía. Si hubiera sabido entonces qué destino estaba trazado en la palma de su mano, donde también las líneas de los pequeños arroyos desembocaban en un cauce central profundo e ineluctable, habría encontrado el oculto significado de aquel rechazo, por qué su insistente deseo de buscar villas pobladas y alejarse de las orillas del mundo desconocido.

Pero los indios dijeron después que a partir de aquel momento fue el río quien tomó las decisiones, y pasados los años y los hechos, para mí es bien posible entenderlo así. No habíamos avanzado una jornada por la orilla cuando vimos aparecer una aldea de nativos pescadores junto a un extenso playón donde estaban atadas con lianas unas veinte piraguas. Eran alargadas y bien pulidas, tallada cada una en el tronco de un árbol, se mecían sustraídas a la prisa del río, y sus constructores las habían pintado con oscuras tintas de colores. No hallamos un solo indio en la aldea, pero había mucho pescado fresco, que harto consuelo fue para gentes tan hambrientas y ya hastiadas de comer lo abominable. Hallamos largas cañas, varas finas con ganchos, y arcos y flechas, y cilindros de bejucos rectos enlazados por unas lianas en espiral que nos parecieron adornos inútiles. Un indio nos contó más tarde que eran redes para pescar, y cuando explicó su mecanismo sentimos admiración por el saber que había guardado en ellas.

Los nativos debieron de huir al sentir nuestra presencia, y probablemente estaban escondidos en algún lugar por las arboledas espesas. Pero cuando uno de los indios de nuestra compañía dijo que si no los veíamos no era porque se hubieran ido, sino porque se habían transformado en monos, en serpientes, o en esos pájaros de picos enormes que gritan a veces desde los ramajes remotos, otro, que sumergía el remo a su lado, me advirtió que no creyera tal cosa, porque los habitantes de la aldea estaban allí, tal vez sentados en las piraguas, pero que tenían rezos para hacerse invisibles.

Pizarro ya no estaba interesado en cuentos de indios, y más de una vez nos riñó con rudeza por escuchar sus historias. Dijo que quienes terminaban convertidos en monos y en lagartos eran quienes los oían, pero por alguna razón que nunca comprendí, tal vez por ser yo el más joven de la expedición, parecía tenerme aprecio y nunca se mostró verdaderamente violento al hablarme. Pero a mí ya su presencia me daba espanto, y sentía a su lado como si él pudiera leer en mi mente mis pensamientos, de modo que trataba de no estar nunca cerca. Robamos las piraguas. Cargamos en ellas las provisiones que sobraron después de satisfacer nuestras hambres, y con unos cuantos hombres navegando y el resto de la expedición por la ribera, retomamos el camino de descenso hacia lo ignorado.

Tal vez el río decidió que robáramos las piraguas para que la expedición tuviera que seguir forzosamente por su orilla. Para mis veinte años era fácil y casi entretenido pensar así. Yo venía de un mundo distinto, donde se cree que sólo los hombres tenemos voluntad, pero la juventud es arcilla dócil, y sé que si uno viviera unos años entre aquellos pueblos podría terminar viendo en el mundo todo lo que ellos ven: las flautas del agua, los espíritus de los árboles, los animales que caminan por el cielo estrellado y las perceptibles intenciones del río. Días más tarde yo me sorprendía pensando que en cada una de esas piraguas que avanzaban con nosotros iba alguien más que nadie podía ver, un indio invisible que determinaba su rumbo siguiendo las voces del agua. Y el agua terminó siendo más poderosa que la tierra, porque otro día el capitán ordenó que nos detuviéramos, y encargó a los armadores la construcción del barco.