Texto enviado por Juan Carlos Botero

Gabriel García Márquez es el novelista más importante de Colombia del siglo XX y, quizá, de toda su historia literaria. Más aún, es probable que este colombiano, nacido en 1927 en el pueblo ardiente de Aracataca, Magdalena, y ganador del Premio Nobel de Literatura en 1982, sea el novelista más destacado de toda la lengua castellana después de Miguel de Cervantes. Así lo señaló Pablo Neruda en varias ocasiones, y así lo repetía el catedrático de la Universidad de Harvard, Juan Marichal, cada vez que podía. Incluso, con el paso del tiempo, ese veredicto no sólo se escucha con mayor frecuencia, sino que parece más acertado y, ante todo, más justo.

3

Sin embargo, un juicio de semejante calibre -aunque por naturaleza polémico y controversial- resulta defendible en parte, por los altibajos tan particulares de la historia de la literatura universal. A diferencia de otras culturas y de otras lenguas, en donde la creación de grandes novelas ha sido una actividad constante a partir del siglo XVII, en nuestra tradición hispanoamericana los vacíos que existen en esta materia son abismales. “El idioma inglés posee una tradición ininterrumpida”, explica Carlos Fuentes. En cambio, “el castellano sufre un inmenso hiato entre el último gran poeta del Siglo de Oro, que fue una monja mexicana del siglo XVII, sor Juana Inés de la Cruz, y el siguiente gran poeta que fue un nicaragüense andariego de fines del siglo XIX, Rubén Darío; y una interrupción todavía mayor entre la más grande novela, la novela fundadora del Occidente, Don Quijote, publicada en 1605, y los siguientes grandes novelistas, Galdós y Clarín, en el siglo XIX”.

4

Para tener una idea más exacta del tamaño de este vacío que se extiende en nuestro idioma después de Cervantes, y de la diferencia que existe entre nuestra tradición y otras culturas con respecto al arte de la novela, recordemos que Benito Pérez Galdós -la cumbre siguiente en el gigantesco cráter que señala Fuentes- nace en 1843, el mismo año que el monumental Henry James. Para entonces, autores de la talla de Jane Austen y Walter Scott ya habían muerto. Stendhal también. A Balzac le quedaban siete años de vida; a Nikolai Gogol, nueve. Flaubert ya estaba escribiendo; Tolstoi y Dostoievski igualmente. Thackeray ya había terminado su primera obra literaria, y Julio Verne, el padre de la ciencia ficción, fantaseaba con ser un escritor. Además, maestros del tamaño de Víctor Hugo, Charles Dickens, Alejandro Dumas, las hermanas Brontë y Herman Melville, ya estaban publicando grandes novelas. El castellano tenía novelistas, desde luego, pero eran talentos menores en comparación con aquellas figuras colosales. Inclusive, durante el prodigioso siglo XVIII, ese período tan fecundo que presenció el florecimiento de novelistas de la importancia de Daniel Defoe, Jonathan Swift, Henry Fielding y Laurence Sterne en Inglaterra,

5 no surgió, en cambio, un solo representante en España o en el Nuevo Mundo que estuviera a la altura de esos talentos enormes.
6 Y más todavía. Para situar las cosas en su justa dimensión, vale recordar que cuando Leopoldo Alas, Clarín (el otro referente que destaca Fuentes), concluye su famosa novela La Regenta, en 1885, a Robert Louis Stevenson le falta apenas un año para publicar Dr. Jekyll and Mr. Hyde; Tolstoi ya había escrito La guerra y la paz 16 años antes, y Dostoievski ya había publicado Crimen y castigo 19 años antes. Pero no sólo eso. En el caso específico de Colombia, el vacío del género es todavía más evidente. Nuestra primera gran novela, María, de Jorge Isaacs, se publica en 1867, diez años después de Madame Bovary. Y mientras que en 1924 se proclama La vorágine de José Eustasio Rivera como un acontecer literario (y para América latina lo era), ese mismo año morirían dos gigantes de las letras mundiales: Franz Kafka y Joseph Conrad; William Faulkner concluiría su primer libro, y Thomas Mann publicaría La montaña mágica. Dos años antes, inclusive, Marcel Proust había fallecido, Ernest Hemingway se había instalado en París y aprendía su duro oficio en los cafés de las orillas del Sena, y James Joyce había publicado su obra cumbre y monumental, Ulysses.

Por lo tanto, todo parece indicar que es cierto y demostrable: al estudiar la tradición novelística en español, después de Cervantes se extiende un desierto de siglos, y luego, cuando el género por fin se sacude y recupera su prestigio, es sólo a fines del siglo XIX, cuando aparecen las obras más significativas de Galdós y Clarín. Sin embargo, para que de veras surja una figura de peso universal, un autor que realmente trascienda las fronteras de su propia lengua y cultura, un novelista de grandes ligas dotado de la riqueza narrativa de un Melville, un Dickens, un Flaubert, un Stevenson o cualquiera de los autores rusos, anglosajones o franceses ya mencionados, eso sólo se verá hasta comienzos o, según la opinión del lector, hasta mediados del siglo XX. Para entonces, en América latina ya se escuchaban las voces de narradores tan distinguidos como Mariano Azuela, Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Rómulo Gallegos, Ricardo Güiraldes, Miguel Ángel Asturias, Roberto Arlt, Eduardo Mallea y, desde luego, Jorge Luis Borges. No obstante, el grupo de escritores que finalmente irrumpiría con una potencia arrasadora en el panorama mundial de la novela, reconquistando el terreno perdido y renovando sus formas de expresión como pocas veces antes en la historia -con una audacia liberadora y una madurez asombrosa-, sería el conocido boom latinoamericano. Entre este selecto cuerpo de escritores, sin discusión alguna, García Márquez ocupa un lugar preponderante.

Es decir, uno de los aspectos más relevantes del fenómeno literario conocido como el boom latinoamericano es que, por primera vez en la historia del género luego de Cervantes, otras culturas resultarían marcadas, influidas y afectadas por el trabajo de una serie de novelistas en castellano. Pocas veces se dice y casi nunca se admite, pero la verdad es que antes del siglo XX los novelistas en español, gracias a sus innegables méritos y talentos, a lo mejor satisfacían el apetito de sus lectores naturales, pero después de la publicación de Don Quijote no hubo un solo representante de nuestro idioma que realmente tuviera el aliento, la importancia o la universalidad para dejar una huella visible, provocadora y significativa en la novelística de otros países. Claro: algunos de estos escritores (entre ellos Isaacs, Gallegos y Rivera) fueron indudablemente traducidos a otras lenguas, pero por lo visto su resonancia en las mismas fue más bien menor, y en ningún caso tuvieron la repercusión que sí tuvieron en otras culturas (incluyendo la nuestra) las obras de estos maestros novelistas extranjeros que ya hemos señalado. Lo cierto es que las novelas en español se consumían por quienes leían en español, y sólo con el célebre boom latinoamericano es que el género en castellano tuvo la fuerza de rebosar nuestros propios confines y de explayarse sobre otras naciones y otros mercados de lectores.

7 Entre este grupo de narradores, repito, García Márquez ocupa un lugar estelar.

Ahora, ¿qué se puede decir que sucede hoy en día? Después de aquel sonado boom que sacudió los cimientos del género, y no sólo en el idioma castellano sino también en tantas otras lenguas, América latina ha presenciado una saludable renovación de novelistas en muchos de sus países. Nuevas generaciones no han vacilado en seguir el ejemplo de las anteriores, y pueblos como México, Chile, Perú, Colombia y Argentina han estado a la delantera de la industria editorial. El caso actual de España es parecido. Desde hace varias décadas la Península ha gozado de su propio boom de novelistas. Se ha dicho muchas veces que hoy España se lee a sí misma, ofreciendo una gran cosecha de narradores y una formidable variedad de estilos. Autores como Camilo José Cela, Juan Benet, los hermanos Goytisolo, Eduardo Mendoza, Antonio Muñoz Molina, Arturo Pérez-Reverte, Javier Marías, Enrique Vila-Matas y Almudena Grandes (para sólo mencionar unos cuantos nombres) han estado claramente a la altura de satisfacer las ansias de un público sediento de una literatura propia y nacional, de intachable calidad estética y de verdadera proyección internacional. Aun así, me atrevo a pensar que ninguno de estos novelistas contemporáneos, ni en América latina ni en España, ha escrito una obra maestra que se pueda comparar con justicia a Cien años de soledad, ni ha ofrecido una producción literaria tan rica y abundante, y, más que nada, tan influyente, como la de García Márquez.

Porque seamos claros: aun si en nuestro idioma no existe la misma competencia -por decirlo de alguna manera-, en comparación con otros desde el punto de vista de la creación de novelas, no por eso el mérito de este colombiano es menos grande. En medio de la arrolladora avalancha de estupendos escritores que ha visto el español en el siglo XX, quizás éste es el más leído, el más estudiado y el más traducido de todos. Por supuesto, muchos otros han escrito novelas brillantes, extraordinarias y deslumbrantes en castellano, pero casi ninguno desde Cervantes ha escrito tantas, pues la obra total de García Márquez es abrumadora, tanto en calidad como en número de páginas. Se trata de un cuerpo de títulos asombroso, un legado de peso pesado y un conjunto de publicaciones robusto y rebosante de sustancia. Mejor dicho, pocos autores en nuestra lengua han creado una obra que sospechamos más perdurable (con la posible excepción de Juan Rulfo), y a la vez tan vasta, extensa y, sobre todo, de mayor alcance universal. En términos caseros, son muy contados los novelistas en castellano, después del autor de Don Quijote, que han escrito tantos y tan buenos libros como este famoso hijo del telegrafista de Aracataca.