CAPÍTULO 12
¡Final del rastro!
—En cualquier dirección, sí —opinó Júpiter—, pero no en cualquier sitio.
—¿Qué quieres decir, Jupe? —se interesó Bob.
—Los secuestradores le seguían de cerca y él lo sabía —reflexionó Júpiter en voz alta—. No creo que tuviera que andar mucho para encontrar un lugar donde ocultarse.
—¡Cierto! —concedió MacKenzie—. ¡Diantre!, incluso podría estar ahora muy cerca de nosotros.
—Pudo esconderse temporalmente en uno de esos almacenes —continuó Júpiter— pero no habría sido un lugar seguro y, además, tenía que comer. Por tanto, supongo que debió buscar un hotel o una pensión, no muy lejos de aquí. No podía quedarse mucho tiempo en la calle.
—Entonces —exclamó Ndula—, sugiero que nos separemos y busquemos un escondite así en las tres direcciones. Miraremos en las calles laterales, claro.
Pete y Ndula fueron hacia la parte derecha, Júpiter y MacKenzie por la izquierda, y Bob ascendió por la calle que cruzaba. Acordaron antes reunirse de nuevo en el callejón, antes de una hora.
Bob fue el primero en regresar. Había subido toda la calle, hasta su final, en campo abierto. No había hallado ningún hotel ni pensión, ni sitio alguno donde pudiese ocultarse un fugitivo. Eran ya más de la una, y Bob se paseaba por el callejón, sintiendo un feroz apetito, mientras aguardaba el regreso de los otros.
Júpiter y MacKenzie fueron los primeros en volver.
—Hay un pequeño hotel a unas cinco manzanas de la autopista —informó el africano—, pero no han tenido alojado a ningún muchacho en toda la semana. Reconocieron a Júpiter a causa de su fotografía publicada era los periódicos.
—En esa dirección, casi todo son solares y campos hasta la carretera —añadió el Primer Investigador.
Volvieron Pete y Ndula. Eran los que habían llegado más lejos.
—Hemos ido hasta la ciudad —declaró Pete—. Hemos hallado un hotel y dos pensiones, pero en ninguna han visto ningún chico solo.
—En las pensiones no ha habido huéspedes de paso desde hace varios meses —agregó Ndula.
—Ian huía de esos canallas, sabiendo que le seguían de cerca —repitió lentamente MacKenzie—. No tenía muchas oportunidades para dejar pistas, ni la esperanza de que encontrásemos ningún mensaje suyo. Bien, amigos, ahora sí que hemos llegado delante de una barrera infranqueable.
—Sí, es cierto, Jupe —admitió Bob.
—De acuerdo, estamos derrotados… de momento —reconoció el orondo y joven detective.
—Será mejor que Adam y yo volvamos al hotel y averigüemos si Ian ha llamado a Los Ángeles —decidió MacKenzie—. Ya debe saber que intentamos encontrarlo y que hemos perdido su rastro. Tal vez envíe otro mensaje a través de la misión comercial.
—Si puede… —concluyó Ndula, haciendo una mueca.
—Y nosotros volveremos a nuestro puesto de mando y trazaremos otros planes —dijo Júpiter con obstinación—. No estamos muy lejos del «Patio Salvaje». ¿Nos dejas allí, Mac?
—Eh —protestó Pete—, ya ha pasado la hora de almorzar. ¡Yo me voy a casa!
—Bob, tú también puedes irte a comer —concedió Júpiter—. De todos modos, prefiero meditar a solas.
Regresaron al «Cadillac». Los dos africanos dejaron primero a Júpiter en el «Patio Salvaje», que estaba a poco más de un kilómetro de allí. Bob y Pete acordaron reunirse con él en el remolque una hora más tarde, y MacKenzie les acompañó hasta sus respectivos hogares.
Sin embargo, transcurrieron casi dos horas antes de que los Tres Investigadores estuviesen reunidos de nuevo en el remolque camuflado. Bob y Pete habían hallado a su grueso jefe rodeado de planos de la ciudad, de papeles llenos de listas y notas.
—¿Alguna idea nueva, Primero? —preguntó Pete.
—Sí, Segundo, tengo varias —replicó Júpiter. Luego, suspiró con desánimo—. Pero no muchas.
—¿No han llamado Ndula o MacKenzie? —quiso saber Bob—. ¿No se ha puesto Ian en contacto con la misión comercial?
—No, pues yo les he llamado, Archivos, Ian todavía no se ha puesto en contacto con nadie.
—Jupe… —murmuró Pete, arrugando la frente como si pensara esforzadamente—, he reflexionado… ¡y tal vez lo hayan cogido! ¡Quizá los secuestradores consiguieron darle alcance! Debieron leer la noticia del secuestro equivocado en los periódicos y así se enteraron de que habían cometido un error. Luego, siguieron el taxi donde iba Ian con su «Mercedes», lo vieron huir por el callejón y…
—Sí, ya lo había pensado —le atajó Júpiter—. Es posible que lo hayan cogido… pero no lo creo. En ese caso, estoy seguro de que habrían enviado un mensaje a sir Roger, y sabemos que no lo han hecho. Además, Pete, tú viste que alguien nos vigilaba desde aquel solar al otro lado de la calle, y tengo el presentimiento de que se trataba de uno de los secuestradores.
—Hum… —Pete tragó saliva con dificultad—. ¿Quieres decir que todavía rondan por aquí?
—Estoy seguro de que no andan lejos, y que nos vigilan a nosotros… o a los dos africanos. Debemos tener cuidado, si bien opino que estaremos seguros hasta que encontremos a Ian.
—Amigos —dijo de pronto Bob—, si Ian leyó en la prensa el rapto de Júpiter, ¿por qué no abandonó su escondite y fue a la policía? De esta manera, al verlo habrían comprendido que era el chico que perseguían los secuestradores y habría estado a salvo.
—¡Claro! —exclamó Pete.
—De acuerdo —asintió Júpiter—. Y esto significa que Ian no leyó la prensa. Probablemente, está escondido en algún lugar donde no puede leer los periódicos y está demasiado asustado para salir. ¡Si al menos pudiésemos imaginar dónde está!
—Dijiste que tenías varias ideas, Jupe —le recordó Pete.
—Bueno, pensé poner un anuncio en los periódicos —explicó Júpiter—. Un mensaje cifrado que sólo Ian pudiera captar y comprender, dándole, por cierto, una cita en algún lugar con Ndula y MacKenzie. Pero luego me di cuenta de que Ian no podía leer la prensa, de manera que el anuncio no serviría de nada.
—Tienes razón, Primero —concedió Bob.
—También podríamos intentar la Cadena Fantasma, que siempre nos ha dado buenos resultados.
Júpiter se refería a una técnica desarrollada por él para obtener información, consistente en que Los Tres investigadores llamaban cada uno a cinco amigos, rogándoles que transmitiesen un mensaje a otros tantos amigos suyos y así sucesivamente.
—Con tantos chicos como hay en Rocky Beach, es muy probable que alguno descubriese a un muchacho extranjero.
—Si Ian sale de su escondrijo —apuntó Bob.
—Y si no le confundían contigo, Jupe —añadió Pete.
—Sí, esto es un problema —admitió Júpiter—, de manera que esto, si acaso, lo dejaremos para mañana. Mientras tanto, he pensado en otras dos cosas. Ian ya debe haber comprendido que los que le buscaban perdieron su rastro el otro día en el callejón. Y que el último lugar del que sus salvadores pudieron estar seguros fue el Rancho del León Rojo. De modo que…
—¡Tal vez vuelva allí, por si alguien le busca! —terminó Pete.
—Exacto, Segundo. Por esto, decidí que Ndula y MacKenzie debían vigilar ese hotel. Seguramente, ya habrán ido hacia allí.
—¿Y la segunda cosa que se te ocurrió? —quiso saber Bob.
—Algo que está dando vueltas en mi cerebro —explicó Júpiter—. ¿Cómo me descubrieron a mí los secuestradores, y me confundieron con Ian?
—Bueno —musitó Pete—, supongo que te vieron en el «Patio Salvaje» y…
—¿Pero por qué tenían que rondar por el patio, a menos que supiesen que allí había un muchacho semejante a Ian?
—Probablemente te vieron en la calle y te siguieron hasta aquí —sugirió Bob.
—Seguro —asintió Pete—. Pensaron que habían tenido la suerte de encontrar a Ian.
—Tal vez —concedió Júpiter, con tono indeciso—. Pero creo que estamos olvidando algo importante. Esos tipos debían tener algo más que un encuentro casual por la calle.
—¿Qué, Jupe?
—No lo sé.
Los Tres Investigadores callaron largo rato. A ninguno se le ocurría una idea salvadora, por lo que Bob y Pete se marcharon a casa.
Júpiter cruzó la calle hasta la suya, muy lentamente, a fin de contemplar la televisión antes de cenar. Pero tío Titus le pidió que descubriese un error en los libros de contabilidad del «Patio Salvaje», y Júpiter estuvo ocupado hasta que tía Matilda les llamó a la mesa. A pesar del mal humor que albergaba por la frustración del día, Júpiter comió con buen apetito. Repitió de cada plato, y acabó por sonreír.
—Este bistec de ternera es estupendo, tía Matilda —alabó.
—Hum… —gruñó la aludida—. No entiendo cómo tienes tanto apetito después de haber dejado casi vacío el refrigerador, sobrino.
—¡Yo no he vaciado tu refrigerador, tía Matilda! —protestó Júpiter—. ¡Ya te dije ayer que no fui yo! Caramba, si hasta Pete perdió su almuerzo y…
Júpiter calló, dejando su boca abierta, y los ojos casi fuera de las órbitas. Se tragó el bocado que tenía en la boca y miró fijamente a su tío. Éste le devolvió la mirada.
—¿Te encuentras bien, Jupe? —se acongojó su tío.
—Sí, estoy… muy bien, tío Titus —repuso Júpiter—. ¡Nunca me he sentido mejor! —saltó de la silla—. ¿Puedo dejar la mesa unos segundos?
—¿Sin tomar el postre? —se irritó tía Matilda.
—¡Vuelvo enseguida!
Corrió hacia el saloncito y rápidamente marcó el número de Bob.
—¡Archivos! Ve a buscar a Pete y venid inmediatamente al puesto de mando. ¡Y avisad a vuestros padres que pasaréis conmigo toda la noche!
Colgó el teléfono y volvió a la mesa. Estaba tan excitado que sólo comió dos grandes pedazos del pastel de manzana de tía Matilda, y se tragó un vaso de leche. Luego se disculpó, salió de la casa y echó a correr hacia el remolque oculto bajo montones de chatarra.
Cuando quince minutos más tarde, aparecieron Bob y Pete, por la trampilla del túnel dos, Júpiter estaba sentado a su escritorio. Les sonrió.
—¿Qué ocurre, Primero? —preguntó Bob, casi sin resuello, a causa de su carrera en bicicleta.
—¿Por qué hemos de quedarnos aquí toda la noche? —inquirió Pete.
—Porque, amigos míos —anunció Júpiter con tono triunfal—, ¡ya sé dónde se esconde Ian Carew!