CAPÍTULO 10

Júpiter una olvida una cosa

Júpiter jugueteó solamente con su desayuno a la mañana siguiente. No tenía apetito.

—¡Dios mío! —exclamó tía Matilda—. ¿Estás enfermo?

—No, tía —suspiró Júpiter.

Había dormido poco, se despertó temprano y estuvo en cama, preguntándose si Pete tendría razón. Había hallado un volumen dedicado a Nanda en la biblioteca, lo había estudiado, y había pasado parte de la noche leyéndolo en el cuartel general. Sin embargo, sabía tan poco como antes.

—¿Quieres un poco de tocino? ¿Unas galletas? —sugirió tía Matilda, un poco preocupada, cuando Júpiter terminó el plato de cereal.

—Bueno, una galleta —aceptó el chico—. Y un poco de tocino. Cuatro o cinco pedazos nada más.

—Ese muchacho se morirá de hambre —sonrió tío Titus.

Júpiter estaba seguro de que Ian Carew había intentado revelar su escondite, pero o bien había sido demasiado cuidadoso, o Júpiter había pasado algo por alto. O se había olvidado de algo. En última instancia, tuvo que admitir que estaba en un callejón sin salida. Y peor aún: ¡cuando terminó de desayunar, no sabía por dónde volver a empezar!

Entonces sonó el teléfono. Júpiter ni siquiera levantó la cabeza. Estaba meditando en su fracaso. No le gustaba ser derrotado.

—Te llama Bob —le anunció su tía.

Júpiter cogió el receptor lentamente.

—¿Qué hay, Archivos?

—¡Lo has descubierto, Primero! ¿Por qué no nos avisaste?

—¿Qué? —exclamó Jupe, parpadeando—. ¿Qué he descubierto?

—¡Dónde está escondido Ian!

—No bromees, Archivos. Esta mañana no estoy de humor —replicó Júpiter—. Tenemos que ir a ver a MacKenzie y a Ndula y probar por otros medios. Después…

—¿Quieres decir que no lo descubriste?

Bob parecía asombrado.

—¿Descubrir? ¿Descubrir qué? ¿En dónde?

—En el libro que anoche te llevaste de la biblioteca.

—¿De qué estás hablando? En ese libro no hay nada. Y lo leí de principio a fin.

—¡Entonces, no lo viste! Bien, los dos vamos hacia el puesto de mando.

—Bob, ¿qué diablos…?

Pero Bob ya había colgado. Júpiter se tragó apresuradamente la galleta, salió de casa y cruzó la calle en dirección al «Patio Salvaje». Cuando entró en el remolque o sea el cuartel general de los Tres Investigadores, por la trampilla del túnel dos, Pete y Bob le sonrieron maliciosamente.

—Un detective ha de tener siempre bien abiertos los ojos —se burló Pete con fingida seriedad.

—¿De veras no lo viste, Primero? —le secundó Bob.

—Si había algo que ver… —murmuró Júpiter.

—Cuéntaselo, Archivos —urgió Pete.

—Bueno —empezó Bob—, tú no estabas aquí cuando nosotros llegamos y, mientras te esperábamos, Pete se fijó en el libro que tú te llevaste de la biblioteca como préstamo ayer tarde. De modo que estuvimos leyendo todo lo referente al jefe Djanga… ¡y lo encontramos!

—Encontrasteis ¿qué? —se impacientó Júpiter—. Archivos, habla claro.

Bob cogió el libro y empezó a leer:

«Para Djanga, el último de los grandes caudillos de Nanda, el gran momento de esperanza llegó cuando sus soberbias fuerzas de nativos derrotaron y casi liquidaron a un pobre regimiento inglés de unos seiscientos soldados y un millar de nativos en Imbala, la Colina del León Rojo, deteniendo de este modo el avance europeo al menos por tres años».

Bob calló. Tanto él como Pete sonreían, mirando a Júpiter. El obeso jefe del equipo de detectives parpadeó sin entender nada.

—¿Y qué? —gritó—. ¡Ya sabíamos lo de Imbala y…!

—¡Jupe! —exclamó Bob—. ¡La Colina del León Rojo! Esto es lo que significa en inglés Imbala. ¿No te acuerdas? ¡El Rancho del León Rojo! ¡El famoso hotel donde suelen pasar las vacaciones en privado todas las grandes estrellas de cine de Hollywood!

Por un momento, Júpiter quedóse estupefacto. Luego, se echó a reír a carcajadas, y palmeó a Bob en la espalda.

—¡Lo has logrado, Archivos! —asintió—. ¡El Rancho del León Rojo! Hoy día no es muy popular, pero todavía es un lugar tranquilo y aislado. Sí, el lugar que hubiese elegido sir Roger para pasar allí unos días con su hijo. ¡Lo siento, pero el significado de Imbala se me escapó por completo!

—Bah, todos cometemos equivocaciones —dijo magnánimamente Pete.

Luego, él y Bob estallaron en una carcajada, a la que finalmente se unió Júpiter, haciéndoles coro.

—Bien, bien —dijo un segundo más tarde el Primer Investigador—. Vamos a llamar a Mac y a Ndula.

Sin embargo, nadie contestó en la habitación del hotel, cuando Jupe llamó allí.

—Probablemente estarán desayunando —comentó Jupe—. Iremos a visitarles.

—Entonces, será mejor que cojamos el autobús —propuso Bob—. Seguramente, nos llevarán en su coche al León Rojo, y las bicicletas nos molestarían.

—Buena idea —concedió Pete.

Júpiter también asintió, y los tres amigos salieron de su puesto de mando.

Veinte minutos después, un autobús les dejó frente al hotel Miramar. El recepcionista llamó a la habitación de los dos africanos, y luego les notificó a los Tres Investigadores que podían subir.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó Júpiter, al entrar en la habitación con los otros dos.

—No, pero en Nanda la situación es crítica —explicó MacKenzie—, y sir Roger desea hallar a Ian lo antes posible.

—Creo que en esto podemos echar una mano —dijo Júpiter, con cierta indolencia triunfal.

Acto seguido, les comunicó a MacKenzie y a Ndula lo que habían adivinado.

—¡Claro, el León Rojo! —exclamó Ndula—. Esto es precisamente lo que significa Imbala. Buen trabajo, amiguitos. Seguro que tenéis razón. Sir Roger se hallaba demasiado preocupado para adivinar lo que Ian intentaba comunicarle.

—Ya dije que erais unos chicos listos —sonrió MacKenzie—. Bien, iremos allá en el coche.

Ya en el aparcamiento, todos montaron en el «Cadillac», y MacKenzie se puso al volante. Bob le guió por el distrito hacia los arrabales del norte, casi al pie de las montañas. Invisible casi desde la carretera, el Rancho del León Rojo estaba constituido por un edificio principal de tres plantas, y un conjunto de pabellones de estuco amarillo y marcos de puertas y ventanas blancos, detrás de una especie de cerca de adelfas e hibiscos. MacKenzie detuvo el auto y todos se dirigieron al edificio principal.

En el mostrador de recepción, un empleado, que lucía un traje negro inmaculado, les sonrió cortésmente. De pronto, su sonrisa se desvaneció.

—¡Señor Ember! —gritó.

Se abrió una puerta lateral y un individuo bajo y grueso, que llevaba una chaqueta a cuadros y pantalones color marrón, apareció en el umbral. El recién llegado contempló a Júpiter y avanzó hacia él.

—¡Vaya, ya has vuelto! Ya era hora. Supongo que ahora abonarás tu factura al momento, jovencito.

—¡Ian Carew estuvo aquí! —exclamó Júpiter.

—¿Es usted el gerente? —preguntóle MacKenzie al individuo de corta estatura.

—Sí, yo soy el gerente —masculló aquél, sin dejar de mirar malévolamente a Júpiter—. No sé qué pretendes, joven, pero si no pagas ahora mismo lo que debes, tendré que llamar a la policía.

—No será necesario —le calmó Ndula—. Nosotros pagaremos la cuenta. Este joven no es Ian Carew.

—¿No? —El gerente les miró a todos, confuso y suspicaz—. No crean que podrán engañarme…

—Se parece mucho a Ian —insistió MacKenzie—, pero le aseguramos que no es él.

A continuación relató todo lo referente a la semejanza entre los dos muchachos.

—Tal vez viera usted mi foto en el periódico el otro día —intervino Júpiter, deseoso de demostrar claramente quién era.

El gerente movió la cabeza.

—Estos días he estado muy ocupado, ya que aquí se ha celebrado un congreso muy importante. No he tenido tiempo de leer los periódicos —miró fijamente a Júpiter, observando sus ropas—. Debo confesar —añadió untuosamente—, que jamás había visto a Ian Carew vestido tan… tan descuidadamente. Pero, si no eres Ian Carew, ¿por qué se ofrecen esos caballeros a pagar tu cuenta?

—El señor Ndula y yo somos representantes de sir Roger Carew —explicó MacKenzie—. Aquí tienen nuestras credenciales. Puede consultar con la misión comercial de Los Ángeles. Y ahora, si nos dice cuánto le debe Ian, le pagaremos.

El recepcionista le entregó la factura a Ndula, el cual la pagó mientras el gerente examinaba las credenciales ofrecidas, sin dejar de mover la cabeza.

—Esto es muy raro —dijo una y otra vez.

—Lo comprendo, y me gustaría poder darle más detalles —sonrió MacKenzie—, pero se trata de un asunto muy delicado, y extremadamente urgente. Debemos hallar rápidamente a Ian ya que no está aquí. ¿Puede contarnos qué sucedió desde su llegada?

—Bueno… —vaciló el gerente. De pronto, se decidió—. Está bien. Llegó hace cosa de una semana. Le reconocí por su anterior estancia aquí con su padre, claro. Dijo que dentro de unos días debía reunirse de nuevo aquí con su padre. Naturalmente, nos mereció todas nuestras atenciones. Pero unos días más tarde llegaron dos hombres preguntando por Ian. También afirmaron ser agentes de sir Roger. Parecían conocer muy bien al chico y preguntaron el número de su habitación. Nosotros jamás damos tal información sin antes anunciar a los visitantes. Les pregunté sus nombres y llamé a la habitación que ocupaba el joven Carew. Ian me contestó que podían subir.

—¿Puede describir a esos hombres? —preguntó rápidamente Júpiter.

—No muy bien…; vinieron hace cuatro días. Pero uno era corpulento, con el cabello muy rizado, y el otro era más alto y más delgado, con cabello más oscuro. No recuerdo sus nombres.

MacKenzie y Ndula miraron a Júpiter, el cual asintió. Seguro que eran sus captores.

—¿Qué ocurrió cuando subieron? —quiso saber MacKenzie.

—Resultó algo extraño, aunque entonces no me lo pareció. Tan pronto como los dos desconocidos llegaron al piso en el ascensor, vi cómo Ian Carew abandonaba subrepticiamente el hotel. Unos cinco minutos después descendieron los dos agentes y también se marcharon casi a la carrera.

—¿Fue ésta la última vez que usted vio a Ian? —inquirió Ndula.

—¡Exactamente! Ian Carew no regresó y dejó su cuenta sin pagar.

—Vaya —se quejó amargamente Ndula—, hemos vuelto a perderlo.

—¡Oh!, estaba tan seguro de encontrarlo aquí… —gimió Bob.

Júpiter estaba pensativo.

—¿Podríamos ver su habitación? —preguntó al fin.

El gerente miró el casillero de las llaves.

—Sí, por el momento no está ocupada.

Cogió la llave con el enorme número en madera.

—Es la veintinueve.

Mientras subían en el ascensor, MacKenzie se mostró meditabundo.

—¿Por qué quieres registrar esa habitación, Júpiter? Ian no está en ella. Sólo nos cabe esperar que pueda volver a ponerse en contacto con nosotros.

—Seguro —repuso Júpiter— que sospechó de esos hombres. De lo contrario, no habría huido de este hotel. Debió reconocerlos como los mismos que ya habían intentado raptarle en Los Ángeles. Y volvió a huir… antes de que llegasen cerca de su habitación.

—¿Y en qué nos ayuda esto? —preguntó Ndula.

—Ian esperaba que, gracias a su mensaje, sir Roger se presentara en el hotel —explicó Júpiter—. Al verse obligado a huir de nuevo, es posible que dejase otro mensaje explicando lo que pensaba hacer luego.

—¡Bien razonado! —aplaudió MacKenzie.

—Y como que el único sitio donde Ian debió estar seguro de que sería registrado es su habitación, lo mejor será examinarla sin pérdida de tiempo.