25.
La sal del mar se confundió en nuestros labios
La sal del mar se confundió en nuestros labios con la sal de las lágrimas, porque ninguno de nosotros tenía verdadera confianza en que pudiéramos escapar a ese río infinito que nos había arrastrado ocho meses como un embrujo. Y una cosa fue tocar el mar y otra cosa salir verdaderamente a sus aguas abiertas, porque la ola que se forma en la desembocadura se retuerce más agónica que una serpiente, y a veces avanzábamos y a veces estábamos otra vez a merced de los remolinos. Entramos en las aguas azules, arrastrados aún por la fuerza del río, porque en el momento en que triunfa, el río sigue siendo río mucho trecho en el mar. Y el primer tramo de la travesía por las aguas grandes estuvo lleno de pasmo y de perplejidad. Parecían milagros, y claro que lo eran, el resplandor del día abierto, el hervor de la espuma, el vuelo deleitable de las gaviotas sobre los cascarones maltratados de nuestros barcos.
La inmensidad ya no tenía para nosotros el sabor del encierro. Viramos al oeste, siguiendo una lejana línea de costas, y sin contar horas ni días, con la ilusión de que temprano o tarde nos iba a socorrer una tierra poblada por cristianos. Por ahora no sabíamos dónde estábamos, cuán al sur ni cuán al oeste nos había llevado la serpiente de meandros infinitos, ni cuántos reinos habíamos dejado atrás en la telaraña de las selvas impenetrables. No teníamos cartas ni aguja, y hubo que hacer velas de nuevo, esta vez con las últimas mantas que nos quedaban en los barcos.
Mirábamos con vaga curiosidad los litorales misteriosos a nuestra izquierda, mundos desconocidos que no pensamos explorar, en una navegación de cabotaje que apenas reclamaba la difusa certeza de ir siguiendo la costa, sin aproximarnos a ella, como si temiéramos a la tierra firme, y es que la temíamos realmente, porque el prolongado cautiverio en la selva nos hacía temer que la tierra pudiera atraparnos de nuevo, llevarnos otra vez a su náusea y su infierno. A veces, incluso, veíamos gentes: grupos de nativos perfilándose en los acantilados, diminutas hileras de seres inmóviles mirando con aprensión los barcos nunca vistos, y los dejábamos atrás como sueños del día, embriagados ahora por el viento libre del mar, mientras las pobres velas raídas se hinchaban de ese viento grande y luminoso bajo el que procurábamos avanzar buscando solamente lo conocido.
Los primeros días nos sentíamos llenos de una fuerza nueva, el aire de sales y yodos nos colmaba de salud y de juventud, pero en cuanto fue pasando aquel clima extasiado que era la novedad de nuestra salvación, todos los males que acumulamos en meses de impotencia fueron aflorando de nuevo, y las semanas siguientes estuvimos enfermos como nunca en el viaje. Dolían no sólo las heridas sino las cicatrices más viejas, las picaduras se inflamaban de nuevo, la cuenca del ojo de fray Gaspar, que parecía curada, volvió a manar un ámbar impuro; Antonio de Cifuentes estuvo cinco días paralizado, sin poderse mover en la cubierta y sin la menor explicación de qué lo inutilizaba de ese modo. Como si nuestros cuerpos forzados por el peligro hubieran callado por meses y meses miedos y dolores y de repente rompieran a hablar, resultaba asombroso ver cómo parecíamos más maltrechos y vencidos ahora que nada nos atormentaba, que en los largos meses en que afrontamos los climas de la selva, sus bostezos de tigre, los gritos desconsolados de los pájaros al anochecer, la niebla perforada por lanzas amenazantes, y el rostro inexpresivo del mundo verde donde acechan el pico y la ponzoña, charcos podridos y colmillos hambrientos.
Volvimos por fin el rostro para mirarnos, y casi pudimos reír de la irrisión en que habíamos caído: la flacura de los cuerpos sumada a los andrajos que colgaban de ellos, la fetidez de nuestros humores y la miseria de nuestras costumbres. Pero lo increíble del mundo que acabábamos de ver nos daba fuerzas para entender que éramos los residuos de una expedición arrogante, sombra y despojo de unos sueños absurdos. Era tarde para apiadarnos de nosotros mismos, y en vez de compasión empezamos a sentir vergüenza unos de otros, como si cada uno fuera el dueño de su fracaso, como si todos los otros pudieran ser unos jueces severos. Así recuperamos esos pequeños escrúpulos que tejen todo orgullo, la vanidad abandonada en las lluvias de la necesidad y de la privación. No teníamos nada pero éramos ya como dueños del mundo, tierra seca favorecida por una breve llovizna que ya empezaba a germinar sus primeras semillas.
Había que acercarse a las costas. El agua que llevábamos no era bastante, y cada cierto tiempo desembocaban en el mar ríos grandes y pequeños, algunos de los cuales venían de tierras altas y borradas por la humedad, con aguas frescas para los cuerpos torturados y los labios enfermos. Nos deteníamos a la sombra de las palmeras en playas muy blancas llenas de almejas palpitantes, bebíamos el agua venturosa de los cocoteros, nuestro viaje de náufragos parecía de pronto un recorrido por tierras felices. Pero cada isla traía primero esperanza y luego desengaño; tardaba en aparecer algo que nos diera verdaderamente la tranquilidad de estar volviendo al mundo. Los breves paraísos daban paso de nuevo a jornadas de inquietud y de pesadumbre, y pronto comenzaron a enturbiarse los cielos con el presagio de tormentas y vendavales.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando cruzamos ante unos ríos casi tan inmensos como el que habíamos recorrido, puertas grises a un mundo silencioso y secreto. Estaban tan cerca unos de otros que los consideramos más bien las bocas de un río desconocido, que no fluye hacia el este como el río de las Amazonas sino hacia el norte, y que baña en su golfo una isla vastísima cubierta de selvas espesas y aparentemente despobladas. Nadie pensó siquiera en explorarla. Lo primero que hacen las expediciones de descubrimiento es despejar algún costado de las islas para adaptarlo como embarcadero: sólo eso buscábamos en toda tierra que se ofrecía a nuestro paso, y las selvas intocadas no tenían para nosotros ningún atractivo.
Y fue pasando aquellas aguas turbulentas cuando nuestros dos barcos se perdieron de vista entre la agitación de las marejadas, y ya no volvimos a vernos. Después del último descanso en las playas yo estaba en el Victoria y Orellana y fray Gaspar venían en el San Pedro, cuando sobrevino el extravío. Muchos días viajamos orillando ensenadas misteriosas cuando vimos aparecer en la distancia un islote que igual nos pareció indigno de ser visitado. La vegetación no era de selvas amenazantes sino de arbustos secos, y al fondo sus pequeñas colinas se veían más cubiertas de cardos que de arboledas. Pero estábamos en el límite de la resistencia, el mar que nos alegró tanto al salir de la selva se iba convirtiendo en una nueva tortura, y así como nos habíamos sentido encerrados en la enormidad de la jungla y del río, empezábamos a sentirnos prisioneros también en las aguas sin fin y bajo la soledad de sus cielos. Nos fuimos acercando a la vez temerosos y ansiosos, y alguien advirtió que esas aguas azules y esos vientos apacibles parecían ser de tierras pobladas por indígenas. Ignorantes de cuánto tiempo más habría que avanzar por el mar sin caminos, habíamos visitado en vano tantas playas que no nos atrevíamos a alimentar esperanzas, para evitar nuevas frustraciones. El otro barco se había quedado rezagado, y cuando estuvimos cerca de la orilla, cinco marinos se embarcaron en una de las canoas y fueron a inspeccionar la tierra.
Estaba seca, y era triste, y no parecía dar ni frutos ni flores. Empezaron a caminar por la orilla y remontaron un pequeño promontorio de barrancos, cuando de pronto uno de ellos se inclinó para ver algo que estaba en la tierra. Un aullido desgarrador salió de su garganta, y después empezó a lanzar gritos de angustia o de desesperación. Los otros cuatro corrieron hasta él, sin saber si había encontrado una serpiente, o si algún insecto ponzoñoso le había clavado su aguijón en la rodilla que había puesto en tierra. Cuando lo alcanzaron, el hombre estaba llorando a gritos, y les señalaba con los ojos llenos de lágrimas algo que había en la tierra y que tuvieron que inclinarse mucho para distinguir. Pero bastó verlo para que ellos también empezaran a gritar y a llorar, sin saber hacia dónde dirigir esos gritos. Porque lo que veían en la tierra seca, unos trazos curvos marcados con puntos sucesivos, era la imagen más increíble que podíamos esperar haber visto: las marcas milagrosas y recientes de unos arcos de hierro con clavos rectangulares. Como si la tierra abriera su boca para hablar, ese rastro en el suelo no era la pezuña de una bestia salvaje, sino el arco perfecto, puntuado por cabezas de clavos, de una herradura española. Habíamos vuelto finalmente a la vida.
Era la isla de Cubagua, y en el otro extremo de ese islote reseco estaba la granjería de perlas más famosa del mundo. Cuando dimos la vuelta a la isla y llegamos a Nueva Cádiz, muchos pensaron que era un barco fantasma lo que arribaba, tal vez uno de los siete bergantines de Ordás que se perdieron en el golfo de Trinidad, o una de las dos carabelas de Sedeño que se extraviaron en el delta del Orinoco, o uno de los siete barcos piratas que fueron embrujados por las sirenas de Maracaibo. Así tocamos tierra en el Victoria, el barco grande que hicimos en la tierra de Aparia, y éramos veintinueve hombres, pálidos y carcomidos por las plagas, llagados, tumefactos y desoladoramente felices que saludábamos a los que estaban en la playa como si fueran una aparición milagrosa. Sólo el haber perdido al San Pedro ponía una sombra negra sobre la dicha cierta de estar volviendo al mundo.
Pero dos días después, como un espectro emergiendo entre la bruma del mar, también el San Pedro apareció ante las playas de Nueva Cádiz. Y fue entonces cuando los hombres de esa costa echaron a andar el rumor de que había llegado un barco de hombres tuertos, sólo porque se dio la extraña coincidencia de que los tres primeros que bajaron del barco fueron el capitán Orellana, Gálvez el del ojo marchito, y el pobre y consumido fray Gaspar de Carvajal, que no pedía que le dieran ropa ni comida sino que suplicaba con el ojo lloroso que lo llevaran al templo para dar gracias a Dios por esa salvación milagrosa. De nada sirvió que todos los otros tuviéramos los dos ojos en su sitio: el cuento de que había llegado un barco de hombres tuertos se regó por la ciudad, y llegó a la vecina isla de Margarita, y muchos sintieron miedo, como si esa aparición de seres condenados fuera el anuncio de alguna tragedia mayor. Y dado que meses después sobrevino la espantosa tempestad que arrasó con Nueva Cádiz y puso fin al esplendor de las perlas, al cabo del tiempo quedamos tatuados en la memoria de esas islas no como los peregrinos que habían vuelto a la vida después de un largo extravío, sino como los aventureros marcados por la manigua que trajeron el miedo y la mala suerte a una de las ciudades más ricas de las Indias Occidentales.
Hacía apenas dos años había pasado por allí en el barco del capitán Niebla, y vi esas islas como tierras normales, ricas en dolores y en perlas. Para el que iba buscando tierras fabulosas y tesoros supremos, Margarita fue apenas una arboleda perdida en el mar; para el que venía ahora de la derrota y del miedo, Margarita era una de las tierras más felices del mundo, y allí, de noche, me decía al sumergirme en el sueño en una cama dura pero limpia, en un aire cálido pero sereno, oyendo voces tardías por las arboledas, que es mucho mejor dormir feliz en una cabaña indigente que dormir para siempre en pedazos en una cripta de oro.
Y la serpiente cerró otro de sus anillos, porque una de las personas que nos recibieron en Cubagua, y nos ayudaron a superar la postración del viaje, fue Juan de Castellanos, el poeta. Me alegra saber que tú lo conociste en la Sierra Nevada. Entonces teníamos la misma edad y nos entendimos enseguida. Era un muchacho de grandes ojos andaluces, nervioso y alegre como un pájaro, con manos rudas de trabajador de los campos y con una memoria endiablada, que recordaba todo lo que se le decía, que conocía a todo el mundo, que cantaba hasta la medianoche en las fiestas bajo la ceiba grande de Margarita, y que para mi asombro había conocido a Oviedo en San Juan, en casa del famoso obispo Manso, en uno de los viajes que mi maestro hizo a la isla de Borinquen.
Será porque somos tan pocos todavía en las Indias, pero es cosa de magia cómo encuentra uno conocidos por todas partes. Me conmueve saber que fue Castellanos quien te acompañó en tus viajes por la nueva Pamplona y en tu descenso a Santa Marta; saber que vive todavía, saber que goza de salud después de tantos viajes, y que sigue empeñado en convertir en cantos todas estas historias, porque en el mundo que nos tocó en suerte nadie sabe qué será de su vida a merced de las selvas, los indios, los mares y los años.
Nadie estaba más maravillado con las peripecias del viaje por el río, pero fueron los otros viajeros quienes le contaron nuestra aventura. No había comenzado todavía mi oficio de moler y volver a moler el grano de aquel viaje, pero harto me gustaban los relatos, y Castellanos, que tal vez ni siquiera supo mi nombre, siempre me llamaba «el contador de historias». Cuidó de nosotros como un enfermero y como un hermano, y pasó noches enteras hablando con fray Gaspar bajo el aleteo de las antorchas. Fue en Cubagua donde nos enteramos de que Francisco Pizarro había sido asesinado, pero nadie sabía que Gonzalo había puesto una demanda contra Orellana, acusándolo de traidor y ladrón. Fray Gaspar adivinaba que habría rencores, y mostraba avidez por viajar al Perú, quizá para mediar entre los primos y ablandar la posible cólera de Pizarro explicándole bien lo que había ocurrido. No quería tomarse un día de descanso sin darse cuenta de que parecía más un cadáver insepulto que un embajador de buenos oficios.
Ahora yo ignoraba qué rumbo ponerle a mi vida. La fortuna soñada estaba más perdida que nunca. Aquellos hombres de los que alguna vez dependiera mi herencia estaban ya tan lejos como mi propio padre: Pizarro el marqués rindiendo sus cuentas ante jueces insobornables, y Gonzalo convertido en nuestro mayor enemigo. Tres años de ausencia no me habían rendido beneficio alguno, y en cambio se habían llevado mi fe. Te diré lo que sabe todo náufrago: después de un largo extravío, aunque estemos salvados, hay algo en el fondo de nosotros, alguien, valdría mejor decir, que sigue perdido en la isla del naufragio, que sigue sin remedio en la selva, y al que no conseguimos consolar. Porque cada momento es el único, y ese que fuimos una vez no sabrá nunca si al final nos salvamos. Es como si siguiera allá, al fondo, pequeño y solitario, en una orilla eterna que no puede cambiar, y a la que sólo purifica el olvido.
Mi situación era la misma de cuando salí de La Española, pero yo ya era otro, la vida me había cambiado, y también me costaba entender en mí a ese muchacho que dejó sola a Amaney, en la playa, en la isla, sin haberle brindado siquiera el consuelo de una palabra.