Ezequiel Martínez
Cuando me convocaron los amigos de la Embajada de Colombia, les dije que si la entrevista que yo le había hecho a Gabriel García Márquez tenía algún mérito, era el de la escasez. En la última década el Premio Nobel no ha dado casi ninguna entrevista a medios gráficos, salvo la que le hice yo y otra que le concedió al periodista norteamericano Jon Lee Anderson; todos sabemos que Gabo les rehúye. Es más, en 1981, un año antes de ganar el Nobel, García Márquez escribió un artículo periodístico que está recopilado en sus Notas de prensa que se titula “Una entrevista, no gracias”, donde expuso todas las razones por las que les huye a los periodistas que pretenden entrevistarlo, y en parte tiene razón en algunos de sus razonamientos. Allí dice, entre otras justificaciones, que el entrevistado también debe trabajar y prepararse tanto como el entrevistador porque, al menos es lo que a él le sucede, es responsable por todo lo que diga y, sobre todo, debe esforzarse para ser original y no repetirse. Además le fastidia un poco que la primera pregunta casi siempre sea la misma: cuál es su método de trabajo. Una pregunta que contestó centenares de veces y centenares de veces intentó responder de manera diferente.
Ante ese desafío me vi en 1994 cuando el diario Clarín estaba a punto de publicar Viva, su nueva revista dominical, y querían hacer un lanzamiento fuerte con personajes potentes. Justo unos meses antes surgió una invitación para ir a la Feria del Libro de Bogotá, que estaba dedicada ese año a la Argentina. En esa Feria, además, se iba a presentar su última novela, Del amor y otros demonios, presentación a la que, por supuesto, García Márquez no fue. En el diario mi editor me indicó: “Andá a cubrir la Feria pero de paso tratá de hacer algún contacto con García Márquez”, como si eso fuese una cosa tan simple. Conseguí los datos de Margarita García, que es su asistente en Bogotá, y la llamé por teléfono, como cientos de periodistas deberían hacer con el misino planteo: “Estoy en Bogotá y quisiera entrevistar a García Márquez”. Margarita me atendió muy amablemente, pero me respondió de manera previsible: “Mándeme un fax diciéndome lo que usted quiere”. La apuré en vano: “¡Pero yo me estoy yendo en dos días!”. Y con la misma rutina mecánica se despidió: “Bueno, pero Gabo no está, lo tengo que consultar con él, no da entrevistas…”.
Regresé a Buenos Aires con la respuesta que imaginaba que iba a tener. Sin embargo, cumplí con el trámite del fax y a los quince días llamé a Margarita para ver si había alguna novedad. En aquella época, yo editaba las páginas de Cultura de Clarín y me acuerdo perfectamente de la escena de aquel llamado en medio de la redacción. Me atendió Margarita y le recordé que le había enviado un fax tal como ella me había pedido. ¿Había podido comentárselo a Gabo? Me respondió: “A ver, espere. ¿Era un fax de Buenos Aires?”. “Sí”, le dije, “soy del diario Clarín”. Y otra vez: “Aguarde un minutito”. Ya sospechaba que se había olvidado completamente de mi pedido y que en ese minuto iba a tratar de rescatar el fax. Pero no: de golpe y sin preámbulos apareció otra voz en el teléfono: “Bueno, qué es lo que tú quieres”. Era Gabo. Yo no estaba ni preparado para hablar con él. Seguramente hablé con tanta torpeza como se los estoy reconstruyendo ahora. Le expliqué que era del diario Clarín, le comenté acerca del proyecto de la revista dominical y que queríamos tenerlo a él en la portada porque para nosotros sería un honor y todos los etcéteras posibles. Entonces me dijo: “Mira, hay un periodista de Clarín que hace como dos años que me está pidiendo una entrevista a través de Carlos Fuentes, y yo se la estoy negando permanentemente. No quisiera quedar mal con él, pónganse de acuerdo y tú luego me llamas, si vienes tú o vienen los dos o qué es lo que quieren hacer.” Ese periodista era Jorge Halperín, editor del suplemento cultural de Clarín que, como tantos periodistas culturales, gestionaba periódicamente un encuentro con García Márquez, aunque sin éxito. Terminé la conversación con Gabo antes de que se arrepintiera: “Yo lo llamo hoy a última hora y le confirmo lo que vamos a hacer”. Aquí tengo que hacer un paréntesis y explicar por qué Gabo me atendió de manera tan expeditiva con ese “Llámame y arreglamos” que parecía inalcanzable. Mi padre, el escritor Tomás Eloy Martínez, escribió en Primera Plana la primera crítica que se hizo de Cien años de soledad; eso explica un poco por qué Gabo me atendió tan bien. Por supuesto, ese dato se lo transmití en el fax que le había mandado. Y, seguramente, fue ese dato genealógico el que me abrió la puerta para una entrevista.
Como sea, corté y corrí a contarles a las autoridades del diario que Gabo no tendría problemas en recibirnos, siempre y cuando nos pusiéramos de acuerdo con Jorge Halperín. En Clarín querían una entrevista más íntima, personal, no tan literaria como las del suplemento cultural sino enfocada en el personaje García Márquez, un perfil que tratara de desmenuzarlo y de descubrirle, como él mismo dice, los latidos del corazón. Como Halperín estaba interesado en una entrevista más centrada en su narrativa y en su obra, lo hablamos y quedamos de acuerdo con las autoridades del diario: “Vayan los dos, hagan la entrevista para Viva y también para el suplemento cultural”. Tal como habíamos convenido, llamé a Gabo esa misma noche. Salió una contestadora y pensé: “Se arrepintió, ya está, me hizo el verso que me iba a dar la entrevista pero se arrepintió y no lo veo más”. Resignado, empecé a grabarle un mensaje: “García Márquez, qué tal, soy Ezequiel Martínez, le recuerdo lo llamé esta tarde…”. De golpe su voz saltó del teléfono: “Hola, hola… es que estoy aquí solo, y si no pongo estas grabadoras me vuelven loco”. Entonces le expliqué: “Mire, haremos lo siguiente: vamos a ir Jorge Halperín y yo a hacer la entrevista donde usted decida y cuando usted decida. Ponga la fecha y el lugar, y ahí vamos a estar”. Esto sucedía en mayo de 1994. Buscó su agenda y empezó a hablarse en voz alta: “A ver, esto está lleno de compromisos… Mira, aquí tengo un hueco el 8 de junio, en Cartagena de Indias, ¿te parece bien?” “Me parece fantástico porque es mi cumpleaños, no va a haber mejor forma de celebrarlo que compartiéndolo con usted.” “Ah, bueno, pues aquí lo celebraremos”, me respondió. Yo me sentía feliz de la vida; alrededor de mí tenía como a veinte personas que se habían acercado a mi escritorio en la redacción por el solo hecho de saber que estaba hablando con García Márquez.
Unos días antes de la entrevista viajé con el fotógrafo Daniel Merle hasta Aracataca porque queríamos conocer y entender un poco ese clima del que surgió Macondo. Cuando llegamos a Aracataca me dije: “Efectivamente, esto es Macondo”. Es un pueblo que está a dos o tres horas de Santa Marta, la localidad cercana más grande. Pasamos un par de días recorriéndolo. Vi la casa natal de Gabo, vi a la gente y vi cosas que me empezaron a hacer entender el realismo mágico de García Márquez. Hay una escena que no voy a olvidar jamás: sucedió en la plaza principal de Aracataca, una placita como las que hay en todos los pueblos, con su iglesia, un barcito donde se reúnen los parroquianos, un cementerio detrás de la iglesia. En un momento, mientras una vaca pasaba caminando sola por el centro de la plaza como si fuera un peatón más, salieron de la iglesia unos chicos vestiditos de blanco que aparentemente acababan de tomar su primera comunión. Y en el mismo instante, mientras esos chicos salían por la vereda lateral de la iglesia, pasaba en dirección opuesta un cortejo fúnebre llevando un cajoncito también blanco de un niño que había muerto. La vaca peatón se detuvo respetuosa en el medio de las dos procesiones. Esa imagen alcanza para sospechar de dónde sale todo lo que después leemos en la obra de García Márquez. Aracataca es un pueblo como detenido en el tiempo, donde las mujeres siguen lavando la ropa en el río con el manduco, que es una especie de palo con el que le dan golpes a las prendas; estoy hablando de algo que vi hace diez años, y seguramente todo debe seguir igual. Es una población de unos pocos miles de habitantes, donde se continúan cultivando bananos y se ven algunos de los escenarios mencionados en Cien años de soledad. Con esa visita ya tenía un material muy rico para empezar a entrevistar a García Márquez cuando lo encontrara, dos o tres días después, en Cartagena de Indias.
Llegamos a aquella maravillosa ciudad caribeña con Daniel Merle y ya nos estaba esperando Jorge Halperín, con quien nos reunimos en el hotel Capilla del Mar. El día previo a la cita convenida, el 7 de junio, llamé a García Márquez para ver a qué hora nos iba a atender. “Hola Gabo, soy Ezequiel Martínez, ya llegamos.” “Ah, ya llegaron, ¿dónde están?” “Estamos en tal hotel”. “Y, ¿qué están haciendo?” “Llegamos ayer, lo llamaba para arreglar el encuentro de mañana.” “Mira, los paso a buscar, vamos a almorzar, y ahí arreglamos los horarios de trabajo”. “Bueno, estupendo”, le respondí. Esa cita imprevista e informal no hizo más que alborotar nuestra ansiedad. El fotógrafo me preguntó: “¿Llevo cámara o no?”. “Mira, no lleves nada por las dudas, a ver si se ofende. Quedó claro que la entrevista iba a ser mañana”, le sugerí. Gabo me había dicho que pasaba en media hora y no estábamos ni bañados. Bajé al hall del hotel retrasado y le pregunté al botones: “¿No vio por aquí a García Márquez?”. El hombre me devolvió una sonrisa irónica y me dijo: “No, García Márquez acá no está”. Justo entonces ingresó al hotel una figura vestida de blanco de pies a cabeza, absolutamente de blanco, guayabera blanca, pantalón blanco, zapatos blancos, lapicera blanca, reloj con esfera blanca y malla blanca. Era García Márquez, que parecía como producido para el encuentro. Como él no me conocía la cara, me acerqué a presentarme. Me saludó muy efusivamente con un abrazo. Al rato llegaron Halperín y Merle y nos anunció: “Los voy a llevar a comer a un lugar fantástico en la bahía de Cartagena; tengo mi auto aquí”. Le dio las indicaciones al chofer y mientras el auto empezaba a alejarse, alcancé a ver por la ventanilla a aquel botones corriéndonos con un ejemplar de una novela de García Márquez para que se la firmara.
El viaje en auto fue toda una aventura. Mientras avanzábamos notamos que una camioneta negra con vidrios polarizados nos seguía muy de cerca. Ante la duda, le preguntamos: “¿Esta camioneta viene con nosotros?”, a lo que respondió: “Sí, es mi custodia”. El gobierno colombiano le había puesto, aunque no le gustara demasiado, una custodia permanente mientras permaneciera en el país. Así que con esa escolta temeraria llegamos hasta un restaurante efectivamente maravilloso en la bahía de Cartagena, donde había muy pocas personas y cuyo nombre ahora no recuerdo pero que aparentemente era muy exclusivo. Estábamos en una terraza almorzando, y él pidió directamente champán y unas exóticas muelas de cangrejo como entrada, que devoramos mientras comenzamos a contarle mejor el propósito de la entrevista. El fotógrafo estaba muy preocupado explicándole que no se puede reflejar bien a un personaje si lo retrataba todo el tiempo sentado en el mismo lugar, que lo ideal sería tenerlo en diferentes escenarios, poder mostrarlo en la ciudad, en la casa en la que vive, con la gente con la que convive. Gabo estaba absolutamente relajado, y se lo notaba contento. Había terminado de escribir una novela, se había sacado un trabajo de encima, no estaba en un proceso de escritura de esos que le demandan enclaustrarse sin atender más compromisos que el de sus rutinas narrativas. La novela andaba muy bien; incluso hablamos de las cifras de ventas de sus libros. Le habían pasado en ese momento una cifra estimada de la venta de Cien años de soledad desde que había salido y ésta rondaba los veinte millones de ejemplares en todos los idiomas posibles, así que lo encontramos muy bien predispuesto. Cuando Merle le explicó cuál era su intención con las fotos, Gabo nos sugirió: “Vamos a hacer una cosa. Cuando terminemos de almorzar, tú te vas al hotel, buscas tus cámaras y nos encontramos en una casa muy linda que tengo en Cartagena, porque es muy buena para las fotos y además se ve el Caribe”.
Durante ese almuerzo pude observar cómo García Márquez interactuaba con la gente en lugares públicos. Obviamente cuando entró al restaurante, por más exclusivo que fuera, todo el mundo se dio vuelta a mirarlo. En un momento entró una señora, cuarenta y pico de años, muy bonita, rubia, vestido con unas calzas deportivas, con dos hijas adolescentes tan rubias y tan bonitas como ella. Gabo se paró, se quitó la servilleta del cuello -se la puso para no mancharse la guayabera-, la fue a saludar, y hablaron en francés. Cuando regresó a nuestra mesa, comentó: “¡Qué bonitas la madre y las hijas!” y nos explicó que se trataba de la esposa de un empresario turístico que él conocía. Se sentó nuevamente: “Me han distraído. Ya no puedo hablar más de nada”. Como periodistas, ese tipo de anécdotas nos daban un material riquísimo; es más, con esa escena del almuerzo empieza la nota que escribí después para Viva.
Merle se fue, y Halperín y yo subimos al auto. García Márquez, que no manejaba, le indicó al chofer: “Vamos a la Casa Azul”. Y enfilamos para la ciudad antigua de Cartagena, siempre seguidos por los custodios. Al llegar había un embotellamiento terrible, no avanzaba el auto, y entonces nos avisó: “Nos bajamos acá. Vamos caminando así de paso les muestro la casa que me estoy construyendo”. Él nos habló a nosotros, pero el chofer debió avisarle a los custodios para que organizaran rápidamente el desplazamiento de García Márquez a pie por la parte más transitada de Cartagena. Imagínense un día de semana, a la tarde, en plena ciudad antigua, que hervía de gente como acá puede hervir Florida a esa misma hora. Bajó Gabo, bajamos nosotros, y bajaron de la camioneta dos o tres hombres de la custodia que nos seguían a una distancia prudente, sin estorbar, pero con una presencia muy nítida alrededor. Recorrimos diez cuadras hasta que llegamos a su casa. En ese trayecto le cantaron vallenatos, le hicieron declaraciones de amor, le pidieron plata, y cuando le quisieron vender un billete de lotería, le dijo al vendedor: “Hermano, ¡yo ya me la gané!”. Todo eso iba pasando en esas diez cuadras, a un paso que ni siquiera era de hombre. Las señoras se le acercaban: “Yo quiero decirle tantas cosas, por favor”, entonces él les anotaba un número de teléfono: “Llámeme, aquí me va a encontrar”. A todos dejaba contentos y felices. Al mendigo que le pidió plata, diez pesos, le daba cinco y con eso lo dejaba conforme. Periodísticamente, todo eso era un festín. Pensaba: “Si esto empieza así, estoy hecho, no puedo pretender nada más”. Y llegamos a la casa que efectivamente se estaba construyendo frente al convento de Santa Clara, que es un hotel cinco estrellas y que en ese momento se estaba reciclando todavía, donde transcurre buena parte de Del amor y otros demonios. Él nos contaba cosas de la novela mientras íbamos caminando; al pasar por un colegio explicó: “Aquí estudiaba Sierva María de Todos los Ángeles”, la protagonista, la de la cabellera larga. Describía así los lugares donde sus personajes habían hecho cosas o transcurrían los sucesos que contaban sus novelas. La casa que él se estaba haciendo quedaba justo en frente del Caribe, una residencia fantástica que todavía estaba en construcción, aunque ya estaba bastante reconocible en sus formas y donde había muchos obreros trabajando. Nos condujo en visita guiada para explicarnos cómo se hizo el escritorio, su estudio, por qué quería su habitación así o el baño de determinada manera, etcétera. Era evidente que trabajó mucho con el arquitecto porque se estaba haciendo una casa a medida: tenía un microcine, un estudio para Mercedes Barcha, su esposa, una especie de entrada donde pondrían una cascada. Yo en ese momento no podía evitar pensar en todo lo que se estaba perdiendo el fotógrafo, porque cuando narrara en la nota ese recorrido por la calle y esa visita guiada por su casa en construcción, los editores nos iban a preguntar: “¿Dónde está todo eso que cuentan?”.
El encuentro con Merle no sería en esta casa tampoco, sino en otra conocida como la Casa Azul y que se había comprado García Márquez antes de hacerse construir ésta, también sobre la misma avenida costera y con vista al Caribe. Fotográficamente era una casa hermosa porque resaltaba un azul muy fuerte desde afuera, desde la fachada, y también en sus interiores. Una casa antigua de la ciudad vieja, vacía de muebles: había un par de sillones y nada más. Nos contó que él quería una casa grande en Cartagena con vista al Caribe, pero que estas casas antiguas no eran muy funcionales porque el baño no estaba donde él quería que esté, otras cuestiones de ventanales, y aunque se trataba de una casa muy bonita, con un patio interior fantástico, nos aclaró: “Se la dejo a mis hijos porque nunca sentí esta casa como mía”. Fue un lugar maravilloso para hacer las fotos. Todo esto sucedía mientras manteníamos con él charlas informales de cosas muy cotidianas, muy mundanas, muy de todos los días, que era lo que nosotros estábamos buscando y que no esperábamos conseguir, porque habíamos convenido dos horas de una entrevista formal para el 8 de junio, y nada más, y sin embargo estaba dándonos un material inesperado. Él es periodista y sabía perfectamente que nos estaba dando un material muy rico. Era consciente de eso, y perfectamente consciente de que todas esas caminatas, encuentros, almuerzos y demás iban a terminar en el papel. Que lodo lo que dijera, hasta el último suspiro, iba a ser contado.
Finalmente, cuando llegó Merle, Gabo le dedicó como dos horas sólo para las fotos; posó, hizo todo lo que el fotógrafo le pedía y si no se tiró al piso fue porque no nos animamos a pedírselo. Cuando le preguntamos por sus gestos o sus tics, nos respondió: “Yo me vivo refregando los ojos todo el tiempo”, y de inmediato repetía el gesto para la cámara. Aparte se comunica mucho con las manos, es otro lenguaje paralelo y muy expresivo, y entonces repasaba todos esos ademanes para las fotos. Una maravilla.
Habíamos empezado a la una de la tarde y estuvimos como hasta las seis, siete, ya caía el sol cuando terminamos esa jornada, y quedamos que la entrevista la íbamos a hacer al día siguiente, a las tres de la tarde, en un departamentito suyo en El Laguito, un edificio que en Cartagena se conoce como “La máquina de escribir” por su forma escalonada y que daba la sensación de teclado de máquina de escribir.
Llegamos puntualmente a las tres de la tarde. Primero tuvimos que pasar la custodia, porque también allí había gente de seguridad. Era un departamentito de dos ambientes, muy pequeñito, que yo había visto en fotografías de entrevistas anteriores, con un living mínimo donde no había bibliotecas. El piso era como un tablero de ajedrez con mosaicos muy grandes blancos y negros, con un ventanal precioso al Caribe: había una cocina tipo americana con una barra que daba al living, y pocos libros. Aunque no era su residencia permanente (él vive en México), me llamó la atención la sobriedad del lugar. Después vimos el dormitorio, donde en un rincón tenía el escritorio con su computadora y la cabecera de la cama cargada de libros. Desde el dormitorio llegaba el sonido de un televisor encendido. Cuando terminó de saludarnos en el living, le gritó a su mujer: “Mercedes, vas a tener que venir a saludar porque aquí está el hijo de Tomás Eloy, de eso no vas a poder librarte”. Efectivamente salió Mercedes del dormitorio, nos saludó a los tres y se quedó conversando con nosotros. Mercedes estuvo fantástica: nos dio un montón de letra para la entrevista y nos contó acerca del círculo familiar más íntimo: sus hijos, sus nietos. Es más, en un momento dado, cuando le preguntamos sobre eso a García Márquez, él mismo le pidió a Mercedes: “Contesta tú, que de estos temas entiendes más”.
Esas dos horas fueron la entrevista formal, la entrevista que había sido preparada minuciosamente durante el mes previo en el diario, donde todo el mundo opinaba sobre qué se le iba a preguntar, qué temas abordar… En fin, había mucha expectativa por el resultado final y por poner el énfasis en la parte humana, en el personaje porque, ya les digo, el objetivo principal era lo que publicaríamos en Viva y después Halperín iba a sacar cosas de ahí para su nota en el Cultural y para un libro en el que estaba trabajando. Resultó una entrevista fantástica, Gabo respondió de todo. Es que después de un día como el anterior, tan relajado y durante el cual se compartieron varias horas, no digo que se genera una confianza gigantesca, pero sí nace cierto grado de informalidad, de mayor familiaridad entre el entrevistado y el entrevistador. Cuando le hablábamos del amor y tratamos de explorar esa veta, Gabo nos paró: “¡No me jodan más con el amor, no quiero hablar más del amor!”, y esa fue la respuesta que puse en la nota. Se había generado un clima especial que le permitió negarse a responder con bastante informalidad acerca de aquellos temas sobre los que ya no le interesaba abundar. Pero también nos dio mucha libertad, habló absolutamente de todo y “trabajó” para la entrevista. Como les conté al principio, se notaba que buscaba dar no sólo respuestas diferentes sino contar algo nuevo. Imagínense la cantidad de archivo que hicimos antes de ir. No quedó entrevista, nota o libro sobre García Márquez que no hayamos leído porque sabíamos que él tenía esta reticencia a los periodistas que siempre le preguntaban las mismas cosas, que siempre volvían a la misma clase de temas y de preguntas. No digo que hayamos sido originales, pero sí que él contó cosas nuevas de su infancia o de su madre, de sus hermanos, de sus miedos y temores. Por ejemplo, que le tiene mucho miedo, terror casi, a quedarse a oscuras en una casa: “Yo no puedo estar solo en una casa a oscuras. Si hay gente no hay problema, pero si estoy solo en una casa tengo que prender las luces porque si no, no duermo y estoy aterrado”. Son detalles que en un personaje tan grande por ahí parecen menores, pero el hecho de que se desnudara así en sus temores era fantástico porque sentíamos que nos estaba dando mucho.
En esas horas tuvimos la oportunidad de verlo interactuar con su mujer. Mercedes es una mujer maravillosa, simpática, una asistente diez puntos porque tiene un entrenamiento para todo y en especial para filtrarle llamadas. Se notaban sus códigos. Ella atendía el teléfono y siempre negaba que Gabo estuviera, pero cuando recibía un llamado que Gabo sí podía llegar a atender, decía en voz alta: “Espere que siento un sonido de alguien abriendo la puerta, tal vez sea él”. Era una de las tantas escenas domésticas de las que habíamos sido testigos.
Cuando la entrevista ya había terminado, nos mostró su computadora: tenía un monitor del tamaño de un televisor veinte pulgadas, gigantesco. En la pantalla -que él rápidamente apagó para que no espiáramos-, pudimos llegar a adivinar parte de los textos de sus memorias. Nos explicó que entre libro y libro había descubierto que la mejor forma de mantener caliente el brazo (“Porque si no”, comentó, “se me enfría”) era escribir algo, “y se me ocurrió que podían ser mis memorias”. Se trataba de Vivir para contarla, pero como dije no nos dio tiempo a espiar porque en seguida se dio cuenta que nosotros, libreta en mano, íbamos anotando absolutamente todo: los títulos de los libros que tenía en la mesa de luz, los discos que había… A eso de las siete u ocho de la tarde él interrumpió de improviso: “Uy, se me ha hecho tardísimo, me tengo que ir”. Entonces le dijimos que estábamos agradecidísimos, felices y contentos, pero que habíamos traído unos libros que queríamos que nos autografiara y que, en todo caso, se los dejábamos y los pasaríamos a buscar cuando él dijera. “A ver cuáles son los libros”, preguntó. Le alcanzamos cinco bolsas: cualquier tía, abuelo, prima o perro que tuviera un libro de García Márquez nos había encomendado que los autografiara, y nosotros mismos llevábamos también una buena cantidad propia. ¡Le estábamos dejando un trabajo terrible! Nos propuso ir al día siguiente, a las diez de la mañana, a retirarlos. Nosotros, prolijos, habíamos puesto los nombres de cada persona dentro de cada libro y llegamos al día siguiente puntuales. Esta vez nos recibió Mercedes, y luego apareció él vestido de jugador de tenis, con pantaloneros cortos, zapatillas, remera: venía de jugar. Un par de años antes le habían extirpado un tumor en el pulmón y le habían recomendado que hiciera gimnasia. El médico le dijo que con caminar unos kilómetros bastaba, pero él dijo: “Es más divertido jugar al tenis cada mañana, y aparte me dejan ganar”. Cuando Merle lo vio vestido así, rápidamente le empezó a sacar fotos, y ahí comenzó el trabajo de firmar cada uno de los libros. Cuando la dedicatoria era para una mujer, se tomaba el trabajo de dibujarle una flor. Me acuerdo de memoria la dedicatoria que me hizo; previsiblemente llevé un ejemplar de Cien años de soledad donde me puso: “Para Ezequiel, el día que cumplió la edad de Cristo (yo cumplía treinta y tres años), con un abrazo de su tío. Gabriel”. Con eso estaba hecho.
A todo esto, desde el diario nos habían estado llamando permanentemente a Cartagena: “¿Cómo va todo?, ¿Ya lo vieron?” Cuando les contamos todo lo que habíamos hecho el primer día, se quedaron sorprendidos. Merle y yo volvimos al día siguiente a Buenos Aires, en un vuelo de Avianca que llegó a las cuatro de la mañana. Halperín, que había viajado con su esposa, se quedaba una semana más de vacaciones en Colombia. Cuando llegamos a Ezeiza había un señor que alzaba un cartelito con nuestros nombres. Pensé: “Nos vienen a buscar, qué bueno”. “No, no, vengo a buscar los casetes”, nos aclaró el hombre. En el diario habían armado todo un operativo para que al día siguiente estuviese desgrabada toda la entrevista, pues el lunes (esto fue un sábado) tenía que estar la nota escrita. Posiblemente iba a ser la primera tapa de Viva, así que necesitaban todo el material armado y cerradito, incluso las fotos, que en esa época sin cámaras digitales había que revelar y editar. Pasé un fin de semana de terror, la felicidad que había tenido esos tres días en Cartagena se derrumbó de puro trabajo, presión y angustia, porque como además Halperín no estaba tuve que hacer solo el trabajo más difícil, que no es sólo reconstruir la charla sino narrar todo ese clima que habíamos vivido con García Márquez.
La nota finalmente se publicó; no en el primer número de Viva sino el segundo, y se la mandé a Gabo por correo como me lo había pedido.
Al año siguiente, García Márquez y Carlos Fuentes inauguraban en la Universidad de Guadalajara la cátedra Julio Cortázar. Ellos tenían algo así como un subsidio que les había dado el gobierno mexicano, una especie de pensión que les dan a algunas personalidades de la cultura, y habían decidido donarla a esa universidad. En el diario, con total desfachatez, propuse: “Miren, van a estar juntos García Márquez y Carlos Fuentes en Guadalajara, sería fantástico hacer una entrevista conjunta”. Por supuesto yo no había arreglado ni preparado nada, simplemente tiré la idea. Me respondieron: “Buenísimo, andate a Guadalajara”. Entonces hice un contacto con Carlos Fuentes para entrevistarlo, pero no le confesé que lo que yo quería era juntarlos a los dos. Ya en Guadalajara, esta vez con el fotógrafo Eduardo Longoni, pensé que la mejor manera de pescarlos era estar en el mismo hotel donde ellos se alojaban, un hotel de “veinticinco estrellas”', algo que nunca más en mi vida volvería a ver. Con Longoni nos turnábamos para hacer guardia en la puerta y poder agarrarlos, sobre todo a Gabo, con quien no había hecho ningún tipo de contacto antes de viajar. Finalmente, como a las ocho de la noche, vino Longoni y me avisó: “Llegó tu hombre, está en la recepción”. Salí volando y ahí estaba con Mercedes. Me reconoció en seguida porque no hacía mucho que había estado con él, esto fue en 1995, al año siguiente. “Me han dicho que ibas a andar por aquí”, me dijo, siempre bien informado. Se lo había adelantado mi padre.
“Vengo a cubrir la inauguración de la cátedra Julio Cortázar, y me encantaría charlar con usted.” “Bueno, bueno, después lo vemos.” Y se fue, no pude arreglar nada. Al día siguiente había una reunión previa de la organización de la cátedra en el hotel mismo, me lo volví a cruzar y me preguntó: “¿Qué vas a hacer aquí?”. Le dije que me encantaría hacer una entrevista con él y con Carlos Fuentes aprovechando que están los dos aquí. “Ah, va a ser difícil”, me dijo, “porque yo no le doy entrevistas a nadie, y menos al mismo periodista que ya me entrevistó hace un año. Con la que me hiciste ya tienes suficiente.” “Pero es que los dos juntos…” Se me venía muy difícil la mano. Lo mismo me pasó con Carlos Fuentes: “Te doy la entrevista, no tengo ningún problema, pero con Gabo va a ser complicado…” Ellos son amigos, se estiman mucho; aunque creo que hay una cuestión de estrellato. Pero en ese momento sentí que había fracasado absolutamente, habían gastado un dineral metiéndome en ese hotel y no había logrado lo que había dicho que iba a hacer. Cubrí la inauguración de la cátedra, estuve un rato con ellos, pero no hubo forma de conseguir lo que yo quería. Desayuné al día siguiente con Carlos Fuentes y le propuse: “Estoy interesado en entrevistarlo a usted para la revista”. Como todos nos íbamos de Guadalajara ese mismo día, me respondió: “Si quieres nos vemos pasado mañana en el Distrito Federal y ahí hacemos la entrevista”. Fuentes había publicado en ese momento Diana o la cazadora solitaria, así que tenía una excusa periodística o literaria para entrevistarlo, pero aún me quedaba Gabo, que no aflojaba.
Llegué al DF y en el hotel encontré una decena de mensajes del diario porque ese día -yo no estaba ni enterado todavía- se divulgó la presunta identidad del subcomandante Marcos. En México el caos era terrible. La orden del diario fue clara: había que cubrir esa noticia. Efectivamente había manifestaciones por la Avenida de la Reforma, y yo -que nunca en mi vida había estado en México- no tenía idea de qué eran la Reforma, el Zócalo, etcétera. No tenía máquina de escribir, no tenía nada, pero lo importante para el diario era que había alguien en el DF que podía contar aunque sea el color de lo que estaba pasando. El problema era que este tema avanzaba, había más repercusiones, más novedades, y yo tenía pendiente la entrevista con Fuentes al tiempo que seguía tratando de concretar algo con García Márquez. Llamé entonces a Gabo a su casa: “Mire, quisiera retribuirle de alguna manera lo que hizo por nosotros el año pasado, fue tan generoso que quisiera invitarlo a comer”. “Ay, es que estoy como la noria”, me contestó, “dando vueltas y vueltas”. Y me ponía una excusa tras otra. Al final se apiadó de mí: “Bueno, hagamos una cosa, entrevistas no te voy a dar porque ya te di, pero vente mañana a casa. Eso sí, como amigo, nada de entrevistas”. Fantástico. Él sabía que un cronista en su casa iba a hacer un trabajo periodístico aunque la consigna hubiera sido otra. Se lo comenté al fotógrafo y otra vez la duda: “¿Y yo qué hago, llevo cámara o no?”. “Vos llevá por las dudas, no sea cosa que te pase como a Merle. Pero no saques si él no dice nada”. Llamé al diario: “No puedo cubrir lo del subcomandante Marcos; tengo una entrevista con García Márquez y otra con Carlos Fuentes. Manden a alguien”. Por suerte al día siguiente enviaron a un cronista de internacionales porque empezaron a pasar cosas en Chiapas… El tema se agrandó tanto que días más tarde Longoni terminó atravesando la selva mexicana.
Fui aquella tarde a la casa de García Márquez que queda en las afueras del DF y es su lugar de residencia habitual. Había una pareja de cubanos amigos de ellos, estaba Mercedes, y efectivamente era una reunión de amigos. Parecía un encuentro para tomar el té de las cinco de la tarde. En un momento los cubanos empezaron a hablar de política y no sé qué comentario hizo Mercedes cuando García Márquez le advirtió: “Ojo con lo que dices, recuerda que éstos son periodistas”. Él tiene siempre presente su oficio de periodista y cuando tiene uno delante sabe que todo ese material, todo eso que se habla, que se diga, que se huela, va a terminar en una nota periodística, que fue lo que finalmente hice después con ese encuentro. Cuando se fueron los cubanos, Mercedes me trajo un regalito: era una especie de broche con la imagen de Julio Cortázar que le habían dado a Gabo en la inauguración de la cátedra. Me dijo: “Toma, esto es de un argentino, tiene que estar con un argentino”. Luego nos quedamos charlando, y Gabo le recriminó al fotógrafo: “¿Y tú no me vas a hacer ninguna foto?”. A los dos segundos, Longoni había montado casi un estudio fotográfico en el living mientras se excusaba: “Yo esperaba que usted me diera permiso”. García Márquez sabía que aquel encuentro iba a terminar en una nota periodística, por eso invitó al fotógrafo a retratarlo. Y nos llevó hasta su estudio, donde él trabaja permanentemente. En el fondo de su casa, pasando un jardín, hay una casita, una especie de quincho grande donde tiene su gran escritorio, un monitor enorme como el de Cartagena, una biblioteca gigantesca con libros y discos, un living… y allí charlamos durante dos horas sobre cualquier cosa. Tenía sobre el escritorio carpetas numeradas: no nos dijo de qué se trataba pero eran los originales de Noticia de un secuestro. En ese libro se alternan los capítulos sobre los secuestrados con los capítulos sobre las negociaciones. Al ver esas carpetas le pregunté: “¿Y esto?” “Es lo que estoy escribiendo.” En ese momento no sabía qué significaban esos números que alternaban entre una fila de pares y otra de impares; después, cuando supe qué era lo que estaba escribiendo, lo asocié con esas carpetas. Luego dijo, refiriéndose a la computadora: “Tengo que imprimir el trabajo del día porque yo en estas máquinas no confío; estos aparatos se devoran todo y uno nunca sabe, todo lo que hago lo imprimo al final del día y a la noche lo leo tranquilo”. Quiso ponerse a imprimir pero ninguna de las dos impresoras funcionaba, y yo tampoco me animaba a ayudarlo para que no pensara que iba a aprovechar para espiar lo que estaba escribiendo. Al final, terminamos los dos tirados sobre esa alfombra mullida enchufando cables y viendo qué pasaba con las impresoras, hasta que vino Blanca -su asistente en México- y resolvió el problema.
Lo cierto es que pasé otra jornada inolvidable con él hablando de todo y de nada, mientras pasaban frente a mí sus rutinas cotidianas que es todo lo que, finalmente, después conté en lo que no fue una entrevista sino una nota exclusivamente de color y de percepciones, mucho más humana todavía que la de Cartagena el año anterior, porque se mostró en su intimidad con Mercedes, con sus pinturas, con sus libros de fotos… Lamentablemente no volví a verlo, aunque en los años siguientes intercambiamos un par de faxes. A través de mi padre, que sí lo ve a menudo, recibo siempre saludos cariñosos de Gabo y de Mercedes. Pero nada se compara con la imagen imborrable y maravillosa de aquellos encuentros.