CAPÍTULO 16

Una acción peligrosa

Adam Ndula recogió a Gordon MacKenzie en el Rancho del León Rojo y luego guió el «Cadillac» bajo el sol matinal hacia el «Patio Salvaje». Atravesaron corriendo la puerta de la valla. Los muchachos no estaban a la vista. Los buscaron por el silencioso «Patio», todavía desierto a hora tan temprana.

—¡Ian! ¡Júpiter! —gritó MacKenzie.

—Bob ha dicho que Ian estaba en el puesto de mando, pero no sé dónde está —declaró Ndula. Volvió a llamar—: ¡Júpiter! ¡Ian!

—¡Diantre, qué escándalo! —se quejó tía Matilda, que venía del despacho—. ¿No saben qué hora es, coyotes aulladores?

—Lo siento, señora —se disculpó MacKenzie—, pero buscamos a los muchachos. ¿No ha visto a Júpiter?

—Ah, son ustedes. ¡Vaya, unos hombres hechos y derechos berreando como animaluchos!

—Señora, no insulte —se quejó Ndula—, y díganos dónde está su sobrino.

—No lo sé —reconoció tía Matilda—. Él y sus amigotes se marcharon muy temprano no sé adónde.

—¡Pues nos han citado aquí! —aclaró Ndula.

—Probablemente estarán buscando cosas por el «Patio». Prueben en el taller. A su izquierda, hacia aquel montón de chatarra y después…

—Gracias, señora —la interrumpió MacKenzie—, pero creo que ya hemos estado allí antes.

Los dos africanos corrieron por el «Patio» hacia el taller descubierto. Lo hallaron desierto.

—¡No están aquí! —se desconsoló MacKenzie.

—¿Qué es esto? —exclamó Ndula, prestando atención.

De algún lugar próximo salía un ruido, como golpes apagados. Era un ruido metálico, y también unos sonidos ahogados.

—¡Es allí! —indicó Ndula—. ¡En aquella tubería tan grande!

Fueron hacia la abertura de la tubería y atisbaron dentro. ¡Bob y Pete estaban atados y amordazados en el interior! Los dos africanos los sacaron fuera y rápidamente los libraron de sus ataduras y las mordazas.

—¡Los bandidos! —gimió Pete.

—¡Se los han llevado! —añadió Bob con desesperación.

—¿A los dos? —se asombró MacKenzie—. ¿A Ian y a Júpiter? ¿Que se los han llevado los secuestradores? ¿Cuándo?

—Aún no hace cinco minutos —explicó Pete—. ¡Tal vez menos! No sabían quién era Ian ni quién era Júpiter, y ellos no lo han querido aclarar… ¡y entonces se los han llevado!

—¿Adónde? —quiso saber Ndula.

—¡No lo sabemos!

—¿En qué coche? ¿Habéis visto el número de matrícula?

—¡Ni siquiera hemos visto el coche!

—Bien, no pueden estar lejos —se calmó MacKenzie—. La policía podrá…

—¡Pete! —exclamó de repente Ndula—. ¡Tu pecho, está como ardiendo! ¡Destella una luz roja!

—¡Es la baliza de emergencia, Segundo! —gritó Bob—. ¡Debe ser Jupe! De prisa, ponla en marcha y lee el indicador direccional.

Pete se sacó la pequeña baliza de emergencia del bolsillo de su camisa. La lucecita roja destellaba de manera irregular. Cuando Pete hizo funcionar el diminuto aparato, todos oyeron el característico bip, bip, y la flecha indicó directamente hacia el centro de Rocky Beach.

—¡Suena fuerte! —exclamó Pete—. ¡Esto significa que aún están cerca!

—Y que van hacia la ciudad —agregó Bob—. ¡De prisa, Mac! ¡Hemos de alcanzarlos! ¡Todavía estamos a tiempo!

Los dos africanos y los dos muchachos salieron del «Patio» a toda velocidad y montaron en el «Cadillac». Pete se inclinó sobre el indicador de la baliza. El zumbido sonaba muy claro.

—¡Por allí! —indicó—. ¡Directos a la ciudad!

Ndula apretó el acelerador después de arrancar. MacKenzie miró la señal.

—¿Qué es este chisme y cómo funciona? —quiso saber.

—Es un receptor direccional y un transmisor de emergencia —explicó Bob, a medida que el zumbido irregular crecía de volumen—. Es emisor y receptor. Ahora, este aparato recibe las señales del que tiene Júpiter. Por eso hace bip, bip. A medida que uno se acerca a otro aparato, el sonido va creciendo, y la flecha muestra la dirección de donde vienen los zumbidos. Este aparato también funciona como alarma de emergencia… ya que la luz roja se enciende a la voz de mando. Mi señal destella ahora porque Júpiter está diciendo…

—¡No lo digas! —le cortó Pete—. ¡O pararás la señal de Jupe!

—Tienes razón —se corrigió Bob—. Jupe está diciendo Ayuda cerca de su señal, y por esto brilla la luz.

—¡A la derecha, Adam! —gritó de pronto Pete—. El bip-bip suena cada vez más fuerte. ¡Creo que los secuestradores se han detenido!

MacKenzie frunció el ceño.

—¿Cada aparato es emisor y receptor, Bob? —preguntó luego—. ¿Y Júpiter maneja uno en el coche de esos canallas? ¿Qué sucede si casualmente nosotros disparamos su señal?

—Estoy seguro de que tiene el zumbador cerrado —explicó Bob—, de manera que los bandidos no lo oirán. Y probablemente, lleva el aparato en el bolsillo, a fin de que nuestros enemigos no vean la luz si se enciende.

—¡Ojalá lo lleve bien escondido! —exclamó MacKenzie—. Esta acción de Júpiter es muy peligrosa. Si esos individuos lo atrapan usando el aparato, comprenderán cuál de ambos chicos es Júpiter.

Bob palideció ante esta idea.

—¡Oh, corre más, Adam!

* * *

El «Lincoln» azul de alquiler de los secuestradores estaba parado en una estación de servicio. Júpiter y Ian iban sentados atrás, junto a Walt, mientras Fred llenaba el depósito de gasolina. Nadie se aproximó al auto.

—Será mejor para vosotros si decís de una vez quién es Ian Carew —repitió Walt por enésima vez.

—Alguien vendrá en auxilio nuestro —replicó Júpiter—, lo sé, estoy seguro.

—Sí —añadió Ian—, nuestros amigos nos ayudarán.

—Esta ayuda llegará tarde —retrucó Walt—. Si Jones sale ahora del coche, le dejaremos ir tranquilo. Podrá incluso alejarse a pie. Pero si no le identificamos hasta más tarde… bueno, entonces, ¡tal vez le liquidemos!

—No te creo —repuso Ian.

—Yo tampoco —agregó Júpiter—. Pronto llegará el auxilio.

—No seas estúpido, Jones —gruñó Walt, mirando ya a un chico, ya al otro—. Esto no es asunto tuyo. Si estás preocupado por Ian, no temas, que no le haremos daño. Le necesitamos tan sólo por un asunto de suma trascendencia. Y queremos que no le ocurra nada.

—Sí, hasta que ya no os sirva de escudo —respondió Júpiter.

—Si hemos de llevaros a los dos —ladró Walt—, no respondemos de lo que le pase a Jones. ¡Cuidado!

Los dos chicos palidecieron, pero ambos callaron. Fred volvió a situarse detrás del volante.

—Bien, Walt ya les hemos dado su oportunidad. Ahora, vamos a solucionar el problema a nuestra manera. Esos muchachos no son tan listos cómo se imaginan.

* * *

Ndula conducía el «Cadillac» lo más de prisa posible por las calles de Rocky Beach. Pete iba sentado a su lado, sin dejar de mirar el indicador de dirección. Bob y MacKenzie se inclinaban desde el asiento trasero para verlo también. De pronto, el bip, bip empezó a debilitarse y a sonar más bajo.

—¡A la derecha! —gritó Pete, al ver que la flecha señalaba hacia el mar.

Ndula torció por la calle siguiente. Era una vía importante que conducía al puerto, y se hallaba ya atestada por el tráfico mañanero. Los bip, bip sonaron aún más bajos y con más irregularidad.

—¡Han vuelto a girar hacia el sur! —proclamó Pete.

—¡Pete! —le llamó Bob—. ¡Se habrán metido en la carretera! La flecha señala hacia la mitad sur y la mitad este… Es decir, hacia Los Ángeles.

—Sí… —masculló Pete—, creo que tienes razón, Archivos.

—¿Está muy lejos la carretera? —se interesó MacKenzie.

—A más de un kilómetro —repuso Bob.

Ndula sacudió la cabeza.

—Con tanto tráfico no puedo correr más.

—En la carretera, pueden ir cuatro veces más de prisa que nosotros —se quejó MacKenzie—. ¿Cuál es el radio de alcance de la baliza de emergencia, chicos?

—Sólo de cinco kilómetros.

Sin poder remediar que el «Cadillac» avanzara lentamente por la concurrida calle, vieron cómo la flecha empezaba a vacilar débilmente, y oyeron cómo los bip, bip parecían alejarse cada vez más. De pronto, la flecha se centró por completo, el ruido cesó y la luz roja se apagó.

—¡Han huido, muchachos! —se desconsoló MacKenzie—. Ya no podremos cazarlos en la carretera, ya que ni siquiera sabemos qué coche llevan. Ha llegado la hora de acudir a la policía.

* * *

En el asiento posterior del «Lincoln» de los bandidos, Ian y Júpiter estaban muy juntos. Walt se sentaba al otro extremo con la pistola en las rodillas y los ojos cerrados.

—Tienes que confesar, Júpiter —susurró Ian al oído de su amigo—. Te dejarán libre.

—No —replicó Júpiter en el mismo tono de voz—, no me soltarán: mi seguridad depende de que no sepan quién es quién de nosotros. Ellos no le harán daño a Ian Carew… al menos por ahora. Pero no necesitan para nada a Júpiter Jones y yo sé demasiadas cosas de ellos.

Walt abrió un solo ojo.

—¡A callar! Ya habéis tenido oportunidad de hablar. ¡Ahora, no pasará mucho tiempo sin que nos deshagamos de uno de vosotros!

Tras una risotada siniestra, el secuestrador cerró de nuevo los ojos y el «Lincoln» se adentró por entre el escaso tráfico, bajo el sol matutino, hacia un destino desconocido.