CAPÍTULO 7
¿Amigos y enemigos?
—¡Peter! ¡No te tragues así el desayuno! —le riñó la señora Crenshaw a la mañana siguiente.
—Lo siento, mamá, pero tengo mucha prisa.
—No quiero que te mezcles con el secuestro de tu amigo Júpiter, hijo mío —observó con severidad—. En este caso no deben mezclarse los jóvenes.
—Oh, ya lo sabemos. No nos acercaremos en absoluto a esos bandidos, si podemos impedirlo.
—Es difícil imaginar que alguien —sonrió el señor Crenshaw— confundiera a Júpiter Jones con otro chico. Jamás hubiese pensado que pudiera haber alguien parecido a él.
—Bueno, Jupe no les dijo nada. Quiero decir que mantuvo la boca cerrada.
—Ya entiendo —rió la señora Crenshaw—. Esto ya sería una gran diferencia con Júpiter, ¿eh? Júpiter habla tanto…
Pete sonrió como respuesta. Después terminó de desayunar y corrió hacia su bicicleta. El aire todavía era frío mientras rodaba hacia el «Patio Salvaje». Al llegar, se detuvo frente a la cerca trasera, a unos cincuenta metros de la esquina. Toda la valla había sido decorada por artistas de Rocky Beach, y en la parte posterior se veía una escena del terremoto de San Francisco en el año 1906.
Pete quitó el ojo de un perrito pintado en el cuadro (el ojo era un nudo de la madera), y metió la mano por el agujero. Así soltó un pestillo, se movieron tres tablas, y Pete penetró en el patio por la puerta roja de Rover.
Sorteó los montones de chatarra del patio y encontró a Júpiter en su taller descubierto. El jefe del equipo de detectives tenía las piezas de tres instrumentos esparcidas sobre el banco de trabajo.
—Nuestras balizas de emergencia necesitan un reajuste —explicó—. Puedes ayudarme mientras aguardamos a que venga Bob.
—¿Qué hay de tus investigaciones y tus planes para encontrar a Ian? —quiso saber Pete, al tiempo que se inclinaba sobre las piezas de las balizas de emergencia, que Júpiter había construido unos años atrás—. ¿Has averiguado algo?
—No diría tanto —sonrió Jupe—. En realidad, anoche descubrí muchas cosas, y no creo que sea difícil localizar a Ian Carew.
—¡Cuéntame! —gritó Pete, con ansiedad.
—Hay que aguardar a Bob —replicó Júpiter con una calma enloquecedora—. De nada sirve repetir dos veces las cosas.
Pete gruñó por lo bajo, Júpiter se limitó a sonreír, y ambos estuvieron ocupados con los tres aparatos. Los dos amigos habían ya limpiado las piezas, y las habían reajustado, cuando llegó Bob. Entró en el taller jadeando, a través de la puerta verde, que eran dos tablas verdes de la parte delantera de la valla del patio.
—Lo siento —murmuró, falto de respiración a causa de haber rodado en su bicicleta a toda velocidad—, mamá me obligó a ayudarle en unos quehaceres de la casa. ¿Cuáles son tus planes, Jupe? ¿Has tenido más noticias del jefe Reynolds?
—Sí —asintió Júpiter—. Llamé al jefe esta mañana. Hallaron el helicóptero abandonado en un prado, cerca de Ventura.
—¡O sea, que nos engañaron! Giraron al norte después de ir hacia el sur —exclamó Bob.
Júpiter asintió.
—Era un movimiento lógico, después de saber que la policía los había localizado. El jefe Reynolds afirma que no hallaron ninguna pista en el helicóptero, y que fue alquilado y pagado por correo. Cuando llegó el piloto al aeropuerto, ya llevaba el traje, el casco y las gafas puestas, de modo que nadie sabe cómo es su descripción. Naturalmente, sus papeles eran falsos, y el nombre y la dirección que dio han resultado también falsos.
—Pues sí que es una ayuda —se quejó Pete.
—¿Y los secuestradores? —se interesó Bob.
—Nadie ha podido identificarlos todavía, y mucho menos atraparlos —repuso Júpiter—. Las huellas dactilares que la policía halló en el helicóptero y en el «Mercedes» no están en los archivos del FBI, en Washington. Y el «Mercedes» también era alquilado.
—O sea que estamos en un callejón sin salida —concluyó Pete.
—No es así exactamente, Segundo —sonrió Júpiter—. Como dije, anoche estuve investigando un poco, y creo que ya podemos…
Antes de poder terminar la frase, una poderosa voz sonó a sus espaldas.
—¡De modo que estás aquí, Júpiter Jones! —Tía Matilda se hallaba a la entrada del taller, contemplando al Primer Investigador, con las manos en las caderas—. Prometiste terminar de limpiar el almacén pequeño hace dos días, ¿verdad? Te dejé salir ayer, en contra de mi voluntad, y entonces me prometiste que esta mañana trabajarías en el almacén.
—Lo siento, tía Matilda —se disculpó Júpiter, con voz queda y contrita.
—¡Claro que lo sientes! Supongo que todo esto sucede porque sólo falta una semana para que se reanuden las clases. Correteas por ahí, sin hacer nada, y comiéndote todo lo que hay a la vista. ¡Parece como si los buitres hubiesen asaltado mi refrigerador!
—Oh, yo… yo no he tocado nada —tartamudeó Júpiter.
—Tonterías… Fíjate, cada día estás más gordo. ¡Trabajar te sentará bien!
—Pero —protestaron Bob y Pete—, nosotros tenemos algo que…
—Lo vuestro puede esperar —decidió tía Matilda—, y podéis poner un poco de orden en este taller, mientras Jupe termina la labor que empezó. ¡Ahora, en marcha, jovencito!
Júpiter suspiró antes de murmurar:
—Dejad juntas las balizas de emergencia, chicos. No tardaré.
Bob y Pete asintieron con tristeza, mientras Júpiter salía en dirección al despachito del patio, con tía Matilda detrás, como un sargento de instrucción de la infantería de marina.
Ardiendo en curiosidad por saber qué habría averiguado Júpiter durante la noche, Bob y Pete empezaron a trabajar de nuevo en las balizas de emergencia. Era una labor lenta y delicada, y Pete se equivocaba continuamente. Pero con la ayuda de Bob, mucho más hábil, finalmente consiguieron reajustar por completo los tres aparatos.
Después ordenaron debidamente el taller.
Al ver que Júpiter no regresaba aún, decidieron aguardarle en el remolque que les servía de puesto de mando, por lo que se arrastraron por el interior del túnel dos.
—¡Alto, amigos!
Con la cara muy colorada y lleno de sudor a causa del trabajo realizado en el almacén, Júpiter corría hacia el taller. Bob y Pete salieron del túnel.
—¿Qué averiguaste anoche, Júpiter? —preguntó Pete lleno de curiosidad.
—Sí, ¿qué descubriste? —le urgió Bob.
—Bueno, al parecer…
—¡Júpiter Jones!
Tía Matilda le llamaba otra vez desde la oficina.
—¡Oh, no! —gruñó Pete.
—¡Escondámonos! —propuso Bob.
—No serviría de nada —se desconsoló Júpiter.
—Es verdad —reconoció Pete—. No es posible ocultarse de tía Matilda. ¡Es Scotland Yard, el FBI y la Policía Montada del Canadá, todo junto! Será mejor saber qué quiere.
Salieron del taller y cruzaron el «Patio Salvaje», por entre las pilas de chatarra. De repente, Bob señaló hacia tía Matilda, que se hallaba fuera de la pequeña oficina.
—¡Jupe, con tu tía hay dos hombres! —gritó.
—No… no serán los bandidos —tartamudeó Pete.
—No —replicó Bob—. Uno es negro.
—¿Un negro? —repitió Júpiter—. Claro, esto es lógico. Vamos, amigos.
—¿Lógico? —se asombró Pete—. ¿Cómo puede ser lógico que venga aquí un negro?
Pero Júpiter no le contestó, pues había echado a andar. Bob y Pete le alcanzaron cuando llegaba al despachito. Tía Matilda miró suspicazmente a los Tres Investigadores.
—Esos caballeros quieren hablar con vosotros —anunció—. Creo que hablan de contrataros. ¡Espero que no se trate de algo que os tenga entretenidos toda la semana!
—No, señora —repuso el desconocido de piel blanca. Era alto y rubio, aunque tan bronceado como los secuestradores—. Pero queremos encargar a estos muchachos una pequeña investigación.
Los Tres Investigadores contemplaron con sorpresa al individuo rubio… ¡Hablaba con el mismo acento que los raptores!
—Mejor que sea pequeña —rezongó tía Matilda—. La próxima semana empieza el nuevo curso escolar y ya no pueden perder tiempo.
Tras esta andanada, tía Matilda entró en el despacho y dejó a los muchachos con los dos desconocidos. Júpiter miró rápidamente a su alrededor e indicó a los dos recién llegados que le siguieran al taller. Ya allí, Júpiter se volvió ávidamente hacia los visitantes.
—Se trata del secuestro, ¿verdad? —inquirió—. ¿Quiénes son ustedes, caballeros?
—Yo soy Gordon MacKenzie —se presentó el rubio—, y éste es —añadió, señalando al negro— Adam Ndula. Sí, se trata de tu secuestro.
—Necesitamos la ayuda de unos buenos detectives de aquí —aclaró Adam Ndula—. Podemos explicar por qué te raptaron a ti, y qué es todo lo que quieren realmente esos bandidos.
—Nos encantará ayudarles, señor Ndula —repuso Júpiter—, pero ya sabemos por qué me raptaron, y lo que desean realmente esos bandidos.
—Ah —se asombró Pete—, ¿lo sabemos?
—Sí, Segundo, lo sabemos —asintió Júpiter con firmeza—. A mí me raptaron porque me parezco mucho a un chico llamado Ian Carew. Ian es hijo de sir Roger Carew, y sir Roger es el primer ministro de la pequeña colonia británica de Nanda, al sur de África. Sir Roger piensa convertir el año próximo a Nanda en una nación independiente con un gobierno de mayoría negra y una minoría de blancos moderados. Pero a sir Roger se le opone la Alianza Negra de Nanda, organización de carácter extremista ilegal, y los extremistas blancos del Partido Nacionalista, que quieren un gobierno sólo formado por blancos y que el ejército mantenga a la mayoría negra en una casi esclavitud.
—¡Atiza, Júpiter! —se maravilló Bob—. ¿Cómo te enteraste de todo esto?
—¿Y qué tiene esto que ver con el secuestro? Pete.
—Éste fue el motivo del rapto, Segundo —declaró el gordo investigador—. Los secuestradores pertenecen al grupo de extremistas blancos del Partido Nacionalista. Planearon secuestrar a Ian Carew para retenerlo como rehén y obligar a sir Roger a cambiar de planes, y que Nanda continúe bajo un gobierno exclusivamente blanco. Los señores MacKenzie y Ndula seguramente son miembros del partido moderado de sir Roger, que han venido para salvar a Ian.
De pronto, el taller quedó en un completo silencio.
—¡Tú sabes mucho —aulló Adam Ndula— y tal vez demasiado!
En su mano, empuñaba una enorme pistola.