CAPÍTULO 14
Un descubrimiento asombroso
—No —sonrió Júpiter—, tú eres igual que yo.
Ian Carew sonrió en respuesta.
—Puesto que yo estoy en tu país, supongo que tienes razón.
—Especialmente —intervino Pete—, con esas ropas.
Ian llevaba unos pantalones viejos de Júpiter, una camisa que el Primer Investigador ya había desechado unos meses atrás, y unas zapatillas.
—Temo que mis ropas quedaron destrozadas cuando intenté evitar el secuestro —explicó Ian—, y también cuando me arrastré por entre la chatarra el primer día que estuve aquí. ¡Entonces me vi obligado a coger estos harapos que encontré en una caja llena de trapos!
—¡Oh, no! —gimió Pete—. ¡Los dos habláis también casi igual! ¡Harapos en lugar de prendas! ¡Creo que jamás conseguiré soportar a dos Jupes idénticos!
Todos se echaron a reír.
—Siento que casi seamos mellizos —interpuso Ian—, pero confieso que estoy muy contento de que me hayáis encontrado. Empezaba a desesperar de que viniese alguien en mi ayuda.
—Yo también me alegro de conocerte —rió Júpiter, contemplando a su doble.
—Ah, es agradable no estar ya solo —dijo Ian—. Bueno, pero ni siquiera sé cómo os llamáis.
—Tu doble se llama Júpiter Jones, el Primer Investigador —presentó Bob—. Yo soy Bob Andrews, encargado del Archivo y las investigaciones bibliotecarias. Y éste más alto y que siempre se queja, es Pete Crenshaw, el Segundo Investigador.
—¿Investigadores? —se extrañó Ian—. ¿De veras?
—¡Aquí está nuestra tarjeta, amigo! —dijo Júpiter, entregando acto seguido a Ian una tarjeta de los Tres Investigadores.
—¡Esto es maravilloso! —alabó Ian, casi con envidia—. Los americanos siempre hacéis cosas estupendas. ¿De veras sois detectives?
—Contratados por los señores Ndula y MacKenzie para encontrarte —explicó Bob—. ¡Naturalmente, después de que tus perseguidores confundiesen a Júpiter contigo y lo secuestrasen!
—¿Realmente te secuestraron, Júpiter? —se sorprendió Ian.
Júpiter, entonces, procedió a relatar todas sus aventuras relacionadas con el caso, mientras Ian le escuchaba con suma atención.
—O sea que dedujisteis lo que yo quería decir con la plaza de Djanga —exclamó el fugitivo—, y encontrasteis el taxi que cogí al huir del León Rojo.
—Y adivinamos que estabas escondido en el «Patio Salvaje» —añadió Pete con orgullo.
—¡Un trabajo magnífico! —ponderó Ian—. Pero ahora ¿qué? ¡Tengo que ponerme lo antes posible en contacto con Ndula y MacKenzie para que puedan comunicarle a papá que estoy a salvo!
—Claro —asintió Pete—. Podemos llevar a Ian al hotel Miramar.
—¡Buena idea! —aprobó Bob—. Aunque —rectificó de pronto—, esos bandidos tal vez estén vigilando el «Patio Salvaje» o el hotel Miramar.
—¿De veras lo crees? —se alarmó Ian.
—Bob tiene razón —concedió Júpiter—. Es muy posible. Como dijeron Ndula y MacKenzie, esos extremistas no cederán con facilidad. Estoy seguro de que en el «Patio Salvaje» estamos a salvo, por lo que no hay que correr riesgos innecesarios. Será mejor llamar a Ndula y MacKenzie, para que vengan aquí.
—Yo les llamaré —se ofreció Bob.
Mientras Bob marcaba el número del hotel Miramar, Ian miró curiosamente a su alrededor, examinando el remolque. Vio el despacho con su escritorio y su archivador, el diminuto laboratorio que también servía de cuarto de revelado, y el intrigante equipo detectivesco esparcido por todas partes.
—Vosotros os divertís mucho, ¿verdad? —exclamó—. Es raro que no me fijase en este remolque desde fuera.
—No es raro —le contradijo Pete—. Desde fuera no se ve en absoluto. Está completamente oculto por chatarra, y ni siquiera los tíos de Jupe se acuerdan de que está aquí.
—¡Es fantástico! —exclamó Ian.
Bob colgó el aparato.
—Primero en la habitación de MacKenzie no contestan. El conserje no sabe dónde están, por lo que dejé recado para que nos llamen. No he querido dejar ningún mensaje… Podrían averiguarlo nuestros enemigos.
—Bien hecho, Archivos —asintió Júpiter—. Probablemente estarán vigilando el León Rojo, como les sugerí. Pero uno de los dos no tardará en volver al hotel Miramar —volvióse hacia su doble—. Y a propósito, ¿qué pensabas hacer si no te hubiésemos encontrado, Ian?
—Cuando me hubiese sentido a salvo, habría regresado al León Rojo para ver si alguien me había seguido hasta allí.
—Lo que yo pensaba —razonó Júpiter.
—¿No hubieses llamado a la misión comercial? —preguntó Bob.
—Sólo como último recurso. Cuando esos raptores se presentaron en el León Rojo, comprendí que podían interceptar mis mensajes a la misión… y que sabían lo bastante como para descifrar cualquier mensaje secreto.
Júpiter abrió un cajón del escritorio y sacó el colmillo de marfil que los Tres Investigadores habían hallado en el cañón de la montaña.
—¿Has visto esto antes, Ian?
El chico lo estudió.
—Bueno, está fabricado en Nanda y creo que hay algo que me es familiar en este pequeño objeto… Sí, creo que lo he visto antes, pero no recuerdo dónde.
—Bob —le urgió Pete—, prueba otra vez en el hotel Miramar.
Mientras Bob iba hacia el teléfono, Ian volvió a examinar el equipo de los Tres Investigadores. Así vio un periscopio que podía salir por el techo del remolque, un altavoz para el teléfono, unos radioteléfonos portátiles, un microscopio y hasta un aparato de televisión de circuito cerrado.
—¿De dónde habéis sacado tantas cosas, amigos? —quiso saber Ian.
—Casi todo lo hemos fabricado nosotros —le explicó Pete—, mejor dicho, Jupe, utilizando piezas sueltas encontradas entre la chatarra.
—Fuera tenemos un taller —añadió Júpiter.
—¿Un taller? Caramba, yo también tengo uno en mi residencia de Nanda.
—Ya has estado en el nuestro —le recordó Júpiter—. Lo atravesamos para llegar hasta aquí, aunque a oscuras no pudiste verlo. ¡Pero estuviste allí cuando el otro día le quitaste el almuerzo a Pete!
—No me di cuenta —rió Ian—. ¿Puedo verlo ahora? Ya que hemos de aguardar…
Bob habló de pronto.
—Creo que Ndula acaba de volver. Ahora sube a su habitación. He de esperar unos instantes.
—Estaremos en el taller —le notificó Pete.
Júpiter, Pete y Ian bajaron por la trampilla y se arrastraron por el túnel dos hasta el taller. El día ya brillaba con esplendor, y el sol se estaba levantando por Oriente, Ian miró a su alrededor con cierto nerviosismo.
—¿Estamos seguros aquí?
—Oh, sí —le aseguró Júpiter—. Nadie puede mirar por encima de la valla que rodea el patio, y los montones de chatarra que rodean el taller, lo mantienen oculto del resto del patio. Además, si alguien se acercase lo descubriríamos al momento.
Ian asintió a estas palabras, con más ánimos. Luego empezó a examinar todas las herramientas del banco de trabajo. Júpiter le enseñó la sierra, el torno y la imprentilla. Ian lo observó todo con gran interés.
—Sí, es un equipo excelente —admiró.
Bob llegó al taller, saliendo del túnel dos.
—¡He hablado con Ndula! —exclamó con agitación—. Irá a recoger a MacKenzie y vendrán inmediatamente.
—En cierto modo, me gustaría que no viniesen tan pronto —se quejó Ian—. Ah, quisiera poder quedarme aquí y examinar todo el día vuestro puesto de mando —se inclinó y miró debajo del reborde del banco de trabajo—. ¿Para qué sirve esto, chicos?
Exhibió un objeto semejante a una cajita negra, del tamaño de un librito de cerillas.
—¿Esto? —repitió Pete—. Esto es… esto es… ¿Qué es, Jupe?
—¡Amigos! —exclamó Júpiter, contemplando el diminuto objeto—. ¡Esto no es nuestro! ¡Es un micrófono!
—¿Un micrófono? —se asombró Ian—. ¿Y para qué sirve?
—¡Para escuchar! —gritó Júpiter—. ¡Un micrófono casi invisible! ¡Alguien nos ha estado escuchando! ¡Vamos, de prisa, tenemos que…!
¡La voz que habló desde fuera del taller… era una voz que todos conocían!
—Nada de prisas, muchachos. ¡Vosotros no iréis a ninguna parte!
El secuestrador corpulento, el del pelo rizado, penetró en el taller. El otro le seguía.
¡Y los dos empuñaban sendas pistolas que apuntaban directamente a los cuatro muchachos!