Álvaro Castillo Granada
Como todas las historias que valen la pena contarse, ésta comenzó hace muchísimos años. “Suavecito, suavecito”, como se bailan los boleros. Mi nombre es Álvaro Castillo Granada, tengo treinta y seis años. No poseo ningún título universitario (creo que decir “estudios inconclusos de literatura” no suena muy bien que digamos), de manera que me inventé un oficio: librero y lector (en este caso, el orden de los factores no altera el producto). Desde que tengo memoria estoy leyendo. Y la que no tengo, la que está por ahí extraviada en los recuerdos de los demás, también. Mi mamá me contó que cuando me atacaba a llorar, cuando bebé, una de las maneras que tenían para calmarme era darme una revista Selecciones. Y yo, simplemente, en palabras de Ofelia, la persona que ayudaba en mi casa, “me ponía a leer”. Disculparán ustedes que hable en primera persona. Me resulta muy difícil separar el oficio de mi vida. Son la misma cosa.
Estoy acá para contarles la historia de un hombre que ha tenido la suerte -por llamar de otra manera eso que no podemos explicar pero que es el destino- de vivir de, con y para los libros y hacer una colección de uno de sus escritores favoritos: Gabriel García Márquez. Una colección hecha gracias al azar, sin ningún esfuerzo. Pero me estoy adelantando. De lo que se trata es de contarles una historia. No debo apresurarme. Como Scherezada, debo ir dosificando las cosas, hay que guardar algo para más tarde. Decía antes: soy librero y lector. 0 por lo menos quiero llegar a serlo. Trabajo como librero desde hace ya diecisiete años. Empecé el 30 de noviembre de 1988. Al año de salir del colegio y graduarme de bachiller. Creí que para una persona a la que le encantaba leer lo más obvio era trabajar en una librería. Cuando estaba en el colegio, en las vacaciones de mitad y final de año, me hacía unos programas de lectura absurdos: si tenía un mes debía leerme, por lo menos, 30 libros. Casi un libro por día. Lo peor… Gracias a esto acumulé una inmensa cantidad de títulos y autores en mi memoria. Además, otra de mis aficiones (ahora que lo pienso: qué muchacho tan aburrido y desocupado…) era consultar bibliografías y catálogos de editoriales para, en un cuaderno, anotar todos los libros que cuando grande quería leer y tener. Que, como en la canción de Silvio Rodríguez, “no es lo mismo pero es igual”. La vida no nos alcanzará para leer todos los libros que tenemos. El tiempo es muy corto y, por desgracia, cada vez menos elástico. Pero es una maravilla que ciertos libros, los preferidos que sentimos y sabemos escritos para nosotros, estén a nuestro alcance, en nuestras bibliotecas, en nuestras mesas, esperando la oportunidad de ser tomados y leídos. En esas listas inmensas que hacía, nunca estuvo Gabriel García Márquez. Jamás.
En esos años existía en Bogotá (como hay en todas las ciudades: la avenida Corrientes en Buenos Aires, la calle Ahumada en Santiago, la cuesta de Moyano en Madrid, los bouquinistas a la orilla del Sena en París…) un sitio mágico para conseguir libros y discos usados: la calle 19. Que, como muchas de las cosas buenas de mi país, ya no existe. La administración de un alcalde que después fue presidente la arrasó una noche. Con ella desapareció una “dimensión desconocida”. Entrar en esa calle era llegar a un sitio donde todo era posible. El azar, parafraseando a José Lezama Lima, no era “concurrente” sino “recurrente”. Nunca he tenido mucho dinero y, por desgracia, los libros siempre han sido muy caros. De manera que la única forma de conseguirlos era comprándolos usados. Y un aspecto más: no todo lo que quería leer se conseguía en las librerías, muchos estaban agotados o descatalogados o, simplemente, los empleados de éstas (no libreros, porque eso es otra cosa. Más adelante, les prometo, tal vez, les hablaré de ello) no tenían ni la más mínima idea de qué les estaba preguntando. Por otra parte: ¿cómo no iban a estar agotados esos libros si los listados que me la pasaba mirando eran, entre otros, los de Losada, Sur y Sudamericana? Bueno, para no continuar yéndome por las ramas y me pase como a Tristram Shandy, que se propuso narrar su vida y de digresión en digresión no alcanzó a contar más que unos días, sucedió lo siguiente: en uno de esos viajes a la calle 19, en una caseta azul de lata cualquiera, encontré por primera vez (valga la redundancia) una primera edición de Gabriel García Márquez. Ya no recuerdo cuál.
Cuando estaba en primero o segundo de bachillerato me tocó leer un cuento suyo. Escogí, creo que por el título, “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”, de su libro Ojos de perro azul. Me fascinó. Prácticamente me lo aprendí de memoria para contárselo a mis compañeros de clase (lo volví a leer el año antepasado, lleno de miedo, después de contarle a García -porque así es como le digo a él- una tarde en que fue a visitarme en La Habana, que ésa había sido mi primera lectura suya. Me siguió gustando: crea una atmósfera de misterio e intimidad que rodea y atrapa al lector). Mi papá me regaló Cien años de soledad (en una edición de la editorial La Oveja Negra). Me dijo que era un libro sabio y maravilloso. A mi mamá le fascinaba: decía que cada vez que lo leía le encontraba algo nuevo. Lo leí cuando tenía doce años y, qué cosa, tengo que ser honesto, no puedo mentirme ni mentirles, no me gustó. Me pareció un libro aburridísimo. Volví a intentarlo (no era posible que no me gustara). Lo mismo. No volví a leer desde ese entonces a Gabriel García Márquez. Mi autor favorito es Pablo Neruda, nunca ha dejado de gustarme desde cuando lo leí en 1982 y me abrió los ojos al mundo y a la vida. Me hice el propósito (ése era otro de los motivos de esas listas inmensas que hacía) de tener y leer todos sus libros. Gran parte de ellos los compré en la calle de la que les hablé. A casi nada. Con mis amigos del colegio íbamos todos los viernes y siempre salíamos cargados y felices. Valía la pena no gastar en almuerzos durante toda la semana: los tesoros sobrepasaban, con creces, cualquier expectativa. Con el paso de los años fui descubriendo, entre asombrado y abrumado, que gran parte, si no todos, de los libros que había comprado eran primeras ediciones. Sí, primeras. Para mí, así suene ridículo o pesado, ha sido más fácil conseguir y comprar este tipo de libros que los que venden en las librerías. Con el paso de los años, y al adentrarme lentamente en el oficio, han aumentado, por suerte, las oportunidades de acceder a ellos.
Vine por primera vez a Buenos Aires en julio de 1992. En esos años (ustedes lo saben muchísimo mejor que yo) ésta era una de las ciudades más caras del mundo. Era terrible… no me alcanzaba para nada… Cualquier cosa que preguntaba costaba una fortuna. Recuerdo que fui a una librería muy famosa y connotada y pregunté por libros de Pablo Neruda. El librero me mostró, desconfiado tal vez por mi acento y mi aspecto (estaba sucio, venía viajando como mochilero, tenía el pelo largo, alguna vez tuve pelo…), varias cosas. Ninguna excepcional. Unas las tenía, otras no. Por supuesto los precios eran para mí un escándalo: acostumbrado a conseguir tesoros por casi nada y encontrarme con un señor que me pedía cientos de dólares por cualquier cosa. Por favor… Le dije que me parecían muy caros. Me preguntó: “¿Vos de dónde sos?”. Le dije: “De Colombia”. Concluyó: “Aquí en el Primer Mundo todo es caro”. Ante eso, amigos, no había más que hacer que largarse y continuar el camino. Pero no vayan a pensar que todo fue así en esta ciudad, por supuesto. En la Plaza Italia un librero maravilloso, de esos que ya no existen, un lector que encuentra su placer en hacer que el libro llegue a las manos que le están destinadas, me vendió muy barata una edición de las Cartas de amor de Pablo Neruda que andaba buscando (la que hizo sin autorización Sergio Fernández Larraín). Cuando regresé a Colombia fui a una librería que acababan de abrir. Muy sofisticada y exclusiva (por cierto: ya quebró). Allí estaban algunos libros que no tenía y, obviamente, a unos precios monstruosos. El librero me dijo que podíamos hacer algún canje. Recordé inmediatamente la primera edición de Gabriel García Márquez que tenía en algún lugar. Se lo propuse. Claro, dijo que sí.
De manera que mi primera experiencia con ediciones originales suyas fue usarlas como moneda de cambio para obtener otras de Pablo Neruda (cuando se lo conté se rió mucho). Gracias a esto conseguí las primeras de Las uvas y el viento, Memorial de Isla Negra, La barcarola y Navegaciones y regresos.
Los años siguieron pasando y yo encontrando libros. Le llevé más de uno. Por supuesto, él jamás me dijo a cómo vendía esos libros. Cuando supe el precio que cobraban los anticuarios por una primera edición de García Márquez me quedé de una pieza, paralizado como una estatua. Sólo fue hasta 1996 cuando ocurrió mi verdadero encuentro con su obra. Ese año decidí asistir al Festival de Cine de Cartagena. Me llevé dos libros para leer: Las palmeras salvajes de William Faulkner (en la edición de Sudamericana, traducida por Jorge Luis Borges) y Cien años de soledad. Terminé el primero encantado. El festival duraba casi una semana y tenía todas las mañanas libres (las funciones empezaban a las dos de la tarde, yo asistía a cinco diarias). De manera que abrí la primera página de Cien años de soledad, me senté en el balcón del hotel y comencé a leer… No podio parar, no podía creer lo que estaba leyendo, pero cómo es posible que durante tantos años me haya perdido esto, pero qué clase de cabezón soy (me decía una y mil veces). El día de la clausura asistió García Márquez. Yo llevaba el libro en mi mochila. Decidí acercarme a pedirle que me lo firmara. Ahora o nunca. Hice fila, esperé y esperé hasta que estuve frente a él… Lo vio, lo abrió y dijo: “Ah… es la tercera edición… muy bien… ¿para quién es?” Le respondí. Me lo entregó. Le di las gracias y me fui. Me llamó: “Oye… tu esfero…” (acá he escuchado que le dicen birome). Se me había olvidado. Me marché feliz. Años después una muchacha llegó a la librería donde trabajaba y me contó que me había visto en un documental sobre el Festival de Cine de Cartagena. “¿Cómo así?”, le dije. “No sé… usted sale pidiéndole un autógrafo a Gabriel García Márquez”, respondió. Por suerte jamás lo he visto. Qué vergüenza. Es a partir de ese doble momento, mi encuentro con la obra y con el escritor, que empieza la segunda parte de esta historia que quiero contarles.
Uno de los textos más hermosos que he leído sobre el coleccionismo de libros lo escribió el alemán Walter Benjamin. Se llama “Desembalando mi biblioteca”. En dos de sus apartes dice: “Si es cierto que toda pasión linda con el caos, la del coleccionista roza el caos de los recuerdos” y “El coleccionista se extasía, y en ello se encuentra su mayor placer, rodeando con un círculo mágico al objeto que, aún marcado por el estremecimiento que acompañó el momento de su adquisición, queda fijado de este modo. Cualquier recuerdo, cualquier pensamiento, cualquier reflexión pasa a ser a partir de ahora el pedestal, la base, el marco, la señal de la apropiación del objeto”. Voy a tratar de no perderme en medio de las anécdotas y recuerdos que rodean cada uno de los libros y objetos que traje para esta exposición. Podría estar hablando horas de cada uno de ellos (no se preocupen, no voy a hacerlo). En cada uno de ellos el azar es destino. Voy a “Desembalar mi colección”. ¿Cómo empiezo? Por el principio, me diría Scherezada.
Después de ese primer encuentro comenzaron a aparecer las cosas. Todo sucedía, va sucediendo, como si se tratara de etapas por recorrer, metas que alcanzar. Me explico: un encuentro conduce al otro y así sucesivamente. Lo mismo un desencuentro.
La primera edición de La Hojarasca apareció una tarde que iba caminando de regreso del trabajo hacia mi casa (durante diez años trabajé en la misma librería. Recorría las mismas calles, con ligeras variaciones, todos los días, de ida y regreso… una y otra vez). Por suerte nada cambia tanto como el paisaje de una vitrina de librería (o de cualquier negocio). De vez en cuando pasaba (paso) frente a un anticuario cerca de una iglesia. Ese día, esa tarde, miré la vitrina y ahí estaba: la primera edición de La hojarasca junto a un libro de una de las artistas que más me gusta y conmueve: Kathe Kollvitz. Los compré. En nada, casi en nada. Hace poco tiempo iba también para mi casa una tarde (acababa de conseguir la primera edición, numerada y firmada, de La estación violenta de Octavio Paz) y volví a pasar por allí (debo añadir, se me olvidaba, que en Bogotá somos muchos los que nos dedicamos al oficio de buscar libros viejos. De manera que todos visitamos los mismos lugares. De lo que se trata, entonces, no solamente es ser de buenas o tener suerte. En el fondo los libros, o lo que sea, que son para uno son para uno). Entré y saludé al dueño, un coronel del ejército retirado. Me dijo: “Por ahí está una edición rara de García Márquez. Es numerada”. “¿Sí?”, respondí como quien habla sobre el clima. “Ya se la busco.” Mi corazón empezó a latir con rapidez. “Que no se me note, que no se note”, me decía a mí mismo. El problema de los precios de los libros viejos es que no existen. El precio que pone un librero es lo que cree que puede obtener por él, lo que cree que le pueden dar por él (muchas veces el precio se fija de acuerdo al aspecto o el entusiasmo del cliente. Entre mejor vestido, mejor hablado, más caro. Entre más intensidad mayor precio. Por eso es que hay que tener cara de palo cuando se negocia, hablar como quien no quiere la cosa. Aunque sin exagerar: ésa es otra manera de delatarse). Bueno. El caso es que la encontró y me la extendió: La mala hora, primera edición, 1962, tiraje especial de 220 ejemplares fuera de comercio, ejemplar de editor número 90. “Es caro”, me dijo. Palidecí. Como de costumbre no llevaba mucho dinero en los bolsillos y un libro así hay que comprarlo y negociarlo inmediatamente (una vez me pasó que encontré una primera edición de El coronel no tiene quien le escriba en una librería. Estaba despegada la carátula del lomo. Llegamos a un precio. Me dijo el dueño: “Yo se la pego”. “Listo”, dije. “Vengo mañana por ella”. Volví al otro día y me dijo que se la “habían robado”. Vaya coincidencia…). “Vale tanto”, dijo. Respiré. Me alcanzaba, tomé otro libro de García Márquez. Le dije: “Pero los dos…”. Se rió. “Bueno.” Cerramos el trato. Esa es otra cosa que he aprendido a lo largo de casi veinticuatro años de estar comprando libros usados: siempre hay que pedir rebaja. Así sea muy barato, así sea prácticamente un regalo, hay que hacerlo. ¿Por qué? La respuesta es muy simple: si le damos al que nos vende lo que nos pide, puede pensar: “Si éste no me pidió rebaja debe ser porque es muy importante y vale mucho más…”. No podrán quejarse ustedes, amigos: les estoy revelando muchos de los secretos de un comprador de libros viejos.
Esos dos libros me los dedicó el autor sin estar yo presente. El primero se lo llevó a México su hermano Eligio (junto a un ejemplar del libro Viva Sandino, titulado después El asalto y, finalmente, El secuestro, publicado en Nicaragua, durante el gobierno sandinista, en 1982). Fue en 1997. Durante algunos años tuve el honor de disfrutar de su amistad y acompañarlo en la labor de investigación para su libro Tras las claves de Melquíades, su ensayo sobre el origen de Cien años de soledad (entre otras cosas, por si no lo saben, lo he visto en varias librerías de esta ciudad, rematado en cinco pesos. Vale la pena leerlo). Cuando regresó me los entregó. Dice La hojarasca: “Para Álvaro Castillo, del amigo de 70 años y pico” (no hay que olvidar que en casi todos los libros la fecha de nacimiento de García Márquez está errada. Dice 1928. Nació en 1927). Y en Viva Sandino una revelación, un dato bibliográfico maravilloso para cualquier investigador: “Para Álvaro Castillo, este libro que yo pensé pero no escribí”. El segundo, La mala hora, fue firmado hace muy poco, un mes largo. Una amiga que vive al norte de mi país, en Cartagena, frente al mar Caribe, y que trabaja en la Fundación de Nuevo Periodismo Latinoamericano, fue a México también, a un homenaje a un artista uruguayo que vive y trabaja en este país, Hermenegildo Sábat. Como hay que aprovechar cualquier oportunidad, ella se lo llevó. Cuando le dio mi nombre él respondió: “Pero si yo lo conozco…”. Escribió: “La buena hora para Álvaro, de su amigo Gabriel”.
En mi vida he soñado muchas cosas. Muchas se han realizado, otras no. Lo que jamás me imaginé, ni en mi más maravillosa fantasía, fue que alguna vez pudiera conocer a Gabriel García Márquez y disfrutar de su amistad y generosidad. No. Ya les conté cuándo fue la primera vez que lo vi. La siguiente fue cuando, gracias a Eligio otra vez, me recibió unos minutos en Bogotá para hacerme el favor de firmarme una primera edición de Cien años de soledad que había conseguido y vendido (he encontrado tres en mi vida, vendido dos y conservado una. En la mía me escribió hace poco: “Para Álvaro Castillo, con el cariño invencible, Gabriel”). Ese día casi no pude hablar de la emoción. Lo único que atiné a decirle fue “Gracias, compañero”, y contarle que todos los años, desde 1996, el último libro que me leo es Cien años de soledad. El caso es que el 29 de julio de 2001, en La Habana, lo llamé por teléfono y nos encontramos en un hotel. Estuvimos gran parte de la tarde hablando de todo y de nada: política, su hermano, la vida, fútbol y tomando Coca-Cola. Le entregué un texto que escribí sobre mi amistad con Eligio (él murió el 29 de junio de 2001, fue publicado incompleto en el número 12 de la revista Gatopardo, en la portada sale Julia Roberts… qué honor…). Después me invitó a almorzar a su casa, junto a una familia de colombianos que por esa época vivían allí. Fue tal mi emoción que sólo le pedí que me firmara un libro, la tercera edición de La mala hora. Me escribió: “La buena hora para Álvaro Castillo, de su lector”. En 2003 volvimos a vernos. Otra vez en La Habana. Lo llamé para saludarlo, como siempre, y me preguntó dónde estaba hospedado. Le di la dirección de mi casa habanera (digo “mi casa” porque es el hogar de una familia que me ha hecho parte de ellos). “Mañana a las tres estoy allá”. Y así fue: a las tres en punto llegó. El García que yo conozco, el mío, es un hombre tranquilo, sencillo, afectuoso, al que le gusta estar hablando de la vaina, de chismes, de la cosa… Le encanta que lo traten como a un igual (cosa nada fácil, por supuesto). Esa vez me invitó a la casa de Pablo Milanés a escuchar música. Fue una noche maravillosa. Inolvidable. Un concierto privado rodeado de seres excepcionales. En un catálogo que me regaló el pintor Roberto Fabelo estamparon sus firmas: Mercedes Barcha (sí, su esposa), García, Julio García Espinosa (el director de cine), Pablo Milanés y el cantante Carlos Varela. Hemos hablado muchas veces por teléfono. Me ha llamado, lo he llamado. Con un grupo de compañeros creamos “Ediciones San Librario”, una colección de libros de poesía, donde han aparecido muchos de nuestros amigos y poetas queridos. Uno de los quince libros que hemos publicado es Rostro en la soledad, del poeta colombiano Héctor Rojas Herazo. Este libro apareció originalmente en 1952 y nunca había sido reeditado. Nosotros lo hicimos. La edición incluye las correcciones que él dejo (murió en 2002), cuatro ilustraciones inéditas y, para completar, el texto que García Márquez escribió sobre este libro en junio de 1952, a manera de prólogo. Lo llamé, le conté la idea, le pedí el favor de dejarnos incluir su texto, me dijo que claro, que sí, lo único que me pidió fue mandarle un fax a Carmen Balcells. Y así fue.
Antes de seguir. ¿Por qué es tan importante para mí que un autor me firme un libro? Al fin y al cabo, la mayoría de las veces, escriben lo mismo: “Afectuosamente… Con la amistad… Un saludo de…”. Es importante porque siento, sé, que por unos segundos existí para ese autor que tanto admiro. En el momento de escribir mi nombre soy real para él. No importa que después lo olvide. En el caso de un escritor amigo la sensación es maravillosa, incomparable. La complicidad crea lazos invisibles que sólo la escritura puede revelar. Además, un libro autografiado es lo más cercano al sueño de todo bibliómano: poseer un libro único.
La historia continúa. Uno de los libros más curiosos que tengo en mi colección es La novela en América latina: diálogo, de Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, publicado por la Universidad Nacional de Ingeniería y Carlos Milla Batres, en el Perú. Es la trascripción de una conversación que los dos sostuvieron en septiembre de 1967 (cuatro meses después de la aparición de Cien años de soledad). Es un libro muy raro, dificilísimo do hallar, que se publicó sin la autorización de los escritores. Lo encontré el 12 de septiembre de 1993, una tarde, botado en la calle, en medio de revistas viejas. Lo compré porque me pareció curioso. En mayo de 2000 Mario Vargas Llosa vino a Colombia a lanzar La fiesta del chivo. Por esa época iba a la librería a comprarme libros el gerente de la editorial Alfaguara. Le pedí el favor, a él le quedaba más fácil, de pedirle que le llevara el libro a Vargas Llosa para que lo firmara. Lo hizo. Escribió: “Para Álvaro Castillo esta reliquia bibliográfica (y pirata), cordialmente Mario Vargas Llosa”. La mitad de la empresa estaba realizada. Al año siguiente, un político de mi país, quien también me compraba libros, me llamó para contarme que iba para La Habana a verse con García Márquez. “¿Necesitas algo?”, preguntó. Aproveché la ocasión: “Sí, que lleve este libro y le pida a García Márquez que me lo firme”. Lo hizo. Escribió debajo de la dedicatoria de Vargas Llosa: “Y la rara adhesión de la contraparte, Gabriel”. Cabe recordar que los autores rompieron su amistad por motivos aún desconocidos. Lo mismo hice con el libro García Márquez: Historia de un deicidio, el impresionante ensayo de Vargas Llosa que no ha sido reeditado desde 1971. Este libro me lo regaló una amiga de cumpleaños. Esa vez la “víctima” de mi capricho fue el corresponsal de televisión española. Lo entrevistó cuando fue a lanzar Los cuadernos de don Rigoberto. Fue a la librería a comprar el libro. Yo, obviamente, le pedí el favor. Escribió: “Para Álvaro Castillo, un recuerdo de Mario Vargas Llosa”.
Una colección no es obra de un solo hombre. Es el resultado del encuentro del azar y las complicidades. No todos los libros que hay en mi biblioteca los he comprado. Muchos los he cambiado y otros me los han regalado. Además, para que los autografíen, he contado con la complicidad de solidarios que se prestan para esto. Algunos de ellos, cuando tienen la oportunidad me llaman (saben cómo me gusta eso) para contarme la inminencia de un encuentro. Libros míos han viajado hasta lugares tan distantes como Praga para que el autor escriba mi nombre. Jamás se ha perdido uno. Todos han regresado (recuerdo que el corresponsal del que les hablé, cuando le entregué el libro me preguntó, sabía perfectamente de qué libro se trataba: “¿Quieres que te firme algo por él?”. “No”, respondí. “Yo confío en usted”). Esas historias hacen también una biblioteca. Son, como diría Benjamin, parte de la base, el pedestal, de ese objeto.
Uno de los deseos de todo coleccionista es tener un libro que haya pertenecido a su autor favorito. Cualquiera. Tengo uno que era de García Márquez. Se trata de la segunda edición de Guatemala, las líneas de su mano, del ensayista y poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. Lo encontré hace unos meses. Estaba comprando libros en una librería cerca de mi casa. Di vueltas, escogí algunas cosas, regateé y llegué a un acuerdo con el librero. Pagué y guardé los libros en mi mochila. Me habían ofrecido un café desde el momento en que llegué. Como es lógico el tiempo había pasado, llevaba casi una hora, y no lo habían traído. Ya me marchaba cuando me dijo el librero: “Ya viene su café, Álvaro, no se vaya”. Mientras seguía esperando me puse a mirar unos libros de un estante. Vi el de Cardoza y Aragón. No sé por qué lo tomé (yo lo tengo en mi biblioteca), la cosa es que abrí la primera página y vi que estaba dedicado por el autor a “Mercedes y Gabriel Buendía Márquez”… Me quedé mudo. “¿Y ahora qué hago? Ya pagué… si le muestro el libro lo va a mirar y se va a dar cuenta… me va a masacrar… ¿qué hago?”, eran las cosas que pasaban por mi mente a mil por hora. En esas el librero salió con un amigo a la calle, al frente de la librería, a fumarse un cigarrillo. “Ya sé…”, me dije. “Hermano”, lo llamé, con el libro en mi mano derecha moviéndose de lado a lado. “¿Me da éste de regalo?”. Me miró, observó mi mano que giraba y con un gesto de su cabeza me dijo: “Bueno”. Siguió fumando. Lo guardé y me fui feliz.
La foto que tengo firmada por Luisa Santiaga Márquez, su madre, llegó a mis manos gracias a un canje. Con un amigo fuimos un domingo al mercado de las pulgas a mirar qué encontrábamos (yo nunca voy a buscar algo, voy dispuesto a ver qué aparece). No había gran cosa. En el puesto de un colega que antes vendía corbatas había unos cuadros. De repente mi amigo me señaló la foto y con la mirada me preguntó: “¿Es?” y yo con la mirada le respondí: “Sí”. Averiguó el precio, la negoció y la compró. Al otro día me dijo: “Sabe Álvaro… yo creo que esa foto la disfrutará más usted… se la cambio por algo”. En un cambio se trata siempre que los dos se desprendan de algo y que a los dos les duela. Un cambio no se mide jamás por el supuesto valor de un libro. Lo importante es que sean equivalentes. Le dije: “Le doy por esa foto un libro autografiado por Nazim Hikmet”. Nos miramos a los ojos y estrechamos las manos. Listo. Negocio cerrado.
Veo que me sucedió lo mismo que a Tristram Shandy. Qué cosa… quería contar una historia y me salieron muchas… Si sigo así no voy a terminar nunca.
Una anécdota más para cerrar. Hace años una prima de García Márquez me invitó a un programa de radio para entrevistarme. Hablamos, como es obvio, de libros y libros. La última pregunta que me hizo fue: “¿Qué libro quisieras conseguir?”. Sin pensarlo ni un segundo le respondí: “La primera edición de Los funerales de la Mamá Grande” (fue publicada por la Universidad Veracruzana, en México, en 1962. La edición es de dos mil ejemplares). Al otro día fui, como siempre, a mirar libros. Digo como siempre porque mi oficio es un oficio de las 24 horas. Siempre estamos mirando, viendo qué hay por ahí. En un puesto desbaratado vi al fondo un libro conocido: la primera edición de Los funerales… Ahí estaba. La llamé y le conté. No lo podía creer. Pero la historia no se termina aquí. Ella fue a México en 2000 a trabajar unos días con García Márquez en su libro de memorias, Vivir para contarla. Le pedí el favor de que le llevara el libro para ya sabemos qué. Regresó con esta frase, que más que una dedicatoria es para mí un premio, el mejor de los reconocimientos: “Para Álvaro Castillo, libroviejero amigo, con un abrazote, Gabriel”.
Durante años tuve la fortuna de colaborarle buscando y corroborando datos para sus memorias. Desde buscar el nombre de un barco hasta encontrar el título de un poema del que sólo recordaba unas líneas. Fue maravilloso. Cuando le extendí mi ejemplar para que me lo firmara, me observó, se rió y escribió: “Para Álvaro, el que me vende”. Me reí también. Nunca le he ocultado cuál es mi oficio. Muchas veces me pregunta a cómo he vendido esto o aquello. Se queda callado un momento y me cuenta: “En Madrid lo vendieron en tanto…”. Y yo me digo: qué cosa, éste es un oficio donde siempre hay alguien que se equivoca y alguien que tiene el cliente. Lo importante es ganar, así sea poco.
Una colección de libros es como un árbol inmenso que va creciendo: las raíces están siempre firmes y enterradas, las ramas no se sabe nunca adónde van. Lo maravilloso de toda esta historia es que no tiene fin. ¿Quién sabe lo que se va a encontrar? En cualquier lugar, en cualquier momento, puede aparecer algo. Vamos a ver si en estos días, como se dice en Colombia, “caza el tigre”. Espero no se hayan aburrido mucho o perdido entre tantas anécdotas. No alcancé ni a empezar…
Como en el ballet: los pasos siempre serán distintos porque el tiempo no se detiene. Sólo hace falta cerrar los ojos y tener paciencia. Todo es posible.