V

Por suerte, la importancia de cualquier artista depende de sus aciertos y no de sus posibles deslices. Además, ni siquiera Shakespeare mantuvo el mismo nivel de calidad en cada una de sus obras. ¿Acaso alguien piensa de veras que Much Ado About Nothing es comparable a Hamlet? Todo autor, y más aún si es tan prolífico como García Márquez, escribe libros en distintos registros, con formatos diferentes, intenciones diversas y expectativas intransferibles. Recuerdo que cuando se publicó Crónica de una muerte anunciada, en 1981, algunos críticos y periodistas lanzaron una ofensiva bastante pueril contra la novela, y la punta de lanza de su argumentación era que ésta era una pieza menor porque claramente no tenía la importancia de Cien años de soledad. Lo cual no era más que una tontería. El novelista no pretendía que esta nouvelle se midiera con aquella obra maestra, pero además ese juicio absurdo impedía una justa valoración de la misma. Entonces fue necesario quo pasara algo de tiempo (o como suele suceder en nuestros países, que la crítica extranjera primero celebrara y destacara los méritos propios de la obra) para que las voces disonantes finalmente reconocieran las cualidades de esta gema tan valiosa. En efecto, en Crónica de una muerte anunciada se parecen trenzar, con la destreza de un orfebre consumado, los testimonios de casi cincuenta personajes sin que se noten por ningún lado las costuras entre unos y otros, hasta que la suma de todas esas voces individuales se parecen juntar y traducir en la misma conciencia de la comunidad. Y así se va llegando, página a página, con una escritura dotada de una altísima poesía y a la vez de una asombrosa transparencia (salpicada de imágenes inolvidables, pinceladas brillantes, ideas graciosas y observaciones geniales), a ese desenlace arrasador e incontenible, el crimen atroz, el asesinato del protagonista principal, aquella formidable conclusión que, por cierto, es anunciada, literalmente, desde la primera línea de la novela (y se reitera poco menos que al final de cada capítulo), pero, aun así, admirablemente, el libro no se puede soltar un instante… Y eso constituye una prueba más del enorme talento de este narrador.

De otro lado, si algunas de las obras de García Márquez no poseen, en la opinión de un lector, la misma calidad que otras, en aquellas donde sí la tienen es tanta, que éstas sencillamente quitan el aliento. Además, son la mayoría. Y es en esos libros donde más se aprecian los aportes del colombiano a la literatura universal. Y esos aportes, desde luego, son muchos.

Por un lado, está el realismo mágico, aquel recurso literario que ya comentamos y que resultó tan apropiado para describir la realidad latinoamericana, en donde lo mítico, lo fantástico y lo concreto se parecen hilvanar con la sabiduría de un maestro. Sin embargo, este recurso representó un arma de doble filo, porque fue tal la excelencia con que García Márquez lo empleó que, irónicamente, él mismo lo agotó para siempre y lo clausuró para el uso de los demás. Es decir, el autor le estampó una huella personal tan clara y notable a ese estilo (como sucede con el de Borges, que no es sólo altamente contagioso, y por ende muy peligroso para un escritor en ciernes, sino que es uno de los más inconfundibles del continente), que nadie más pudo seguir su camino sin que se evidenciara el préstamo y sin que se notara, a leguas, la usurpación. No siempre se dice, pero ése es, justamente, uno de los parámetros más fidedignos para medir la trascendencia de un escritor: cuando la potencia de su aliento es tan avasalladora que parece anular o absorber las voces de sus contemporáneos y los condena a ser simples imitadores.

18 Durante muchos años los concursos de cuento y novela, tanto en América latina en general como en Colombia en particular, estaban plagados de lo que se llamaba “la persistente sombra de García Márquez”, y las señas de su influencia eran tantas y tan palpables que las huellas de su prosa se manifestaban por todos lados en los textos de cientos de jóvenes que trataban de encontrar, como fuera, una voz propia y original. Creo que dice mucho del peso de esta figura literaria el que haya tenido semejante impacto entre sus coetáneos, pero hay que agregar que también dice mucho de la salud de la literatura colombiana, pues el país ha producido, desde la irrupción de García Márquez en el panorama mundial de las letras, varias generaciones de narradores que, a pesar de sus muchísimas diferencias, comparten un rasgo común: sus trabajos no son “garciamarqueanos”. O sea, estos autores no son meros imitadores. De cualquier modo, son pocas las veces en nuestro idioma que un novelista haya producido -paradójicamente- un efecto tan abrumador, tan seductor y pegadizo -y por eso mismo tan nocivo y amenazador- sobre los aprendices del oficio. Sin duda, ése es un indicio más que refleja la importancia de nuestro Premio Nobel. Y la larga lista de talentos menores, de admiradores anónimos que han naufragado en su estela, vencidos en el campo de batalla de la originalidad; los que no han logrado desprenderse de las garras de su modo de expresión tan singular y han perecido en la forma de parodistas, es el botín de guerra de cualquier gigante literario. El inevitable saldo de toda poderosa influencia artística.

Y todavía hay más. Como se ha dicho tantas veces, García Márquez ha compuesto (el uso del verbo es más que intencional) una de las prosas más notables, más bellas y más musicales del castellano. Así como los estilos de otros narradores se pueden caracterizar, por ejemplo, por su afinidad al idioma de la calle, y otros por su eficacia, y otros más por su sencillez o por la dureza de su léxico, el de García Márquez se reconoce por su lirismo y por el aire imperecedero de su poesía. Mario Vargas Llosa, al describir el proceso de creación de su maestro y precursor, Gustave Flaubert, y su esfuerzo por lograr aquella escritura tan artística que se aprecia en Madame Bovary, nos dice que, para el francés, la sonoridad era un aspecto esencial, el ingrediente o toque final requerido para que cada una de sus frases estuvieran satisfactoriamente pulidas. “Si no suena bien -anota-, si no es melodiosa y envolvente, si sus virtualidades sonoras no constituyen en sí mismas un valor, [la frase] no es correcta, las palabras no son las justas, la ‘idea’ no ha sido cabalmente expresada.”

19 Pienso que eso mismo se puede decir de la escritura de García Márquez. En verdad, su prosa está hecha de una fluidez que hechiza, cuyo ritmo, luminosidad y armonía ejercen un efecto que deslumbra. En la frase de Jorge Luis Borges, es su “música verbal” su gran creación: la que envuelve al lector y lo seduce sin remedio. Sobran dedos en una mano para contar los autores en español, entre ellos Rulfo y Lezama Lima, que han estado tan atentos a la musicalidad de la prosa como García Márquez. Y en su caso, esa escritura es tan poética y melódica, que se puede paladear y saborear, una y otra vez, sin agotarse jamás.

Ahora, en el caso específico de la literatura colombiana, García Márquez ha contribuido con otros aportes igual de trascendentales. En primer lugar, él fue uno de los primeros autores en entender que la novela de la violencia (sin duda el tema de mayor relevancia en nuestro tiempo) no se podía reducir a un mero catálogo de muertos y mutilados. Comprendió, quizás antes que nadie, que la función del escritor no podía limitarse a escandalizar a los lectores o “ponerles los pelos de punta”, y que el verdadero drama de los episodios más traumáticos de nuestra historia no era tanto el de las víctimas asesinadas (que, como él mismo escribió en octubre de 1959: “los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados”

20), sino el de los vivos, aquellas personas que tenían que sobrevivir la tragedia pero paralizadas del pavor, sin saber en qué momento les iba a corresponder su turno de sufrir, en carne propia, el cuchillo en la garganta o el impacto del balazo en la cabeza. Por eso, buena parte de los libros de García Márquez transcurren en paréntesis de paz: lugares en donde acaba de pasar la guadaña de la violencia y en donde se intuye que muy pronto regresará, con el énfasis en los seres que todavía respiran pero con los ojos abiertos del miedo, escuchando los latidos de su propio corazón. Entonces, en medio de la calma tensa que se percibe en esas páginas, los protagonistas sobreviven como pueden, tratando de acostumbrarse al terror.

En segundo lugar, García Márquez fue una de las primeras voces en Colombia que nos abrió los ojos al mundo moderno de las letras. Le dio bienvenida a lo que otros, tal vez por el nacionalismo ideológico que imperaba en la década de los años 50, condenaban, como la saludable influencia de los grandes autores extranjeros. Hoy en día es difícil de entender, pero en esa época esa actitud era poco menos que revolucionaria. Lo cual constituye una auténtica ironía, porque la izquierda política, que era el sector que supuestamente defendía el concepto de lo revolucionario, era uno de los más reacios a que abriéramos las ventanas de nuestra cultura y nos asomáramos a las creaciones del resto del mundo. Gran parte del pensamiento continental de entonces, alimentado por las tesis nacionalistas y marxistas, mal enfocadas en el campo artístico, proclamaba la necesidad de rechazar la intromisión de corrientes foráneas por ser, paradójicamente, subversivas. En cambio, García Márquez tuvo el valor (al tiempo que los demás integrantes del conocido Grupo de Barranquilla, que incluyó a Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio, el mismo García Márquez y el sabio catalán Ramón Vinyes), de rechazar esa camisa de fuerza tan parroquial, y más bien saludar el buen alimento que proporcionaban novelistas del calibre de James Joyce, Virginia Woolf, Franz Kafka, Ernest Hemingway y William Faulkner. Y gracias a esa lúcida apropiación de lo foráneo, junto con su temática personal y colombiana, García Márquez alcanzó la universalidad.