29.
Pocos saben que el primer lugar de Europa

Pocos saben que el primer lugar de Europa donde se supo del hallazgo de las amazonas fue en los lujosos palacios del Vaticano, y que los primeros que hablaron de ello, con los ojos brillando de asombro y a veces de lujuria, fueron los viejos cardenales de Roma. Bembo ya no era el muchacho atormentado que recordaba mi maestro Oviedo: había nacido en Venecia setenta años atrás, y acababa de convertirse en el cardenal Pietro Bembo, guardián de las llaves del trono y secretario general de Alejandro Farnesio, quien en 1534 había subido al trono con el nombre de Paulo III.

Bembo había sido leal servidor de tres papas, y esa pudo ser la razón para que ninguno de ellos le concediera el capelo de cardenal. Finalmente el ave sagrada de la Trinidad había designado como pontífice a un príncipe que Bembo conocía menos, y el nuevo papa sí advirtió enseguida sus méritos, la utilidad de tener a un hombre como él manejando las muchas encrucijadas de aquella fortaleza de palacios y rezos. Nadie conocía tanto la cultura clásica, nadie conocía como él a la vez los laberintos de la lengua latina y los sinuosos laberintos del Vaticano, donde acechan al tiempo ángeles y venenos, oraciones que abren el cielo y repetidos puñales que apagan el mundo.

Pero encontrar a Bembo no fue fácil. Había partido con el papa rumbo a Cremona para entrevistarse con el emperador, y ello me obligó a esperar muchos días. El encuentro de aquellas potestades estuvo lleno de agrios reproches, porque las relaciones entre el imperio y el papado pasaban por uno de sus momentos más difíciles. La barba plateada del viejo papa se bifurcaba como sus pensamientos. Sabía que nadie había luchado por la Iglesia como el emperador, pero sentía también que Carlos V protegía a los reformistas y que Lutero solía salir a defenderlo cuando el papa lo criticaba en alguno de sus documentos. Sabía que Francisco I se aliaba a veces con los turcos, pero quería convocarlo a participar en el Concilio que debía salvar a la iglesia de las descargas de la Reforma. La tiara y la Corona se hicieron agrios reclamos y lo más fuerte fue cuando el papa enfurecido le reprochó al emperador su alianza con Enrique VIII, el padre del cisma anglicano.

Pero el papa no se atrevería a llevar demasiado lejos su oposición y sus reproches, porque en la memoria de ningún pontífice y de ningún romano se borraban los hechos temibles de quince años atrás, en 1527, cuando las tropas del imperio, furiosas ante la falta de pago de sus servicios y dejadas sin rienda por la muerte del príncipe Carlos, su jefe, cayeron sobre Roma como una plaga de langostas, y mantuvieron preso al papa por semanas en el castillo de Sant’Angelo, hasta que el pontífice pagó un rescate de 400 000 ducados al emperador, quien fingía estar indignado por el proceder de sus tropas pero recibió gustoso el pago del secuestro; y saquearon y degollaron y llenaron los pozos de sangre y las casas de incendio y las almas romanas de pánico, en una campaña infernal que recordaba el arrasamiento de la ciudad de Moctezuma y el pillaje de la ciudad de Atahualpa, para que la humanidad supiera que no sólo el reino de los aztecas y el reino de los incas sino la propia Roma eran considerados botín de conquista por los soldados más brutales del mundo.

Nada justificaba aquella barbarie. Pero tampoco tardaría yo mucho en comprender por qué decían algunos que basta ver a Roma para perder la fe. La frase Roma veduta, fedeperduta abundaba incluso en los labios de los cardenales, significando que muchas de las cosas que pasaban en Roma llamaban a escándalo. Lutero, que también tenía su ferocidad, había redactado un verdadero salterio negro de denuncias contra las costumbres del clero, y lo cierto es que el propio papa Farnesio, que alentaba la idea de un concilio que regeneraría los hábitos de la Iglesia, había llevado el nepotismo romano a tal extremo que nombró cardenales a sus nietos Guido Ascanio Sforza, de dieciséis años, y Alejandro Farnesio, de catorce.

Ya ves que tampoco me faltan historias que contar de aquellos tiempos en los reinos de Europa, y ya temo que si nuestro barco tarda más tiempo terminarás enterándote hasta de cómo posó el emperador para Tiziano después de la batalla de Mühlberg. Para abreviar, te diré que ya estaba yo familiarizado con los corrillos y los rituales y hasta con los peligros de los callejones de Roma cuando supe por fin que el cardenal había vuelto con la corte del papa, después de no haber resuelto nada en su cita de Cremona.

Roma seguía siendo escena de violencias. Todos los días se hablaba de crímenes en los barrios del Trastevere, bandas de asaltantes habían entrado a galope en los palacios vecinos al mausoleo de Adriano y treparon a caballo por las enormes escaleras alfombradas, derribando jarrones y destrozando cortinajes. Por esos días también hubo manos que intentaron incendiar los negocios de los vendedores de paños de la vía Corso, una calle que vista desde lo alto de Trinitá dei Monti da la ilusión de una columna, en actos que parecían recordar los excesos del saqueo del 27. Tumultos peligrosos abundaban en la ciudad aquellos días, cuando logré encaminarme por fin hacia la colina vaticana en busca del destinatario de la carta de Oviedo.

Pietro Bembo me recibió en su estudio con la ventana abierta sobre las abigarradas colinas de Roma. Se veían al fondo las alturas del Palatino y de Santa María Maggiore, y campos de cultivo con campesinos segando y anudando sus haces junto al cascarón del Coliseo, y pastores empujando sus rebaños junto a los barrancos del río, y en medio de los campos, con columnas en ruinas y lejanas pirámides, las iglesias lujosas y los foros. Estuvo largo rato leyendo la carta de Oviedo, y cada cierto tiempo lanzaba una exclamación en latín, un grito de asombro o de aprobación o de escándalo.

«Supongo que no hablas italiano», me dijo, primero en italiano y luego, ante mi mudez, en español. Expresó su satisfacción por las noticias de Oviedo que le traía y su admiración por la aventura que yo acababa de vivir. En mis brazos y en mi cuello todavía quedaban huellas de las mordeduras de los insectos de la selva. Bembo reunió la semana siguiente a más de veinte cardenales, opulentos, majestuosos, rodeados por las nubes de sus criados y sus guardianes, y les contó lo que acababa de leer. Lo hizo, contra su costumbre, en latín, para que yo entendiera. «Una tropa de españoles», les dijo, «perdidos en los montes de las Indias Occidentales, no sólo acaban de descubrir el río más grande del mundo y la selva de proporciones inauditas que lo rodea, sino que han encontrado sin proponérselo el país de las amazonas». Un vocerío de asombro se alzó enseguida, una mezcla de miedo, de consternación y de curiosidad, y todos empezaron a preguntar a la vez.

Ese rumor de voces graves, gangosas, chillonas, serenas, exaltadas, profundas, querían saber dónde estaban aquellas mujeres, quiénes eran, cómo eran, quién era su reina, cómo habían podido viajar tan lejos de sus tierras de origen y cuándo lo habrían hecho. También querían saber si eran descendientes de las mujeres de la Atlántida o si estaban emparentadas con la raza de las guerreras de un solo pecho que habían invadido Tracia y Capadocia y que habían acampado en las riberas del Termodonte. Si eran blancas como las que combatieron en Troya contra los griegos, cuando Aquiles derrotó y dio muerte a Pentesilea en el momento en que sintió que se había enamorado de ella, y si eran enormes como las que combatieron a Heracles, cuando la propia Hipólita le ofreció por amor su cinturón y el dios le dio muerte engañado por las artes de Hera.

Bembo tuvo que tocar una campana de plata que tenía en su escritorio para llamar al orden. Me presentó como un testigo presencial del encuentro y como uno de los afortunados descubridores de aquel país increíble, y me pidió que les hablara de mi viaje. Mi ignorancia del italiano pudo compensarse con mi mediano conocimiento de la lengua latina, y fue el latín la lengua en que procuré contarles detalles de la travesía, y responder a sus extrañas preguntas. Pronto me interrumpieron. No les interesaba la canela, no les interesaba la expedición con sus miles de indios y llamas y cerdos y perros de presa, no les interesaban los riscos de hielo ni los pueblos indios de Aparia y de Maracapana, ni sus ritos ni sus canoas ni sus flechas ni sus cerbatanas. Sólo les interesaban las amazonas, y muy pronto estaban discutiendo entre ellos si las que habíamos hallado, y que no me habían permitido describir, eran horrendas como las que lucharon contra Teseo y contra Belerofonte, o si eran hermosas como las que fundaron Mitilene junto a los canales de la isla de Lesbos; si eran de la raza de Talestris o si manejaban las magias de Calipso; si eran de la misma nación que se apoderó del Éfeso y que fundó el templo de Artemis, la que protege el amor entre mujeres; en suma, si cabalgaban sobre caballos o sobre bestias salvajes, si tenían uno o dos pechos, si fornicaban con sus propios hijos y si degollaban a los varones con los que se acababan de aparear.

Nunca vi gente menos interesada en enterarse de lo que pasaba en el mundo ni más indiferente a los hechos cuando éstos no coincidían con sus ideas. Ahora cada uno sabía más que el otro, y parecían más decididos a aclarar sus propias ideas y costumbres que a pensar en el descubrimiento. Durante muchos días no se habló de otra cosa. Las amazonas eran el tema, pero eran sobre todo el pretexto para que los cardenales ostentaran su erudición. Bembo parecía divertirse con aquel alboroto de comadres purpuradas. En los debates a veces participaban eclesiásticos más jóvenes, incluso algunos obispos y abades casi adolescentes, rostros pálidos de grandes ojeras, narices de sabuesos, manos de largos dedos de araña, labios sinuosos y a veces algún efebo romano de cabello rizado y ojos de miel, enfundado en un gran traje de príncipe de la Iglesia y cubierto con una capa de seda amarilla.

Lo que más gobernaba aquellas polémicas era cierto odio por las mujeres en general, pero sobre todo el rechazo ante la idea de unas mujeres acostumbradas a organizar su vida sin hombres, entregadas sin duda a amores entre ellas y sin frenos ante la lujuria, dadas a las tareas sucias y crueles de la guerra y capaces de esclavizar a sus amantes y aun de matarlos cuando les estorbaban. «Si algo está claro», dijeron, «es que la vida pecaminosa de aquella nación de hembras bárbaras es la peor expresión de paganismo de que se haya tenido noticia».

Bembo, que como buen humanista creía en Dios y en la Trinidad, pero se deleitaba con las otras mitologías, se preguntó en voz alta, para escandalizarlos, si también los dioses paganos habrían establecido su reino en tierras remotas y si estas razas humanas tendrían algún parentesco con los pueblos extraviados de la antigüedad. Quiso saber si los indios sentían pudor de su desnudez o si eran tan inocentes como Adán en los huertos del Paraíso, y, a instancias suyas, debí responder ante los grandes prelados de la corte cardenalicia, a menudo improvisando las respuestas, hartas preguntas absurdas.

Ahora me asombra recordar que durante muchos días, en las grandes avenidas de mármol de los palacios romanos, los ancianos de barbas cenicientas y sus jóvenes abades lujuriosos no hablaban de otra cosa que de las desnudas amazonas que acababan de aparecer en las selvas del Nuevo Mundo. Pero a pesar de mis objeciones todo lo imaginaban sobre un fondo de palacios y murallas, de cúpulas y columnas, fantaseaban una Roma de violencia y de voluptuosidad trenzada de serpientes y de lianas al otro lado del mar, y dejaban ascender esos sueños, en un desorden de frases latinas, entre los mantos blancos de las vírgenes de mármol y los bellos adolescentes con alas de piedra que lloran junto a las tumbas de sus obispos.

Pronto habían dejado de hablar de la carta de Oviedo y de mi propio viaje. Si permitían que yo siguiera allí, era para poder fundar en un testigo de carne y hueso sus propias fantasías sobre el mundo y sus ristras de dogmas, pero hacían lo posible por no oírme y la carta de Oviedo era apenas la semilla de sus encendidos debates. Ya lo sabían todo de antemano, y lo que ignoraban lo iban inventando al calor de la polémica, sin hacerles ninguna concesión a los hechos. Durante varios meses llevé la extraña vida de los palacios de la Iglesia, en medio de los acontecimientos turbulentos de aquel año de 1543, y todavía el año siguiente acompañé a Bembo en algunos de sus viajes, uno de ellos siguiendo de lejos la corte papal, a un nuevo encuentro con el emperador en la ciudad de Lucca.

Pietro Bembo pensaba también que todas las cosas desean ser narradas. Tenía razón Orellana en querer llenar de anotaciones los papeles que llevaba en el bergantín San Pedro, y todavía más razón el febril y doloroso hermano Carvajal cuando madrugaba a copiar, ante las selvas inundadas, los detalles de nuestra expedición. Roma vivía la secreta satisfacción de que un genovés fuera el descubridor de las Indias y un florentino les hubiera dado su nombre. Las palabras Colombo y Américo frecuentaban los labios de los humanistas, y para Bembo tenía gran importancia el modo como la lengua revelaba los descubrimientos. Si para mí fue una aventura viajar a la selva y el río, en Roma viví la aventura de que todo aquello pudiera ser nombrado, y mi llegada con la carta de Oviedo me hizo sentir como el primer mensajero de un mundo. Bembo llegó a apreciarme por algo más que mi viaje y mis desgracias: comprendió que yo compartía su amor por las letras, y tuvo tiempo algunas tardes para pedirme que le hablara de Oviedo, a quien recordaba en sus años jóvenes en Ferrara y en Roma, y de quien recibía de vez en cuando cartas con informes curiosos.

Sólo una vez me habló de la historia de amor que Oviedo me había mencionado. Era un hecho penoso de su pasado, pero yo había oído decir que las heridas de amor no cierran nunca, de modo que sólo por su iniciativa supe de aquella hermosa joven, Lucrecia, la hija de Alejandro VI, que había sido su amante en unos meses tórridos de comienzos de siglo, y que le había dirigido algunas ardientes cartas de amor. Bembo las conservaba y recordaba haberle escrito cartas igualmente apasionadas, que ella debió destruir para evitar que cayeran en manos de Alfonso de Este, su marido, o de su hermano César, quien también, dijo Bembo, sentía celos de ella. Aquel mundo romano tenía un costado no menos salvaje que cualquier otro, pero una fina telaraña de intrigas y maquinaciones, de ceremonias y disimulos, lo hacía tal vez más peligroso.

Hay hombres que dedican la vida a construir su propia leyenda y a quienes se recuerda en el centro de los acontecimientos: ocurrió así con Dante Alighieri, que hizo el relato de su propio viaje, que se pintó para siempre junto a la dama que no fue suya nunca en la vida, y que se eternizó al lado de los grandes poetas de la antigüedad; ocurrió con Leonardo, que se labró una leyenda de belleza y destreza, y se pintó con un rostro que recordarán las generaciones; y así ocurrió con Colombo, que encontró un mundo nuevo y lo convirtió en el pedestal de su estatua. Hay en cambio hombres que se dedican a engrandecer a los otros, que hacen visible todo lo que los rodea, pero no alcanzan a ser tocados por la luz de la gloria. Bembo era uno de ellos: por su amor volvió mítica a la mujer que lo hizo desdichado; por su talento hizo grandes a sus amigos y los llevó hasta el trono de la Iglesia, que a él no le tocó nunca; por su sabiduría hizo grande a la lengua italiana y le ayudó a fecundar a las otras lenguas latinas, pero él permaneció en una eficiente penumbra. Sospecho que, para la posteridad, este hombre que tuvo como pocos las llaves del cielo será siempre influyente pero casi desconocido, y aunque la humanidad esté familiarizada con sus obras y con su rostro, pocos sabrán que esas obras son suyas y nadie dirá que es el suyo ese rostro.

Fue en el palacio de Bembo donde encontré el retrato de Andrea Navaggiero que pintó Rafael. Basta ver ese retrato para sentir que uno ha conocido a un ser humano, y en este caso a un gran ser humano: el hombre que no sólo aconsejó a Juan Boscán escribir en el modo de Dante y de Petrarca, sino que, para mi alegría, tradujo al italiano los libros de mi maestro Oviedo. Yo aproveché para preguntar al cardenal si había conocido a Rafael, el autor del retrato, y Bembo, con ese estilo suyo inconfundible de no decirlo todo sino de hacer un gesto que significa «espera y verás que tengo una sorpresa para ti», no me respondió nada sino que me llevó por las galenas vaticanas: hasta la Stanza de la Signatura, y me mostró el gran fresco que llaman La escuela de Atenas.

Allí estaban todos los grandes espíritus de la antigüedad representados con la estampa de los grandes personajes del presente de Italia, y yo puedo decirte que esa visita a ver una obra de arte sublime fue uno de los grandes momentos de mi vida. No sólo porque era la pared misma que había pintado el genio de Rafael, porque había retratado a Leonardo en el papel de Platón, a Miguel Ángel en el papel de Heráclito, y a Bramante en el papel de Euclides, sino porque aquel día era Pietro Bembo quien me guiaba, y después de explicarme cada figura del gran fresco del Renacimiento, me mostró en el extremo derecho el autorretrato del artista, al lado de Tolomeo, quien de espaldas lleva en las manos el globo terráqueo, y señalándome al lado la figura de Zoroastro, que lleva en las suyas la esfera celeste, me dijo: «Tal vez esto responda tu pregunta». El rostro de Zoroastro, sosteniendo su esfera de estrellas, era el retrato fiel del cardenal Pietro Bembo.