17.
Era hora de embarcarnos, pero también de decidir hacia dónde
Era hora de embarcarnos, pero también de decidir hacia dónde: si de regreso, a llevar provisiones a los que se quedaron, o adelante, siguiendo el curso imprevisible del río. Juan de Alcántara, el Marino, nos explicó que el bergantín podía arriesgarse aguas arriba, pero con mucha lentitud. «Si nos tomó nueve días llegar a las tierras de Aparia», dijo, «podría tomarnos más de treinta el regreso, y las provisiones no resistirán tanto tiempo». Pero además era mortal enfrentar las curvas torrenciales y las avalanchas que traen los ríos tributarios, con troncos grandes y cabelleras de hojarasca. Habíamos estado a punto de zozobrar bajando por el río, ahora vencer las curvas contra la corriente sería imposible.
Orellana, atormentado como todos por la suerte de los que se quedaron, prometió mil castellanos de oro a quien se animara a volver donde Pizarro llevando provisiones en las canoas. Ofreció como ayuda los dos remeros negros y algunos indios, pero sólo tres hombres, Sebastián Rodríguez, Francisco de Tapia y García de Soria, quien después moriría en Tupinamba flechado por los indios, se ofrecieron para esa aventura. No eran suficientes y la misión se canceló.
Consternados, decidimos bajar por el río hacia los reinos de Aparia el mayor, de quien también nos habían hablado los indios. Y allí Orellana renunció a su cargo como capitán y jefe, para que la decisión de seguir el curso del río fuera voluntad de todos y no algo ordenado por él. Estrenando funciones, el escribano Francisco de Isásaga se contagió enseguida de la locura notarial de esta conquista. Quería hacer un nuevo documento a cada instante: el segundo fue la solicitud de todos los presentes de seguir río abajo, en contra de la voluntad expresa de Gonzalo Pizarro. Orellana ordenó que se devolviera a los indios todo lo que se les hubiera quitado de objetos y riquezas, y el siguiente documento notarial así lo dejó consignado.
Discutíamos mil maneras de ayudar a los que se quedaron en la garganta de la selva, pero todas resultaban irrealizables. Armar un barco más liviano que volviera por ellos no nos permitiría enviar recursos suficientes; hacer canoas para todos era imposible; y pensando en los muertos que tuvimos, imaginamos que los hombres del real de Pizarro estarían ya diezmados, o dispersos, o que habrían emprendido el regreso imposible por las montañas. Y Alcántara, el Marino, lo resumió todo: «Volver por separado es buscar una muerte segura; regresar en el bergantín equivale a naufragar sin remedio: nuestra única opción es seguir adelante».
Cargamos abundante comida en el barco, confiando en que durara hasta encontrar nuevos pueblos, y a finales de enero el bergantín se abandonó otra vez a los riesgos del agua. En cierto modo la siguiente fue de verdad nuestra primera semana de navegación: íbamos fuertes y bien alimentados, con ojos nuevos para las arboledas, con brazos templados para los remos, con destreza para manejar sogas y aparejos, y con esperanzas renovadas en el corazón. La selva era ya para nosotros un reino hecho de reinos, no provincias de grandes ciudades ni tesoros en metales o en gemas. Estos indios vivían concentrados en la abundancia de sus árboles y de sus animales, como si les llenara el tiempo la relación con savias y con sales, con limos y bejucos, con flores, frutos, pájaros e insectos. No parecían estar allí para servirse de esas cosas sino para entenderse con ellas de un modo grave y lleno de ceremonias.
Había sembrados de maíz en pequeños claros de la selva, sobre todo en las tierras de la derecha, bañadas por los ríos que bajan de las lejanas cordilleras del Inca. Encontramos el río Curaray, que nos habían anunciado, e imaginamos cerca al vasto rey Irimara, un jefe que mencionaron los indios de Aparia. Pensábamos que pronto lo encontraríamos, cuando, después de una semana de uniforme y sereno descenso, entramos en un río tan enorme, que todos los ríos previos se nos volvieron pequeños. Oímos primero su respiración, su aliento de animal grande, y llegamos después al momento terrible del choque de las dos fuerzas. El agua peleaba con el agua y parecía correr en todos los sentidos, bajaban leños incontables arrancados a las arboledas, se formaban riesgosos torbellinos, y nuestro bergantín exhibía su fragilidad, porque faltó muy poco para que se volcara por la izquierda y entregara nuestras almas al fango.
Terminado el tumulto, el río grande nos llevó bajo selvas sin nadie durante largos días, hasta que sospechamos que el reino de Aparia, que nos pareció el comienzo de provincias populosas, era más bien la última tierra habitada antes del gran vacío, y la amenaza de alejarnos por regiones despobladas nos trajo miedo a todos.
Gran ayuda nos fue en esa parte del viaje la enseñanza que los indios nos transmitieron sobre frutos y plantas alimenticias, sobre el modo de capturar las tortugas y las iguanas, sobre las serpientes y las aves que pueden comerse. Nos repugnaba incluir en nuestra alimentación las orugas rojizas, los micos fibrosos, a los que había que comerse en condiciones desoladoras, porque los otros lloraban a gritos en las ramas altas por los sacrificados, el abdomen de miel de ciertos insectos voladores, los hongos negros de la base de los grandes árboles, las hormigas que se tuestan sobre piedras ardientes y las flores azules de unas plantas que ahogan los troncos podridos y que tiñen los dientes por varios días, pero muchas de esas cosas fueron ingresando por momentos en nuestra dieta. Por eso nada esperábamos con más ansiedad, a pesar del peligro de la guerra, que ver aparecer aldeas indias bajo el húmedo techo de las selvas fluviales.
Bajábamos por aguas abiertas, cada vez más lejanas las orillas, y el río era un espejo inmenso en el que se fijaban los cielos; la luz pesaba desde la mañana, de las flotantes franjas de selva se desprendían como semillas las garzas blancas, abrían sus alas grandes unos pájaros grises, y se oían chillidos de bestias asustadas o hambrientas. A veces el agua se estrechaba de nuevo, una isla cortaba en dos la amplitud del río, y por momentos dejábamos de ver las canoas que iban siguiendo al bergantín, gobernadas por los más ágiles de nuestros compañeros.
Un día perdimos de vista las dos canoas más grandes; largo rato esperamos, pero la superficie intranquila del agua no las mostró de nuevo. Ninguno las vio hundirse, aunque Cristóbal Enríquez creyó haber oído gritos, y de pronto nos vimos sin ellas y sin los once soldados que las tripulaban. Cuando cayó la noche en el barco todo era consternación, los aullidos de la selva se hacían más siniestros, los resplandores más amenazantes, el chapoteo del agua más triste, los zumbidos más fantasmales, y más solos que nunca los astros desprendidos del firmamento. Una cuarta parte de nuestra expedición se había esfumado en el rostro impasible de la corriente, y dos días después esperábamos todavía con el corazón desmayado que las aguas dejaran aflorar siquiera los cadáveres de nuestros amigos, cuando de pronto, por uno de los canales laterales que formaba una de las islas del río, en la vaga niebla de la tarde, vimos aparecer de repente ambas canoas con todos sus hombres como si la serpiente de agua que las había devorado las devolviera intactas. Soltamos ahogados gritos de asombro, después gritamos como monos hacia la corriente, llamándolos, pero ellos nos llamaban con más incredulidad y con más alegría, porque el castillo penumbroso del bergantín alto en la bruma se les ofreció como un sueño.
Se habían rezagado hasta perdernos de vista, se habían extraviado en los meandros de uno de los canales, y después la noche los llevó por la corriente a ciegas, como si los arrastrara un embrujo. Dos días remaron sin rumbo, sin saber si el barco estaba atrás o adelante; cuando emergieron a la gran serpiente, creyeron que nosotros habíamos avanzado mucho más, y remaron con fuerza pero otra vez la corriente los desvió a los canales. Sólo cuando dejaron de luchar, el agua los entregó de nuevo a la corriente central, y el bergantín apareció ante ellos en la distancia. Horas después seguíamos en la fiesta de los abrazos y las lágrimas cuando vimos un gran poblado de indios bajo un tejido de palmeras. Estábamos llegando a las tierras de Aparia el mayor.
La alegría, por inmensa que fuera, no podía borrar el hambre que crecía de nuevo en el barco. Bajamos a la playa a mendigar sin escrúpulos, y los indios del nuevo poblado nos dieron tortugas y papagayos, y nos ofrecieron los cascarones abandonados de una aldea para que acampáramos allí. Pero poco deleite nos dieron los alimentos, porque al atardecer sobre la aldea cayó una sombra densa y dañina, nubes de mosquitos desesperantes que nos obligaron a abandonar el caserío y pedir a los indios otro lugar donde pasar la noche. Así llegamos a un sitio donde no había insecto alguno, y recibimos de los indios más manjares que nunca antes, exquisitas perdices que a los hombres les parecieron más grandes que las de España, pescados de distintos tamaños y sabores, tortugas grandes y gustosas, y un alimento del que yo tenía noción pero que nunca probé antes, la carne de esos manatíes perturbadores que amamantan a sus crías y lloran en las playas, y que en la tarde miran largamente a la Luna.
Estar en el reino de Aparia, el mayor, no significaba más riqueza ni casas más grandes ni tesoros más visibles, pero sí la sensación de haber llegado a un sitio en donde parecían converger varios mundos. La lengua que hablaban los indios, a la que llaman omagua, era según ellos la lengua en que cabe toda la selva. Orellana, que infatigablemente hablaba o fingía hablar con ellos, dijo que la compartían irimaes y omaguas, ocamas y cacamillas, yurimaguas y maynas, paguanas y tupinambas. Era lengua de los tupis, que enseña que todo está gobernado por el río y que todos los señores están sujetos a la gran serpiente; recuerda los tiempos en que todos hablaban un mismo idioma: los monos que discuten con el Sol, las dantas que escuchan la tierra, los jaguares que caminan por las ramas y los muchachos que esconden las flautas bajo el agua del río.
Habíamos llegado el 27 de febrero a las playas de Aparia el mayor, y dos días después, el primero de marzo, nombramos de nuevo a Orellana como capitán. Según la ceremonia, cada uno le pidió expresamente que fuera nuestro jefe, y todos juramos ante el maltrecho misal de fray Gaspar, quien, con el otro fraile, fray Gonzalo de Vera, bendijo el acto que reemplazaba la voluntad de Pizarro por la voluntad de los presentes. Orellana, después de hablar con los indios, nos pidió mostrar siempre una actitud de paz, y casi nos asustó con la recomendación de ser prudentes y desconfiados aguas abajo, porque había miles de guerreros a lo largo de muchas leguas del río y por un gran espacio selva adentro. Fue entonces cuando los indios mencionaron, aunque en ese momento nadie prestó atención, a las amurianas de Coniu Puyara, guerreras que, dijeron, «eran feroces y muchas». Sólo días después vinimos a saber de qué hablaban.
Y a aquellas playas vino a visitarnos Aparia el mayor. Trajo más de veinte jefes de pueblos, y su cortejo llevaba hachas de piedra, objetos de cobre, vasos de oro, adornos de jade y piezas de cerámica. Otra vez oímos hablar de jefes más poderosos, que nunca aparecían en las playas y que, como te digo, daban la impresión de estar más en la memoria y en los rezos que en la vida de las poblaciones. El más mencionado era Tururucari, un señor antiguo y sabio que lo había enseñado todo, que conocía las hierbas y los bejucos, el secreto de las sales y el poder de las grasas de los peces, el delfín que se convierte en hombre, el amigo de la gran serpiente, el padre de los padres, el que derribó el árbol que es el río, el que está más cerca y el que vio a la canoa sembrando de hombres las orillas.
En vano Orellana intentaba contrastar todas esas creencias hablándoles del Dios que sangra en la cruz, en vano les explicó cómo ellos andaban errados adorando piedras y bultos hechos por sus manos. Hizo que trajéramos de la selva dos vigas grandes y con ellas erigió una cruz firme que se viera desde el río y que sobresaliera en la playa, y les dijo que ese era el símbolo de la única religión, porque en ella había estado clavado el Dios verdadero. Esto por fin les gustó a los súbditos de Aparia y a los propios jefes, quizá porque sintieron que en ese relato era más poderoso el árbol que el hombre.
Cuesta entender cómo están organizados los pueblos de la selva. Dan la impresión de sólo obedecer a jefes locales, pero hablan con respeto de reyes y chamanes más grandes, y se diría que éstos a su vez obedecen a otros reyes que no parecen estar en las riberas ni en la selva profunda sino en la memoria de todos y en la lengua común. Todas las hablas que encontramos tenían sus semejanzas: y eso fue una suerte para Francisco de Orellana, que tenía un solo ojo pero parecía tener muchas lenguas. Hasta los reyes invisibles y los chamanes más altos están sujetos a la voluntad de las aguas, de los bejucos sagrados, de las flautas de ceremonias y del saber que guardan los ancianos en los canastos grandes de la selva. Para mí que nadie de esas comunidades está solo en ella. Wayana, un indio que encontramos después, por ejemplo, único en la inmensidad de las playas bajo un intrincado cielo de árboles, nos pareció rodeado por la selva como por una nube amistosa. Nosotros, en cambio, si quedábamos solos un instante, sentíamos el peligro incluso en las propias entrañas.