CLEMENCIA PARA EL THORBOD
El Almirante Mayor Honorario, Don Miguel Ángel Aznar, contemplaba absorto la pantalla desde su cómodo sillón del crucero «Vitoria». Tenía el ceño fruncido, y permanecía en total mutismo. No le gustaba lo que le había traído hasta aquí, pero sabía que no existía otra opción. Por eso había insistido en ser él mismo el encargado de llevar a cabo esa tarea. Su mente no hacía más que repasar los acontecimientos una y otra vez, sabiendo que lo que debía hacer era inevitable…
Lo que había ocurrido era totalmente inesperado. Tras su último ataque, definitivamente derrotada, la Abominable Bestia Gris había capitulado. Miles, cientos de miles de seres pertenecientes al mayor enemigo que había tenido la Humanidad se entregaban a la merced de los humanos…
El Gobierno no sabía qué hacer. Se le había presentado una terrible patata caliente. Una parte de la población, especialmente los descendientes de los valeranos, clamaba para que los supervivientes fueran aniquilados, destruidos, ejecutados, en venganza por los sufrimientos pasados y presentes que habían infligido a la Humanidad desde el lejano siglo XXIV y revividos con terror hacía pocos meses. Por otro lado, la rendición despertaba en los grupos pacifistas extremistas y en la población terrestre en general un sentimiento de piedad y presionaban para que se diera una oportunidad a los Hombres Grises de vivir en paz. Se habían rendido ¿no? Pues había que ser clementes con ellos. Pero ¿dónde meterlos? Ningún planeta los quería. Los Gobiernos de los tres planetas mayores se inclinaban por esta última opción, pero no habían llegado a ninguna conclusión.
—¡Enviémosles a Ganímedes! —decían unos.
—Devolvámosles a Marte, donde ya vivieron antes —decían los terrestres.
—¡Nada de eso! —clamaban los marcianos—. ¡Qué se recluyan en la Antártida!
Don Miguel Ángel Aznar participaba en esos debates como deferencia hacia los militares que se habían hecho cargo de los prisioneros.
—No debemos permitirles vivir —decía—. Son un peligro para todo el género humano. ¡Voto por encerrarles en campos de concentración sin permitirles la reproducción hasta su fin!
—Almirante, no podemos hacer eso —insistía el presidente venusino—. Se hizo en el pasado, dejándoles en Marte para que murieran. No queremos que la historia nos tache de bárbaros genocidas, como a los responsables de aquella atrocidad. Debemos ser clementes.
—Bueno —intervino entonces el Presidente de la Tierra—, es obvio que no podemos ejecutarles, ni podemos mantenerles en nuestro sistema solar. Solo queda pues una opción, si queremos ser clementes con ellos… ¡Expulsémoslos de nuestro Sistema! Cedámosles un autoplaneta, desarmado, y enviémosles a buscar un planeta lejano sin más herramientas que sus manos —propuso—. ¿Qué no encuentran nada? Pues morirán y ya no serán nuestro problema.
—No estoy de acuerdo, Señor Presidente. Estos Thorbods volverán a alzar un imperio allá donde lleguen, y luego retornarán con ansias de revancha. No abandonarán sus planes de sojuzgar a la raza humana ni aunque pasen un millón de años. ¡Debemos destruirles!
—La posibilidad de que encuentren un mundo para sobrevivir es muy remota, Aznar…
—Pero existe, y eso es lo que me da miedo… —respondió el Almirante Mayor.
—No, no, es una buena idea —intervino entonces la presidenta de Marte—. Apoyo la propuesta.
—Yo también —dijo el presidente venusino, al que le había tocado, por sorteo, presidir la reunión—. Adoptamos la decisión por unanimidad. La Armada dispondrá uno de sus discos volantes como autoplaneta. En el plazo más breve posible se embarcará a los thorbods con alimentos y agua suficientes para una travesía larga. El autoplaneta arrumbará automáticamente hacia una estrella lejana en una dirección que les aleje tanto de sus mundos como de Redención. La nave no estará bajo su control hasta llegar a dicha estrella. Entonces decidirán si asentarse en los posibles mundos que descubran, o continuar en busca de otros. Asunto cerrado.
—Cometen un error que luego lamentarán —insistió Aznar con terquedad.
—Almirante, hemos escuchado ya su opinión, pero, con todo nuestro respeto hacia ella, la decisión está tomada, y la Armada la llevará a cabo.
—Por supuesto —aseguró Don Miguel Ángel, con ira en su voz. Se levantó, muy digno, y salió de la sala sin decir ni palabra, en un gesto que todos tomaron como orgullo herido.
—¡Almirante! —llamó la Presidenta de Marte. El hombre se detuvo en el quicio de la puerta y se volvió—. Debemos ser clementes… compréndalo.
Pero Don Miguel Ángel meneó la cabeza, y salió sin añadir nada más.
Unos días después, su Estado Mayor completaba el plan de evacuación. Se designó un disco volante antiguo, dañado por la guerra pero en perfecto estado para una larga travesía. Poco a poco fue dotado de todo lo necesario para la partida.
—Estamos desperdiciando este material —comentó el Almirante Ensenada—. ¡Esos bichos grises no se merecen esto, tras el sufrimiento que nos han causado! Deberíamos… no sé, acabar con ellos de alguna forma, a ser posible lenta y dolorosa…
—Comprendo lo que sientes. —Don Miguel Ángel sabía que Ensenada había perdido a casi toda su familia en la guerra, como muchos otros—. Pero tenemos órdenes de ser clementes con ellos. ¡Y por Dios que lo seremos!
Ensenada notó un brillo en los ojos del Almirante.
—¿Qué está pensando, Aznar?
—Nada, una pequeña idea… ¿Sabe si Ferrer anda muy lejos?
—Estaba por su oficina hace un rato…
Don Miguel Ángel apretó un botón del interfono que tenía en su mesa.
—Capitán, por favor, ordene que busquen al señor Ferrer y que venga de inmediato a mi despacho…
Poco después el Almirante y Ferrer se encerraban en misterioso conciliábulo. Cuando terminaron, Ferrer fue seguido por las miradas de curiosidad de Ensenada y de su ayudante. El ingeniero naval sonreía.
Dos días después, el Almirante Mayor era reclamado de nuevo por el consejo de la Federación de Planetas. Con mucha calma se enfrentó a los tres presidentes.
—¡Almirante! ¿Qué está haciendo? ¡Nos han llegado noticias de que han incluido cierto equipo de alta tecnología en la nave Thorbod!
—¿Un equipo de alta tecnología? ¿Se refieren acaso a…?
—No se haga el tonto, Miguel Ángel —le reprendió suavemente la presidenta marciana—. Hablamos del equipo especial conectado al motor de la nave.
—¡Pero si no es precisamente de alta tecnología! Además, es únicamente una salvaguarda para evitar manipulaciones del motor o del sistema de control de la nave.
—Usted sabe perfectamente que la nave de los Thorbod no debe incluir tecnología susceptible de ser usada…
—En efecto presidenta. Pero… ¿Qué pasa con el motor atómico de la nave? ¿Dejaremos que puedan desmontarlo y lo aprovechen para tener tecnología mucho antes? Ustedes decidieron que no. Por eso he incorporado un pequeño dispositivo que detectará y anulará el motor si intentan violentarlo, o cambiar de rumbo… En ese caso, el motor quedará inutilizado y ellos viajarán a la deriva. Nos aseguraremos de que lo saben.
Los presidentes conferenciaron entre sí unos instantes en voz baja. Por fin, la Presidenta de Marte, que llevaba la voz cantante, se dirigió a él.
—Aznar, no sé si está tramando algo o no. Nos tememos que sí. Por si acaso, le ordenamos que una escuadra de la Armada de escolta a la nave Thorbod hasta una distancia de al menos un año-luz.
—Presidenta, lejos de mí ningún ánimo de desobedecer sus órdenes. Esos días ya pasaron —aseveró con gravedad—. Tenga por seguro, ténganlo todos, que seguiré sus órdenes.
—Está bien. Puede retirarse.
Don Miguel Ángel salió a vestíbulo, donde aguardaban Ensenada y otros Almirantes.
—¿Cómo ha ido?
—Sin problemas. Todo va como esperábamos. Nos ordenan escoltar a la nave. Yo comandaré la escolta.
—¡Pero Almirante! ¡No es propio! Y sospecharán algo, ya verá. No le dejarán.
—No pueden interferir en los procedimientos internos de la Armada. Ellos ya han dado sus órdenes. No se hable más. Pero lo que debe hacerse lo haré yo mismo y nadie de ustedes podrá impedirlo.
Así que allí estaba ahora, en la nave insignia de la flotilla de escolta, dispuesto a hacer lo que debía. Sus dedos acariciaron un botón rojo recientemente instalado en el sillón que ocupaba. Nadie sabía que era. Solo Ferrer y algunos operarios, además de su estado Mayor, claro.
Decidió que ya era el momento. No tenía sentido esperar más.
—Comandante Castaños… ¿Qué pasa en la nave thorbod?
—¿Almirante? No parece que esté ocurriendo nada, y…
—Sí, está haciendo movimientos raros… ¡Aleje a la escolta!
—Pero Almirante…
—¡Que todas las naves se alejen… YA! —ordenó imperioso—. ¡Sé que va a ocurrir algo!
—¡A las órdenes de vuecencia!
Don Miguel Ángel comprobó en sus pantallas como la escolta iba virando.
—¡Almirante, desde la nave Thorbod nos preguntan qué ocurre! ¡Quieren saber por qué nos alejamos!
—Van a hacerlo… —dijo el Almirante en voz alta.
—¿Hacer qué? —preguntó Castaños, totalmente confuso.
—¡Mire la pantalla! —exclamó, mientras se levantaba señalando la principal de la Sala de Control. Nadie notó como su brazo izquierdo se apoyaba en el reposabrazos donde estaba instalado cierto botón.
El comandante giró la cabeza. El botón rojo fue apretado, con un «Que dios me perdone» musitado inaudiblemente por el Almirante.
El autoplaneta cedido a los thorbods se hinchó monstruosamente, partiéndose en dos pedazos desiguales ante la mirada espantada de todos los que se encontraban en la Sala…
No hubo supervivientes.
Poco tiempo después, Aznar volvía a comparecer ante un muy enojado Consejo.
—Estaba temiéndomelo —dijo Don Miguel Ángel—. Han preferido suicidarse en masa antes que sufrir la humillación de debernos la vida. Sabían que no debían manipular el motor para variar de rumbo sin que la nave volara en pedazos, y aun así lo hicieron. Por suerte me di cuenta a tiempo. Si no, la escolta hubiera sufrido el mismo fin, atrapada en la explosión del combustible atómico.
—Almirante, no sé cómo, pero veo su mano detrás de todo esto. Naturalmente habrá una investigación…
—Naturalmente. Y verán que he cumplido sus órdenes a rajatabla. Mejor esto que una muerte lenta en el espacio. Hemos sido clementes.
—Estoy segura de que tiene usted razón, ¡diablo! Es usted un perro viejo, como ha demostrado siempre… ¡Retírese!
Aznar dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Una vez allí, se detuvo y se volvió.
—Señores y señora Presidentes. Pueden estar tranquilos, la historia no les tachará de bárbaros.
Y mientras salía, dignamente, murmuraba para sí:
—Hemos sido clementes…
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