18.
Estábamos cerca de la desembocadura del río Yavary

Estábamos cerca de la desembocadura del río Yavary, el sitio indicado para la construcción del nuevo bergantín. Desde el primer día comenzamos a escoger las maderas. Parecíamos metidos en un sueño del que ya habíamos salido; otros indios miraban ahora con extrañeza el ir y venir de listones y vigas, de tablas que procurábamos curvar con el poder de la humedad pero que casi siempre teníamos que fragmentar para que dieran las curvas requeridas. Y poco a poco el barco fue ganando su forma, y lo hicimos más grande que el otro, aunque tal vez menos diestro. Esa fue la estación más larga de nuestro viaje: casi dos meses, exactamente cincuenta y siete días, demoramos reparando el San Pedro, que había padecido todos los rigores del viaje, y sobre todo construyendo el Victoria, con el que confiábamos hacer menos duro el resto del camino. No es lo mismo contar, como en España, con el tiempo adecuado para que las maderas alcancen sus curvas de pájaros; aquí no sólo luchábamos con la selva sino con el tiempo, porque era preciso seguir adelante, sin saber no obstante durante cuántas lunas ni en verdad hacia dónde.

Permanecimos en esas playas tórridas hasta terminar la semana de pasión. Para fray Gaspar la mejor manera de no sentirse extraviado y alejado del mundo era llevar la cuenta de días y semanas con todo el rigor, tener siempre presentes los días de fiesta y las liturgias obligadas. Poco antes de la partida llegaron a la aldea cuatro indios misteriosos que dijeron proceder de un pueblo más alejado de todos los que habíamos visto. Eran muy altos y hermosos, de piel blanca, los cabellos negros y brillantes les llegaban hasta la cintura, vestían una especie de túnicas bien hiladas y traían al cuello y en los brazos muchos adornos de oro. Alonso de Cabrera me dijo que si no supiera que eran indios los habría tomado por ángeles, no sólo por su aspecto sino por su dulzura. Traían alimentos para entregar a Orellana y repitieron que venían de muy lejos por la selva. También con ellos se entendió el capitán aunque su lengua era distinta, y después de escuchar los relatos y las órdenes de Orellana dijeron que llevarían el mensaje a su jefe, el más grande señor de aquellas tierras, y se volvieron a la selva con los gestos mansos y el aire de distancia que mostraron a la llegada.

Fray Gaspar empezó a predicar con una energía nueva, y desde el Domingo de Ramos en la playa no se hizo más que rezar y pedir a Dios que nos ayudara a salir de aquel trance. Algo que trajo asombro y cierto espanto a la tripulación fue que el Miércoles de Tiniebla y el Jueves de la Traición y el Viernes de la Cruz no aparecieron los indios que todos los días venían a traernos alimentos, de modo que nos fue forzoso ayunar como no lo habríamos hecho si tuviéramos provisiones. Fray Gaspar vio en ello una intervención de la divinidad: «Démonos cuenta de cómo Dios ha traído su luz hasta los habitantes de estas selvas. Qué mejor prueba de que no nos hemos perdido de la vista de Dios, y de que todo lo que estamos viviendo es un designio suyo. Porque no hay accidentes sino decisiones secretas de la divinidad, y nadie anda tan extraviado que no esté en el centro de su propio camino, y no hay sufrimiento que no sea en el fondo la joya de un relato de misericordia». Después entró en trance, y oró y lloró, y fueron muchos a él en confesión, aunque nadie había tenido la oportunidad de cometer ningún pecado nuevo, y sólo le faltó que preparara hostias con cazabe salvaje, pero no osaba hacerlo porque según él sólo en el trigo de Mesopotamia están por orden del papa y por voluntad de los concilios, el cuerpo y la sangre del Salvador. Debió ser tan fuerte su predicación, que recuerdo que en sueños, la mañana de Resurrección, vi a Jesucristo caminando por la orilla del río, y a uno de sus apóstoles avanzando en la proa de un barco de cristal por el agua, entre las lianas de la selva, y predicando a los papagayos y a las mariposas gigantes, mientras desde la orilla los cuatro indios altos y blancos cantaban en una lengua que parecía tupi una canción incomprensible. Fue tan nítido el sueño, que esa imagen de Cristo por la selva ya forma parte de mis recuerdos de aquella aventura.

Al lunes siguiente emprendimos de nuevo la navegación, ahora en los dos barcos que la fortuna nos había permitido construir. Era la víspera del día de san Marcos, y fray Gaspar antes de la partida llenó su predicación de milagros y de desiertos. Habló de un león al que no consumían las llamas y dijo que así debía ser nuestra confianza; habló de la cabeza de Marcos, que, errante entre Alejandría y Venecia, era el símbolo de cómo el destino nos pone a prueba extraviándonos por los caminos del agua. Pero al abandonar aquel sitio donde habíamos pasado tanto tiempo, sentimos que el viaje a lo desconocido en realidad apenas comenzaba.

Once días después encontramos el río Juruá, precisamente el día de san Juan ante-Portam-Latinam, como bien nos lo recordó fray Gaspar con su obstinada manera de hacernos sentir que los días del mundo perdido seguían gobernando nuestra vida. Era su modo de no enloquecer de ansiedad: imponer sin tregua un orden cada vez más irreal a este tiempo que se deshilvanaba como una tela, a este viaje que agujereaba las semanas y descomponía los meses, a este mundo donde ninguno de los órdenes de la mente encontraba ya su confirmación ni su respaldo. Ese día 6 de mayo vivimos un curioso milagro, y es que Diego Mexía vio en un árbol frente al río nuevo una iguana inmensa de cresta erizada y cuello tornasolado, que medía casi tres metros de la cabeza a la cola. Ansioso de atrapar el prodigio, cometió la torpeza de disparar la ballesta contra ella. La iguana, que había estado quieta todo el tiempo como una piedra de colores, esquivó el disparo y escapó a una velocidad impensable, y casi diríamos que la vimos sumergirse en el aire. Pero la nuez de la caja de la ballesta saltó y se perdió en las aguas oscuras del río, y esa pérdida fue tan grave que todos quedamos desesperados, porque bien pocas ballestas traíamos y los peligros que se cernían sobre nosotros parecían crecer. Aquella tarde hasta Gabriel de Contreras, a quien le decíamos el Mudo, pero que era en verdad tartamudo, y hablaba por explosiones de voz, se quejaba de nuestra suerte mientras intentaba pescar algo con vara y anzuelo, cuando logró sacar un pez enorme, de casi cinco palmos, que le tuvimos que ayudar a sostener y a rescatar de las aguas. Ya al atardecer estaba abriendo el pez con el cuchillo cuando encontró en sus entrañas la nuez de la ballesta, y fue tanto su asombro ante el hecho que se curó de su tartamudeo, y el resto del viaje habló tan fluidamente que nos hacía reír a todos cualquier cosa que salía de sus labios.

A veces, en mis pensamientos, vuelvo al barco. Trato de ver los rostros y recordar las acciones de todos los que hicimos esa travesía. Pero años de viajes y de guerras van limando el recuerdo, y sólo de algunos compañeros conservo memorias precisas. A nadie recuerdo tanto como a Alonso de Cabrera, tal vez porque era casi tan joven como yo y su buen humor me ayudó a sobrellevar los peores momentos. Había nacido en Cazalla y tenía veintitrés años cuando entró en la expedición. No era un hombre muy fuerte pero era prudente y valeroso. Había pasado al Perú con licencia real, que no todos tenían: muchos de los soldados que conocí habían pasado clandestinamente. Pero Cabrera lo hacía todo con método. Desde los primeros días, que fueron los más horribles, todo lo que tenía lo compartió conmigo; en la época de los grandes combates no me perdía de vista, hablábamos largo en las noches, y prometimos que si salíamos con vida seríamos siempre amigos, pero muy pronto la vida impuso sus distancias. Sé que después de nuestro viaje volvió a Quito, lo que es buena prueba de su temeridad, porque allí muchos no nos querían, y sé que Pedro de Puelles, un hombre de Pizarro, lo mandó prender enseguida. Te cuento ahora esto porque dicen que vive en Cuenca, en el reino de Quito, y sigue siendo un hombre pobre. A lo mejor él acepte acompañarte, y estoy seguro de que sería un excelente baquiano, dado que es además un hombre de suerte.

También recuerdo a Pedro de Acaray, un vizcaíno al que llamábamos Perucho. Tenía gran puntería con los arcabuces: en los primeros días mató varios pájaros que no pudimos recoger en la corriente del río, y una vez disparó a un enorme jaguar que nos miraba desde una rama, y que se desplomó y quedó tendido en la orilla, pero una lluvia de flechas nos impidió cobrar la presa. No pudo ejercitarse más, porque el capitán Orellana declaró que eran inútiles esos intentos de cacería desde la cubierta, porque no se podía desembarcar en ninguna de las dos orillas, y porque, en medio de los peligros que corríamos, era un desperdicio gastar pólvora cuando no resultaba indispensable.

Por el río murió de flecha Rodrigo de Arévalo de Trujillo, vecino de los Pizarro, que vino de España siguiendo los pasos de Orellana, y que siguió a Orellana en su riesgosa travesía por la montaña. El de su muerte fue el momento en que vi más afligido al capitán, tal vez porque se sentía culpable de haberlo convidado a la aventura y no pudo hacer nada al final para salvarlo. Otro al que recuerdo bien es a Juan Bueno, natural de Moguer, un hombre que cambiaba continuamente de estado de ánimo. En los momentos de tranquilidad era el más exaltado y nervioso, pero curiosamente en los momentos de peligro podíamos contar con su serenidad, su buen juicio y su presencia de ánimo para cualquier riesgo. Más tarde, en Santo Domingo, oí hablar de que aparecían dos firmas suyas diferentes en los documentos del viaje, pero ello no es de extrañar porque él mismo parecía dos personas.

En la parte final del viaje hablé mucho con Pedro Domínguez Miradero, quien tenía unos veintiocho años. Había llegado a Santa Marta con Pedro Fernández de Lugo, e imagino que arribó a la sabana de Bogotá con Jiménez de Quesada, aunque nunca hablamos del tema. Cuando me contabas tu historia volví a pensar en él, porque fue el primero en hablarme de las regiones de la Nueva Granada. Fue con el capitán Luis Bernal al descubrimiento de las provincias de Anserma, siguió de allí a Cali con Miguel Muñoz, y después vino a Quito, donde libró otras guerras de conquista.

Algo que me llama la atención es que muchos de los que vinieron a buscar la canela habían estado antes en la fundación de Popayán y de Cali. Domínguez Miradero volvió al Perú, y dicen que, para congraciarse con sus antiguos amigos, rindió ante Gonzalo Pizarro un informe minucioso de nuestra aventura. Estuvo después en la expedición contra los indios de la Puna, que dieron muerte a fray Vicente de Valverde. Nunca me pareció un hombre leal: lo vi siempre inclinándose del lado que más le convenía, y la versión de los hechos que le dio a Pizarro no debió ser muy favorable para nosotros. Otro que dejó su nombre en la población de Quito y luego en la fundación de Cali y Popayán fue Francisco Juan de Elena, quien a su regreso también acabó aliándose con Gonzalo Pizarro.

Como recordarás, Pizarro estaba satisfecho de haber ganado para la expedición al veterano capitán Gonzalo Díaz de Pineda. De todos los grandes jefes, además de Orellana, sólo Díaz de Pineda, primer viajero por la ruta de la canela, terminó yendo con nosotros en el bergantín. Con su amigo Ginés Fernández abordaron en el último instante, y así escaparon a la suerte de los otros. Pero a pesar de su experiencia, de su fama y sus ínfulas de baquiano, el conocimiento previo del terreno de poco nos sirvió en la primera parte del viaje, de nada en la segunda.

Por lo demás, veo rostros, rostros vagos que fueron un día sin duda la complicidad y a veces la salvación; y escucho palabras, confidencias inesperadas, canciones consoladoras, oraciones de postrimerías, palabras que duran en la memoria a veces ya sin sus rostros, borradas las circunstancias de aquellas mañanas de niebla, de aquellas noches de lluvia, de días prolongados como presentimientos. Veo a Rodrigo de Cevallos, un hombre silencioso: siempre sentí que iba a su lado alguien invisible, una ausencia que le dolía más que su propia suerte. Veo a Gabriel de Contreras, que un día se dislocaba un dedo, otro día se cortaba con una soga, otro día se golpeaba con el remo, como si no acabara de caber en el espacio físico. Veo a Andrés Duran, que no parecía alterarse ante nada, y de quien me dijeron que más tarde fue alguacil mayor en la ciudad de Quito. Veo al valeroso Juan de Ampudia, que tuvo la fortuna de morir de flecha sin ponzoña, en las jornadas crueles de Machiparo. Veo a Esteban Gálvez, el del ojo marchito. Y oigo cantar a veces a otro que también murió, el alegre Juan de Aguilar, de Valladolid, y recuerdo los gritos de maniobra de Diego Bermúdez, que había nacido en Palos, y fue uno de los navegantes más diestros de la travesía. No acabaría nunca de contarte cómo fueron las enfermedades, cuándo hubo que extraer a sangre fría, con tenazas de hierro y entre gritos, dos muelas de una boca inflamada; quién vomitaba sangre con una úlcera rota y sobrevivió sin embargo; en qué clima de tristeza calmábamos a veces el hambre con cosas que rechazaría en España el mendigo más miserable.

Eran pocos los marinos que llevábamos, dado que la nuestra era una expedición de tierra firme. Pero uno de los hombres de confianza de Pizarro fue aquel marino experto: Juan de Alcántara. Ya te he contado que cuando se decidió construir el primer bergantín allí estaba Juan de Alcántara ayudando como nadie con las medidas y los datos precisos, y que una vez que el bergantín flotó sobre el agua, Pizarro le confió el mando a este hombre, al que le decíamos el Marino, para diferenciarlo de otro soldado del mismo nombre que venía con la expedición. El hecho se había prestado para algún equívoco, porque el segundo Juan de Alcántara se había enrolado aprovechando la confusión de los nombres. A veces pienso que si Orellana contó cincuenta y siete al embarcarnos y fray Gaspar cincuenta y seis, fue tal vez porque Orellana contaba cuerpos y el fraile contaba nombres, y acaso al ver el nombre repetido, creyó que era un error de quien hizo la lista.

Lo triste y asombroso es que en una misma semana murieron Juan de Alcántara y Juan de Alcántara. Desde el Perú nos habíamos acostumbrado a llamarlos Tierrafirme y el Marino, y casi habíamos olvidado sus nombres de pila, de modo que sólo después caímos en la cuenta de que dos hombres del mismo nombre habían muerto en el mismo trayecto del viaje. Juan de Alcántara, el de tierra firme, murió de fiebres o del mal influjo de unas aguas empozadas que bebió en una isla. Y dos días después Juan de Alcántara, el Marino, nuestro almirante del bergantín, murió por flecha de indio. Semejante simetría era sin duda un mensaje de Dios, uno de esos mensajes sobrenaturales que uno vuelve a interrogar muchas veces, pero que no descifra jamás.

Después del episodio de la ballesta habíamos navegado casi un mes cuando vimos la canoa grande de los niños. Iban por lo menos diez niños en ella, y sólo unos remaban, porque los otros llevaban animales consigo. Una pequeña tenía abrazado a su cuerpo uno de esos monos de los árboles que son los más lentos de todos, y a los que los españoles de las islas llaman pericos ligeros, por burlarse de su lentitud. Un niño de unos doce años jugaba con una tortuga grande que cazaba moscardones verdes del río. Y otro de esa edad, desnudo como los demás en la proa de su árbol del agua, llevaba anudada a su cintura una serpiente tan grande, que sosteniendo su largo cuerpo jugaba a dejarla sumergir la cabeza en el agua, y cuando la serpiente, más mansa que una tortuga, ya se creía libre en la dicha del río, el niño la atraía de nuevo hacia él en una especie de danza. Otro mantenía como hechizado a uno de esos cusumbos inquietos de cola frondosa y rayada y hocico alargado, y el último llevaba sobre una rama dos papagayos de colores vivísimos. En cualquier otra circunstancia nuestros hombres habrían procedido al asalto, bien por obtener información o por el afán de atrapar a los animales, pero en aquel momento la imagen de la barca silenciosa con sus niños y sus animales fue tan extraña y cautivante que todos nos quedamos silenciosos mirándolos, tratando de no hacer el menor ruido para que el espectáculo no se malograra, y más tarde la noche nos robó por los caños aquella aparición que parecía un sueño.

La noche más extraña del viaje fue la que siguió a aquella tarde. Nadie parecía querer dormir, como si tuviéramos miedo, no del sitio aquel, sino de los sueños que el sitio pudiera provocarnos. Estábamos entrando en Machiparo, y fue al amanecer del día siguiente cuando la confluencia del río que nos llevaba con otro muy distinto nos pareció una prolongación de las magias del día anterior. Bajábamos por el amplísimo río de color amarillo, cuando desde la izquierda cargó sobre nosotros un río tan oscuro que a primera vista parecía negro. Y cuando las aguas se encontraron nos sorprendió ver que no se mezclaban, sino que avanzaron una junto a la otra, formando como una línea ondulante allí donde debían mezclarse, y siguieron así como ríos gemelos muchas leguas abajo, sin confundir esas aguas que eran la sangre de dos mundos distintos.