DESPEDIDA
El anciano moribundo permanecía tan erguido como podía, sobre la superficie muerta y polvorienta de su mundo. Inmóvil, esperaba para contemplar el ascenso por el horizonte del planeta por el que había vivido y luchado tantos años, toda su vida, pero que no había podido contemplar jamás salvo en películas, y, menos aún, pisarlo.
Cuando solicitó viajar hasta allí, su familia casi se vuelve loca. Sus hijos prácticamente se le habían echado encima… ¡Estaba loco! ¡Senil! ¡Imposible, dada su condición de enfermo terminal! ¡Qué ni se le ocurriera pensarlo siquiera! Pero ni aún ellos podían negarle su último y ferviente deseo de contemplarlo directamente. Después de todo, él y solo él era el artífice de que estuviesen aquí y ahora, cumpliendo un juramento sagrado.
Se encontraba todo lo solo que había podido conseguir. Si hacía como que no existían las seis figuras que esperaban, ansiosas, a la puerta de la cúpula, listas para recorrer los pocos metros que les separaban de él, podía llegar a creerse que se encontraba solo, aislado, en unos momentos que necesitaba soledad. Esto era algo entre él y el mundo azul que surgiría dentro de unos minutos, algo que nadie más podía entender.
Había desconectado la radio. No quería molestias de ningún tipo. Esto casi hace que sus ángeles guardianes se precipitaran, frenéticos, sobre él. Vio como una de las figuras les detenía con un gesto imperioso, su hijo mayor. Si, él entendía que quería estar solo, entendía lo que quería hacer…
Se volvió, esperando. Faltaban escasos segundos. Contemplando el cielo estrellado sobre su cabeza, su mente vagó, errabunda, recordando. Recordó el juramento de su padre, el esfuerzo titánico, la lucha día tras día, las tragedias, las alegrías cuando se iban completando las tareas… Recordó a su esposa, muerta hacía ya tantos años, y que le esperaba en su mundo natal para yacer, finalmente, juntos por toda la eternidad… Sus numerosos hijos, su gente, sus amigos, la gran mayoría de ellos ya desaparecidos…
En el horizonte, una tenue luz azul comenzó a aparecer. Su mente se olvidó de sus desvaríos de moribundo, y volvió a enfocarse a lo que importaba. Lenta, majestuosamente, el disco azul del planeta se elevó sobre el curvo y polvoriento horizonte, mostrándose ante el anciano con toda su gloria.
El hombre había contemplado mundos más grandes y hermosos, pero ninguno con la significación e importancia de este. Desde más de trescientos mil kilómetros de distancia se aparecía como un bello disco azul y blanco, cruzado por las líneas de los continentes. Una bella joya en el espacio, una vez perdida, y ahora recuperada.
Despacio, muy despacio, el viejo luchador se hincó de rodillas. Una plegaria surgió de sus labios, dando gracias al Señor por haberle permitido vivir para ver este momento, mientras una lágrima rodaba por su mejilla.
Habían pasado minutos, ¿horas?, en este estado, cuando notó un golpe en su hombro. Una alta figura azul le ayudó a ponerse en pie. Una segunda figura enchufó un cable de comunicaciones a su armadura, para mantener la privacidad.
—¿Es ya la hora? —preguntó el anciano.
—Los médicos dicen que debes retirarte ya, papá. No permiten que estés más tiempo, o no garantizan que el proceso de hibernación te mantenga con vida.
—Está bien, Jaime, gracias. Ya he cumplido mi sueño y el de vuestro abuelo. La Tierra es libre y yo he podido contemplarlo. Ya solo deseo poder ver Redención por última vez y ser enterrado allí, junto con vuestra madre.
Ayudado por Jaime y Félix, el anciano capitán volvió sobre sus pasos. El back, sobre su espalda, ayudó a que el desplazamiento fuera rápido y suave.
—¿Sabéis, hijos? Vuestro abuelo estaría muy orgulloso. Creo que está aquí, con nosotros, contemplando acabada la obra que él inició cuando partió de este mundo con un puñado de refugiados…
—Si papa. —contestó Félix—. Hemos llegado al final de una larga aventura. Y otras muchas nos esperan, sin duda, en este Universo tan vasto.
En silencio, las tres figuras completaron el recorrido hasta la cúpula, donde les aguardaban el resto de la escolta, y entraron en la cámara de presurización, donde un solícito grupo de médicos se harían cargo del anciano. La compuerta se cerró suavemente, en silencio.
La Tierra se alzaba sobre el cenit del planetillo. La Humanidad, ya sin el yugo de los Thorbod, era libre para seguir su destino.
En el espacio, inadvertida, aún lejos, pero acortando distancias, acechaba la flota nahumita.
F I N