TRIDENTE, EL PATRULLERO DE LOS LÍOS

—¡Señor! ¿Qué he hecho para merecer esto? —El contralmirante Mario Moreno apuró el vaso de licor y se quedó mirando el fondo, como buscando allí la solución a los problemas que le perseguían desde hacía meses. Nunca hasta entonces había tomado alcohol con tanta asiduidad.

Recordó con amargura el día que él mismo —sí, él mismo, ¿quién se lo iba a decir?— solicitó su traslado a aquella maldita nave, con sus malditas comodidades y, sobre todo, su maldita tripulación de locos…

El capitán San Miguel… ¿Por qué nadie le dijo que sufría un desdoblamiento de personalidad crónico que le hacía creerse un poeta de los remotos tiempos de la Edad Media, allá en la lejana Tierra?

El alférez Gonzalo… ¿Quién podía fiarse de aquel hombre de corpulencia y movimientos thorbods que no hacía más que secundar y animar las locuras de sus dos compañeros y se había empeñado en comerciar con el territorio de Atolón en una sociedad donde el dinero había dejado de existir hacía milenios?

El alférez Moro… Cuando no estaba escribiendo sus absurdas historias, que luego les obligaba a leer, se afanaba en preparar lo que él llamaba «exquisitos platos». Pero ¿no se había enterado ya de que las máquinas Karendon de a bordo proporcionaban la comida preparada, incluso caliente, como recién hecha? Aquella… ¿cómo la llamó? ¡Ah, sí! Fabada. ¡Siete días de flatulencias y malestar capaces de hacerle perder la razón! ¡A él! ¡A él que había sobrevivido a la reconquista de la Tierra, la guerra en Ulah, el destierro en Atolón y la invasión thorbod!

—No puedo más —se dijo recordando la última broma de aquel grupo de indisciplinados desquiciados mentales.

No le había hecho gracia que le echasen ácido en la cara, aunque, como luego le dijeron entre risas, bastaron una materialización y sesión de psi para recuperar su atractivo aspecto y su hirsuta barba, que se había convertido en humo en menos de lo que una mantis se merienda a un niño.

—¿Das tu permiso, Mario?

—Señor, alférez Gonzalo. De usted y «señor», ¿de acuerdo?

—De acuerdo, Mario… esto… señor. Hemos recibido una llamada del contralmirante García Bilbao, del servicio de inteligencia. Nos indica unas coordenadas hacia las que debemos dirigirnos.

Echó un vistazo al alférez Gonzalo. ¿Cómo podía haber tenido la mala suerte de terminar con aquellos personajes? Pidió una tripulación con experiencia y allí estaba él; ni más ni menos que un antiguo cronista deportivo… El bundo deportivo, ¡qué estupidez!

—¿Alguna información sobre lo que debemos hacer al llegar a nuestro destino? —preguntó con aire aburrido.

—Ninguna. ¿Vienes a comer?

—De acuerdo —mientras se levantaba, se preguntó qué nuevo experimento del alférez Moro le obligarían a ingerir—. Por cierto, ¿no dejé claro que no es correcto tutear a un superior?

—Es una costumbre tapo…

—¡Pero si ninguno de los cuatro es tapo!

El corpulento alférez se encogió de hombros y él decidió que tampoco pasaría nada por que se tuteasen; aquel era el menor de los muchos problemas que le podía causar ese puñado de desquiciados.

Mientras recorrían el pasillo que les separaba de la cómoda sala común que hacía las veces de comedor de personal, Mario preguntó con curiosidad:

—¿A qué se debe su… tu acento?

—Aunque mi familia procede de Nueva Soria, he vivido casi toda mi vida en la región de Catalonia. Allí, además del castellano, se habla la lengua de una antigua tribu tapo; los catalones.

Cuando cruzaron el umbral, Mario se sorprendió disfrutando del olor de lo que iban a comer. El alférez Moro parecía haber acertado por una vez.

—Hola —saludó este mientras se despojaba del ridículo delantal que se ponía para cocinar—. Lo siento, sigo sin dar con la forma de cocinar al sadrita. Tendremos que conformarnos con comida de vetatom, ¡puaf!

—Ya me extrañaba —pensó Mario—. Mejor así, por una vez comeré algo decente…

—Algún día —Moro seguía hablando sin parar— lograré dar con la forma de cocer el sadrita.

—¿No te das cuenta de que son seres basados en el titanio? No son comestibles. El otro día cuando me hicisteis probarlo, además de estar asqueroso, apenas os dio tiempo de llevarme a la Karendon antes de que muriese. También me pregunto cómo ha llegado a tus manos una vetatom de sadrita del Instituto de Biología de Nuevo Madrid.

—Oh, no te preocupes —dijo el obeso alférez—. Es una copia que me proporcionó un amigo cuando se enteró de mi empeño en hacerlos comestibles —se tocó el abultado estómago—. He vuelto a engordar; creo que voy a tener que dar el salto atrás de nuevo. Con ese método, me habría hecho de oro poniendo una clínica de adelgazamiento en el siglo veintiuno…

—Perdón, contralmirante. —San Miguel estaba sentado frente a él—. Volvió a llamar García, tan solo hace un instante. En su comunicado decía, que es más que importante que le llame a mediodía.

—Ya se ha transformado en el poeta…

—Gracias por la información alférez… digo, don Ramón de Santillana —ignoraba si se habría vuelto agresivo de no llamarle por el nombre que decía que tenía cuando cambiaba de personalidad, pero no quería ser él el que lo averiguase.

—No hace falta trato especial. Tratándose del patrón, no me tomaré a mal, que me llame usted Ramón.

—Muy mono e ingenioso, hombre… —una vez más, se preguntó cómo una persona de aspecto tan formal y serio como el capitán podía creerse que era otro.

Se sentaron los cuatro a comer. Mario disfrutó por fin de una comida en condiciones.

—¿Has comprobado que el rumbo se corresponde con las instrucciones recibidas, alférez Moro? —dijo cuando se encontraban ya tomando una copa de licor.

—Sam, Mario. Ya sabes que nos llamamos por nuestros nombres.

—De acuerdo… Sam. ¿De dónde viene ese mote?

—Oh, es de una antiquísima película que vi una vez ¡Imagínate! No era ni en relieve, ni tan siquiera en color. Salía un pianista al que le decían «tócala de nuevo, Sam».

—Pues qué bien —dijo Mario distraído.

Consultó su reloj. Debía darse prisa para llamar al contralmirante García a la hora que había solicitado. Apuró su copa y se levantó. Según salía del comedor, escuchó a Sam decir:

—Por cierto, Mario, cuando vuelvas dejaré que leas mi última novela. Los siglos perdidos.

—¿Pero qué le daban de comer a este hombre de pequeño? ¡Si empezó a escribirla ayer! Aunque sea otra patochada como las anteriores, no sé cómo puede escribir tan rápido. Intentaré hacerme el despistado a ver si evito leerla…

Cuando volvió a reunirse con los demás, su rostro estaba desencajado y mostraba una palidez mayor de lo habitual.

—Las coordenadas hacia las que nos dirigimos se corresponden con un punto de la selva donde se ha estrellado el aerobote del contralmirante Quintana, que acompañaba al profesor Vidal, el eminente astrónomo. Somos la nave más cercana y debemos rescatarles antes de que les devoren las mantis. Hay miles de ellas y apenas pueden contenerlas.

—Lleva toda la mañana, a las mantis resistiendo. Al contralmirante Quintana rescataremos corriendo.

—¡Basta de rimas estúpidas! —Sintió sobre sí la ofendida y digna mirada de Ramón—. ¿No os dais cuenta de que somos solo cuatro personas y no podemos usar el armamento atómico de la nave porque podríamos terminar también con Quintana y el profesor Vidal?

—Sadritas —se limitó a decir Sam.

—¿Sadritas? ¿Es todo lo que se te ocurre decir en un momento así?

—Sadritas —repitió.

—¡Estoy harto de locuras! ¿No te das cuenta…?

—¡Eso es, Sam! —le interrumpió Jesús, el alférez Gonzalo—. ¡Repliquemos en la Karendon miles de esos repulsivos pulpos y lancémoslos hacia donde se encuentran las mantis! ¡No podrán resistir la tentación de comérselos y morirán como estuvo a punto de ocurrirle a Mario! ¡Eres genial, Sam!

—¿Es eso posible? —preguntó Mario a Ramón, en cuyo criterio confiaba a pesar de su problema de desdoblamiento de personalidad.

—Las mantis, lo que les tiremos comerán, si les damos de titanio el alimento, nada más comerlo enfermarán y morirán en el momento.

—Está bien —volvió a consultar su reloj—. Utilizaremos todas las Karendon de a bordo para replicar sadritas como locos —y añadió para sí mismo—: Como locos… ¿De qué otra manera se iban a hacer las cosas aquí?

Al cabo de un tiempo, habían pasado la vetatom del sadrita un centenar de veces. Reunieron los cien repulsivos ejemplares en una Karendon y obtuvieron otra vetatom de la que iban saliendo cadáveres de hombres de titanio de cien en cien.

Tal y como habían imaginado, las mantis no pudieron resistirse ante un manjar de tan apetitoso aspecto y murieron a los pocos minutos de darse el festín de sadritas.

El contralmirante Quintana y el profesor Vidal fueron rescatados con vida…

* * *

Al cabo de un mes, aprovechando que la tripulación del Tridente disfrutaba de unos días de permiso, el propio almirante Miguel Ángel Áznar Bogani felicitaba personalmente al contralmirante Moreno por el ingenioso rescate que había protagonizado junto a sus hombres. Después de hacerlo, su semblante se tornó serio y añadió:

—Lo que no entiendo es el porqué de sus incesantes peticiones de traslado, ¿no está a gusto con su tripulación?

—Verá, señor… El alférez Moro no hace más que perder el tiempo escribiendo…

—¿Ha leído Exilio en Redención? —le interrumpió el almirante.

—Por supuesto, almirante, ¿quién no?

—¿Hijos de Redención, Amenaza eterna, Las huellas del pasado…?

—Naturalmente. El autor se apellida igual que… ¡no puede ser!

—«Es él, contralmirante, el autor de las últimas novelas de éxito escritas en Valera es él…

»Sobre el capitán San Miguel, además de su proyecto de glosar la historia de la Humanidad en verso, bajo su seudónimo de Ramón de Santillana, es, con la excepción de mi hermano Fidel, la máxima autoridad sobre la cultura bartpur que ha existido jamás en el planetillo».

—¿Y… y el alférez Gonzalo? —Sospechaba que también él era algo más de lo que se había imaginado.

—Siendo tan solo un cadete de la Armada, fue quien se encargó de los llaveros e insignias que lucimos con orgullo prácticamente todos los valeranos, por no hablar del diseño de la camiseta negra de gala de la Armada.

—¿Y bien? ¿Sigue queriendo dejar el Tridente? —preguntó Aznar divertido ante la expresión de asombro de Mario.

—¡Nunca! ¡Seguiremos juntos allí mientras podamos!

—¿Por lo que acabo de contarle?

—No, señor, porque en el fondo ha sido divertido y les he tomado cariño a esos tres locos… ¿Quién sabe? Puede que me hayan contagiado y esté ya tan loco como ellos, pero les echo de menos y tengo ganas de zarpar de nuevo en el Tridente…

F I N