Félix Luna
Me han pedido que hable de Gabriel García Márquez y la historia. Pero ustedes saben bien que historia y ficción tienen límites muy tenues. El historiador cuando escribe está tiranizado por los hechos que han ocurrido en el pasado, no puede inventar otros, puede sí interpretarlos, puede verlos desde distintos puntos de vista, pero debe someterse a aquello que pasó. El escritor de ficción da libre curso a su imaginación, y si por azar recoge un tema histórico, un personaje histórico, una situación histórica, está liberado de toda fidelidad, aunque lo deseable es que sea fiel a eso tan difícil y tan simple a la vez, que es la verdad histórica.
García Márquez escribió una novela, fundamentalmente, de tipo histórico: El general en su laberinto. La publicó unos veinte años después de haber publicado Cien años de soledad. Y digo que es una novela histórica porque toma la última etapa de la vida del libertador Simón Bolívar y la va siguiendo hasta su fin en Santa Marta. García Márquez, al final del libro, hace una suerte de justificación. Agradece a quienes hicieron posible develar algunas incógnitas de tipo histórico que él tenía, y dice: “Más que las glorias del personaje, Simón Bolívar, me interesaba, entonces, el río Magdalena”. Pero lo cierto es que el río Magdalena aparece en la novela como un trasfondo, como una suerte de horizonte por donde el champán en que viaja el general transcurre sus días con sus calores, con sus doradas aves y pescados, con las poblaciones de las orillas, y dice a continuación García Márquez:
[…] los fundamentos históricos me preocupaban poco, pues el último viaje por el río es el tiempo menos documentado de la vida de Bolívar. Sólo escribió entonces tres o cuatro cartas -un hombre que debió de dictar más de diez mil- y ninguno de sus acompañantes dejó memoria escrita de aquellos catorce días desventurados. Sin embargo, desde el primer capítulo tuve que hacer alguna consulta ocasional sobre su modo de vida, y esa consulta me remitió a otra, y luego a otra más y a otra más hasta más no poder. Durante dos años largos me fui hundiendo en las arenas movedizas de una documentación torrencial, contradictoria y muchas veces incierta, desde los treinta y cuatro tomos de Daniel Florencio O’Leary hasta los recortes de periódicos menos pensados. Mi falta absoluta de experiencia y de método en la investigación histórica hizo aún más arduos estos días.
Es decir, García Márquez pasó por los mismos enigmas y las mismas inquietudes por las que pasa cualquier historiador. Él se propone contar los últimos días del libertador, se encuentra con que hay pocas fuentes, muy pocas cartas, ninguna memoria de los testigos presenciales y, entonces, su imaginación puede fluir más o menos libremente. Pero está Bolívar, y Bolívar, tiene una individualidad, y qué individualidad, qué personaje. Y es a ello a lo que se atiene el autor en este libro. Y aparece en todas las páginas, entonces, ese hombre contradictorio, inteligentísimo, lleno de glorias, lleno también de decepciones, con ideales grandes sobre América y realidades que lo van venciendo, con sus amores y sus amoríos. Y aparece lo que debe, fundamentalmente, hacer un historiador, que es mostrar lo distinta que es una época o una etapa respecto de nuestro tiempo. Y esto lo consigue, y ahí está su magia de novelista, con párrafos en donde aparentemente hay enumeraciones banales, pero que nos sirven para mostrar la diferencia entre una época y la otra, entre ese 1830, por ejemplo, del último viaje del libertador, y nuestra propia época. Fíjense ustedes, por ejemplo, este párrafo que aparentemente tiene poco que ver con el transcurrir mismo de la novela:
Pues estaban en Santa Fe de Bogotá a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar remoto, y la enorme alcoba de paredes áridas, expuesta a los vientos helados que se filtraron por las ventanas mal ceñidas, no era la más propicia para la salud de nadie. José Palacios puso la bacía de espuma en el mármol del tocador […].
José Palacios aparece todo el tiempo y con toda justicia: es el asistente, el ordenanza, el servidor que está al lado de Bolívar todo el tiempo, y hasta su muerte. Un mestizo hijo de español y de africana que nace en su casa y lo acompaña permanentemente. Está tan consustanciado con el libertador que él habla en plural: “nosotros”, dice, y “nosotros” es Bolívar y José Palacios.
[…] puso la bacía de espuma en el mármol del tocador, y el estuche de terciopelo rojo con los instrumentos de afeitarse, todos de metal dorado. Puso la palmatoria con la vela en una repisa cerca del espejo, de modo que el general tuviera bastante luz, y acercó el brasero para que se le calentaran los pies. Después le dio unas antiparras de cristales cuadrados con una armazón de plata fina, que llevaba siempre para él en el bolsillo del chaleco. El general se las puso y se afeitó gobernando la navaja con igual destreza de la mano izquierda como de la derecha, pues era ambidiestro natural, y con un dominio asombroso del mismo pulso que minutos antes no le había servido para sostener la taza. Terminó afeitándose a ciegas sin dejar de dar vueltas por el cuarto, pues procuraba verse en el espejo lo menos posible para no encontrarse con sus propios ojos. Luego se arrancó a tirones los pelos de la nariz y las orejas, se pulió los dientes perfectos con polvo de carbón en un cepillo de seda con mango de plata, se cortó y se pulió las uñas de las manos y los pies, y por último se quitó la ruana y se vació encima un frasco grande de agua colonia, dándose fricciones con ambas manos en el cuerpo entero hasta quedar exhausto.
A medida que se van enumerando estos objetos y estas pequeñas situaciones, se va advirtiendo el paso del tiempo. ¿Quién usa hoy una bacía para hacer espuma y afeitarse? ¿Quién usa hoy una vela y quién debe poner aceite en una repisa frente a un espejo para tener luz? Eso de que el sirviente le alcance esas antiparras para poder afeitarse bien, cortarse pelos en la nariz y la oreja, pulirse las uñas, usar ese polvo de carbón, como dice, para poder limpiarse los dientes, hoy en la época de los dentífricos. Yo creo que no hay un párrafo donde uno no sienta con tanta viveza el cambio de los tiempos como este que se refiere a la higienización diaria del libertador Bolívar.
Pero ocurre eso a cada rato, a cada momento, cuando en ese viaje de un Bolívar ya casi agonizante los pueblos le dan una bienvenida que está teñida con el asombro, y a veces, con la tristeza de ver a ese hombre lleno de gloria que se está, prácticamente, muriendo.
Tiene una capacidad de síntesis García Márquez para decir las cosas, con tanta brevedad y con tanta significación como este simple párrafo donde yo diría que casi cifra la vida entera del libertador:
El miércoles 16 de junio recibió la noticia de que el gobierno había confirmado la pensión vitalicia que le acordó el Congreso. Le acusó recibo al presidente Mosquera con una carta formal no exenta de ironía y al terminar de dictarla le dijo a Fernando imitando el plural mayestático y el énfasis ritual de José Palacios: “Somos ricos”. El martes 22 recibió el pasaporte para salir del país. Lo agitó en el aire diciendo: “Somos libres”. Dos días después al despertar de una hora mal dormida abrió los ojos en la hamaca, y dijo: “Somos tristes”.
De qué manera podría un gran escritor significar la vida entera de un hombre corno en un párrafo tan corto y tan contundente como éste. Y así sigue García Márquez imaginando escenas, situaciones, personajes que lo van a visitar que habrán estado o no, no soy un especialista en la historia de Bolívar, de modo que no puedo decir si es cierto o no que tal persona vino a visitarlo, que un tal francés que había servido con Napoleón estuvo para saludarlo, si es cierto o no que un alcalde de tal pueblo resolvió tributarle honores especiales. Pero, de todas maneras, sea o no sea la verdad histórica, todo lo que trasunta el libro huele, tiene el sabor de la veracidad de las cosas del pasado.
Y en ese sentido hace con buena técnica historiográfica una serie de acotaciones sobre la trayectoria misma de Bolívar. En las últimas páginas, donde prácticamente cuenta para el lector poco informado lo que fue Bolívar, lo que fue su obra libertadora, lo que significó su acción de gobierno. Por ejemplo, este párrafo donde se refiere a uno de los aspectos más nobles, digamos así, de la conducta pública del libertador, su desprendimiento, su desinterés, su absoluta falta de interés material por el poder. Dice:
Era tan riguroso en el manejo de los dineros públicos que no conseguía volver sobre este asunto sin perder los estribos.
Se refiere o una diatriba que corría sobre el general Santander en el sentido de que se habría beneficiado de un empréstito contratado en el exterior.
Siendo presidente, había decretado la pena de muerte para todo empleado oficial que malversara o se robara más de diez pesos.
Miren ustedes si esta ley rigiera en nuestro querido país, estarían llenos los cementerios de funcionarios públicos.
En cambio, era tan desprendido con sus bienes personales, que en pocos años se gastó en la guerra de independencia gran parte de la fortuna que heredó de sus mayores. Sus sueldos eran repartidos entre las viudas y los lisiados de guerra. A sus sobrinos les regaló los trapiches heredados, a sus hermanas les regaló la casa de Caracas, y la mayoría de sus tierras las repartió entre los numerosos esclavos, que liberó desde antes de que fuera abolida la esclavitud. Rechazó un millón de pesos que le ofreció el congreso de Lima en la euforia de la liberación. La quinta de Monserrate, que el gobierno le adjudicó para que tuviera un lugar digno donde vivir, se la regaló a un amigo en apuros pocos días antes de la renuncia. En el Apure se levantó de la hamaca en que estaba durmiendo y se la regaló a un baquiano para que sudara la fiebre, y él siguió durmiendo en el suelo envuelto en un capote de campaña. Los veinte mil pesos duros que quería pagar de su dinero al buscador cuáquero José Lancaster no eran una deuda suya, sino del estado.
Lancaster fue un inglés que recorrió toda América en los momentos más álgidos de las guerras civiles llevando un sistema de enseñanza particular que tuvo un auténtico éxito; el sistema lancasteriano estuvo muy de moda en Buenos Aires en la década de 1820.
Los caballos que tanto amaba se los iba dejando a los amigos que encontraba a su paso, hasta Palomo Blanco, el más conocido y glorioso, que se quedó en Bolivia presidiendo las cuadras del mariscal de Santa Cruz. De modo que el tema de los empréstitos malversados lo arrastraba sin control a los extremos de la perfidia.
Y así sigue en este libro haciendo esta historia que no sabemos bien si es historia, si es crónica, si es invento, pero que de todos modos no ofrece mayor problema en establecer qué es exactamente porque todas las líneas transpiran el sabor de la verdad histórica. Que haya sido o no cierto tal o cual episodio yo lo inscribiría en las clases de los buenos, de los excelentes historiadores, aquellos que no solamente saben lo que pasó, sino que saben contarlo.
El otoño del patriarca es otra cosa, no intenta ser una novela histórica. Es el intento de pintar el arquetipo del tirano latinoamericano o sudamericano. Y a mi juicio, en este aspecto, no hay quién supere a Valle-Inclán con su Tirano Banderas. Valle-Inclán describió allá por la década de 1920 al tirano latinoamericano con un lenguaje muy especial, en un paisaje ubicado de un modo poco preciso que permite suponer en medio del Caribe, en Venezuela, en Colombia tal vez, y lo hace de una manera tan acabada que después de él los intentos de Miguel Ángel Asturias en El señor presidente, el de Roa Bastos con Yo, el supremo, incluso el de Vargas Llosa con La fiesta del chivo me parece que por hermosos que sean no llegan a abordar lo que Valle-Inclán se propuso hacer y lo consiguió en buena parte.
García Márquez cuando se enfrenta con la historia en este libro no solamente hace un tributo a la memoria de Bolívar, que va apareciendo en su carnalidad, en su persona como ser humano que transmite ternura, indefensión en el momento de su caída, de su decadencia, de su muerte, sino que además potencia todo lo que fue y significó para América. Porque las biografías de los grandes hombres, es cierto, pueden tomar distintos aspectos y, por supuesto, tienen que tomar los momentos de gloria, los momentos en que se consiguen las hazañas que estos hombres cumplen, pero es cuando llega el momento de la tristeza y la decadencia cuando la significación humana de estos personajes aparece en toda su veracidad. Es en el momento del exilio, el momento de la caída, el momento de la decadencia, el momento de la agonía cuando estos hombres que ya no tienen tal vez el poder se revelan tal cual son. Y a veces, tal cual son es poca cosa. A veces, como lo describe García Márquez aquí, es un hombre que metido en el laberinto de su vida sigue siendo uno de los grandes de nuestra América.