CAPÍTULO 1
Falsa alarma
—¡Que nadie se mueva! —gritó Pete Crenshaw.
Bob Andrews y Júpiter Jones se quedaron inmóviles. Los muchachos se hallaban en su puesto de mando secreto, dentro de un remolque, donde se ocupaban de su empresa de detectives particulares, Los Tres Investigadores. El viejo remolque estaba escondido debajo de enormes montones de chatarra en el «Patio Salvaje» de los Jones, de forma que era muy remota la posibilidad de que alguien encontrara las entradas secretas del remolque. Bob y Jupe miraron a su alrededor, observando el minúsculo despacho, y escucharon con atención.
¿Habría oído Pete algo amenazador?
—¿Qué… qué pasa, Pete? —susurró Bob.
Pete contempló ferozmente a sus dos amigos.
—¡Alguien me ha robado el almuerzo! —declaró.
—¿Tu… tu almuerzo? —se extrañó Bob—. ¿Sólo es eso?
—¿Tu almuerzo, Segundo? —repitió Júpiter con incredulidad.
El Segundo Investigador se echó a reír.
—Ya sé que es una broma. Pero mi almuerzo es muy importante para mí porque me muero de hambre.
—Una broma de pésimo gusto —observó Jupe con severidad—. Las falsas alarmas siempre son peligrosas. ¿Recuerdas la historia del pastor que afirmaba que venía el lobo? Cuando vino de verdad…
Júpiter, el cerebro de los Tres Investigadores, solía ponerse un poco pesado cuando daba un discurso. Bob o Pete tenían que traerle a menudo a la realidad.
—Esta charla no os salvará en absoluto —le interrumpió Pete—. Has sido tú, Jupe. Seguro que no has podido resistir la tentación de comerte el bocadillo cuando Bob y yo salimos del taller. ¡Seguro que has sido tú quien se ha comido mi almuerzo!
Júpiter se puso colorado como la grana.
—¡No es verdad! —exclamó furioso—. ¡No he sido yo!
El Primer Investigador era un chico grueso, ya que no gordo, y no le gustaba que le echasen en cara que comía demasiado.
—Bueno —insistió Pete—, pues alguien se lo ha comido.
—Tal vez te lo llevaste del taller —sugirió Bob—, y lo has olvidado.
—En fin, este asunto puede esperar —afirmó Jupe, recuperando el mando con su habitual aplomo—. Todavía no hemos decidido adónde iremos mañana. Es nuestra última oportunidad de ver algo maravilloso antes de que se reanuden de nuevo las clases. Como por lo visto nadie desea que solucionemos un caso, y todo el verano hemos trabajado en el «Patio Salvaje», opino que deberíamos realizar una verdadera excursión. Ya hemos ido varias veces a Disneylandia, de modo que yo voto por ir a la Montaña Mágica. No he estado nunca allí.
—Yo tampoco —añadió Pete—. ¿Cómo es?
—Oh, es uno de los parques de atracciones más grandes y más divertidos del mundo. No es tan fantástico como Disneylandia —explicó Bob—, pero posee cuatro toboganes. ¡Y uno de ellos funciona al revés! Hay dos viajes por entre cascadas y te mojas que da gusto. Y hay una noria de casi un kilómetro de altura, y otras muchas atracciones más, todo por el precio de la entrada. Incluso sin talonario de vales. Una vez dentro, puedes subir a donde quieras.
—No está mal —opinó Pete.
—Entonces, está decidido —concluyó Júpiter—. Y para que no falte detalle, iremos en el «Rolls-Royce». He avisado a Worthington, y mañana tendremos el coche para nosotros.
—¡Magnífico! —se entusiasmó Bob—. ¡Así nos tomarán por millonarios! Menuda cara pondrán todos cuando nos vean…
—Si puedo llegar hasta mañana —se quejó Pete—. Estoy muerto de hambre. Vamos, chicos, ¿dónde habéis escondido mi almuerzo?
—Nosotros no te lo hemos escondido, Pete —insistió Bob.
—Nadie lo ha tocado, Segundo —corroboró Jupe, en tono exasperado—. Probablemente saliste del taller con el paquete en la mano. Bueno, será mejor que lo encontremos o no nos dejarás pensar nuestros planes para mañana.
Uniendo la acción a la palabra, Júpiter levantó la trampilla que había en el suelo del remolque, y se deslizó por el túnel dos. Ésta era la entrada principal al cuartel general y consistía en una tubería metálica que corría por debajo del remolque y la chatarra que lo rodeaba.
Pete, alto y atlético, se veía obligado a aplastarse prácticamente sobre el estómago para pasar por la tubería, mas, no obstante, se deslizaba mucho mejor por allí que el obeso Primer Investigador, el cual siempre salía jadeante. Bob, el más bajo y delgado de los tres, no tenía jamás problemas con aquel sistema de salida.
Fueron a parar al taller descubierto de Júpiter, que estaba situado en una esquina delantera del «Patio Salvaje» de los Jones. El taller se hallaba protegido por un tejado inclinado de una anchura de dos metros, que corría alrededor de la valla de la chatarrería, por la parte interior. Montones de chatarra en torno al taller-cobertizo lo ocultaban de la vista. Era allí donde los Tres Investigadores tenían su imprentilla y las herramientas que utilizaban para transformar la chatarra en un equipo útil para su labor detectivesca. El taller también contenía una silla, varios cajones viejos y un banco de trabajo. Fue sobre dicho banco donde Bob encontró la bolsa del almuerzo de Pete.
—Vaya, de modo que lo dejaste aquí —exclamó el miembro archivador del equipo.
Pete cogió la bolsa, que estaba rota.
—Pero ¿quién se ha comido lo que había dentro? —preguntó, muy enfadado.
—Probablemente tú mismo, y ya no te acuerdas —repuso Júpiter, también disgustado.
—¿Yo? —gritó Pete—. ¿Crees que no recordaría haberme comido un bocadillo de jamón?
—Seguro que fueron las ratas —declaró Bob, examinando la bolsa. Estaba completamente rasgada de arriba abajo—. Se lo comen todo.
—¿Piensas que tía Matilda deja que las ratas correteen sueltas por el «Patio Salvaje»? ¡Nada de eso! —proclamó Pete.
—Claro que lo intenta, pero ni siquiera tía Matilda es capaz de mantener a raya a las ratas en una chatarrería como ésta —rió Júpiter.
Tía Matilda era una mujer formidable que regentaba el «Patio Salvaje» con una mano de hierro. Su esposo, tío Titus, pasaba la mayor parte del tiempo buscando más chatarra, y Jupe, que se había quedado huérfano a edad muy temprana, había vivido con ellos desde que tenía uso de razón.
—Vamos a ver si tía Matilda tiene algo para almorzar —propuso Júpiter, dirigiéndose el primero hacia el despachito del patio.
Al acercarse a la entrada principal del patio se detuvo casi en seco.
—Chicos, ¿habéis visto alguna vez ese coche? —inquirió.
Bob y Pete miraron hacia el sitio señalado. Un «Mercedes» verde estaba estacionado al otro lado de la calle, casi enfrente de la entrada al patio. Nadie salió del vehículo.
—Cuando lo vi por primera vez aún se movía —agregó Jupe lentamente—. Avanzó un poco y se paró.
—¿Y qué, Jupe? —sonrió Pete—. ¿Acaso no puede aparcar ningún coche aquí? Tal vez sea un cliente del «Patio Salvaje».
—Tal vez —admitió Júpiter—, pero no ha salido nadie de su interior, y creo haber visto ese mismo coche pasar por aquí delante esta misma mañana. Y también avanzando muy despacio.
—¡Eh! —exclamó Bob—. ¡Creo que yo también lo vi! Sí, estaba en la calle, frente a la parte trasera, cuando yo venía hacia aquí montado en la bicicleta. Hace una hora aproximadamente.
—¡Quizás han sido ellos quienes robaron mi almuerzo! —se indignó Pete.
—Seguro —rió Bob—, ¡unos ladrones de bocadillos internacionales!
—Olvídate de tu almuerzo —se impacientó Júpiter. Seguía contemplando al coche inmóvil desde la entrada del patio—. Si esos tipos no se comieron tu almuerzo, Bob tiene razón: fueron las ratas. Bueno, me gustaría mucho averiguar por qué está ahí ese coche.
—Quizás aguardan la oportunidad —sonrió Bob— de robar otro bocadillo de jamón.
—Creo que esperan algo, Archivos —murmuró Jupe—. Vamos a verlo.
Júpiter solía intuir un misterio en cualquier hecho, por inocente que pareciese… ¡y normalmente estaba en lo cierto! Bob y Pete ya hacía tiempo que habían dejado de llevarle la contraria en sus presentimientos. A veces se equivocaba, pero no muy a menudo.
—Pete, retrocede hacia el patio y deslízate dentro por la entrada principal —le ordenó Júpiter—. Escóndete y observa el auto sin ser visto. Bob y yo saldremos por la puerta roja de Rover y daremos la vuelta por fuera. Bob, tú ve por la izquierda y yo iré por la derecha. Así vigilaremos al «Mercedes» desde todas partes.
Pete asintió y contempló cómo sus amigos se deslizaban fuera del patio por la entrada secreta de atrás. Luego, sorteó unos montones de chatarra y se dispuso a atisbar la calle a través de la entrada principal. El «Mercedes» continuaba en el mismo lugar. Dentro parecía haber dos personas. Pete se ocultó rápidamente.
Sin dejarse ver ya, se aplastó contra su estómago y se arrastró hacia la abertura de la cerca. Tumbado en el suelo, miró de nuevo a su alrededor.
—Eh, ¿has perdido algo? ¿Necesitas ayuda?
Pete se atragantó. Un individuo fornido y de rostro muy atezado, ataviado con un traje de tela ligera se hallaba a su lado. El desconocido tenía el cabello castaño muy rizado y unos ojos azules muy pequeños. Sonreía cortésmente. Por lo visto, le divertía ver cómo Pete se arrastraba por el suelo del patio.
—Yo… yo… —tartamudeó Pete, sintiéndose muy tonto—. He perdido la pelota —mintió—. La estoy buscando y… y…
—Por aquí no ha salido ninguna pelota —declaró el hombre.
—Debió ir saltando por… por ahí —replicó Pete.
Se puso de pie.
—Mala suerte —observó el hombre del rostro atezado. Luego, exhibió un plano—. Quizá podrías ayudarme, chico. Creo que nos hemos extraviado.
De pronto, Pete vio que la portezuela del «Mercedes» verde estaba abierta y en su interior sólo había una persona. El desconocido señaló hacia el auto.
—Creo que hemos estado dando vueltas sin necesidad. En realidad, intentábamos localizar la vieja misión que hay por este distrito.
Pete captó que el hombre hablaba con un acento especial. Era inglés, pero con un acento raro que nunca había oído. En fin, pensó, en el coche sólo iban dos turistas que se habían extraviado. ¡Esta vez, Júpiter se había equivocado en su presentimiento!
—Oh, seguro —respondió, cogiendo el plano. Señaló el lugar donde estaban, y después el sitio donde se levantaba la misión española, por la autopista de la costa—. Es un poco difícil de encontrar —sonrió.
—Ya lo creo —asintió el desconocido—. Bien, muchas gracias, muchacho.
El individuo volvió al «Mercedes» verde, y el coche arrancó. Bob y Júpiter llegaron corriendo. Júpiter no apartó la vista del auto hasta que hubo desaparecido.
—Unos turistas, Primero —explicó Pete. Acto seguido, contó la conversación mantenida con el desconocido—. Ese tipo habla con un acento muy gracioso.
—Conque extraviados —se desanimó Jupe—. ¿De veras?
—Claro, Primero. Ten en cuenta que ni siquiera tenemos un caso entre manos. ¿Quién querría espiarnos?
Júpiter estaba desalentado y también profundamente pensativo.
—Es posible que ese fulano dijese la verdad, y sin embargo…
—¡Oh, Jupe! —gruñó Pete—. ¡Se han extraviado! ¡Nada más!
—¡Y nosotros tenemos que pensar en nuestra excursión de mañana! —les recordó Bob.
—Seguro —asintió Pete—, pero cuando yo haya almorzado.
Bob y Júpiter se miraron uno al otro. Cerca de la entrada principal había un cajón lleno de pelotas de tenis. De mutuo acuerdo, Bob y Jupe cogieron varias pelotas y empezaron a tirárselas a Pete, el cual huyó del patio riendo a carcajadas.