Luis Chitarroni
La pregunta que se me ocurre es: ¿cómo decide el estilo, la voluntad de ese primer lector genérico y, por lo tanto, verdadero que es el editor? Y hablo sin vacilación de Cien años de soledad, un libro tan decantado y de continuidad tan unida al buen ritmo narrativo que resulta imposible de descalificar. No se me escapa que La voluntad de estilo es un excelente libro de Juan Marichalar sobre el ensayismo español y que otro español, madrileño en este caso, Juan Benet -admirador de García Márquez, a quien consideraba heredero de Euclides Da Cunha- escribió a su vez La inspiración y el estilo, libros que valdrá la pena revisar ahora que la caducidad natural de la moda ha hecho caer de la boca y de los teclados de los críticos la palabra “escritura”, imprescindible en los estudios literarios de, por lo menos, tres décadas y antes de uso exclusivamente legal e inmobiliario.
Mi pregunta sobre la conducta del editor ante el estilo es intencionada. Quiero saber si el estilo es una ventaja o una desventaja ante ese lector especializado que es el editor. No lo sé. Es tan infrecuente el estilo en los tiempos que corren que la crítica con todo su aparato de terapia intensiva, sus respiradores, su instrumental quirúrgico ha suspendido la operación para salvarle la vida y espera con el mismo fervor al forense o al taxidermista. Tengo amigos con una opción supersticiosa del estilo que dicen: “En cuanto lo detecto, lo dejo de leer”. Otros adscriben a la más moderna teoría antirretórica, un clásico ya en los 60, para quienes la espontaneidad y efusividad a lo Jack Kerouac era un mérito importante sin advertir sus artificiales recursos.
Alguien escribió que atribuir a la retórica los crímenes de los libros era como echarle la culpa de la caída de los cuerpos a la ley de gravedad, pero Beckett describió el estilo literario como, “una corbata de lazo sobre un cáncer de garganta”. Es imposible reconocer el estilo literario en quienes lo cultivan con esmero, por ejemplo, tal escritor argentino en francés quien se ha acostado a dormir con la garganta intacta, pero que en el transcurso de esa noche podría, debería, opina otra escuela de pensamiento, morir asfixiado por el nudo corredizo de su corbata de lazo. Ahora bien, nuestra obligación es entrar en la época para averiguar qué extraña operación, qué acto de alquimia estaba haciendo García Márquez para conquistar a su editor y convertirse en el extraordinario escritor que es, y en el más famoso y reconocido, algo distinto, de la literatura latinoamericana.
Por la fecha en que leyó el original, Francisco “Paco” Porrúa, hombre de unos cuarenta años, contemporáneo de Gabo, reunía los requisitos exigidos por Orfila, el director de Fondo de Cultura Económica, creador de los Breviarios, para desempeñar de manera leal el oficio. Dominaba, por lo menos, tres idiomas o podía traducirlos a excelente español. Vivía rodeado de libros y publicaciones extranjeras y -tal vez el más difícil de satisfacer- no escribía. Podía considerarse una de las personas más informadas y cultas para emitir el veredicto sobre un libro. Había inventado la mejor colección de ciencia ficción de lengua española, Minotauro, y convertido, por lo tanto, a sus lectores latinoamericanos en los más precoces del mundo, y anticipándose, no retrasando los relojes como otros para volver menores de edad géneros que ya habían asumido la mayoría, la había presentado en sociedad. No sé bien cómo eran esos tiempos -aparte de la confusión de época añado la confesión de edad-, no había cumplido yo los diez cuando leí Cien años de soledad; siete después, el libro era ya territorio mítico, todo lo que sé sobre la época lo he leído. Pero después de Cien años de soledad, libro que parece despojar a la imaginación de circunstancia porque es la experiencia la que fabrica con su preciosa hondura cada una de las intervenciones mágicas, creí saber que la época es al tiempo aquello que la ocasión es a la eternidad, un episodio, una anécdota. ¿No estaba el último de los Buendía siendo devorado por las hormigas mientras el primero seguía atado a un árbol?
Volvamos a “Paco” Porrúa. Fue a ese lector excepcional, acostumbrado a los desafueros gramaticales y sintácticos de una generación advertida de una avanzada que prestaba menos atención a la concordancia verbal que los propios picnics, a quien le llegó este libro escrito por un colombiano en el mejor de los idiomas posibles. Y aunque el estilo parecía estar reservado a escritores copiosos y repetitivos, solemnes como Manuel Mujica Lainez y Alejo Carpentier, propietarios hoy de esas obras que podían jactarse en su tiempo de tener o no tener tema, el editor vio claro que de todo eso no pudo darse cuenta. La asombrosa sustancia de Cien años de soledad pareció necesitar, para consolidarse, la misma cantidad hechizada de tiempo que el título establece.
La textura del idioma en que está escrita la novela es la mejor mezcla del español literario utilizado en América, y ese español literario ha pasado, sin duda, por las inflexiones y violencias extremas, pero que dimos en llamar hace poco modernidad. Porque sin demorarnos en categorías ni ejemplos siempre necesarios y valiéndose de una figura preponderante en la obra de García Márquez, la hipérbole, se pueden encontrar rasgos y rastros de las diversidades del español de América desde esa institución de sentimentalismo llamado Amado Nervo hasta ese laboratorio intelectual llamado Jorge Luis Borges. En algún momento y por motivos que uno imagina sobre todo políticos, Octavio Paz pretendió despachar la obra de García Márquez llamándola académica y reduciéndola a una fórmula: poesía diluida más periodismo. ¡Que lástima! Aun admitiéndolo argumentaríamos que esa poesía diluida es y había sido una de las fuerzas preponderantes de América, fuerza a la que no renunciaron en el siglo XIX Sarmiento ni Martí, ni en el XX el propio Octavio Paz.
Por otra parte, la novela pop de ribetes y tendencias siempre exagerados: Sarduy, Puig hizo después tabula rasa de estas distinciones de clase cuya plebeyez queda de inmediato en evidencia.
Cien años de soledad subraya hasta la saciedad la enorme ventaja de su refinamiento. Cierto es que estrictamente de la contundencia del pop procede su crudeza y que, hacendosamente arqueológicos y anticuados como solemos ser, Cien años de soledad es un producto de alta cocina, muy bien cocido y elaborado, una de esas labores lúcidas y lúgubres que tiene más que ver con los pasos previos al pop que con el pop mismo. Curiosa actitud que quedará confinada o mal entendida y mal interpretada entre dos apetencias sublimes del mercado. Por un lado, los libretos adscriptos con ineptitud a los guiones, y por otro, la novela insuficiente que saca de aquí o allá su materia prima a la medida de tantos intentos fallidos de Donoso y de Fuentes. Vargas Llosa, en cambio, que supo adaptar los contornos a géneros más rígidos y rutinarios, la caricatura y la sátira, por ejemplo, puede decirse que triunfó. Como actitud complementaria dejó de histeriquear con la bella de turno, la izquierda, para alojarse en una cómoda respetabilidad y dedicarle a la abandonada, en adelante, sus más serviles insultos.
Todo este rodeo, todo este circunloquio para sostener el hilo de una verdad suficiente. La fortuna del lector privilegiado que pudo decidir la publicación de Cien años de soledad, la novela que, de ser tal como la leímos, no necesitaba trabajo de edición, había nacido editada. El editor no es un corrector gramatical ni estilístico, es un arreglador instrumental o un orquestador. El estilo y el tono son difíciles de establecer, de instaurar. Cuando se oye que Pedro Páramo era un original agobiado y abrumador que editaron Juan José Arreola y Alí Chumacero, uno puede llegar a creerlo pese a su preocupación por las palabras. Rulfo vivía perdido en una solicitud continua de reconocimiento y veracidad capaz de dar curso con cada anécdota a una leyenda, un movimiento que nadie puede satisfacer sin consecuencias éticas.
Gabriel García Márquez había establecido ya, fuera de juego, sus leyes disociadas completamente distintas; cómo gobernar un estilo inagotable. A comienzos de este año tuve que asistir a la demostración de un heraldo ibérico que me advirtió acerca de la corta vida futura de mi función de editor y de la suerte análoga de las librerías. Con suficiencia y no sin candor, me dijo: “Pronto ambas dejarán de existir. Somos los jefes de marketing los que impondremos los libros en las grandes superficies”, eufemismo con el que se refería a los supermercados. Es probable, por lo tanto, que de ahora en adelante poco tenga que decirle un estilo inagotable a un oficio en extinción.
Sin embargo, no quiero despedirme con esta nota nostálgica, amarga o meramente profética para recordar el encuentro del editor con su libro, el encuentro de Paco Porrúa con Cien años de soledad. Me gustaría reconstruir unas cuantas escenas de la vida rutinaria del editor que encuentra obras inacabadas, mamarrachos de perfección o que, como Borges ante Kafka, deja pasar la revelación sin notarla. El mundo imaginario a sus anchas leído por primera vez, tal vez, no contenga noticias. Las inexactitudes e imprecisiones lo someten todavía a esa mala atmósfera, a esa falta de aire de los lugares próximos a un cenagal o a un pozo séptico. En el territorio se trata de disimular con ceremonias rituales esta desventaja. El plan maestro ha sido devastado por detalles que a cualquiera que se le asome le costaría mucho trabajo unir. El pensamiento del escritor sin descanso ha transformado el océano de escenas en un laberinto de letras. Nada se puede ver afectado por el lenguaje, afectado por el uso, por el abuso de equivocaciones que no logran recibirse de errores. Los personajes vagan por un paisaje indefinido sin destino ni fisonomía. El gran museo de defectos convoca dos realidades que se reflejan: la del que escribe y la del que lee, y, sin embargo, toda esa puesta en escena literaria, toda esa invasión en retirada sigue asemejándose a un campo de batalla al que los dos, el escritor y el editor, asisten disfrazados de soldados rasos pero simulando ser, lápiz en mano, Napoleón, Stendhal o Tolstoi. Curiosa fantasía que nos mantiene vivos, ávidos de longevidad ante los próximos cien años.