31.
Hace apenas diez meses el marqués de Cañete

Hace apenas diez meses el marqués de Cañete aceptó el nombramiento que le hizo el rey Felipe como nuevo virrey del Perú. Tenía su sueño de ultramar desde cuando La Gasea llevó la noticia de que las Indias estaban de nuevo de rodillas ante el poder imperial. Los barcos que llegan a Cádiz llevan multiplicado en leyendas el oro que colma sus bodegas. Yo, que no quería volver, oía admirado los informes de reinos y ciudades, los veía respaldados por una eficaz aleación de lingotes y fábulas. La Gasea había dejado bien seguros bajo la Corona los reinos, y noticias de un infinito yacimiento de plata en el cerro de Potosí enfermaban de codicia a los nobles y al pueblo. Desde la corte hasta las aldeas polvorientas esos pregones convertían a muchachos tranquilos en brutales aventureros y cada domingo santos clérigos daban gracias a Dios porque al fin había oficio para los miles de indios que se habían quedado sin tierra y sin destino.

Asistí con cautela a la investidura del virrey bajo el cetro de Felipe II. Le prometí acompañar su cabalgata lujosa a Sevilla, y secundé sin presentimientos los preparativos del viaje. Yo no tenía la intención de volver. Cuando el marqués me contó de su nombramiento, me dije que tendría que conseguir un nuevo empleo, y sentí separarme de alguien que me honraba con su confianza. Había borrado tanto las Indias de mi horizonte, que me sorprendió saber que el marqués contaba conmigo para el viaje. Volví a explicarle una situación que él conocía: no tardó en replicar que había aceptado el nombramiento porque se sabía asistido por un veterano de Indias, alguien que podría ayudarle a entender este mundo y establecerse en él, de modo que no podía prescindir de mis servicios.

Aquella noche fue difícil dormir. Soñé que la serpiente cerraba sus anillos sobre mí, vi fauces que se abrían en el rostro impasible de las arboledas. Una tumba en La Española y otra en los litorales peruanos eran ya todo mi pasado en las Indias, y el oro del pillaje del Quzco se había disipado con la canela en el viento de la selva. Pero me ataban lazos de gratitud con Oviedo y con la memoria de Pietro Bembo, quienes me habían encaminado a mi actual oficio, y el marqués de Cañete y nuevo señor de las Indias declaró con tanta convicción que veía en mí un apoyo definitivo para cumplir su tarea que, más que aceptar, obedecí. Pronto estaba zarpando, en un viaje lleno de dudas y de presentimientos.

Yo había cruzado el mar rumbo a España a los veintiún años, en un barco viejo que halló por fortuna buen tiempo, porque quizás no habría resistido una tempestad. Ahora volvía en un galeón lujoso y bien armado, gozando las comodidades que una nave española puede ofrecer a una corte virreinal. Ésta cumplía sus tareas, de desdén y de altanería. Sastres, barberos, cocineros, herreros, pajes y damas de compañía vacilaban en la cubierta entre la férula del marqués y la tiranía del mar, pasando sin fin de la zalema a la agonía. Don Andrés custodiaba sus grandes cofres de cuero, pesados de joyas y documentos, que tenían en relieve toda la heráldica de su familia, yelmos con plumas y leones alados y rampantes. Su guardia personal no lo desamparaba. Superados los mareos de la primera semana, nos ocupaba el día entero: dictaba cartas, revisaba informes, volvió a pedirme detalles de mi entrada a la selva.

Bajo un hondo sistema de mástiles y velas, de cuerdas y marinos y gritos de vientos mojados y catalejos que escrutan el mediodía, todo iba bien hasta cuando la brusca enfermedad de Jerónimo Alderete ensombreció los ánimos y nos hizo temer que su mal se propagara por el barco. Era un hombre sin edad, de grandes ojos mansos y cuerpo fino, que había participado en la conquista de Chile con Valdivia y venía de defender la gobernación de su jefe ante la corte. Ya le habían concedido mando sobre las regiones del hielo cuando llegó la novedad de la muerte de Valdivia, y Alderete recibió el repentino título de gobernador de todo el reino.

Pero se dijo que fueron unos alimentos dañados que le sirvieron por accidente en los primeros días los que despertaron en él una reacción pavorosa. Su malestar se confundió con un mareo cualquiera, pero cuando a la noche siguiente no pudo dormir y empezó a respirar con dificultad, hubo alarma en la corte, y manos nerviosas comprobaron que tenía fiebre alta.

Mientras intentaban reducirle la fiebre con cataplasmas y sangrías, su respiración se hacía cada vez más difícil; la saliva era roja y la piel se iba volviendo amarilla. Jerónimo Alderete sintió que las fiebres que le incendiaban el cuerpo iban a arrebatarle la vida porque desesperó, y empezó a pedir al marqués en delirio que lo llevaran de nuevo hasta España. El virrey le explicó que tendría más suerte llegando a las Indias, distantes dos semanas, que desandando las aguas durante más de un mes.

Nadie imaginó que la situación de Alderete fuera tan grave. Un día después dejó de quejarse, pareció ir mejor, la fiebre se apagaba en su cuerpo. Contentos con su estado nos fuimos a dormir esa noche, mientras marinos distantes lanzaban sus pregones desde la arboladura, y la Luna como un cuchillo turco se balanceaba entre los mástiles.

Al amanecer, el grito del sobrino de Jerónimo, David Alderete, que no se desprendía de su lado, nos despertó con la noticia de que el hombre de cara amarilla se estaba ahogando en bascas negras. El joven David parecía querer quitarse el aire de sus pulmones para ponerlo en aquel cuerpo querido que se contraía intentando atrapar un poco del infinito aire que soplaba desde el firmamento. Así murió Jerónimo Alderete, ahogado a cielo abierto, y todo el día David lloró y cantó para él canciones de su tierra, amonestado por clérigos que sólo autorizaban rezos lúgubres, y vistió el cadáver como para una fiesta, y poco le faltó para arrojarse también al abismo, cuando soltamos el cuerpo del gobernador para que se nutrieran de él las medusas luminosas del mar.

Sólo después cruzamos barcos que iban de regreso, cargados como siempre de oro, de cochinilla y de añil, de caoba y de perlas, de palo campeche y de palo brasil, de plantas medicinales como la jalapa y la guajaca, eficaz contra la sífilis, lo mismo que de cañafístula, liquidámbar y zarzaparrilla. Tuve otra vez la sensación de que el clima que rodea los barcos parece brotar de ellos mismos, ser parte del destino de sus tripulantes más que un influjo del océano. Basta pensar en ese barco aciago del que me hablaste, que llevaba a Pedro de Heredia y a los oidores de la Audiencia de Santafé, Góngora y Galarza, ese barco perseguido por una tempestad que no se apartaba de su casco desde Cartagena de Indias hasta las costas de Cádiz, y a la que no le bastó con tragarse la nave sino que arrojaba tentáculos de agua para atrapar a los náufragos que intentaron alcanzar la costa nadando.

En una de las tardes de aquel viaje hallé en sueños un puente sobre un llano muy amplio al que cruzaban varios ríos. En el confín se alzaba una ciudad que en el sueño era Quzco pero era también Roma, y de repente todo empezó a desmoronarse como una muralla de arena. Vi que desde las puertas venía en estampida una muchedumbre. Dándome vuelta, corrí delante de ellos, pero, por un capricho del sueño, aunque les daba la espalda seguía viéndolos venir, y entre esos miles de rostros había uno que me miraba fijamente. El rostro endurecido y oscuro me miraba con cólera y entendí que su única razón para existir era destruirme. Supe que no podría combatirlo: su poder no era de este mundo. Había al frente un portal del que también brotaban multitudes, y quise abrirme paso contra la corriente. Casi sentía las manos del perseguidor sobre mis hombros, y cuanto más trataba de avanzar más impedían mi marcha los que corrían en sentido contrario. Brotaban de una gran escalera de caracol cuya base se perdía en las tinieblas. Cuando ya el enemigo me alcanzaba, sin volver la vista, busqué la baranda de bronce y me arrojé a las profundidades. En un instante estaba en el piso inferior, donde nacía la escala, y allí, ante mí, cuando ya me sentía salvado, estaba el verdugo. Sentí su mirada fría, sentí sus brazos aniquiladores, y sólo entonces encontré la punta del ovillo del sueño y desperté en el galeón con un grito en los labios.

Anochecía. Sobre el barco ondulante, aliviándome apenas del peso muerto de mi pesadilla, se abrían en el cielo muy azul las primeras estrellas. Ahora veo claro lo que el sueño decía: que lo único que he procurado esquivar en la vida es esto a lo que vuelvo sin descanso. Me veo en La Española contándole a Oviedo, que sólo estaba interesado en la selva, las visiones del viaje. Los árboles que vimos, los pájaros que oímos, los animales de la tierra y del agua que nos alimentaron. Caparazones de tortugas, bullicio de bandadas de loros, islas de monos en las aguas inmensas. Fascinado por ese río de delfines rosados, Oviedo me pedía detalles, el tamaño de las dantas, las flores de los troncos, las ávidas enredaderas que ocultan árboles, las anacondas gruesas como el torso de un tigre. Bastó llegar a Roma para que otra vez me alcanzara la maldición. Yo, que sólo pedía un bálsamo para olvidar, tuve que vivir de la memoria. Y recordé cómo a Bembo lo desvelaban las leyendas: no sólo quería saber de las amazonas, preguntaba por las sirenas del mar de los caribes, por los gigantes de Maracaibo, por los hombres acéfalos que llevan el rostro en el pecho, y aunque yo declaraba no haber visto esos seres, el testimonio de un hombre cuya experiencia es apenas un río no puede valer más que el de muchos viajeros fatigados de aguas y de islas. Tal vez por eso preferí dejarme arrastrar por las guerras: nada como el peligro para escapar al embrujo de las cosas pasadas. Pero alguien más quiso saber esas historias y así llegué a las redes del marqués del Cañete. ¿Por qué iba a aficionarse a mí, si no precisamente porque había sido parte de aquella expedición? No estaba interesado en los papagayos y las tortugas, ni en seres fabulosos de tierra y agua, sino en las telarañas de la política, las violencias del viaje, las intrigas de los capitanes. Si primero me había sentido como un alumno respondiendo un examen y después como un pecador confesándose ante un clérigo, ahora me sentía como un testigo en un estrado judicial. El virrey hacía preguntas de juez y de gobernante. Lo inquietaba descubrir si habíamos sido víctimas de un accidente, o si nuestra deriva por el río había sido consecuencia de una traición. Nunca como en ese viaje de regreso sentí que mi pasado me perseguía.

«Vamos a ver», decía el marqués, «si por fin desciframos el enigma. Me has contado que Orellana era el más descontento, y el que más se pronunció a favor de que esquivaran la selva y tomaran la ruta de Belalcázar. ¿Cómo se entiende que en el momento en que construyeron el bergantín, de repente se haya vuelto el más entusiasta con la idea de adentrarse por el río en busca de provisiones?». Le contesté que Orellana tenía buena experiencia como marino. «No es una mala razón», replicó, «pero también puede decirse que el barco era el único instrumento hábil para escapar a una campaña por la que ya Orellana había perdido todo interés». «Pizarro no lo vio así», le dije. «Pizarro, feroz y desconfiado como era, estaba seguro de que Orellana volvería, y todos llevábamos la misma intención». «Admitamos», decía el marqués, «que todos fueran decididos a volver. Ello no impide que, cuando las cosas se tornaron más difíciles, se haya abierto más bien el deseo de salvarse, antes que rescatar a los que habían quedado en la selva». «Señor», le dije, «cuando intentamos navegar aguas arriba, ya la corriente era ingobernable». «Dices que el río a esa altura tiene más de cuatrocientos pies de ancho», respondió Cañete, «eso permite cualquier maniobra de un bergantín, que tampoco es un barco desmesurado». «Pero no tiene usted en cuenta la fuerza de esos ríos encajonados que vienen de la cordillera. Si más abajo, cuando ya la tierra es plana, todavía el río corre con fuerza, como por un plano inclinado, trate de imaginar la fuerza que llevan las aguas cuando apenas bajan de la montaña».

Yo insistía en mis argumentos, aunque en el fondo de mi conciencia se iba abriendo camino una inquietud: no de que Orellana hubiera traicionado a Pizarro, pero sí de que a todos nos asistía la certeza de que no habría más salvación que seguir en el barco hasta donde nos llevaran las aguas. Puede que hiciéramos menos esfuerzos por regresar de los que pensamos que hacíamos. Al cabo, para que todo fuera un accidente, bastaba no oponer una resistencia demasiado ciega a la fuerza del agua. Pero esto lo pensaba sólo para mí, porque la desesperada defensa de la vida no pertenece al imperio de los tribunales sino a la libertad del corazón humano, y en el corazón sólo gobiernan leyes divinas.

Ahora ya no sabría afirmar si el agua nos arrastró en su violencia, o si algo en nosotros, menos parecido a la malignidad que a la desesperación, se dejó arrastrar por el río. En aquel momento, y ante la ignorancia de lo que habría más adelante, el río no era menos peligroso que la selva, y ninguno podía ver claro un camino, pero nada me cuesta reconocer que su corriente, nuestra segura perdición, era a la vez el vago presentimiento de una salvación posible.

De modo, capitán, que siendo tan distintas por su sonido y por su sentido la palabra «accidente» y la palabra «traición», en el mundo de los hechos, que no es verbal, es posible que sean menos distantes, su diferencia menos nítida, y es posible que aquella fuga fuera a la vez voluntaria e involuntaria. No queríamos dejar abandonados a nuestros compañeros, y al mismo tiempo teníamos que salvarnos. Cuando sostenemos el cuerpo de un amigo que cuelga sobre el abismo y que amenaza con arrastrarnos en su caída, ¿es accidente o es traición el momento en que flaquea nuestra fuerza?