CAPÍTULO 18

Un enemigo inesperado

—¿Qué quieres decir, Pete? —gritó Bob.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Ndula.

—¡Estás equivocado, Pete! —objetó MacKenzie—. ¡Llevo años trabajando con Anna Lessing!

—No, no estoy equivocado —insistió Pete—. Ella dijo que no podría engañarle.

MacKenzie se mostró intrigado.

—Y es verdad. Nosotros mismos lo dijimos.

—Sí —asintió Pete—. Pero nosotros no le dijimos a la señorita Lessing que los secuestradores tuviesen ningún problema de identificación. ¡No le dijimos que esos bandidos tuviesen consigo a dos muchachos! —Pete miró a los dos africanos y a Bob—. Entonces, ¿cómo sabía que los chicos estaban engañando a sus raptores y que había necesidad de identificar a Ian?

Los demás no respondieron. El ascensor se detuvo en la planta baja y salieron de él. Fue Ndula quien tomó el uso de la palabra.

—Pete tiene razón —admitió el negro—. Nosotros sólo dijimos que los secuestradores habían atrapado a Ian y que probablemente se hallaban en Los Ángeles. En las llamadas hechas a la misión comercial, ni Gordon ni el jefe Reynolds hablaron de dos muchachos.

MacKenzie asintió.

—Aparte de la policía de Rocky Beach, sólo la policía de Los Ángeles sabe que hay dos muchachos secuestrados, y ellos no han hablado con nadie de la misión comercial.

—Sólo la policía y los secuestradores saben que se trata de dos chicos iguales —recordó Pete machaconamente—. Y esto significa que la señorita Lessing ha visto a los secuestradores hoy en Los Ángeles.

—Pero —objetó Ndula—, ha estado todo el día al lado de Kearney.

—Esto es lo que ella dice —replicó Pete.

—El señor Kearney puede confirmar esta afirmación —dijo MacKenzie—. Dudo mucho de que Anna haya mentido respecto a los movimientos de su jefe.

—¡Un momento! —les detuvo Bob—. Pete creyó que alguien hablaba, en el despacho del señor Kearney, cuando íbamos a entrar. Luego, pensamos que era una equivocación, ya que la señorita Lessing estaba sola en la habitación. Pero recogió un pendiente de la mesa y se lo puso. Recuerdo que Júpiter dijo un día que las mujeres suelen quitarse un pendiente para hablar por teléfono. ¡Tal vez ella estaba hablando por teléfono con los secuestradores! Acordaos de que la recepcionista dijo que habían llamado muchas veces a la señorita Lessing. ¡Seguro que eran los secuestradores!

—Mac —añadió Pete—, tú has trabajado con ella varios años. ¿Significa esto que ella también trabajaba para sir Roger? ¿Conoce bastante bien a Ian para poder identificarlo sin lugar a dudas?

—No lo sé —MacKenzie frunció el entrecejo—. Lleva varios años entre el personal de sir Roger, pero no es amiga de la familia, como lo es Kearney. Sin embargo, podría saber algo de Ian que demuestre quién es realmente. Caramba, también pudo interceptar con facilidad el mensaje de Ian.

Todos se apresuraron hacia el aparcamiento para contarle al jefe Reynolds todo lo que acababan de deducir.

—¡Ella es el contacto de los extremistas con la misión comercial! —exclamó Ndula—. ¡Tenemos que lograr que confiese! ¡Hay que obligarla a decirnos…!

—No —le atajó Reynolds—. Si está relacionada con los extremistas, no nos dirá nada. Pero se ha tomado la molestia de enviaros en busca de Kearney, para confundiros y haceros perder tiempo, por lo que seguramente tratará de reunirse con sus cómplices. ¡Y ella nos guiará hasta ellos!

—Cuando crea que nos hemos ido en busca del señor Kearney —exclamó Pete.

—Sí. Voy a pedirle a los policías de Los Ángeles que sigan vigilando la misión —decidió el jefe de policía de Rocky Beach—. Luego, nos marcharemos todos en mi coche para que ella nos vea. Una vez fuera de su vista, regresaremos y nos trasladaremos al «Cadillac» para seguirla. Dudo que se fije en el «Cadillac» si ve que nos vamos en un coche policial.

Obedecieron las instrucciones del jefe. Quince minutos más tarde, cuando Anna Lessing salió del edificio sola y subió a su «Pontiac» colorado, el «Cadillac» negro la siguió a una prudente distancia.

* * *

En el cuarto oscuro de la casa de la colina, Júpiter e Ian estaban sentados en silencio, recostados en la pared. Llevaban allí varias horas.

—Tus amigos no nos encontrarán —musitó Ian—. Ya no.

—¡Nos encontrarán, lo sé! —trató de animarle Jupe.

De repente se encendió la luz, y los muchachos quedaron deslumbrados un momento. Luego divisaron a sus secuestradores. Walt, el más corpulento, se dirigió a Júpiter y le desabrochó la camisa. Rápidamente, se volvió hacia Ian e hizo lo mismo.

—Bueno, el juego se acabó —gruñó.

Júpiter miró a Ian. En la parte superior del vientre del muchacho africano había una pequeña cicatriz. Júpiter no tenía ninguna.

—¡En marcha hacia Nanda! —proclamó Fred, echándose a reír.

* * *

El «Pontiac» colorado avanzó por el sendero enarenado de la casita situada en la colina de Hollywood Hills. Allí se detuvo, y Anna Lessing subió con rapidez los peldaños de la casa. El «Cadillac» negro que la seguía se estacionó calladamente junto a la acera, un poco más allá. Pete se inclinó sobre su baliza de emergencia.

—Nada —murmuró con desaliento—. A menos que los secuestradores hayan descubierto el aparato de Júpiter y lo hayan desconectado. No están por aquí.

—¿Es posible que nos hayamos equivocado, muchachos? —preguntó Ndula.

—¡No! —insistió Pete—. ¡Estoy convencido de que la señorita Lessing está con ellos!

—Yo también —declaró MacKenzie—. Vamos directamente allá.

Saltaron a tierra y anduvieron rápidamente y en silencio hacia la casita. Ésta se hallaba rodeada por una selva de árboles, arbustos y hiedra. Todos aplicaron el oído a la puerta principal, mas no oyeron nada excepto el taconeo de los zapatos de Anna Lessing sobre el suelo de madera. MacKenzie llamó al timbre. Anna Lessing abrió la boca en sorpresa cuando abrió la puerta.

—¡Qué diablos hacen aquí! —gritó. Luego sonrió con desmayo. Retrocedió y dejó que el grupo penetrase en la salita—. ¿Ya han hallado al señor Kearney? ¿Le han abordado los secuestradores?

—No lo hemos buscado —replicó Ndula.

—Ni creo que los secuestradores lo busquen tampoco —añadió MacKenzie.

—Queremos advertirle, Anna, que tiene usted derecho a no hablar —dijo el jefe Reynolds—. Y si habla, todo cuanto diga podrá ser usado contra usted en el tribunal.

—¿Dónde están Ian y Júpiter? —gritó Pete.

—Sabemos que usted ha hablado con los secuestradores —agregó Bob, furioso—. ¿Dónde están? ¿Qué les han hecho a los dos?

Anna Lessing les miraba, y al fin separó las manos en señal de protesta.

—No sé de qué me hablan. ¿Quién es ese Júpiter? No conozco a ningún Júpiter. ¿Por qué he de saber dónde está Ian? ¿No han encontrado al señor Kearney?

—Usted sabe quién es Júpiter —respondió MacKenzie—. ¡Y sabe exactamente qué le ha pasado a Ian porque es cómplice de esos bandidos!

—¿Yo cómplice? —La joven pareció atragantarse—. ¿Yo? ¿Cree que haría mal alguno a Ian Carew? ¿Yo? ¡Hace años que soy amiga de sir Roger!

—¡Miente, señorita Lessing! —se impacientó Ndula—. Jefe Reynolds, será mejor que eche un vistazo por la casa.

—¡No tienen mandamiento de registro! —gritó Anna Lessing—. No, lo siento. No oculto nada. Miren lo que quieran, tienen mi permiso. Ah, señor MacKenzie, me ha herido en lo más profundo.

—¿También yo, señorita Lessing? —sonrió Ndula.

—¿Usted? —Por un momento, una mueca de asco contrajo la cara de la joven—. Claro, señor Ndula, usted también me ha herido.

—Miremos por todas partes —ordenó el jefe de policía.

Él, Bob, Pete y Ndula se diseminaron por toda la casa. MacKenzie se quedó en la salita con Anna Lessing.

—Se arrepentirá de esto, MacKenzie —rechinó ella los dientes—. Yo no sé nada de los secuestradores ni de los dos muchachos.

—¿Cómo sabe que hay dos muchachos?

—¡Ustedes nombraron a un tal Júpiter!

—Oh, no, nunca dijimos que Júpiter fuese un chico —objetó MacKenzie—. Si en realidad no le conoce, podría suponer que es todo un hombre y no un chico. Ya es la segunda vez que sufre un desliz, Anna. En la misión comercial, usted ya sabía que los bandidos tenían apresados a dos muchachos, mucho antes de que nosotros nombrásemos a Júpiter. ¿Ha sido usted la que ha identificado a Ian para los extremistas?

—¡No quiero pronunciar ni una sola palabra más!

Bob y Ndula salieron de una habitación interior, y Pete y el jefe de policía volvieron del otro lado de la casa. Bob se encaró con Anna Lessing.

—Opino que debe darnos una explicación, señorita Lessing —dijo el Tercer Investigador.

—¡No quiero que me molesten unos críos! —se quejó Anna Lessing a MacKenzie.

—Ya sabe que nuestro amigo Júpiter —continuó Bob— dice siempre que nos fijemos en los pequeños detalles. Dice que la gente tiene la costumbre de delatarse. Usted es de Nanda, ¿eh? Seguro que le gustan las joyas de su país.

—¿De qué está hablando este mocoso? ¡Le advierto, MacKenzie…!

Bob levantó la mano. En ella lucía un pequeño colmillo engarzado en oro, unido a un ganchito para la oreja.

—Hallé esto en su dormitorio, señorita Lessing. Es un pendiente de Nanda, ¿verdad? Sólo había éste en el cuarto. Y esto se debe a que usted perdió el otro. Lo sé porque nosotros lo encontramos en aquel cañón donde aterrizó el helicóptero para llevarse a los secuestradores.

Anna Lessing palideció, mientras contemplaba el diminuto colmillo.

—Júpiter afirma que una mujer nunca tira un pendiente que le gusta, si pierde a la pareja —explicó Bob—. Usted tiene esa misma costumbre, y ésta demuestra que usted es enemiga de sir Roger Carew. Aparte de la policía y nosotros, sólo había tres personas en aquel cañón: los dos secuestradores y el piloto del helicóptero. ¡Usted era ese piloto, señorita Lessing!