26.
Casi tan duro como mi viaje de diez meses
Casi tan duro como mi viaje de dieciocho meses por la selva y el río fue llegar a La Española, semanas después, con los labios todavía encostrados por la fiebre y la piel lacerada por los insectos. Creía haberlo perdido todo porque no había alcanzado la herencia de mi padre, y porque ante la crueldad de Pizarro había perdido también mi confianza en los hombres; pero esas ilusiones trocadas en recelos eran apenas el preludio de las pérdidas verdaderas. Lo que quedaba de mi infancia había muerto en el viaje, más cruel que el río me parecía el corazón de los humanos, y volví a La Española buscando mis años tempranos, la inocencia de una edad sin presentimientos, sólo para encontrarme con la tumba de Amaney, ante un campo de cañas.
Yo había logrado que ella no me importara mientras perseguía el oro irreal de mi padre en las sierras del Perú, mientras seguía a Gonzalo Pizarro por el dédalo de las selvas enrojecidas. Bajando en lo incierto por el río pensé muchas veces en ella, porque la lengua de Wayana me recordaba la suya, porque gracias a ella estaban en mí sin saberlo las leyendas del agua, y por momentos sentí la necesidad de aquel abrazo protector que en la infancia me consolaba de las acechanzas de la noche y del miedo. A medida que me acercaba de nuevo a la isla sentí que el rechazo se había ido convirtiendo en reclamo, la inquietud en certeza: ahora me hacían falta el abrazo del mar, el amor de las islas. Busqué a mi nodriza india, sintiendo el contraste de la ternura que ella me había brindado con la rudeza que había encontrado en el viaje. Sin darme cuenta, en esos largos meses de zozobra junto a Pizarro y de desespero junto a Orellana, la certeza de que en la isla quedaba un rincón de confianza que me sostenía entre las aguas que hierven de criaturas y los cielos que tienen piel de serpiente. Volví para descubrir que había perdido definitivamente todo aquello, y entonces comprendí, con esa manera implacable que tiene la muerte de enseñarnos las cosas, que yo sabía desde el comienzo que Amaney era mi madre, que no lo había ignorado ni un solo día.
Ahora era tarde para siempre. Oviedo, que menospreciaba por lo general a los indios, había dispuesto que Amaney reposara en una tumba alta sobre la bahía. Fue la primera vez que una india de las islas tuvo un sepulcro cristiano. Visité el túmulo piadoso donde reposaba su cuerpo, frente al mar muy azul, y no pude dejar de comparar ese sitio con aquel donde reposaban los huesos de mi padre ante el mar del Perú. Después dejé correr mis lágrimas sin tiempo y sin pensamientos, y liberé en ellas el silencio acumulado en meses pánicos por la selva y el río. Al final, sin rumbo y sin raíces, en un día enorme pero muerto para la esperanza, le dije a ella, a la tierra que fue ella, a los árboles que ahora eran ella, todo lo que había guardado en el corazón. Largos días hablé con mi sangre, caminando a solas por las colinas secas, ante la indiferencia del mar. Amaney mi madre india, mi madre, había muerto a solas como murió su raza, sin quejarse siquiera, porque no había en el cielo ni en la tierra nada ante lo cual pudiera quejarse, abandonada por sus dioses y negada por su propia sangre.
No tuve fuerzas para sentirme culpable. Traté de inventar algo contra la paz de piedras que se estaba acumulando en mi mente, y sentí una necesidad urgente de abandonar la isla, de abandonar las Indias que me habían hecho nacer en la sombra y en la impostura, que me lanzaron a lo incierto, por un mundo todavía sin caminos, persiguiendo torres de viento, y que ahora me arrojaban como un leño más a la playa. Sólo una puerta me quedaba. Volví a buscar a Oviedo en su fortaleza de piedra, para pedirle una vez más su ayuda.
Oviedo me vio llegar y lo entendió todo. En vez de saludarlo, estuve silencioso junto a él mucho tiempo, y él tuvo la nobleza de escuchar mi silencio, como un relato largo y minucioso. Harto lo conocía como un hombre ávido de noticias y bien informado, pero me sorprendió que ya supiera la historia de nuestro viaje casi mejor que yo mismo. No hacía tres meses habíamos salido por la boca grande del río, navegando sobre la ola que se retuerce como una serpiente, y Gonzalo Fernández de Oviedo ya lo sabía todo: cómo fracasó la expedición de la canela, cómo quedó Pizarro abandonado en la selva, cómo era el bergantín que construyeron los oficiales, cómo descendimos en la primera isla de las Tortugas, cómo era el segundo barco que hicimos en medio del viaje, como llegó el flechazo hasta el ojo vigilante de fray Gaspar. Sólo ignoraba, pero yo también, si las amazonas que vio nuestra expedición eran de la misma raza que vio Aquiles, y se hacía la pregunta que tantas veces me hice yo desde entonces, si nuestra salvación se había debido a un accidente o a una traición.
Había recibido un mes antes una carta detallada desde Popayán, cuyo autor no me reveló, en la que le contaban nuestras derivas y tormentos, y también acababa de enterarse de algo que nosotros no sabíamos: cuál fue la suerte de los hombres abandonados en la selva. Sólo allí supimos Orellana y yo que Pizarro se había salvado, que de ciento ochenta que dejamos, unos setenta hombres habían logrado deshacer el camino por las selvas pestilentes y volver en escombros a Quito, que Pizarro acababa de poner una demanda ante los tribunales del emperador contra su primo Orellana por alta traición y por robo de un barco, y que al llegar a Lima de su naufragio de tierra firme el capitán se había encontrado con una noticia más amarga que el fracaso de la expedición: el asesinato de su hermano Francisco Pizarro por los partidarios del hijo de Almagro. El socio traicionado les mandaba su cuenta de cobro desde el infierno.
Oviedo era una criatura mitológica. Parecía tener centenares de ojos y oídos: lo sabía todo primero, y siempre mejor que nadie. Yo podía fechar mis encuentros con él por las noticias oídas de sus labios, y ahora estaba escribiendo una relación de nuestra aventura. Lo que para nosotros era todavía pesadumbre y desgracia, porque estaban vivos en la piel y en la memoria llagas y espantos, para él era ya un hecho histórico que nadie olvidaría, el hallazgo del río más grande del mundo y de la selva imposible que lo nutre y lo protege.
Yo seguía compartiendo las pérdidas de Gonzalo Pizarro; a mi regreso del falso País de la Canela, también había encontrado una noticia fatal. No veía la grandeza de nuestro viaje ni lo memorable de nuestra aventura; no sentí que se pudiera llamar hazaña a dejarnos llevar por un río y no hacernos flechar por sus dioses. Para mí, que vagaba por los litorales como sombra sin cuerpo, la muerte de Amaney era la única consecuencia de aquella aventura: agravó cada hora del camino y llenó de silencio su desenlace.
«Maestro», me oí decirle a Oviedo, «quiero buscar las tierras de mi padre; quiero ir a visitar tu mundo europeo». Yo no hablaba de un viaje deseable sino de la única fuga posible. «No veo mejor ocasión», respondió. «Has formado parte de un descubrimiento asombroso, y muchos en la corte estarán interesados en verte». «No conozco allí a nadie; qué puedo buscar en España, si de allí más bien huyen las gentes imaginando en estas Indias todo lo que les falta», le dije. «Ya es para ti un consuelo saber que no vas buscando riqueza», me respondió, «vas a tratar de entender quién eres, ya que para conocerte no te ha bastado el mundo en que naciste. Allá se interesarán por el viaje que has hecho, de ti depende que aprecien después otras cosas. El porvenir es hijo de los actos».
Me pidió que volviera en una semana, prometiéndome preparar para mí unos contactos en tierra europea. Yo sabía que no era posible estar a la sombra de un árbol mejor, y esa tarde, después de salir de la fortaleza, caminé por la orilla del mar repasando todo lo que sabía de aquel hombre, tan viejo ya, cuya vida se confundía para mí con todos los episodios de esta nueva edad del mundo.