CAPÍTULO 13
¡Cara a cara!
—¿Dónde, Primero? —gritó Bob.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Pete.
—Lo hemos tenido constantemente delante de nuestras narices —declaró Júpiter—. ¡Chicos, hemos estado ciegos! Ya sabía que me olvidaba de algo. Estaba seguro de que los raptores no me habían visto en la calle y me habían seguido hasta el patio.
—¿Por qué no, Jupe? —quiso saber Pete.
—Porque en este caso, se habrían dado cuenta de que yo no era un fugitivo que trataba de esconderse. Me habrían visto charlar con mis amigos, y comportarme como alguien que vive en Rocky Beach desde toda la vida. Incluso me habrían oído hablar y de este modo no habrían cometido su equivocación.
—¡Pero, Jupe —exclamó Bob—, cometieron la equivocación!
—En efecto —asintió Júpiter—, y ésta es la respuesta. Cometieron la equivocación porque me vieron precisamente en el lugar donde esperaban ver a Ian. ¡En el sitio donde le buscaban!
—¿Donde le buscaban? —se asombró Bob.
—Sí, Archivos. No muy lejos de donde Ian había saltado del taxi. En un sitio de donde, durante los días pasados, ha estado desapareciendo la comida —los ojos de Júpiter relucían—. Chicos, ¡Ian está escondido en el «Patio Salvaje»!
—¿En el «Patio»? —exclamó Pete, en el colmo del asombro.
—A un kilómetro escaso del callejón donde desapareció —calculó Bob, estupefacto—. Pete, ¡no fueron las ratas las que se comieron tu almuerzo, sino Ian!
—Exactamente, Archivos —afirmó Júpiter—. Cuando Ian se salvó corriendo por el callejón, debió llegar al «Patio Salvaje». Entonces, decidió que la chatarra le serviría como escondite y también que mi casa sería un buen aprovisionamiento de comida. Los secuestradores, en efecto, le siguieron hasta aquí, o muy cerca… ¡y continuaron dando vueltas hasta que me vieron! Naturalmente, pensaron que yo era Ian, puesto que me hallaba en un lugar donde ellos esperaban verle aparecer. Y fue entonces cuando cometieron su equivocación.
—¡De modo que ha estado todo este tiempo en el «Patio»! —murmuró Pete.
—Estoy seguro de ello —asintió Júpiter—. Y ahora, sólo nos falta encontrarlo.
—¿Encontrarlo? —Pete frunció el ceño—. ¡Basta con salir y llamarle!
—No —negó Júpiter, sacudiendo la cabeza—, esto no serviría de nada, Segundo. No nos conoce, y probablemente sólo nos ha visto desde lejos. Debe estar muy bien escondido, porque si hubiese visto a MacKenzie o Ndula habría salido. Si le llamamos, o registramos el patio, probablemente se asustará y volverá a huir. Y, como ya sabéis, es difícil localizar a alguien entre tantos montones de chatarra.
—Caramba, Jupe —protestó Pete—, ¿no ha de salir alguna vez? Bueno, no puede estar escondido eternamente.
—Claro que no. Cuando se sienta a salvo, seguramente regresará al Rancho del León Rojo, o llamará a la misión comercial de Nanda en Los Ángeles. Mientras tanto, permanecerá escondido.
—¿Qué hacemos, pues, Jupe? —quiso saber Bob.
—Tengo un plan —declaró Jupe—. Sospecho que Ian sólo sale por la noche, cuando todo está tranquilo.
—Ah —comprendió Pete—, por esto quieres que nos quedemos aquí hasta mañana…
—Sí, Segundo.
—¿Para poner una trampa? ¿Para estar al acecho? —inquirió Bob.
—Éste es mi plan —respondió Júpiter—. Supongo que Ian sólo sale cuando necesita comida. Es un chico listo, de manera que coge pequeñas cantidades… sólo lo bastante para que tía Matilda piense que alguien de la familia le vacía el refrigerador a medias. Esto significa que no tiene muchas provisiones consigo, y ello nos ayudará a ponerle la trampa.
—Con comida, claro —comentó Pete.
—Estoy seguro de que no saldrá hasta que no haya nadie en el patio. Por tanto, lo primero que haremos es salir fuera y hablar mucho, en voz alta, para que Ian nos oiga.
—¿Y de qué hablaremos?
—De una excursión que realizaremos mañana, y de los tres almuerzos que esta noche prepararemos y que dejaremos ya en el porche trasero de mi casa, para poder salir muy temprano.
—Ya lo entiendo —le interrumpió Pete—. Tres almuerzos pueden durarle algún tiempo, de modo que la tentación será muy fuerte.
—Sí —asintió de nuevo Júpiter—. Se imaginará que nosotros achacaremos el robo a un mendigo o un vagabundo. Bien, nos iremos del patio a las diez, dejaremos unos almuerzos falsos en el porche de atrás y subiremos al dormitorio. Al menos, dos se acostarán. El tercero volverá a bajar, a escondidas, y se ocultará dentro de la cocina, desde donde pueda vigilar el porche. Nos turnaremos en la vigilancia, dos horas cada uno, mientras los otros dos duermen.
Bob y Pete asintieron a estas instrucciones.
—Llevaremos las balizas de emergencia. Y el que esté de guardia las mantendrá cerradas. Cuando vea a Ian, activará la señal con la voz de costumbre: «¡Ayuda!». Entonces, las señales del dormitorio empezarán a zumbar, con el clásico bip bip, y se encenderán las luces rojas. ¡El zumbido es bastante fuerte como para despertar a cualquiera, por muy dormido que esté!
—¿Y luego qué? —quiso saber Bob.
—Los que no estén de guardia bajarán rápidamente hacia la parte delantera de la casa. Darán la vuelta, uno por cada lado, mientras que el que esté en la cocina concederá dos minutos a los otros, y entonces lanzará un grito llamando a Ian. Cuando éste eche a correr tendrá que dirigirse hacia el frente de la casa, porque es de la única manera que podrá volver al «Patio Salvaje». O sea, que correrá hacia uno de nosotros. Y éste le cogerá y lo sujetará hasta que lleguen los otros dos.
—Y de esta manera, podremos decirle quiénes somos y todo lo que estamos haciendo junto con MacKenzie y Ndula —concluyó Pete.
—Pero no hagáis demasiado ruido —advirtió Júpiter, tras asentir a las palabras de Pete—. Mis tíos tienen un sueño profundo, pero un alboroto los despertaría y se alarmarían. Bien, vamos a buscar al taller las balizas de emergencia y estaremos ocupados por el patio hasta las diez.
Los Tres Investigadores trabajaron por el patio y el taller descubierto, haciendo mucho ruido, y luego dieron una vuelta, procurando que se les oyese, por entre los montones de chatarra. También fingieron buscar bastones para el falso viaje del día siguiente. Discutieron en voz muy alta todo lo referente a la excursión y a los almuerzos que prepararían por la noche, y que dejarían en el porche, a fin de poder emprender la marcha muy temprano sin despertar a los tíos de Júpiter.
Luego, poco antes de las diez, apagaron las luces del patio y se dirigieron a casa de Júpiter.
Una vez allí, prepararon los tres falsos almuerzos, metiendo pelotas de papel en bolsas de plástico, que después dejaron en el porche. Finalmente, subieron todos al cuarto de Júpiter. A Bob le tocó el primer turno de vigilancia. Aguardó a que se hubiesen retirado tía Matilda y tío Titus a descansar, y luego se deslizó furtivamente hacia la cocina. Pete y Júpiter se metieron las balizas de emergencia en los bolsillos de sus camisas, para estar seguros de oír el zumbido, y se tumbaron en la cama sin desnudarse.
A medianoche, Júpiter reemplazó a Bob.
Los almuerzos seguían en el porche. Durante su guardia, no hubo ningún ruido ni movimiento alguno, excepto los de los distantes autos de la carretera y, de cuando en cuando, algún paseante solitario.
Pete bajó a las dos de la madrugada. Bostezó, y sintió deseos de coger algo del refrigerador. Cuando Bob volvió a bajar a las cuatro, Pete se hallaba muy desalentado.
—Quizá Jupe esté equivocado —murmuró—. O quizás Ian ya no está en el patio. O bien no se ha dejado engañar con nuestras maniobras.
—Estoy seguro de que Jupe tiene razón —susurró Bob. Añadió con incertidumbre—: Aunque también es posible que Ian ya se haya largado. Ésta no es la única casa de la calle, aunque sea la más próxima al patio.
A las cinco, un color gris empezó a teñir el cielo por oriente, pero el patio y la casa continuaron a oscuras. ¡Y de pronto, algo se movió delante del porche posterior!
Al instante, Bob estuvo completamente despierto y alerta. Parpadeó y atisbo hacia fuera. ¡En la puerta del porche se recortaba una figura en sombras!
Bob activó la señal de emergencia, susurrando con suavidad:
—¡Ayuda, ayuda, ayuda…!
Arriba, las señales de emergencia destellaron el color rojo y dejaron oír sus débiles bip bip bip… Júpiter saltó de la cama y estuvo a punto de caer redondo al suelo. Rápidamente, cerró su baliza de emergencia y se quedó escuchando, sin atreverse a respirar. Ningún sonido subió de abajo. Entonces, sacudió a Pete, que estaba profundamente dormido.
—¡De prisa! —susurrole.
Los dos se deslizaron hacia la puerta principal. Ya fuera de la casa, se separaron para dar la vuelta hacia atrás, cada cual por un lado. Los dos, poco después, se ocultaron detrás de unas matas.
En la cocina, Bob estaba mirando su reloj. La puerta del porche se abría silenciosamente. La figura en sombras reveló a un muchacho grueso, exactamente igual que Júpiter, delineado apenas por la luz del amanecer. La figura avanzó y alargó las manos hacia los falsos almuerzos.
—¡Alto! —gritó Bob—. ¡Alto, Ian Carew!
Lanzando un débil alarido, el muchacho dio media vuelta y huyó del porche. Tropezó en los escalones, cayó de cabeza, se levantó y echó a correr. Cuando dobló la esquina de la casa, volvió la cabeza hacia atrás para ver si Bob le seguía. Júpiter saltó frente a él.
—¡Uuufffff! —se quejó Júpiter, cuando los dos chocaron.
—¡Aaaaaahhhhhrrrrr! —gritó el chico, tratando de escapar.
El muchacho africano consiguió zafarse de la presa de Júpiter, pero Pete y Bob llegaron justo a tiempo de agarrarlo, Ian luchó ferozmente contra sus tres captores.
—¡Somos amigos, Ian!
—¡Trabajamos para sir Roger!
—¡Queremos ayudarte! ¡MacKenzie…!
Pero el muchacho continuó luchando frenéticamente hasta que consiguieron reducirlo y tumbarlo en el suelo. Pete se le sentó encima y Júpiter logró contarle todo lo sucedido.
—¿Gordon MacKenzie? —repitió Ian—. ¿El señor Ndula? ¿De veras están aquí?
—Sí, Ian —exclamó Júpiter—, y ahora ya estás a salvo. O lo estarás cuando te halles en nuestro puesto de mando. ¡De prisa, amigos!
Jupe se detuvo a recoger su baliza de emergencia, que durante la pelea le había caído del bolsillo de la camisa, y se la metió en el bolsillo del pantalón. Los Tres Investigadores acompañaron así al vacilante Ian, atravesaron la calle y entraron en la chatarrería por la puerta verde. Después, le guiaron hacia el túnel dos.
—¿Adónde… adónde me lleváis? —tartamudeó el asustado muchacho.
—A nuestro escondido puesto de mando —respondió Júpiter, en tanto los dos se arrastraban penosamente por el túnel—. Esos bandidos que querían raptarte, y que me raptaron a mí, todavía dan vueltas por el distrito.
Pete levantó la trampa, y todos penetraron en el remolque. Bob encendió la luz.
Fue entonces cuando Ian se quedó con la boca abierta y los ojos con expresión del más profundo estupor, al ver a Júpiter cara a cara.
—¡Canastos… si eres igual que yo!