PRINCIPIO

Capítulo I

Arriesgaba mucho permaneciendo aquí. Llevaba tres horas de espera desde mi llegada, a las nueve de la noche. En esa detestable sala de espera, la más lúgubre que había conocido en todas mis visitas a hospitales, de unos veinte metros cuadrados, un suelo de baldosas rojas, descoloridas y desgastadas por el paso de los años y el arrastrar de los pies de todos los que, como él, se habían pasado las horas dando paseos de un extremo a otro esperando a una respuesta.

Las paredes, alicatadas de pequeños azulejos blancos hasta una altura de 1 metro, con una cenefa roja al final, con huecos por la falta de algunos, rezumaban humedad. De una de ellas pendía un polvoriento crucifijo. Las lámparas colgaban de un techo cuya parte de pintura desconchada daban una luz mortecina; a lo largo de las paredes una serie de sillas de madera viejas y llenas de mugre. En el centro, un par de mesas bajas con unos periódicos atrasados, arrugados por el uso. Al menos, unas misericordiosas ventanas dejaban entrar la luz de unas farolas de la calle, lo que proporcionaba a la estancia una iluminación menos mísera.

Y eso pasaba en un país anclado en el siglo pasado, donde moraban gentes divididas e inundadas por la miseria; y se pasaba de una pequeña y adinerada sociedad que lo dirigía todo en contraste a una gran mayoría de población, explotada día tras día, que hacía malabarismos por su supervivencia.

Durante este tiempo, ni un movimiento de entrada. Parecía como si todo el hospital yaciera desierto, sin un ruido, sin vida, con un silencio solo roto por los ronquidos del hombre que compartía sala conmigo. Dormido durante todas esas horas, me estaba empezando a sacar de quicio. ¿Cómo podía dormir en un momento como este?

Era increíble su sentido del equilibrio, tirado en tres sillas de la sala donde ninguna otra persona sería capaz de sostenerse sin caerse al girar sobre sí mismo. Pero lo que más me molestaba en esos momentos, eran sus interminables ronquidos que no cesaban, y que estaban a punto de producirme una alteración nerviosa que no sabía hasta dónde me llevaría si no le hacía callar pronto.

Mientras me aproximaba al hombre chistándole para despertarlo, me fijé con más interés: mediría aproximadamente uno setenta y cinco de estatura y era de constitución robusta. Sus músculos resaltaban bajo sus ropas, cabello rubio y corto con entradas amplias en las sienes y unas facciones que, a primera vista, parecían pertenecer a un boxeador: nariz hundida por supuestos golpes de efecto…

Al llegar a su lado y por efecto del chisteo, este se giró hacia un lado, separándose las sillas y cayendo al suelo. Un pensamiento de alivio surgió en mi cabeza.

—¡¡Aleluya, se acabaron los jodidos ronquidos!!

Su despertar fue como el de un terremoto. Se golpeó contra el suelo de baldosas produciendo un gran estruendo y lanzando las sillas despedidas hacia todos los lados, cuyo estrépito rompió el silencio cuan si fuera la explosión de una bomba.

Oh My God! What happened here! —Y sentándose en el suelo se quedó mirando con cara de sorpresa al larguirucho que le miraba de pie, al lado suyo.

—Perdone, me he quedado transpuesto ¿qué ha ocurrido?

—Se ha caído de las sillas, de tan dormido estaba usted y ha perdido el equilibrio al intentar darse la vuelta.

El individuo miró con los ojos entrecerrados y escrutó a un hombre de algo más de un metro noventa de estatura. Anchos hombros y un par de botones sueltos en una camisa que dejaba entrever una cicatriz a la altura de un musculoso torso. Notables bíceps, cintura estrecha y largas piernas, negros y rizados cabellos, piel quemada por el sol que apuntaba una vida al aire libre. Ojos negros de mirada inteligente, boca grande con barbilla firme y cuadrada. Todo lo contrario a la media del país, donde la mayoría no superaba el metro sesenta.

—Me llamo Ángel —extendiéndole la mano en señal de ayuda para levantarle del suelo.

—Muchas gracias —en buen español aunque con leve acento inglés y cogiéndome la mano me dio un fuerte apretón mientras se levantaba con dificultad.

—El mío es Charles ¿le importaría ayudarme a arreglar este estropicio antes de que llegue alguien?

—De acuerdo, ¡madre mía!, como ha quedado la sala, es como si hubiera pasado una manada de toros por ella.

Y soltando una carcajada los dos nos pusimos a colocar las viejas sillas en su sitio. Una vez ordenado todo el viejo mobiliario y sentados de la mejor manera que nos ofrecían las incomodas sillas, Charles saco un paquete de cigarrillos y me ofreció un pitillo.

—¿Quiere?

—Gracias he terminado los míos.

—Y bien Ángel —dando una gran calada— le veo nervioso, por lo que veo es la primera vez que viene a un sitio como este, ¿me equivoco?

—No se equivoca, ¿cómo lo sabe?, pero tutéeme, prácticamente somos de la misma quinta.

—Como quiera… perdón como quieras.

—No te preocupes, todo saldrá bien, esta es mi tercera vez, y ya ves, tan tranquilo. Y como esto siempre se alarga lo mejor será que te sientes y leas algún periódico, a ver si trae algo interesante y te relajas.

Capítulo II

Cogí uno de los periódicos gastados por el uso y de fecha atrasada, abriéndolo por la sección taurina —muy demandada por las gentes de este país, amigas de la fiesta nacional— con una noticia interesante. La confirmación como matador de Jaime Ostos en Las Ventas, hoy 17 de Mayo, con Antonio Bienvenida como padrino y Gregorio Fernández como testigo, con toros de la ganadería de Juan Cobaleda «El Famosito». Mientras leía, vi como Charles se encendía otro cigarrillo dejando la mirada perdida, encerrado en sus pensamientos. De pronto le cambió la expresión al fijar la mirada en el periódico que yo leía frente a él, abalanzándose sobre mí y arrancándomelo de las manos. Exclamó:

—¡¡¡Ellos!!! ¡¡¡Otra vez ellos!!!

—¿Qué pasa amigo? —le pregunté al ver su arranque quitándome la prensa de las manos.

—Perdóname, tuve un… pero ya pasó, estoy bien gracias.

—Ellos ¿quiénes son ellos? —Fijándome en cómo le había cambiado la expresión de la cara.

—Es algo que me ocurrió hace algún tiempo y lo recuerdo como si fuera ayer. Te contaré lo que me pasó —había en su voz un cierto velo de tristeza—. Como te habrás podido dar cuenta por mi acento, no soy de aquí. Te diré que nací en Estados Unidos de Norteamérica. Te preguntarás: qué hace un americano en tu país.

—Bueno —contesté— todo el mundo puede ir adonde le plazca mientras no perjudique a nadie.

—Bien —sentenció— pues empezaré diciéndote que vine a Europa a luchar en la gran guerra contra los alemanes. Cuando mi país entro en la guerra, yo fui uno de los primeros de mi ciudad en alistarme como voluntario. Después de la instrucción pertinente, conseguí especializarme en comunicaciones e ir al frente como radio, en la Octava Fuerza Aérea de bombardeo de los Estados Unidos, primer batallón donde íbamos todos los voluntarios americanos y de donde salieron muchos de nuestros mejores pilotos con sus bombarderos B-17/F, considerados luego como héroes nacionales. Yo, por problemas físicos, no pude ingresar en la escuela de pilotos. Nunca podría cumplir mi sueño de volar.

Tras pronunciar estas palabras la expresión de su rostro sufrió un cambio radical. Durante un par de minutos clavó la mirada en un punto fijo de la pared frente a él y después, sacudiendo la cabeza de invisibles fantasmas, siguió con el relato de su historia.

—Durante esos años recorrí la mayoría de campos de aviación de Inglaterra y después del Desembarco, pasé junto a mi batallón a conocer los de Francia, donde fui herido en varias ocasiones. Durante mi estancia en un hospital francés conocí a una joven enfermera española de la cual me enamoré y desde entonces estamos juntos —sacó otro cigarrillo y dando una profunda calada siguió con su relato.

Yo quise preguntarle pero él me interrumpió con un movimiento de mano.

—Déjame continuar, ahora que estoy lanzado: desde la guerra esta vieja historia no había salido a la luz.

—Al terminar la guerra nos vinimos a España, donde llevamos una vida más o menos confortable gracias a la pensión que me ha quedado del ejercito por las heridas sufridas en el Frente, y a lo que saco de una pequeña tienda de aparatos de radio que montamos en esta ciudad. Cuando andamos apretados tenemos el sueldo de mi mujer como enfermera, que no se toca si no es necesario. Espero que dentro de algún tiempo pueda volver a mi país con mi esposa, donde montaré otra tienda más grande y moderna que la de aquí: es mi anhelo desde que terminó la guerra.

—Como te hirieron —pregunté— fueron tres veces ¿no es así?

—Sí, las tres fueron en ataques aéreos: las dos primeras, leves, en ataques de la aviación teutona a los campos de aviación aliados. La tercera, grave, y no precisamente por ataque Teutón. Permíteme un segundo para otro cigarrillo y te contare el gran secreto. Ahora que ha terminado la guerra supongo que lo podré contar, y si no, me da lo mismo fuck it!

—¡¡¡Mierda!!! Se me acabaron los cigarrillos. —Arrugando su paquete de rubio americano.

—Espera un momento —le dije—. Iré al café que hay frente al Hospital, a ver si tienen tabaco. —Salí de la sala mientras observaba cómo el americano se quedaba pensativo, sentado, con el paquete vacío entre las manos.

Quince minutos más tarde regresé a la sala donde me encontré a Charles con el periódico que momentos antes había estado leyendo, arrugado entre las manos y con su cara trasformada. Tenía una expresión que me preocupó sobremanera. Me senté a su lado; le ofrecí uno de los paquetes de tabaco.

—¿Estas bien? Tienes mala cara.

—Sí, estoy bien, solo que… estaba recordando…

Se encendió otro cigarrillo. Su rostro, iluminado brevemente tras el resplandor del fósforo, mostraba una expresión triste y apagada.

—Faltaban ocho meses para terminar la guerra. Mi batallón estaba destinado en Chaitancourt, a 20 km de Verdun, tierra de buen vino y de mejores mujeres —marcando una leve sonrisa—. Aunque estábamos cerca del frente llevábamos tiempo tranquilos de visitas Teutonas. Era primavera, una fría mañana de primavera. Súbitamente aullaron las sirenas de alarma. De forma automática todos salimos de las tiendas en dirección a las defensas antiaéreas y los pilotos, junto a sus mecánicos, hacia sus aviones. Fue entonces cuando el cielo fue surcado por unas extrañas naves, con forma de disco que se ensanchaba hacia el centro; tendría un diámetro de unos veinte metros. Los cantos, redondeados, aerodinámicos, sobresalían partiendo una esfera algo aplanada, cuyas mitades asomaban arriba y abajo. Lo más asombroso era el extraño ruido, zumbidos de moscardón con un toque metálico.

Ningún arma les hacía mella. Nuestros aviones, los pocos que consiguieron despegar, no lograban más que ser derribados a los pocos minutos por los rayos lanzados por esos extraños trompos. Su fuerza era tal, que al impactar con las piezas de metal que llevaban los aviones, estas se desintegraban. Mientras, otros barrían la base con ráfagas que explotaban como proyectiles de mortero. En tan solo quince minutos derribaron los aviones y acabaron con todas nuestras defensas. Silencio mortal, solo roto por el crepitar de las llamas. Aterrizaron sobre los restos de las tiendas usando unas barras a modo de patas extensibles, que salían de la cara inferior del aparato.

Me encontraba oculto en lo que antes fue un nido antiaéreo. Pensé que los Alemanes tenían una nueva arma con la que, seguro, ganarían la guerra.

—Jodidos alemanes, con estos cacharros están desfilando en Broadway en dos meses…

De repente con un siseo de la parte inferior de la esfera se abrió una escotilla rectangular y se deslizó una rampa por la que descendieron sus ocupantes: unos seres altos de más de dos metros, enfundados en unos trajes que recordaban a los de un buzo. Empezaron a comprobar el estado de los hombres; cuando encontraban alguno con vida automáticamente era introducido en sus naves. Los malheridos eran rematados con extrañas armas.

Desde mi escondite observé que uno de ellos, que superaba al resto en estatura, se iba acercando a mí. Pensé: no me cogeréis vivo sin llevarme por delante a ninguno de vosotros. Arrastrándome, y sin hacer ruido, agarré el fusil ametrallador del que había sido el sargento Harrys, a quien un impacto le había arrancado los brazos y parte del cráneo. Un sudor frío recorría mi espalda, oía como el gigante se acercaba a mí. Atenazando el arma me preparaba para sorprender al gigante con una serie de disparos, a poder ser, mortales.

Justo cuando iba a disparar, uno de ellos dio un insólito grito y el gigante se detuvo a unos pocos metros de mí, se volvió hacia la voz, no sin antes girar la cabeza bajo la escafandra, como si sintiera mi presencia, y se unió al resto del grupo alejándose.

Fue entonces cuando presencié lo más alucinante que nadie puede imaginar. El que supuestamente era el jefe, una vez todos reunidos a su alrededor, agarró la escafandra con las dos manos y girándola tiró de ella hacia arriba. Se mostró. No era un alemán como yo creía, sino un ser monstruoso, el más horrible que se pueda imaginar. Cabeza pelada, frente muy amplia, abombada… Los ojos grandes, redondos, ligeramente saltones, recordando a los de un besugo, las pupilas púrpuras hendidas con cualidad felina. Encima, oblicuas sobre los ojos, unas cejas ralas.

Por nariz, lucía trompa, más pequeña que la de un elefante, extensible a voluntad, y que balanceaba al andar. La boca, carente de labios, dejaba ver unos pequeños dientes y colmillos en forma de sierra. La ausencia de barbilla acrecentaba la fealdad repulsiva de ese rostro.

Sus orejas nacían más o menos del mismo lugar que las humanas, pero puntiagudas. Además, eran movibles como las de los perros, lo que les ofrecía una considerable ventaja sobre los oídos humanos, lo pude comprobar por su movimiento ante cualquier ruido. El líder de los horribles seres daba las órdenes en un idioma incomprensible. Al mover sus manos percibí que solo tenían cuatro dedos. Toda su fealdad, acentuada por el gris ceniza de su piel.

Me encontraba paralizado, observando esos horribles seres, cuando uno de los que había sido mis camaradas, dado por muerto, abrió los ojos. Desenfundó su revólver y en un último aliento de vida, vacío el cargador contra el grupo, atravesando mortalmente el cráneo de uno de ellos e hiriendo a otro. La respuesta fue terrible para el pobre soldado, que a pesar de acabar de dar su último suspiro, quedó convertido en un guiñapo sanguinolento.

El líder ordenó el regreso a la nave. Tomé la decisión de esconder al ser que habían dejado muerto, para presentarlo al alto mando como prueba de lo que aquí había acontecido. Era mi modo de dar credibilidad al ataque sufrido a manos de estos horrendos humanoides cuyas naves y armamento anulaban nuestra defensa.

Salí de mi escondite después de que las extrañas naves empezaban a elevarse levantando una gran nube de polvo. Procuré que no me vieran. Me acerqué al ser no sin antes comprobar que realmente estaba muerto. Lo arrastré hasta mi escondite, aguantando la repugnancia que me producía el líquido blancuzco que, supuse, sería su sangre y que salía por el orificio de bala del cráneo.

No había acabado de ocultar el cadáver cuando las naves sobrevolaron lo que quedaba del campo de aviación, convertido ahora en ruinas, lleno de cuerpos mutilados y calcinados.

Se marcharon de forma silenciosa, todas… menos una.

Se detuvo en la vertical de la base. Abrió una pequeña trampilla de la parte inferior, dejado caer un reducido objeto metálico que se detuvo a unos pocos metros del suelo. Empezó a emitir un zumbido y una luz naranja empezó a parpadear cada vez más rápido. Por mis años de experiencia supe enseguida que se trataba de una bomba con detonador de retardo. Me deslicé rápidamente bajo el voluminoso cuerpo del ser esperando la explosión. Lo último que recuerdo fue un gran resplandor, luego… oscuridad.

No supe jamás cómo llegué hasta allí. Cuando recobré el conocimiento me encontraba en la cama de un hospital. Una guapísima enfermera me tomaba el pulso.

—¿Dónde estoy? —pregunté con voz apenas audible— ¿cuánto tiempo llevo aquí?

La guapa enfermera levantó la mirada de grandes ojos negros.

—¡Doctor! ¡Doctor Halman! ¡Venga en seguida! ¡Ha despertado!

—¿Dónde estoy? —volví a preguntar intentando incorporarme en la cama. La enfermera volvió a mi lado.

—No se mueva por favor, acaba de salir de un coma y es mejor que descanse. —Hizo que me volviera a echar en la cama.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —le pregunté.

—Está usted en un hospital militar. Ha estado unos días en coma. Es lo único que puedo decirle. Si quiere saber algo más tendrá que preguntárselo al doctor. Y ahora deje de hablar, debe descansar —me dijo con una cálida sonrisa. Sentí un pinchazo, una somnolencia me invadió y entre brumas percibí la imagen de un médico.

Me sumí en un sueño, más que sueño, pesadilla… Unos horribles seres me intentaban atrapar con sus garras. Quería escapar, no podía, me cercaban, sentí su tacto frío en el cuello… no podía respirar. Me revolví, frenético, luchando por escapar. Me sentí súbitamente inmovilizado.

—Tranquilo, respire normalmente. Enfermera, duplique la dosis de diacetil.

La voz del Doctor Halman sonó apremiante.

Transcurrieron unos minutos. Me sentí más tranquilo. El Doctor Halman vino a mi encuentro:

—Y bien, ¿se encuentra ya mejor? Está todavía bajo los efectos de un fuerte shock. Ha sufrido muchas pesadillas. —Me tomó el puso.

—Doctor, ¿cuánto tiempo llevo aquí? —Intentando levantarme y cayendo otra vez en la cama con un quejido.

—Tranquilícese y no haga esfuerzos, no se encuentra en condiciones. Debe relajarse, contestaré a sus preguntas, pero no se mueva. Lleva usted en este hospital unos días. Llegó bastante malherido y con una buena dosis de metralla en el cuerpo.

Sentí la frialdad del fonendoscopio mientras me auscultaba.

—Bien, ahora lo que debe hacer es descansar y reponerse. Tengo orden de avisar cuando se encuentre mejor. El comandante en jefe quiere hablar con usted.

—¿Cuándo cree que podré hablar con él? ¡Es urgente que hable con él, Doctor!

—Cuando se encuentre mejor, debe ser paciente. Se acabó la charla por hoy, así que intente descansar. —Mientras salían de la habitación pude ver mejor a la enfermera. Era una mujer muy guapa, de metro sesenta, pelo negro como ala de cuervo. Su bonita figura se realzaba bajo el vestido azul y blanco de enfermera.

Un par de semanas más tarde empezamos a pasear por el jardín del hospital. La guapa enfermera, que resultó ser española, empujaba la silla de ruedas. Sentí que congeniamos bien. Una de las veces, durante el trayecto, me animé a preguntar:

—¿Cuál es su nombre? —Deseé no importunarla.

—¿Le suscita curiosidad? —Me mostró su blanca sonrisa.

—Pues sí… —Respondí, algo turbado.

—Mi nombre es Catalina.

—¿Señora o señorita?

—Señorita —se sinceró—. Mi novio falleció durante la Guerra Civil de mi país. —Noté cómo se entristecían sus ojos—. Pertenecía al bando Republicano.

—Perdone si la he molestado y si he traído a su mente recuerdos penosos.

—No es nada, no tiene usted la culpa. Hablemos de otras cosas. —Siguió caminando mientras conducía la silla entre los macizos de flores.

Con el transcurrir de los días, nuestras conversaciones se tornaron más personales. Se diría que el trato paciente enfermera dejó paso a algo diferente, más profundo. La situación era muy similar para ambos, solos, en un país extraño, luchando por un mismo objetivo. El amor nos inundó.

Al comienzo del verano, cuando ya daba mis primeros paseos ayudado por unas muletas, recibí la visita de un coronel de información. Era el típico oficial inglés, enjuto, de largos bigotes, con uniforme de la caballería inglesa jalonado de medallas. Calzaba unas relucientes botas altas a las que golpeaba con una fusta, con un cierto aire musical. Venía acompañado de su secretaria y de dos oficiales más. Quería saber de primera mano lo sucedido en la base.

—Buenos días —saludó el coronel desde la puerta.

—Buenos días —contesté yo. Me esforcé en hacer un saludo militar que resultó un poco ridículo a causa de mi estado—. ¡A sus órdenes mi coronel!

—Descanse cabo, no intente levantarse. Estamos investigando lo ocurrido en la base. Usted es el único que nos puede aportar algo de luz sobre lo acontecido.

Una vez acomodado, tanto él como sus acompañantes, comencé mi exposición de los hechos.

Conté todo. Lo recordaba claramente como si hubiera pasado ayer. Le hablé de los trompos voladores, de los extraños seres que los pilotaban, de sus invencibles armas, de cómo nuestros aparatos caían fulminados al recibir los rayos que lanzaban y de cómo pude hacerme con el cuerpo de uno de ellos abatido por los disparos de un compañero. Durante el relato observé cierto escepticismo en el semblante del coronel quien cruzó la mirada varias veces con su secretaria, una joven teniente de la armada británica, y con el resto del grupo.

Finalicé con el pequeño objeto metálico y el gran resplandor que produjo. Después ya no recordaba más hasta despertar en el hospital.

—Eso es todo mi coronel.

El coronel permaneció unos segundos en silencio. Golpeó sus botas rítmicamente con su fusta, pensativo.

—Discúlpenos un momento.

Salieron fuera de la habitación donde departieron brevemente.

—Este ha perdido la chaveta ¡hombrecillos grises! ¡Qué será lo próximo burros volando! —Dirigiéndose a su secretaria con voz queda.

—Disculpe señor —dijo la teniente— en el informe se indica que en los restos de la base hubo una alta acumulación de calor que fundió la mayoría de los objetos metálicos y que, desde 20 Km a la redonda, se pudo ver un gran resplandor blanco seguido de una gran explosión. ¿No le concede esto cierta… credibilidad?

—Por eso el estado mayor, señorita —cortando a la teniente— nos ha hecho venir aquí, pero de este pobre loco no vamos a sacar nada en claro.

El murmullo de sus palabras llegaron como dardos a mis oídos. Entristecido me di cuenta que no me creían.

—Bien muchacho —regresando a la estancia—. Convendría que esto no transcendiera. Gracias por su aportación. A recuperarse y volver a casa.

—¡Le he dicho la verdad coronel! ¡No estoy loco! ¡Le he contado lo que vi! —le supliqué.

—Le creo muchacho, le creo. Pienso que está usted bajo un fuerte shock. Sabemos que Adolf Hitler, en su desesperación por cambiar el rumbo de la guerra, está desarrollando nuevos métodos de ataque desconocidos hasta ahora. —Se atusó sus anchos bigotes de forma pensativa.

—Puede que haya interpretado los hechos de forma incorrecta. Esas naves de las que usted habla podrían ser aviones experimentales de la Luftwaffe y lo que eran sus hombres grises no serían más que tropas de elite de Hitler.

Cerró su maletín como zanjando la conversación.

—Hijo, voy a darle un consejo. No cuente esta historia si no quiere que le tomen por loco. —Salió de la habitación junto a la teniente y los dos oficiales, dejándome en la soledad de mi habitación, con mis pensamientos. Sin saber si lo que había vivido era real, o como dijo el Coronel, una mala pasada de mi mente.

Dos meses más tarde, totalmente restablecido salvo una liguera cojera que casi no se notaba, recibí el alta médica. Después fui llamado a la comandancia, donde recibí la máxima condecoración, un ascenso y mi licencia con una paga de por vida por las heridas que había recibido.

—Y esa es mi historia. —dijo con voz rota.

Charles se levantó y se acercó a la ventana. Por unos momentos permaneció mirando la calle. Comenzaba a amanecer desde hacía rato.

—Pensaras que estoy loco ¿verdad? Había jurado no contar esta historia a nadie, pero mira. —Devolviéndome el viejo diario.

Estiré la mano y cogiendo el periódico leí la noticia. Una nave con forma de trompo se paseó por los cielos de Paris, desapareciendo en las alturas tras la llegada de los cazas franceses.

Me estremecí ante esa imagen del artículo porque yo, también había visto esas naves…

—No estás loco —espeté. Coloqué mi mano sobre su hombro—. Yo también… —Se abrió la puerta y una enfermera interrumpió mis palabras:

—Acompáñeme por favor.

—Adiós Ángel —me dijo Charles— espero que vaya todo bien.

—Gracias Charles —intercambiamos un fuerte apretón de manos— te deseo lo mismo. Ha sido un placer conocerte.

Con una gran sonrisa salí de la sala acompañando a la enfermera.

Capítulo III

Mientras seguía a la enfermera por los largos pasillos del viejo hospital mi mente no dejaba de pensar en lo que Charles me había contado y en la imagen del periódico. Algo que me hizo evocar mi pasado.

Nací en un pequeño pueblo entre las montañas del norte de España, donde pasé mi infancia.

Desde muy pequeño me gustó leer, sobre todo los libros de aventuras que caían en mis manos. Mis preferidas, las de Julio Verne.

Así pasaron mis primeros años de vida, entre trabajo y diversión. Hasta que a los veinte años vi pasar por encima de mi cabeza un avión, y desde entonces, todo mi esfuerzo se centró en poder pilotar uno de aquellos aparatos. Por aquel entonces, llegaron al pueblo los representantes del ejército en busca de soldados. Mi primera reacción fue ocultarme pero después lo vi como una oportunidad para acercarme más a mi sueño. Tuve en contra la opinión de mi madre que, como hijo único, no quería que me fuera de la casa, pues tenía que ayudarles en el cuidado del ganado y de la hacienda familiar. Fue mi padre quien al final me animó a enrolarme. No quería que su hijo acabara como él, pasando miserias y trabajando como un animal. Acabé alistándome en el ejército.

El entrenamiento fue agotador pero lo pude soportar pensando en que un día no lejano podría pilotar esos aviones que veía pasar, mientras aprendía a desfilar y a manejar las armas.

—¡¡Soldados!! —gritaba el coronel en la arenga del día de la jura de bandera—. ¡¡A partir de este momento sois auténticos soldados de España!! No aprendices, como hasta ahora. Mañana se os dirán vuestros destinos, pero todos, en cualquier lugar donde vayáis defenderéis la patria y la bandera hasta la última gota de vuestra sangre, como siempre ha sido y será a través de los siglos. Soldados, gritad conmigo: ¡¡viva España!!

—¡¡Viva!! —gritamos todos al unísono.

Al día siguiente al toque de corneta, se mandó formar a la compañía y se leyeron los destinos a los que cada uno nos incorporaríamos en la mayor brevedad posible.

Como yo había hecho cierta amistad con un soldado en destinos, conseguí, no sin cierto pago de unos paquetes de tabaco y un par de botellas de coñac, que me destinaran en aviación. Una vez terminada la lectura, se dio paso a la de ascensos, saliendo mi nombre en la lista de cabos.

Un par de días más tarde me incorporé al primer campo de aviación, creado en España en 1917, en Getafe y que era la cuna de la aviación española, donde me presente a mi superior.

—¿Por qué ha elegido aviación en vez de otro cuerpo, cabo? —me preguntó este mirándome por encima de unas gafas con gruesos cristales.

Después de unas explicaciones al comandante, le dije que mi deseo al incorporarme al cuerpo era el de poder pilotar un avión.

—Dado su expediente le recomendaré para su ingreso en la escuela de pilotos. Prepararé toda su documentación. —Cerró el expediente a modo de despedida.

* * *

Transcurridos cinco años, y tras no pocos esfuerzos, era considerado por mis superiores como uno de los mejores pilotos que habían pasado por la base. Mi ascenso había sido rápido: llegué a teniente y tuve a mi mando una escuadrilla de los nuevos modelos de caza. Fue entonces cuando estalló la peor de las guerras, aquella en la que se enfrentarían padres contra hijos, hermanos contra hermanos. Era La Guerra Civil. Yo permanecí, como la mayoría de mis compañeros, en la fuerza aérea republicana «La Gloriosa» como la llamaban. Aunque al final del conflicto pudimos contar con Polikarpov I-16, «La Mosca», nada pudimos hacer contra la gran cantidad de aparatos de la Luftwaffe, superiores en calidad, que luchaban al lado de los golpistas. Al final perdimos la guerra y como muchos republicanos, di con mis huesos en un campo de refugiados del sur de Francia. Cuando en 1940 el Tercer Reich invadió Francia, yo me alisté para seguir luchando contra el fascismo alemán y acabé, por caprichos del destino, en Inglaterra, en una escuadrilla de cazas P-51D Mustang de fabricación americana.

Todavía recuerdo el modelo que yo piloté: P - 51 D Mustang de una longitud de 9,84 m, velocidad de 703 Km/h, capacidad de ascensión de 1060 m/minuto. Poseía un armamento de 6 ametralladoras de 12,7 mm, 2 bombas de 227 Kg, 8 cohetes y cargas subalares. En mi opinión, el avión más decisivo en la Segunda Guerra Mundial.

Ingresé en el 602 Escuadrón Ciudad de Glasgow, con aviadores de diferentes países aliados y cuyo Comandante de escuadrilla era Pierre Clostermann, quien consiguió 33 victorias confirmadas sobre los cazas nazis más 5 probables. Y yo podría haber acabado la guerra sin ser derribado, si en una de mis últimas misiones no me hubiera encontrado con aquel raro aparato trompoidal, que acabó en muy poco tiempo con mi escuadrilla. Todavía no sé cómo me libre de una muerte cierta. No sufrí más que unos rasguños y magulladuras…

Acabábamos de despegar. Nos habían ordenado proteger un convoy de armas de los ataques alemanes. Ya en territorio enemigo surgió a través de las nubes aquel aparato. Ordené interceptarlo. Fuimos recibidos por unos rayos de luz que, al impactar en uno de los Mustang, le hizo explotar en el aire en una gran llamarada, abrasando vivo al piloto. Rápidamente di las ordenes por radio de acción evasiva, mientras que al mismo tiempo hacía un gesto con mi mano. A esa orden, todos los aviones de la escuadrilla se separaron y al unísono atacamos al trompo divididos en parejas.

Pero todo fue en vano. El aparato resistía inalterable los impactos de nuestras ametralladoras. No ocurría lo mismo con los aviones, que a pesar de la habilidad de sus pilotos, eran derribados uno tras otro al recibir el impacto de sus armas luminosas. En mi última pasada, disparando todo lo que daban de sí mis ametralladoras, pude darme cuenta que las balas rebotaban en el casco de la nave. Tiempo después aquello me hizo pensar que no estaba hecho de un metal conocido, sino de una aleación extraña, capaz de resistir los impactos de toda clase de armas, y de oponer una resistencia sin límite a los impactos sin inmutarse.

Fue entonces cuando mi aparato recibió un impacto en el ala izquierda. Afortunadamente no me encontraba a mucha altura y a pesar de que caía en picado, recuperé el control del avión y logré realizar un aterrizaje forzoso, no sin recibir arañazos y magulladuras. Caí en un prado de la campiña francesa. Desde allí pude ver cómo los aviones de mi escuadrilla, considerada como una de las mejores, fueron aniquilados como moscas, sin piedad, uno tras otro, por el objeto volador.

Incluso los tres últimos, que al comprobar la inutilidad de nuestro ataque intentaron escapar, fueron cazados como ratas cayendo al suelo envueltos en llamas. Después el trompo desapareció en la lejanía.

No sin esfuerzo pude llegar a nuestras líneas y fui llevado a un hospital donde curaron mis heridas y, donde días más tarde, fui visitado por un coronel inglés: ¿sería el mismo que visito al Charles? Quién sabe ya. El coronel me interrogó sobre lo sucedido. Yo le fui relatando paso por paso lo sucedido mientras una joven ayudante iba tomando notas. Una vez acabo el interrogatorio el coronel, atusándose su poblado bigote, me comentó que posiblemente nos habíamos topado con alguna de las novedosas armas secretas que estaban realizando desesperadamente los nazis para cambiar el rumbo de la guerra. Es más, en su mesa de trabajo me dijo que tenía un informe de cierto aparato de despegue vertical y de forma ovalada.

Que irónico que es el destino que en un sitio como este se encuentren dos extraños que han vivido una historia similar. Y pensar que durante mucho tiempo he creído que fuimos atacados por un avión experimental alemán…

Después de acabar la guerra en Europa, dando tumbos y pasando hambre, acabé pasando contrabando entre Francia y España. Fue en unos de los Caserones donde entregábamos los fardos (generalmente de tabaco rubio americano) donde conocí al amor de mi vida.

Y es por ella por lo que estoy aquí, aún a riesgo de ser arrestado por republicano y contrabandista.

—Adelante, pase por favor.

Habíamos llegamos a una puerta que la enfermera abrió haciéndome volver a la realidad. Me cedió el paso.

Debió notar en mi gesto algo de nerviosismo.

—Esté tranquilo —me ofreció una cálida sonrisa.

Entré en la habitación y la vi dormida. Me seguía maravillando lo hermosa que era. Acaricié su pelo castaño rizado que se extendía sobre la almohada. Se despertó. Me miró con ese tono verde intenso.

—¿Cómo te encuentras cariño? ¿Estás bien? Estaba intranquilo.

—No tenías por qué preocuparte tonto, esto es algo normal que durante todo la historia de la humanidad lo han hecho infinidad de mujeres y no tiene por qué pasar nada. Ya te dijo el doctor que todo iba bien.

Se abrió la puerta y entró la rolliza enfermera con un bebe en brazos.

—¿Caballero quiere coger a su hijo? —Le cogí, no sin cierto miedo a que se me cayera. Para ciertas cosas soy muy torpe. Miré su carita y le dije:

—Hola Ángel.

—¡¿Cómo que Ángel?! —me dijo desde la cama—. ¿Pero no habíamos hablado sobre esto antes, cariño?, ¿no quedamos que si era chico tendría el nombre de mi padre?

—Está bien, está bien no vamos a discutir por eso. El chico tendrá el nombre de tu padre… también.

Miré a mi mujer y levantando al pequeño que tenía entre los brazos dije:

—Miguel —quedándome pensativo por unos segundos—. Miguel… Miguel Ángel Aznar de Soto, así es como te llamarás. En este día ha venido al mundo mi hijo, que algo me dice dejará una huella imborrable y del que se hablará durante una eternidad.

Ella poniendo una gran sonrisa en su cara respondió.

—¡¡¡Qué tonto eres!!! Ven dame un beso papá.

En eso estábamos cuando entró una monja que venía a llevarse al niño a su cuna. Le pregunté:

—Perdone hermana, ¿sabe algo del caballero que estaba en la sala conmigo?

—¿Quién, el caballero extranjero, el señor Balmer? —Me dijo la monja.

—Sí, creo que sí —pensé— no creo que haya más extranjeros en este hospital.

—Pues ha tenido un niño como usted, fuerte como un toro, o como él decía a gritos, un búfalo.

F I N