IV

Naturalmente, unos argumentarán que no todos los libros de García Márquez son geniales. Y estoy de acuerdo. Desde mi orilla (y seguramente cada lector tendrá su propia lista de títulos favoritos o aversos), hay dos que considero menos afortunados. El primero es la colección de relatos publicada en 1992, Doce cuentos peregrinos. Salvo por el prólogo (que es una exquisitez, además de un texto esclarecedor sobre el misterioso proceso de cómo escribir un cuento), y el relato “El rastro de tu sangre en la nieve”,

12 este libro no parece digno de la pluma de nuestro Premio Nobel de Literatura. García Márquez es un gran periodista, un maestro cronista y reportero, escritor de guiones para cine y autor de una obra de teatro, y, como ya lo hemos dicho, uno de los más grandes novelistas en lengua castellana de todos los tiempos. Pero no olvidemos que, adicionalmente, él es uno de los cuentistas más importantes que ha dado nuestro continente en toda su historia. Junto con Borges, Rulfo y Cortázar. García Márquez ha escrito varios de los relatos más notables de América latina y algunos de los más bellos del habla hispana. Cuentos como “La siesta del martes”, “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, “En este pueblo no hay ladrones”, “Ojos de perro azul”, “El último viaje del buque fantasma”, “La mujer que llegaba a las seis”, y tantos más, son apenas un muestrario de relatos maestros. Muchas veces se ha dicho que el género del cuento, debido a sus requisitos de brevedad y concisión, a la exigencia de comprimir, en un formato muy reducido, una historia cautivante que pueda subsistir en la imaginación del lector, es uno de los más difíciles de la literatura. Sin duda eso es cierto. Y tal vez por eso mismo resulta evidente que la mayoría de estos doce cuentos peregrinos más bien parecen artículos de prensa que no han sido convertidos, de manera exitosa, en relatos literarios. El mismo autor, en el prólogo titulado “Por qué doce, por qué cuentos y por qué peregrinos”, afirma que su intención original era que éstos fueran “cuentos cortos, basados en hechos periodísticos pero redimidos de su condición mortal por las astucias de la poesía”. Un poco más adelante confiesa que en otro momento cambió de opinión, y pensó que “en realidad no debían ser cuentos sino notas de prensa”, y hasta guiones para el cine o la televisión. En efecto, como lector uno percibe la crisis de identidad de estos textos, quizá su falta de autenticidad y su naturaleza ambigua. En varias ocasiones, inclusive, se sospecha que los mismos fueron llevados a término por la célebre disciplina de hierro de su autor, pero no porque de veras gozaran de su propia autonomía para subsistir romo cuentos independientes, y a lo mejor su verdadera índole era la de ser otra cosa distinta: estupendas notas de prensa (como algunos efectivamente lo fueron), o buenas anécdotas para después ser llevadas a las pantallas del cine o la televisión. En todo caso, al concluir la lectura de estos relatos, la sensación que prevalece, más que cualquier otra, es una de insatisfacción, como si algo esencial hubiera quedado faltando (una especie de cena insuficiente), antes que el acostumbrado asombro o la plenitud que se saborea al cenar tantos libros de García Márquez. En fin, destacados críticos en su momento señalaron que, más que un genuino libro de cuentos, este volumen parecía una recopilación de desechos periodísticos. Y probablemente tenían razón.

Uno de los relatos sirve para ilustrar esta impresión: “El verano feliz de la señora Forbes”. Esta es la historia de dos niños que pasan sus vacaciones en manos de una institutriz alemana, y la mujer es tan rígida e insoportable que ambos deciden matarla. Sin embargo, en donde el texto realmente encalla es en el tema marino. Los dos hermanos nadan alrededor de la isla de Pantelaria, en Sicilia, y con frecuencia bucean en esas aguas del Mediterráneo durante los días de descanso, pero cada vez que se lanzan al mar salta a la vista que no resulta verosímil lo que están haciendo. García Márquez siempre ha dicho que la literatura es una gran mentira que se construye sobre pequeñas verdades, y ésa es una observación aguda y penetrante. Incluso si la historia que el escritor nos refiere es de corte fantástico, su ancladero en la realidad tiene que ser tan sólido que la misma jamás se cuestione ni se ponga en duda, y en eso estriba el éxito de la ficción. Por ese motivo, cada vez que García Márquez (al igual que tantos escritores contemporáneos, pues se trata de una práctica casi obligatoria desde los tiempos de Flaubert) incursiona en un tema o un mundo que no conoce a fondo, él lo investiga hasta en sus más ínfimos detalles, justamente para recrear y proporcionar esa atmósfera convincente y esa perentoria sensación de verosimilitud, porque el maestro sabe que es, precisamente, en esos detalles pequeños pero veraces que se levantará toda la narración. No obstante, en este cuento la investigación del deporte acuático no se hizo o se hizo sin producir los frutos necesarios, porque las inconsistencias que suceden a la hora de bucear son tan simples y notorias -empezando con el hecho elemental de que los jóvenes llevan oxígeno en los tanques y no aire comprimido, lo cual los envenenaría a los pocos pies de profundidad-, que la ficción termina por perder su credibilidad y de esa manera sucumbe y se desbarranca por el abismo de nuestra desconfianza. Como bien lo señaló Vargas Llosa: “La primera obligación de una novela -no la única, pero sí la primordial, aquella que es requisito indispensable para las demás- no es instruir sino hechizar al lector: destruir su conciencia crítica, absorber su atención, manipular sus sentimientos, abstraerlo del mundo real y sumirlo en la ilusión”.

13 En otras palabras, cuando no creemos lo que el autor nos está contando, no podemos avanzar con la historia, pues para seguir leyendo tenemos que seguir creyendo, y creyendo hasta el punto final. En cambio, cuando un escritor tiene el talento de contarnos las cosas de una forma persuasiva, creíble y convincente, no lo ponemos en duda en ningún momento, así nos relate hechos fantásticos e imposibles, como una muchacha que se eleva por los aires, agarrada de una sábana de bramante, hasta perderse en los aires del atardecer, como le ocurre a Remedios, la bella, en Cien años de soledad, o como le pasa a Gregorio Samsa que un buen día, tras un sueño intranquilo, se despierta en su cama convertido en un gigantesco insecto, como lo vemos en La metamorfosis, de Kafka. Mientras dura la lectura, en suma, la condición de la credibilidad resulta insoslayable, pero por desgracia ésta no se cumple en “El verano feliz de la señora Forbes”. Más aún, sospecho que, lamentablemente, ese requisito tampoco se manifiesta en casi ninguno de los otros textos de esta colección de cuentos.
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Quizás otro libro menos logrado (y aquí, desde luego, cada uno opina desde su propia perspectiva) es Del amor y otros demonios. La idea que originó esta novela publicada en 1994, sin duda era buena. Se trata de una historia de amor que toma lugar en Cartagena de Indias en el siglo XVIII, cuando el miedo, la ignorancia y las supersticiones de la época llevaban a las personas a actuar contra el sentido común y los sentimientos más puros, y todo ese ambiente opresivo y asfixiante es contrarrestado por la bella figura de la protagonista principal, una niña fresca e irreverente llamada Sierva María de Todos los Ángeles. Esta joven está dotada de una espléndida cabellera color cobre, pero una mañana es mordida por un perro con mal de rabia en el mercado público, y eso determina su encierro en un convento de clausura, su proceso de exorcismo y, finalmente, su muerte. Como tantas obras que ha escrito el maestro colombiano, ésta prometía ser otra pequeña joya literaria. Sin embargo, la novela tal y como quedó redactada, tropieza y falla, a mi juicio, por razones puramente formales. Y tal vez eso es lo más extraño, porque García Márquez es famoso por sus brillantes soluciones estructurales, sus arquitecturas narrativas que parecen a prueba de sismos y a toda suerte de catástrofes naturales.

Perturba, por ejemplo, que en este libro los personajes sean inconsistentes o equívocos -cuando esa inconsistencia no obedece a la intención del autor. Es decir, no estamos hablando de la ambigüedad característica de los protagonistas de la narrativa moderna, cuyo temperamento, muchas veces contradictorio, busca iluminar los matices, los dobleces o la complejidad de la psicología humana. En este caso, más bien, dicho rasgo se asemeja a una falta de identidad clara y precisa, pues además es una falla compartida entre varios de los actores, tanto principales como secundarios.

El héroe Cayetano Delaura, por ejemplo, el sacerdote que se enamora de la niña y lo arriesga todo por salvarla de su destino, es, en ocasiones, intrépido y audaz, pero en otras es blando y débil; por momentos su personalidad parece marcada por el coraje y la valentía, pero en otros parece llevada por la cobardía y el miedo. Su final es bastante esclarecedor al respecto. Debido a la fuerza de su pasión, el sacerdote arroja por la borda su vocación y su investidura religiosa y poco antes de lanzarse a socorrer a la mujer de su vida, es tal su poder y su determinación que el médico Abrenuncio, “el más notable y controvertido de la ciudad”, “no pudo ocultar la admiración que le causaba aquel hombre recién liberado de las servidumbres de la razón”.

15 No obstante, tan pronto ingresa al convento en donde la muchacha está recluida, Delaura se encuentra con un grupo de monjas que le gritan “¡Vade retro!”, y eso parece bastar para derrotarlo. Por alguna razón que no resulta creíble en alguien que, minutos antes, había demostrado tanta voluntad y tanto fervor, ahí él entrega sus armas, y el narrador nos informa: “Cayetano llegó al final de sus fuerzas”. Inclusive, este final que desconcierta es gráficamente palpable. En la parte superior de la página 188, de la edición de Mondadori, Cayetano aún despierta esa admiración por su arrojo y energía al médico Abrenuncio, pero en la parte superior de la página 189, el personaje ya se encuentra vencido y aniquilado. O sea, como lector uno siente que ese cambio constituye un viraje incomprensible, un bandazo demasiado repentino, inexplicable e injustificado en el estado anímico del protagonista.

Por su lado, Sierva María parece “una criatura invisible”, una niña “sigilosa” y “de una timidez irredimible”, pero de pronto actúa con un desenfreno y una seguridad de carácter que no es propia de los tímidos. En efecto, en la mayoría de las escenas en que vemos a la joven, ella procede con aplomo y hasta con violencia, pero ante todo con una templanza de personalidad que no corresponde a sus escasos doce años de edad ni a su timidez supuestamente distintiva. De igual manera, el marqués de Casalduero, el padre de la inocente víctima, por fin descubre un verdadero amor en toda su vida (su propia hija), pero tan pronto lo hace, la encierra en un convento por rumores endebles que no resultan creíbles ni siquiera para él mismo. Y hasta un personaje menor, como es el gobernador de la ciudad, adquiere a una esclava abisinia para satisfacer sus apetitos carnales y masculinos, poro luego os descrito como un sor afeminado y “mariposón”.

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En todo caso, quizás el problema más grave de la novela es que está rematada antes de tiempo. La edición de la casa Mondadori consta de 190 páginas, y comienza con un hermoso prólogo en el que el narrador recuerda el día en que el jefe de Redacción de su periódico, Clemente Manuel Zabala, le ordenó que fuera al antiguo convento de Santa Clara, porque “estaban vaciando las criptas funerarias”. El hecho es que a la altura de la página 160 (cuando apenas faltan treinta para concluir la lectura y cerrar el libro), aún no han comenzado varios de los temas más importantes de toda la historia. Por ejemplo, todavía no ha empezado de verdad la relación de amor entre Sierva María y Cayetano Delaura, la cual constituye el eje central de la novela y es el asunto principal de toda la obra. Tampoco se ha iniciado el espeluznante proceso de exorcismo al que condenan injustamente a la niña, lo cual se pensaría que sería desarrollado en mayor detalle. Y en esas escasas treinta páginas que restan, como es inevitable, al autor no sólo le toca desarrollar esos temas cardinales, sino que además le falta atar los cabos sueltos que subsisten entre todos los personajes y los asuntos principales y secundarios, como por ejemplo entre el marqués y su esposa, Bernarda Cabrera, y entre el marqués y su querida loca, Dulce Olivia. También le falta relatar el desenlace que ya vimos de Cayetano Delaura, el final de Sierva María y el destino de su amiga, Martina Laborde. En otras palabras, los últimos fragmentos no alcanzan para liquidar, de manera equilibrada y verosímil, esa cantidad de cuestiones pendientes, pues si en la página 160 hay tanto material que ni siquiera ha comenzado y también hay tanto otro sin resolver y cuyos extremos siguen sin amarrar, en las pocas páginas que faltan los temas se terminan amontonando y embotellando, y por esa razón muchos se quedan en el aire, mientras que otros parecen concluidos a la fuerza, despachados de prisa con dos o tres brochazos del narrador. La sensación que finalmente queda, entonces, es que la novela concluye abrupta y artificialmente, de una forma un tanto atropellada, como si antes de llegar al final de una película de pronto se encendieran las luces en la sala de cine. Mejor dicho, en vez de transmitir la contundencia definitiva de las obras maestras de García Márquez, en esta novela la impresión que predomina es la de una historia inconclusa e inacabada. O, como ya se anotó, terminada antes de tiempo.

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