CAPÍTULO 5
¡La huida!
—¿Cómo lo sabes, muchacho? —quiso enterarse el sheriff.
—¿Has hallado alguna pista, Pete? —inquirió el jefe de policía.
Pete se hallaba junto al Mercedes, contemplando el suelo del camino. Se agachó y tocó levemente la tierra con la mano.
—¡Miren! —exclamó el Segundo Investigador, indicando el suelo—. A través de todo el camino hay un gran trecho de arena blanca. Es posible divisar con claridad la marca de los neumáticos del Mercedes, pero no hay más señales ni huellas de pies recientes. Hoy no ha pasado por aquí ningún coche, de modo que los bandidos no han podido huir en otro auto. Y por lo que yo veo, tampoco se marcharon a pie.
El sheriff asintió después de examinar el terreno entorno al «Mercedes».
—Sí, el suelo está muy seco y hay polvo en todas partes, pero no se ve ninguna huella.
—Lo que significa —exclamó Bob—, que todavía deben hallarse por aquí.
—Sí, Archivos —asintió Pete, imitando a Júpiter en su tono petulante—. Creo que ni siquiera han cruzado este camino, sino que han atravesado el chaparral, hacia las montañas.
—¡Un momento! —le interrumpió el jefe Reynolds—. Hay hierba en este lado del camino. Pueden haber andado por aquí.
—Es posible —asintió el sheriff. Volvióse hacia sus dos comisarios—. Vosotros, Bellings y Rodríguez, caminad por la hierba en todas direcciones para ver hasta dónde llega y por si encontráis alguna huella. Los demás nos extenderemos para buscar alguna entrada en esta maleza. ¡Que todo el mundo vigile con atención!
—También hay que buscar algo que parezca un punto de interrogación —añadió Bob—. O un montón de piedras, o una rama rota de manera extraña. Jupe, Pete y yo dejamos esta clase de señales cuando tenemos que comunicarnos por separado.
Los policías y los comisarios del sheriff se diseminaron por el lugar, recorriendo lentamente el camino por el lado más próximo a la montaña. Los dos comisarios no tardaron en volver, sin haber encontrado ninguna huella, a pesar de haber andado hasta el final del camino. Un policía halló un montón de piedrecitas, que podía ser una señal de Júpiter, mas cuando el sheriff las examinó, vio que estaban unidas mediante barro reseco. Obviamente, por tanto, llevaban allí algún tiempo. Otro policía descubrió una rama rota que parecía apuntar hacia la maleza. Pero una búsqueda inmediata de la zona no dejó ver ninguna grieta en el chaparral, ni sendero alguno.
—¡Jefe! —gritó otro policía—. ¿Puede servir esto?
Indicaba un objeto pequeño y blanco, entre una mata. Parecía una cartulina. Bob y Pete corrieron hacia allí.
—Esto parece… —vaciló Bob.
—¡Una tarjeta nuestra! —terminó Pete. La cogió y la miró—. ¡Sí, es una de nuestras tarjetas! ¡Jupe debió dejarla entre la maleza sin que se dieran cuenta sus raptores!
—¡Empujad esas matas! —ordenó el sheriff.
Todos se dedicaron unos segundos a empujar y destruir la maleza y no tardaron en descubrir el sendero escondido.
—Sí, es una senda —declaró el jefe Reynolds—. Y alguien ha pasado por aquí hace poco. Aquí están las matas rotas y aplastadas.
Todos avanzaron de prisa por el estrecho paso.
—¡Allí! —gritó de pronto Bob.
Señalaba un arbusto destrozado, como si alguien hubiese tropezado y caído encima. Cerca, sobre una pequeña piedra, se veía un diminuto punto de interrogación trazado en blanco.
—¡Una señal de Jupe! ¡Lleva su tiza! —exclamó Pete.
—¡De prisa! —les urgió tío Titus—. Jupe debe de estar por aquí, cerca de las montañas…
Tío Titus se quedó con la boca muy abierta. Escuchaba algo. Y de repente, todos lo oyeron. Era un ruido como de un motor poderoso, un ruido cada vez más fuerte. Pronto pareció volar por encima del grupo de rastreadores.
—¡Es un helicóptero! —observó tía Matilda, indicando el cielo.
—¿De los nuestros? —gritó el sheriff por encima del atronador ruido del aparato, que volaba a menos de cien metros más arriba, en dirección a la montaña.
—¡No! —replicó el jefe Reynolds—. ¡Debe ser de ellos! ¡Sheriff, así intentan escapar! ¡Viene a recoger a los secuestradores y a Júpiter!
Todos levantaron la vista hacia el helicóptero hasta que desapareció detrás de un espeso grupo de árboles del monte. El ruido del motor fue extinguiéndose a lo lejos.
—¡Y usted dijo, sheriff —le acusó tía Matilda—, que no tenían ninguna posibilidad de salir del condado!
—Seguiremos avanzando —trató de aplacarla el sheriff—. Tienen que estar escondidos cerca de esta senda.
—Tal vez no lleguemos a tiempo —gimió Pete—. Hemos de llegar antes de que ese aparato se los lleve.
En el cañón, los dos bandidos vieron como el helicóptero aterrizaba entre un torbellino de polvo. Las ráfagas de viento procedente de las aspas giratorias les azotó el cabello y las ropas. Una vez paradas las palas, el piloto saltó al suelo, abandonando así su carlinga de plástico. Ataviado con un traje de vuelo, el casco y las gruesas gafas, el piloto corrió hacia sus compinches.
—Llegas a tiempo —díjole Walt.
—¡Está en la cabaña! —añadió Fred.
El piloto no sonrió.
—¡Hay policías por toda la zona donde dejasteis el «Mercedes»! ¡Y vi cómo algunos penetraban ya por la espesura!
—¿Por la espesura? —masculló Walt—. ¿Cómo han hallado tan pronto el paso?
—¡Ese chico! —gritó Fred—: ¡Cada vez que cayó debió dejar una pista!
Walt echose a reír.
—Bah, ya no importa —dijo—. Tardarán al menos media hora en llegar aquí. Y para entonces, ya nos habremos convertido en pájaros.
—Sin bromas, Walt —le apostrofó el piloto—. Ve a buscar al chico. Esto es muy importante para nuestro país y no podemos cometer ningún fallo.
—Está bien —accedió Walt—. Voy a buscarlo.
—¿Dónde está?
—En la cabaña, encerrado.
—Está bien —respiró el piloto—, pero tenemos que largarnos al instante.
Los tres se dirigieron hacia la cabaña, pisando el duro suelo del cañón. Walt descorrió el cerrojo.
—¡Vamos, chico, ven con nosotros! —gritó.
—¡Walt —exclamó Fred—, no está aquí!
¡La cabaña se hallaba totalmente vacía!
—¡Habéis dejado que se escapara! —se enfureció el piloto.
—Imposible —repuso Walt—. No hay ninguna salida.
Registraron la desierta cabaña sin hallar al secuestrado.
—Tal vez —observó Fred desesperadamente—, pero tampoco hay aquí ningún escondite… ¡y no está!
—¡Tiene que estar en algún sitio! —objetó el piloto.
—Está bien, nada de precipitaciones —ordenó Walt—. Quizá se ha escapado de la cabaña, pero estará por el cañón. El sendero es la única salida y no lo hemos perdido de vista en todo el tiempo. No puede haber pasado junto a nosotros, Fred, por lo que tiene que estar oculto cerca de la cabaña. ¡Vamos a cogerlo!
Los tres bandidos se dedicaron a registrar concienzudamente todo el cañón.
Jadeando, los muchachos, los policías, y el tío y la tía de Júpiter salieron desde el estrecho sendero al cañón. Hacía más de veinte minutos que el helicóptero les había sobrevolado, por lo que escrutaron el cañón con cierto temor.
—¡Allí está! —señaló Bob.
En efecto, el helicóptero se hallaba en el otro extremo del cañón, con las palas paradas, mas, mientras lo contemplaban, el piloto saltó a su interior y el aparato se dispuso, al parecer, a iniciar el despegue.
—¡Ah, no podrán huir! —exclamó Pete, echando a correr.
En el momento en que todos empezaban a correr hacia el helicóptero, aparecieron dos individuos por detrás de una cabaña de piedra, llevando cada uno una maleta, y se precipitaron hacia el helicóptero.
—¡Está demasiado lejos! —se quejó de tal contrariedad el jefe Reynolds.
—¡Eh, vosotros! —gritó el sheriff, a punto de enronquecer—. ¡Policía! ¡Deteneos!
Pero los bandidos ya habían llegado al aparato. Treparon al mismo y, en tanto el grupo reunido en el cañón asistía a la escena sin poder hacer nada, el helicóptero atronó el espacio nuevamente y se elevó en vertical, en medio de una nube de polvo. Se inmovilizó un momento, se elevó más y se alejó, casi rozando la pared del cañón, camino del sur.
En tierra, todos quedaron pasmados, contemplando el cielo.
—¡Se… se han ido! —tartamudeó tío Titus, casi sin dar crédito a sus ojos.
—¡Les han dejado escapar! —tronó tía Matilda—. ¡Bah, hombres…! Bien, ¿cómo piensan rescatar a mi sobrino?
—¡Todos a los coches! —gritó el sheriff—. ¡Y avisad por radio! ¡El helicóptero se dirige al sur!
Sus agentes retrocedieron a la carrera hacia el sendero.
—Un momento señor —dijo Bob—. ¡Yo no he visto a Jupe con sus raptores! ¡Sólo he visto al piloto y a los dos granujas!
—Quizá los hemos asustado —exclamó Pete—. Quizás han dejado a Júpiter en la cabaña.
El jefe Reynolds se dirigió rápidamente a la choza. Empujó la puerta y entró, seguido por los demás, en forma tumultuosa. Examinaron con meticulosidad hasta el último rincón del cubículo.
—¡No está aquí! —gimió Pete.
—Debía estar ya en el helicóptero —razonó Bob, tristemente—. Hemos llegado demasiado tarde.
—No, Archivos —replicó una voz fantasmal, que salía de algún sitio invisible—. En realidad, habéis llegado muy a tiempo.
En aquel momento, se levantaron dos tablas del suelo de la cabaña y por la abertura surgió Júpiter, muy sonriente y satisfecho.
—¡Júpiter! —gritaron todos.
—Naturalmente —repuso el muchacho son serenidad—. ¿Acaso esperabais a otro?