CAPÍTULO 4

Tras el rastro de los bandidos

El «Mercedes» paró.

Júpiter, dentro de la negrura del saco, había intentado imaginar el camino, pero había sufrido demasiadas curvas y bandazos. Ahora estaba atento a algún sonido familiar que pudiera decirle dónde se hallaba. Sin embargo, sólo oía el silencio del campo. Ningún movimiento en parte alguna, ningún sonido de tráfico, de gente, ni el rumor del mar.

—¡Sácalo de aquí! —ordenó el conductor, sin moverse de su sitio.

Júpiter oyó cómo se abría la portezuela, y cómo unas manos le cogían por los pies, hasta incorporarle. Luego sintió el suelo, las hojas y el césped bajo sus zapatos.

—Quítale el saco para que pueda ver y andar.

Le quitaron brutalmente el saco de la cabeza. La luz que se filtraba a través de los espesos árboles le hizo parpadear. Abrió y cerró varias veces los ojos para reajustarlos a la luz en tanto le quitaban la mordaza. El que lo desató era un individuo corpulento, de cabello rizado, el mismo que había hablado con Pete en el «Patio Salvaje», el hombre que se llamaba Walt y había estado sentado al lado de Jupe, amenazándole de cuando en cuanto con una pistola.

—Y ahora sé buen chico, ¿eh? —rezongó Walt—. Bueno y callado.

Blandió la pistola para demostrar que hablaba en serio.

Júpiter asintió, pero no replicó. Desde que se había dado cuenta de que estaba más en peligro si los bandidos se daban cuenta de su equivocación, había esperado que no le quitaran la mordaza. El muchacho llamado Ian probablemente sería del país de los bandidos, fuese cual fuese éste, y seguramente hablaría con su mismo acento especial. Si Jupe hablaba, comprenderían al instante que no era Ian… a menos que intentase imitar aquel acento. Pero esto era muy arriesgado. El menor error podía delatarle.

El fornido secuestrador le contempló un momento y luego volvióse hacia el conductor.

—Coge el saco, Fred.

Júpiter respiró con más libertad. Por el momento estaba a salvo. Miró rápidamente a su alrededor. Se hallaban al lado de otro sendero, entre espesos robles, muy cerca de las montañas. No conocía el lugar. ¡Podían hallarse en cualquier parte del condado, en un radio de ciento cincuenta kilómetros en torno a Rocky Beach!

—Vamos, chico, muévete —le ordenó el conductor—. Por ahí.

Era más alto y delgado que Walt, con cabello negro y unos ojillos hundidos bajo unas cejas muy gruesas, pero el color de su piel era el mismo que el de su compañero. Al parecer, ambos procedían de algún país de calor tropical.

Anduvieron por la hierba que crecía junto al sendero durante unos cincuenta metros y luego torcieron directamente hacia las montañas. Júpiter no distinguió ninguna senda, sólo la maleza densa, casi impenetrable.

—Fred, ve tú delante —ordenó Walt—. Y lleva el saco.

El conductor asintió y apartó unas matas, dejando a la vista la entrada de un vericueto. El hombre cargó con el saco nuevamente y desapareció por un chaparral.

—Ahora tú, chico —le ordenó Walt a Jupe.

Júpiter tanteó un poco las matas, apartó una y empezó a caminar por entre los arbustos. El duro chaparral, de pronto, se le escapó de las manos. Las levantó para protegerse la cara contra las ramitas espinosas, saltó hacia atrás, y cayó a la entrada del oculto vericueto. Walt le agarró y le ayudó a levantarse, empujándole hacia el chaparral en medio de unas maldiciones.

—¡Ten cuidado, chico! ¡Me estás poniendo nervioso!

Júpiter tragó saliva y avanzó por la estrecha senda. Walt iba detrás con su pistola en la mano. La maleza volvió a cerrarse a sus espaldas, sin dejar la menor señal del sendero secreto.

Mientras corría detrás de Fred, Júpiter no se fijó en una raíz que sobresalía algo del suelo, tropezó y volvió a quedar tumbado en tierra. Estuvo allí unos instantes jadeando, pero consiguió incorporarse antes de que llegase Walt.

Los dos raptores caminaban con rapidez por entre la espesa maleza, como si ya hubiesen estado allí antes y conociesen bien el lugar. Júpiter intentó no quedarse atrás por el sendero, muy poco trazado, pero tropezó y cayó otras dos veces antes de hallarse en un cañón muy estrecho, encajado entre las montañas. No muy lejos se veía una cabaña de piedra, bajo los lisos murallones del cañón. Los secuestradores abrieron la puerta de la cabaña, empujaron adentro a Júpiter, y la cerraron.

Solo en el interior de la cabaña, Júpiter oyó cómo los bandidos le dejaban encerrado.

* * *

En la central de policía, Bob, Pete, tío Titus y tía Matilda estaban sentados en un banco adosado a la pared.

—Si al menos nos hubiésemos llevado nuestras balizas de emergencia… —gemía Pete.

—Están en reparación, ¿te acuerdas? —replicó Bob—. Bah, Jupe ya imaginará algún medio para ponerse en contacto con nosotros, Segundo.

Tía Matilda miró al sheriff y al jefe Reynolds con mirada centelleante.

—¿Hemos de estar sentados aquí todo el día? —preguntó—. ¡Esos secuestradores no se entregarán sin más ni más!

El jefe Reynolds sacudió la cabeza con pesar.

—Estamos rastreando toda la zona, señora Jones, y cazar sombras no serviría de nada. En un caso de secuestro hay que coordinar todas las fuerzas.

—Todos los departamentos de policía de California, Nevada, Oregón y Arizona han sido alertados —añadió el sheriff—. Estamos en contacto con el FBI y con las autoridades mexicanas. El número de matrícula de ese «Mercedes» se halla en los teletipos de todas las comisarías y en el Departamento de Vehículos Motorizados.

—Un equipo de expertos se halla ahora otra vez en el lugar del secuestro —explicó el jefe Reynolds—. Y no podemos hacer nada más hasta que tengamos una pista.

—¡Entonces, tampoco hay nada que les impida a ustedes volver a investigar allí! —le desafió tía Matilda.

—Existen más probabilidades de cogerles —aclaró el sheriff—, teniendo preparado un control central listo para dirigir la búsqueda tan pronto como encontremos una pista.

Tía Matilda no se dejó convencer y miró con ojos chispeantes al sheriff y al jefe Reynolds, cuando éstos salieron de la estancia. Cuando el equipo del laboratorio regresó sin el menor resultado, el temperamento de tía Matilda todavía empeoró. No había ninguna pista en el lugar del secuestro, ni se sabía nada de Júpiter y sus raptores.

—¿Qué demonios quieren de Júpiter? —se indignó tía Matilda—. Chicos, ¿seguro que no estáis enredados en alguna de vuestras ridículas investigaciones? ¿No habéis metido las narices en los asuntos ajenos?

—No, señora —se ofendió Bob—. Sólo íbamos de excursión a la Montaña Mágica.

—¿No se os ocurre ningún motivo para ese rapto? —inquirió tío Titus.

—Ojalá se nos ocurriera —suspiró Pete.

—¡Ah, si lograra poner las manos encima de esos criminales! —se enfureció tía Matilda.

A pesar suyo, Bob y Pete sonrieron. ¡Pobres secuestradores si tía Matilda lograba tenerlos delante! De pronto, sus sonrisas se desvanecieron… ¡Era muy difícil que atraparan a aquellos bandidos!

—Si al menos supiésemos por dónde empezar —reflexionó Bob—. Sé que Jupe hallaría un medio para conducirnos hasta él.

—No sé, Bob —rezongó Pete—. Esos bandidos parecen muy listos, Archivos.

El jefe Reynolds volvió a la habitación.

—¡Muy pronto veremos si son tan listos! —anunció—. Los tripulantes del helicóptero del sheriff han avistado al «Mercedes» estacionado en la carretera de la Serpiente de Cascabel, a unos cinco kilómetros de aquí.

—¡Corramos! —gritó el sheriff, que seguía al jefe de policía—. ¡Ahora los atraparemos!

* * *

Al principio, al quedarse solo en la cabaña del cañón, Júpiter permaneció algún tiempo escuchando junto a la puerta cerrada. Intentó oír lo que hablaban fuera los bandidos, y se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que descubriesen su equivocación.

Oía las voces con claridad, pero sólo captaba palabras sueltas. Parecían hacer planes para un viaje, y se referían a alguien que no estaba presente. De pronto, Júpiter comprendió que aguardaban a alguien. Alguien que iba a venir y algo que iba a suceder.

¿Pero quién iba a ir hasta aquel remoto cañón? ¿Y qué podía ocurrir allí?

Se esforzó por oír mejor, mas no le sirvió de nada. El estómago, de repente, le dio un vuelco. ¿Y si la persona que esperaban conocía mejor que ellos al verdadero Ian? Júpiter tenía que encontrar la forma de huir de la cabaña y de sus raptores. Miró a su alrededor, como un animal acorralado. La cabaña consistía en una sola habitación sin muebles. No había armarios o alacenas y sólo una puerta, cerrada desde fuera. La única ventana del cuartucho estaba enrejada, como si la cabaña hubiese servido en otros tiempos para guardar algo valioso o peligroso. Tal vez contuviese dinamita para derrumbar las rocas, o herramientas para la prospección del petróleo.

Pero en aquellos momentos, no había nada de eso en la cabaña, nada que a Jupe le sirviera para escapar.

Anduvo lentamente, dando la vuelta al cuarto, en busca de algún punto débil. No había ninguno. Las paredes tenían al menos un palmo de grosor y se hallaban en buen estado. Júpiter, además, carecía de herramientas para romper las paredes, y el ruido habría atraído la atención de los bandidos. Era imposible salir por las paredes, por lo que Jupe se concentró en el suelo.

Estaba formado por unas tablas anchas y toscas, de más de cinco centímetros de espesor. Eran unas tablas sólidas, sin rendijas ni grietas, aunque resultaban un poco elásticas. Se doblaban cuando Júpiter aplicaba sobre una todo su peso. ¡Debajo de la cabaña había un espacio vacío!

Júpiter se arrodilló, y se arrastró por todo el suelo. Así encontró una tabla floja al fondo, cerca del muro. Colocando con gran fuerza un pie sobre uno de los extremos de la tabla, logró levantar el otro extremo hasta poder asirlo con sus manos y empujar hacia arriba. ¡Por una vez en su vida se alegró de pesar tanto!

Al fin consiguió levantar toda la tabla y divisó debajo un espacio vacío. En silencio consiguió levantar otra tabla y entonces se deslizó por la abertura. Luego, empezó a arrastrarse sobre su estómago por aquel espacio vacío. El suelo se alzaba por un lado y Júpiter vio que podía moverse solamente por debajo de la mitad de la cabaña. Ya era suficiente. La cabaña estaba construida sobre unos cimientos de piedra, con algunas aberturas para la ventilación, aunque demasiado pequeñas para pasar Jupe por allí. No había salida.

Júpiter regresó lentamente a la cabaña.

No, no había ninguna salida.

* * *

Los coches de la policía aparcaron muy cerca del «Mercedes», en la carretera de la Serpiente de Cascabel. La policía registró el coche verde, centímetro a centímetro.

—Nada —dijo al fin el jefe Reynolds—. Ni la menor pista de dónde pueden haber ido.

—La gente no desaparece en el aire —le increpó tía Matilda.

Bob, Pete y tío Titus también registraron todo el lugar en torno al coche abandonado, al que los bandidos habían dejado sobre un llano herboso, al lado de la carretera.

—Tampoco hay nada que parezca una señal de Júpiter —se desoló Bob.

—Ni siquiera la huella de un pie —añadió tío Titus.

—Se han desvanecido, simplemente —resumió el jefe Reynolds, mirando a su alrededor, hacia la densa maleza y las escarpadas montañas—. Pueden haberse llevado a Júpiter a cualquier parte.

—No —declaró de pronto Pete—. No lo creo, jefe. ¡No creo que hayan ido muy lejos!