Heriberto Fiorillo

Vivir en La Cueva.

Nostalgias de aquellos tiempos raros

en los que todo el mundo se ayudaba

En 1953, Gabriel García Márquez leyó La peste, de Albert Camus. “El estilo -dice Alfonso Fuenmayor- le varió un poco desde la época en que él pudo leer a Camus. Camus lo atemperó, le quitó esa efervescencia, ese juego imaginativo que conserva, pero que frenó en cuanto a vocabulario. Lo hizo más discreto”.

En 1953, García Márquez protegió a uno de sus grandes amigos del oprobio familiar. Éste, su compañero de colegio en Zipaquirá, el arquitecto Ricardo González Ripoll, pudo contraer matrimonio en consecuencia, el 19 de julio, con su prometida Judith Rosales Clemow en la iglesia del Perpetuo Socorro. “Mi papá estaba nervioso”, cuenta Katya González Rosales. “Primero había intentado esconder o tirar los zapatos del matrimonio por la ventana para no casarse porque tenía miedo de que otra enamorada se presentase y le hiciera un escándalo en la ceremonia. Me cuentan que Gabito no fue a la boda porque se pasó el día en uno de los pueblos del Atlántico, de donde era aquella otra muchacha, diciéndole que mi papá ya iba para allá, para que ella no se viniese”.

En 1953, Gabito fue testigo de la gestión que hicieron Alfonso y Germán Vargas para deshacerse, digamos, del cadáver del multimillonario norteamericano, socio de la Standard Oil y dueño de una flota naviera, de apellido Bedford, que se le había muerto de repente a su amigo, el poeta Álvaro Mutis, jefe de Relaciones Públicas de la Esso colombiana, poco antes de atender en el Hotel El Prado una recepción en su honor. En medio de la expectativa del suceso y la conmoción del insuceso, Alfonso y Germán planearon y ejecutaron con eficiencia los trámites y el papeleo de sacar casi en secreto aquel cadáver exquisito del hotel.

Mutis -recuerda Gabo- lo bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba dentro, le dijo: “El señor obispo”.

En 1953, las expectativas laborales de García Márquez en Barranquilla no eran muy prometedoras. Su amigo Mutis, que valoraba su capacidad, se dio cuenta de la situación y volvió a hablar con Guillermo Cano, que al año siguiente se llevó gustoso a Gabito, una vez más, para El Espectador, en Bogotá.

Desde allí, ese mismo año, en carta a su amigo Alfonso Fuenmayor, el escritor deja percibir, junto a su satisfacción, un hondo sentimiento de nostalgia.

Sus nobles preocupaciones paternales -dice- quedarán aliviadas si le digo que mi situación aquí continúa bastante bien, aunque el interés ahora es consolidarla. En el periódico hay un ambiente excelente y hasta ahora se me ha permitido disfrutar de las mismas prerrogativas de los más antiguos empleados. Sin embargo, lo triste del pasillo está en que no me amaño en Bogotá, aunque si las cosas siguen como ahora no me quedará otro remedio que amañarme.

Es evidente que en Barranquilla -donde viven su novia Mercedes y sus amigos-, las tertulias y los libros le hacen falta.

Como aquí no hago vida “intelectual” -añade Gabito- estoy en las nebulosas en novela, pues Ulises (Eduardo Zalamea Borda), el único genio que frecuento, está enfrascado en unos indigestos novelones en inglés. Recomiéndenme novedades traducidas. Aquí llegó un ejemplar de Sartoris (de William Faulkner) en español, pero estaba empastelado y con los cuadernillos fallos y revueltos, y lo devolví. Hasta ahora no han llegado nuevos ejemplares.

En Barranquilla, durante ese mismo año, y comandados precisamente por Alfonso, experto en estas lides, sus amigos habían encontrado La Cueva, un bar de cazadores que como tienda se llamó El Vaivén y que ahora, gracias a la asistencia del grupo, empezaba a convertirse en el bebedero intelectual más famoso de la costa.

La verdad, nadie sabe a ciencia cierta cuántas veces estuvo Gabito en La Cueva. Alfonso dice que unas tres, Juancho Jinete que cinco o seis. Quizá muchas más. No es necesario ser Sam Spade para saber que Gabo vino a Barranquilla las veces que pudo, no las que quiso. En ese entonces, buena parte de sus afectos estaba aquí, sus amigos y la mujer de su vida. Si la nostalgia tenía entonces un rostro, ése era el de Mercedes. Otro, el de su combo de amigos.

En todo caso, La Cueva nació y se formó mientras Alejandro Obregón estaba a punto de regresar de Europa y Gabito se acababa de ir a Bogotá. Ramón Vinyes había muerto dos años atrás en Barcelona y José Félix Fuenmayor curaba su neurastenia, contemplando los arreboles del crepúsculo en su finca de Galapa, un pueblo a media hora de bus. “Aquí no quedábamos sino tres”, señala Alfonso, refiriéndose a los otros dos mosqueteros en Barranquilla: Álvaro Cepeda y Germán Vargas, que se iría a Bogotá, pero cinco años más tarde, en el 58. Enrique Scopell, otro gran amigo de Álvaro, se había trasladado también a Miami.

La Cueva, es verdad, no aglutinó en sus comienzos a todos los contertulios originales del ya cerrado Café Colombia, que eran casi los mismos de la también clausurada Librería Mundo. Por razones imponderables, a La Cueva llegó apenas buena parte de sus sobrevivientes, aunque también retornaron, una y otra vez, casi todos sus ausentes. Cuando se trata no de un cuerpo colegiado sino de un grupo de amigos, el afecto no parece perderse en la distancia sino, por el contrario, casi siempre, se alimenta, mitifica y consolida.

Así que este grupo de compinches intelectuales y roneros siguió moviéndose en la vida como quiso, en la confianza, cuando no en la fe ciega, de que el centro de su universo grupal, de su tribu solidaria, mantendría aquí su sede, el extremo de su cometa, su polo de tierra. Fue eso lo que asumió Álvaro mientras permanecía en Michigan y en Nueva York; lo que debió pensar Obregón cuando pintaba y exponía en Europa; lo que suponían Ramón Vinyes y Germán al intercambiar sus cartas; el remezón tal vez tardío del sabio catalán al darse cuenta de que debía retornar a sus amigos, de que su tribu de verdad no estaba en Barcelona sino en Barranquilla.

No tiene un origen distinto la nostalgia, esa terrible y dolorosa enfermedad del afecto que empezaba a atacar a Gabito en la distancia. Mientras estuvo en Bogotá, se escapaba a Barranquilla, a encontrarse con su novia y con su tribu, cada vez que el trabajo le daba un paréntesis. De regreso, eran su tema. Mucho le había hablado Gabito, por ejemplo, a su amigo bogotano Gonzalo Mallarino sobre Germán, Álvaro y Alfonso. Y un día lo convenció para que se viniera con él, a conocerlos, a Barranquilla. El encuentro, desde luego, es en La Cueva. El grupo está vivo y el recién llegado descubre de una vez su funcionamiento.

En Barranquilla -dice Gonzalo- el amigo del amigo no necesita credenciales. En esa mesa, tan estentórea como las otras del bar, los nombres que se lanzaban al aire eran los de Proust y Faulkner, Thomas Mann, Tolstoi y Balzac, Virginia Woolf y Alain Fournier. Uno cualquiera de los bebedores de cerveza los trae a cuento para probar la validez de alguna tesis relevante e improvisada. Uno en particular (Alfonso Fuenmayor) conocía a fondo la obra de todos los nombrados y por supuesto la de muchos más, y ponía orden en la discusión con breves observaciones en las que el humor era el medio dispersante de la sensatez.

El amigo de García Márquez se vuelve amigo de sus amigos. El grupo está más que vivo.

Era tangible -añade Gonzalo- el calor de la amistad que se profesaban unos a otros esos escritores y artistas. Y era transparente, entre las zumbas que se lanzaban sin contemplaciones, el mutuo reconocimiento de sus evidentes talentos.

Tiempo después, en el cumpleaños de Rafael Marriaga, y en ausencia de Gabito, Germán Vargas cantará por él. Y mucho más tarde, cuando salga publicada La hojarasca, la tribu le ofrecerá en agasajo una tremenda fiesta. El mismo Gabito presidirá en espíritu la mesa. Sin médium ni ritual vudú. Frente a su silla vacía, habrá toda la noche una botella de licor y una copa. A su izquierda se sentará Alfonso y a su derecha un invitado bogotano, el hombre que le puso nombre al grupo de amigos para poder distinguirlo, don Próspero Morales Pradilla.

El 14 de julio de 1955, Gabito pasa la noche en Barranquilla, a la espera del avión que le llevará al otro día a París. Viaja como corresponsal de El Espectador a Europa. Su madre, Luisa Santiaga, le manda un papelito de aviso a Mercedes, que está en Arjona, Bolívar, pero la joven no alcanza a verlo. Sus amigos festejan en La Cueva su llegada y al otro día lo acompañan hasta el Super-Constellation de Avianca. Dos meses después, Gabito le enviará una postal a Alfonso desde Venecia, asociada de inmediato con Barranquilla.

Maestro: no haga más editoriales contra los caños: los de aquí huelen lo mismo. Monte un negocio de góndolas. Me acuerdo de usted aquí, porque se moriría de tristeza: esto no parece una ciudad dentro del agua sino una ciudad inundada. Y no es lo mismo, ¿verdad?

Pasarán tres años para que Gabito regrese a Barranquilla con el propósito de casarse.

Gabo -dice su amigo, Plinio Apuleyo Mendoza- se encontraba en París, en el invierno de 1956. Me acerco a la pared, para contemplar la fotografía de su novia, que ha clavado allí con una tachuela: una bonita muchacha de largos cabellos negros y tranquilos.

El cocodrilo sagrado -dice.

La novia vive en Barranquilla.

Gabito ha sobrevivido y escrito en París El coronel no tiene quien le escriba y ha viajado por Alemania y la Unión Soviética. Su amigo Plinio Apuleyo, que lo acompaña, le conseguirá un puesto de redactor junto a él en la revista Momento de Caracas, Venezuela. Gabito ha pedido ahora una licencia de varios días para hacer realidad el sueño de su novia. Ella, Mercedes Raquel Barcha Pardo, ha esperado, con amor y paciencia, más de la cuenta.

La situación económica del novio mantiene la fecha de la boda en un suspenso prolongado apenas parecido al que había agobiado su timidez, años atrás, antes de atreverse a declarar su amor.

Con ganas de ver a Mercedes, Gabito visitaba en Barranquilla la farmacia de don Demetrio, el padre de la muchacha, otro asiduo visitante de La Cueva, y pasaba horas hablando con él. “Gabito está enamorado de ti”, le decían las amigas a la muchacha. “Estará enamorado de mi papá”, respondía Mercedes. “A mí no me da ni las buenas tardes.”

“Si no te casas tú, me caso yo”, dice que dijo al final don Demetrio con más humor que comprensión sobre el largo romance. En vacaciones, Gabito había buscado la complicidad de su hermana Aída, que estudiaba en Santa Marta, y le había pedido que viniese a Barranquilla y convidase a Mercedes. Los tres y don Demetrio iban al Patio Andaluz del Hotel El Prado. Mientras Aída hablaba o bailaba con don Demetrio, Gabito aprovechaba para hablar o bailar con Mercedes.

En 1958, el escritor llegará a Barranquilla un par de días antes de la fecha de la boda y se hospedará en el desaparecido Hotel Alhambra, de la calle 72 con 47. Cuando eche la maleta en el piso de su habitación, Alfonso y los demás notarán que está vacía.

- La ropa en Caracas es muy cara -dirá Gabito.

Gabriel y Mercedes se casaron un viernes por la mañana en la iglesia del Perpetuo Socorro. Su amigo Alfonso escribió una estupenda crónica de la ceremonia.

Nunca lo habíamos visto así -dice-, adusto, increíblemente inmóvil. Gabito estaba “tirado al tres”. Vestido oscuro, con el nudo de la corbata impecablemente hecho. Mirándolo, yo recordaba una frase que escribió con respecto de Dámaso Pérez Prado: “Un hombre serio y bien vestido”.

El hombre estaba esperando y era la suya una espera intensa. Hasta que apareció Mercedes del brazo de don Demetrio Barcha Velilla. Ella llevaba un traje azul eléctrico. Lenta y delgada avanzaba, mientras la marcha nupcial, ese viernes 21 de marzo de 1958, resonaba en las naves de la iglesia del Perpetuo Socorro.

Don Demetrio tampoco parecía el don Demetrio que frecuentaba La Cueva. Allá llegaba con su automóvil, ese automóvil pasado de modelo que después de un rato había que empujarlo, con él en el timón, hasta su farmacia, a unas tres cuadras más arriba. Cuando yo le veía, le decía: “Un ataúd para Demetrio”.

Sobre el largo romance de la pareja, Alfonso escribirá con humor más adelante:

Entre los ruidos, casi melodiosos, propios de un comedor, le conté a Mercedes algo que ella no sabía: Una noche, aquí en Barranquilla, subíamos por la carrera 20 de Julio inverosímilmente apiñados en una diminuta camioneta de reparto, conducida por Álvaro Cepeda. Sus pasajeros éramos Alejandro Obregón, Gabito, Germán Vargas, Quique Scopell y yo. A la altura de la calle 64 o 65, el vehículo, que tenía una incoercible propensión a quedarse parado en cualquier parte, allí se detuvo y se negaba a seguir adelante, no obstante la ritual convocatoria de mecánicos que se iba a producir. Estábamos frente a la farmacia, en la que más tarde se celebraría su matrimonio, cuando le dije a Gabito:

- Acércate a esa droguería y pregunta si tienen píldoras para olvidar.

Los novios se fueron a Puerto Colombia, y al otro día, el 22 de marzo, a Caracas. Mercedes, que se había cortado el cabello, casi se queda en Barranquilla, por no tener pasaporte.

Al igual que Gabito, su hermano Luis Enrique, residente en Ciénaga, Magdalena, había llegado dos días antes del matrimonio.

Los novios fueron por mí al aeropuerto -dice- y esa misma noche nos fuimos con Gabito, Germán, Alfonso y Álvaro a La Cueva. Allí bebimos sifón y hablamos en la barra con Eduardo Vilá, como hasta la una de la madrugada. Recuerdo que no volví a La Cueva sino un año después, con Jaime [su hermano], cuando ya Gabito era padre de su primer niño, al que le regalamos una mica, tú sabes, una bacinilla.

Ese año Gabito va a La Habana, a cubrir los juicios de la Revolución y se incorpora, junto a Plinio Apuleyo Mendoza, a Prensa Latina, la agencia cubana de noticias, como corresponsal en Colombia.

En septiembre de 1960, el Centro Artístico de Barranquilla, orientado por Álvaro Cepeda, lo invita como delegado del Cineclub de Bogotá a discutir con otros invitados nacionales los estatutos de la futura Federación Colombiana de Cineclubes, pero Álvaro perderá esos documentos en un taxi y todos los planes se suspenderán, incluyendo la posibilidad de retirarse Gabito de Prensa Latina y fundar con Cepeda en Barranquilla una escuela de cine similar al Centro Experimental de Cinematografía de Roma.

De regreso al Motel El Prado, Gabito le venderá a muy bajo precio los derechos de El coronel no tiene quien le escriba al editor antioqueño Alberto Aguirre, quien ha participado en las discusiones sobre cine, como delegado del Cineclub de Medellín.

Desde La Habana, con Mercedes y Rodrigo, Gabito viajará a Nueva York, en 1961, como corresponsal de Prensa Latina, pero ese mismo año se trasladará a México, con la idea de hacer cine. El 9 de junio escribirá un bello texto sobre Hemingway a su muerte y poco después se ganará el Premio Esso de Novela, galardón que Germán Vargas recibirá por él y traerá en pergamino para ser colgado en La Cueva de sus amigos.

La nostalgia acosa. A su estimado Guillermo Angulo, Gabito le confiesa, en una entrevista para El Tiempo: “El día que piense radicarme definitivamente en alguna parte, le escribiré al maestro Vilá, en Barranquilla, para que me reserve un sitio de por vida en La Cueva”. También reiterará su saludo a los “mamadores de gallo de La Cueva”, en su nuevo libro de ficción, Los funerales de la Mamá Grande.

El afecto es, desde luego, recíproco. En la edición de mayo de 1962, un editorial de la revista Caza, Tiro y Pesca de Barranquilla, vinculada a La Cueva, rinde un homenaje a García Márquez con el título de “Gabito”, por haber ganado el concurso literario de la Esso.

A García Márquez -dice- lo conocimos precisamente en el sitio donde él desea que le reserven un lugar de por vida: en La Cueva. No nos lo presentó el maestro Obregón ni Álvaro Cepeda Samudio ni el maestro Vilá, que estaban allí presentes, lo hizo Eduardo Zapateiro de Oliveira, el barman de dicho establecimiento, con quien departía entre sorbo y sorbo un sifón Águila bien frío, en el momento en que nosotros llegábamos.

Gabito se dedica al cine. En México, escribe varios guiones, entre ellos El gallo de oro, de Juan Rulfo, a cuatro manos con Carlos Fuentes, y protagoniza al taquillero del teatro-iglesia en la película sobre su propio cuento “En este pueblo no hay ladrones”, estelarizado por personajes de la literatura y el cine, como Luis Buñuel, Carlos Monsiváis, Arturo Ripstein, Luis Vicens y el mismo Rulfo. En cartas a sus amigos de Barranquilla, Gabito habla de grandes proyectos cinematográficos y atractivos contratos con editores.

De vez en cuando, saltaba el charco.

Llegaba casi siempre de sorpresa -dice Plinio Apuleyo Mendoza-. Me llamaba a la oficina [Plinio vivía en Barranquilla. Se había casado con Marvel Moreno, la linda reina que sería escritora, conocida del grupo].

- ¿Dónde estás? -gritaba yo, suponiendo que se trataba de una comunicación a larga distancia-. ¿En Panamá?, ¿en México?

- En su casa, pendejo. Tomándome un whisky.

Sentado con Álvaro Cepeda Samudio y conmigo, en cualquier patio, la cálida noche tropical vibrando en torno nuestro, nos hablaba de aquel libro enigmático que estaba escribiendo en México.

- No se parece a los otros, compadre. Ahí me solté el moño, al fin. O doy un trancazo con él o me rompo la cabeza.

En 1966, Germán Vargas suelta el primer anticipo de un cañonazo que aún hoy retumba.

Gabriel García Márquez, a los cuarenta años, está corrigiendo las pruebas de una novela de 490 páginas, que este año dará mucho de qué hablar. Hay razones suficientes para creer que Cien años de soledad -tal es el título- será la mejor novela colombiana escrita en el último cuarto de siglo y, desde luego, la mejor del autor.

Cien años de soledad devuelve a García Márquez a la literatura. Además de los guiones mexicanos, Gabito escribe ese mismo semestre, a instancias de su amigo Álvaro Cepeda, un guión sobre los ochenta años de Bavaria, empresa cervecera nacional, base de un documental que filmaría Guillermo Angulo y que comienza con la imagen de una bella mujer en un campo de cebada, movido en sus espigas por el viento.

Pero Cien años… deja casi todo en veremos.

Cuando recibí el manuscrito -dice Plinio- con el encargo de pasárselo luego a Cepeda, lo leí do un jalón, sin parar, sin ir a la oficina, sin dejarlo a la hora del almuerzo.

- Gabo dio el trancazo que quería dar -le dije a Marvel después, cuando acabé de leerlo.

“No joda, el Gabo acaba de jalarse una cipote novela”, exclamó Cepeda. Lo registra Álvaro Medina, escritor y amigo. Álvaro

había tenido el privilegio de leer el manuscrito y se permitió asegurar que el éxito sería fulminante. Lo aseguró, llevó a los labios un puro de casi veinte centímetros y contó que una editorial gringa había comprado los derechos de traducción sin necesidad de leer el texto completo. Cepeda era siempre exagerado. A mi juicio él, Alejandro Obregón y Eduardo Vilá -el dueño de La Cueva- estaban entre los más grandes escultores del embuste macondiano. Esta vez, sin embargo, Cepeda no soltó su carcajada habitual y eso me pareció sospechoso.

Cien años de soledad se vende como pan caliente en las esquinas.

La tirada inicial de 8.000 ejemplares -consigna Dasso Saldívar-, que a Gabo le pareció una exageración, se agotó en menos de quince días. Una segunda edición de 10.000 ejemplares dejó a la editorial sin papel y sin cupos de imprenta, por lo que durante dos meses toda America latina hablaba de Cien años de soledad, sin que la gente pudiera comprarla, ya que no estaba en las librerías.

En el tope de la espuma, Gabito piensa en su gente de Barranquilla. Con Alfonso Fuenmayor, comparte el entusiasmo de promover una nueva edición de La muerte en la calle, el libro de José Félix. Es el 17 de mayo de 1968 y así le escribe a Alfonso, desde España:

Casualmente está aquí el sumo pontífice de Sudamericana, y ya lo tengo embullado con el libro de cuentos del viejo. Es un hombre que trabaja a pura fe, pues confiesa con orgullo que nunca en su vida ha leído un libro, así que ponga dos ejemplares en un sobre y mándelos por correo aéreo a: Francisco Porrúa, Edit. Sudamericana, Humberto 1º 545, Buenos Aires. Dígale en una tarjeta que ésos son los cuentos de que ya le hablé yo por carta. No deje de hacerlo, que eso fue lo que hizo Cervantes, y fíjese lo bien que le ha ido.

En uno de sus recientes viajes a Barranquilla, quizá cuando vino al Festival de Cine o al de la Leyenda Vallenata -y siguiendo con seguridad un consejo de sus amigos de La Cueva-, Gabo se ha llevado a Barcelona un cuero de caimán, de esos que vende por el mundo Enrique Scopell y la familia de su esposa, Yolanda Field, hermana del famoso Ponche. Le escribe Gabo a Alfonso:

El cuero de caimán está aquí subiendo de precio cada día. Hemos decidido no venderlo mientras se siga vendiendo la novela, pues es de mal agüero vender dos caimanes al mismo tiempo. Lo traje envuelto como un tubo, y cuando el guardia de aduana, después de un registro minucioso de nuestros ochenta kilos de equipaje, me preguntó qué llevaba ahí, le contesté con dos huevos al mismo tiempo: “Es un fusil para matar guardias de aduana”. Y sin preguntar más, me puso el sello. Creo que la fórmula funciona mientras no sea de veras un fusil.

En la multitud aprieta más la nostalgia. La gente lo persigue y lo rodea, pero Gabo quiere seguir siendo el mismo de cuando sólo lo conocían sus amigos.

Al principio creí -dice el autor- que Cien años de soledad era una buena novela, pero ahora sospecho que 120 mil ejemplares vendidos son típica cosa de Vargas Vila. Eso es muy grave. Por eso me voy para Barranquilla, donde nadie le pone bolas a uno. Ya estoy convencido de de que en América latina, al ver una foto mía, dicen: “Otra vez el sapo de García Márquez”.

Las entrevistas se multiplican. García Márquez deslumbra al mundo con sus reflexiones sobre el amor y la muerte, la vida y la literatura, aunque casi siempre surge solo -porque se mantiene a flor de labio- el deseo de retornar, cuanto antes, al lugar de sus años jodidos y felices.

Ya decidí que lo único que me interesa son mis amigos; de nueve a tres trabajo, y el resto para emborracharme con mis amigos. Que venga el Nene Álvaro Cepeda y nos emborrachemos juntos, y lo demás al carajo. Cuando termine este libro, me voy para Barranquilla, donde nadie le pone bolas a nadie, donde va el Presidente y al primer día lo atienden pero al tercero ya ni le fían, y no escribo más.

Esta vez, Gabo no ha mencionado La Cueva. Su amigo, Eduardo Vilá, ha muerto el primero de noviembre de 1970, tras dos años fatídicos de rupturas emocionales y accidentes de automóvil que contribuyen, en forma directa, a la disolución simultánea y paulatina del apreciado lugar. El grupo se dispersa. Tras el primer accidente de Vilá, Obregón se ha mudado a Cartagena, Alfonso empieza a preferir otros lugares del barrio Abajo, Álvaro se pertrecha en La Tiendecita.

El 20 de marzo de 1971, en una hermosa carta a Alfonso Fuenmayor desde Barcelona, Gabito le dice:

Los niños padecen una nostalgia crónica de México, y sólo ahora me doy cuenta de que vivieron allá bastante tiempo como para que aquello sea el Macondo que van a arrastrar por todo el mundo durante toda la vida. El único patriota pútrido que hay en esta casa soy yo, pero cada vez tengo menos peso, entre otras cosas porque cada vez estoy menos convencido de todo: cualquier argumento me parece más válido que los míos, que al fin y al cabo se reducen a la nostalgia de una bolichada dispersa, y a un cierto color de la luz en diciembre. Qué carajo, maestro, si no fuera porque a veces nos protege la armadura de acero de la mamadera de gallo, hace tiempo hubiéramos reconocido que ésta es una vida de mierda.

Bueno, no se me ponga filósofo, que así no vale.

Sólo Gabo sabe cómo convenció a sus hijos y a Mercedes de regresar por un tiempo a Barranquilla. Podemos imaginar que apeló a la necesidad manifiesta de poder oler de nuevo la guayaba, y a la importancia de investigar una vez más el ámbito propio para sustentar su próximo libro, el del patriarca. Apeló seguro a eso y a su solidaridad infinita. Porque esa mañana de sol, al bajarse del avión, Gabo, Mercedes, Rodrigo y Gonzalo tenían muy clara una verdad común: desde ese momento y por tiempo indefinido, Barranquilla sería, por lo menos, la sede de otras nostalgias.

La crónica de su regreso fue narrada así para los lectores de El Heraldo, por Juan Gossaín.

Allí estaban ellos, endomingados, con los zapatos nuevos y el vestido de lino irlandés que permanecía en el fondo del escaparate desde la época en que los buques de rueda remontaban el río Magdalena: los choferes de taxi, los mamadores de gallo de La Cueva, los vendedores de periódicos, los fotógrafos callejeros. Entre aquella multitud prevalecía el temor de que Gabito, el muchacho flaco y cabezón que ellos habían conocido, volviera ahora estirado por el éxito, estirado y espanta-jopos.

Pero se abre la puerta del avión y lo primero que se asoma es una estruendosa guayabera panameña, de todos los colores que Dios echó al mundo, que parecía un disfraz carnavalero del Congo Grande (un taxista recordó, entonces, que veinte años atrás, y por esas mismas excentricidades, a García Márquez le decían Trapo Loco en Barranquilla).

Bajó por la escalinata. Vio los rostros de los viejos compañeros, los espejuelos de Fuenmayor, la barriga descomunal de Quique Scopell, el diente de oro de Racedo, la cámara fotográfica del Mono Manjarrés, los señaló con el dedo y gritó a boca llena:

- ¡Mierda, otra vez los mismos camajanes!

García Márquez había ido a Barranquilla más que todo a visitar a ese amigo entrañable que era Álvaro Cepeda Samudio. Pero Cepeda estaba en Nueva York. De modo que el novelista tuvo que regresar por la tarde al aeropuerto a esperar al amigo que debía haberlo estado esperando a él por la mañana.

En Nueva York le han practicado a Álvaro unos exámenes clínicos por unos síntomas que él debe haber ya descartado como de una pequeña gripe. En el vuelo ha dormido algunas horas y ha leído el New York Times, que viene medio enrollado en su diestra, junto al pasaporte. Gabo luce aún la linda guayabera bordada a mano con la que saludó a sus amigotes esta mañana y los dos se apuntan en la foto inolvidable con un gesto que empieza apenas a sugerir, con picardía, la intensidad del abrazo. Las noches de esta semana serán cortas para desempolvar, junto a Fuenmayor, Juancho Jinete, Quique Scopell, Ricardo González Ripoll y los demás miembros de la tribu que se acerquen, los recuerdos, las historias y los sueños compartidos que se han quedado debiendo entre promesas por más de veinte años.

Una de esas noches, Gabo salió a desandar con Alfonso en Barranquilla los pasos que habían dado ambos con el grupo tiempo atrás y recordaron aquel burdel pintoresco de la Negra Eufemia en el barrio Olaya, adonde ellos iban, no a encerrarse con las muchachitas que se acostaban por hambre sino a beberse su botella de ron de contrabando, que allí era muy barato, y a verles perder el paso a los marineros norteamericanos en la gran pista de baile, donde también se paseaban como dueños las tortugas y los alcaravanes de la negra, administradora del lugar y amante de un dentista, el mejor amigo de José Félix.

Y esa noche recordaron la noche en que Gabito se quedó dormido y vino Alfonso y lo sacudió por los hombros, preguntándole: “¿Y si los alcaravanes nos sacaran los ojos? Dicen que estos cuervos ven moverse las pupilas y las pican como si fueran peces de un estanque”. Sobresaltado, Gabito no volvió a cerrar los ojos ni dejó de pensar en la actitud amenazante de esos oscuros animales de burdel, hasta que no terminó su cuento magistral “La noche de los alcaravanes”.

Quizás esa misma noche, mientras desandaba sus pasos con Alfonso, Gabo llegó también a la famosa Calle del Crimen, “donde tantas noches amanecimos de parranda, y al ver unas mujeres en la acera, comenté al oído de Alfonso: ‘Qué vaina, parecen cachacas…’, y una alcanzó a oírme y me gritó: ‘Cachaca será tu madre, desgraciado’”.

Esa noche, los dos amigos rieron como nunca y empezaron a recordar los vales que dejaron sin pagar en el Bar Japi. Gabito estaba feliz. Había, por fin, regresado a la Barranquilla de sus amigos, a la razón de su tristeza en la distancia.

Caribe hasta el tuétano, Gabo compartió con Álvaro, Alfonso, Germán y sus demás compinches un profundo malestar hacia las solemnidades del interior. “Yo soy de Barranquilla y de Cartagena -decía- y siento que la capital de Colombia no es Bogotá sino Caracas”. Y entre Barranquilla y Cartagena ha dividido subjetivamente esos afectos.

A veces una pequeña anécdota revela más que cualquier informe profundo la dimensión de unos hechos magnificados por el cariño. Hace algunos años, en Cartagena de Indias, el investigador Jorge García Usta, estudioso y divulgador del llamado por él mismo Grupo de Cartagena, le denunciaba a García Márquez, en sus propias palabras, “la aparición y tiranía interpretativa y social de la teoría del Grupo de Barranquilla, con sus exclusiones bárbaras, su innegable impudor y su mitomanía casi insaciable”.

Los dos Garcías, el Nobel y su entrevistador, recorrían el interior del Motel Hilton de Cartagena. El interrogador buceaba en las emociones del escritor. García Márquez, divertido, respondía con frases cortas.

- Pero a usted no le gusta el fútbol… -cuenta que dijo en algún momento García Usta.

- ¿Quién dice que a mí no me gusta el fútbol? A mí me encanta el fútbol -replicó Gabo.

- ¿Y cuál es su equipo? -ripostó de inmediato el entrevistador.

La respuesta simple, irreflexiva, desenvolvió en un instante la gruesa madeja de afecto que durante más de setenta años Gabo había amarrado a su corazón por una ciudad.

- ¿Cuál más?: Júnior [nombre del equipo de fútbol de Barranquilla].

La Barranquilla de sus amigos, los primeros y los últimos que, en Cien años de soledad, tuvo en la vida. “Cien años de soledad -dice él- carece completamente de seriedad y está llena de señas a los amigos más íntimos, señas que sólo ellos pueden descubrir […] Mis únicos amigos son anteriores a Cien años de soledad. A ellos les contesto unas cipotes cartas y me leo de cabo a rabo las que me mandan”.

Gabriel José, el primero de los quince hijos del telegrafista Gabriel Eligio García de Aracataca, nació, como sabemos, en 1927. Ese mismo año, al publicar su Romancero gitano, el poeta Federico García Lorca expresó: “Escribo paro que me quieran”. Más de treinta años después, García Márquez diría, tan enraizado en la experiencia de su vida como en la complicidad de la poesía: “Escribo para que mis amigos me quieran más”.

Lo dijo en un contexto más amplio pero específico, a la luz de su propia idiosincrasia:

Soy escritor por timidez. Mi verdadera vocación es la de prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco, que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura. Ambas actividades, en todo caso, conducen a lo único que me ha interesado desde niño: que mis amigos me quieran más.

Con ello deja bien en claro que la amistad es una de las prioridades de su vida, como el bolero y la literatura, aunque sea hombre de pocos amigos, de un pequeño círculo que “ha sobrevivido -como dice él- a todas las tormentas”.

Por eso y porque como escritor le gusta contarles cosas a sus amigos, bautizó al estudio donde escribe en su casa de Ciudad de México como La Cueva de la Mafia, siendo la Mafia “ese club de escritores que andan por el mundo unidos por lazos muy firmes y que están siempre en contacto, enterados todos de lo que hacen, intercambiando nombres para sus hijos, amenazando con visitarse o encontrarse en cualquier parte del mundo”.

“Dicen que soy un mafioso -dijo alguna vez- porque mi sentido de la amistad es tal que resulta un poco el de los gángsters: por un lado mis amigos y por el otro el resto del mundo, con el cual tengo muy poco contacto.”

A Plinio Apuleyo Mendoza le dijo en una de sus entrevistas:

Viajo mucho por el mundo, pero siempre el interés primordial de esos viajes es encontrarme con mis amigos de siempre, que además no son muchos. En realidad, el único momento de la vida en que me siento ser yo mismo, es cuando estoy con ellos. Siempre son grupos pequeños, ojalá de seis cada vez, pero mejor si somos cuatro.

Y entonces enfatizó con un orgullo tierno:

Yo me considero el mejor amigo de mis amigos, y creo que ninguno de ellos me quiere tanto como quiero yo al amigo que quiero menos.

En 1983, Gabo sostiene una breve pero profunda entrevista con María Teresa Herrán sobre la amistad. “Amigos -le dice- son los que uno quiere como son. Las afinidades laborales suelen crear más amistades que circunstancias casuales”. Así que también la vida le ayuda a uno a escoger los amigos. Como él escogió a Álvaro, a Alfonso, a Germán.

Le explicaba Gabo a María Teresa:

Los he escogido primero, porque tienen una buena formación literaria; segundo, porque tienen un muy buen criterio, tienen lo más importante de todo: que de verdad, de verdad me dicen lo que piensan, así sea lo más doloroso.

Como comentó Germán alguna vez:

Sus amigos estábamos seguros de que llegaría a ser un gran escritor; y hay constancia escrita de que así pensábamos sus amigos en Barranquilla. Creo también que él compartía esa certidumbre por cuanto conocía sus espléndidas capacidades de escritor mejor que nadie, su disciplina, su consagración al trabajo literario. Por lo demás, no se necesitan especiales condiciones de adivino para darse cuenta de que en el García Márquez de entonces había ya un gran escritor futuro.

Gabo continúa explicándole a María Teresa:

Como yo era el menor me convertí un poco en el hermano que había que sacar adelante. Ellos fueron decisivos en mi formación intelectual, orientaron mis lecturas, me ayudaban, me prestaban libros. Y, curiosamente, a pesar de todas las circunstancias de mi vida, ellos siguen siendo los mejores.

La periodista le pregunta si, en su opinión, el hecho de que fueran amigos del Nobel no opacaba su propia carrera intelectual. A lo que el escritor responde:

Sí, pero en el fondo siempre supimos que uno de nosotros tenía que surgir. Era una especie de pacto tácito. Por eso creo sinceramente que ellos aceptan que me haya tocado a mí, con gran satisfacción interna, porque piensan que a ellos también les corresponde parte del mérito.

Ese mérito, esa importancia del grupo de sus amigos de Barranquilla en su formación de escritor, la había encauzado el mismo Gabo en distintas entrevistas, de diferente manera.

Cuando estaba en Bogotá, estaba estudiando literatura de manera, digamos, abstracta a través de los libros, no había ninguna correspondencia entre lo que estaba leyendo y lo que había en la calle. En el momento en que bajaba a la esquina a tomarme un café, encontraba un mundo totalmente distinto. Cuando me fui para la Costa forzado por las circunstancias del 9 de abril, fue un descubrimiento total: que podía haber una correspondencia entre lo que estaba leyendo y lo que estaba viviendo y lo que había vivido siempre.

Para mí es una época de deslumbramiento total, es realmente un descubrimiento… ¡No de literatura! Sino de la literatura aplicada a la vida real, que al fin y al cabo es el gran problema de la literatura. De una literatura que realmente valga, aplicada a la vida real, a una realidad…

… aquellos años febriles fueron los decisivos en mi formación de escritor. Eran unos tiempos raros en los que todo el mundo se ayudaba, de palabra o de obra, en la Barranquilla libre y liberal de los años 40.

Nos emborrachábamos hasta el amanecer, hablando de literatura…

Lo que era formidable es que esas borracheras que nos estábamos metiendo correspondían exactamente a lo que yo estaba leyendo, ahí no había ninguna grieta…

Entonces empecé a vivir y me daba cuenta exactamente de lo que estaba viviendo, qué tenía valor literario y qué no lo tenía, de todo lo que recordaba, de la infancia, de lo que me contaban, qué tenía valor literario y cómo había que expresarlo.

En un encuentro con Germán y Alfonso a fines de los ochenta en México, en razón de la grabación de My Macondo, un documental británico, Gabo le reitera a Alfonso lo que le había dicho en Roma, un 20 de julio anterior:

La parte más importante de mi vida fue la que pasé en Barranquilla con ustedes. A mí se me abrieron muchas ventanas. Yo de todos modos hubiera sido un escritor porque ésa era mi vocación, pero sin ustedes otra dirección hubiera tomado. Sin Barranquilla no hubiera sido Premio Nobel.

Recuerda Germán Vargas:

Precisamente en Estocolmo unos días después de la entrega del Premio Nobel de Literatura (adonde García Márquez nos había hecho invitar especialmente a Alfonso y a mí, y a la viuda de Álvaro Cepeda), nos convidó un día y dijo: “Ahora vamos a hacer únicamente una reunión para la gente de Barranquilla, los amigos míos de Barranquilla”. Éramos sólo Alfonso con su mujer, yo con la mía, la viuda de Álvaro, Gabito y Mercedes. […] Nos reunió en una suite de un hotel, distinto al hotel donde estaba alojado él oficialmente, y allí nos reunimos sin decirle a nadie, y pasamos todo un día hablando, recordando. Un día que yo llamo: dedicado a la nostalgia.