III

Sin embargo, el valor de García Márquez no se limita a su visión tan original y divulgada de América latina. Como todo gran novelista, a la vez este autor ha creado un mundo propio. Su genialidad no ha consistido únicamente en reflejar la realidad (pues para eso basta la prensa), sino en aportar otra: la suya. Es decir, las grandes novelas reflejan aspectos de la vida, de la condición humana, de nuestros paisajes y de nuestras pasiones, pero, tal como lo ha señalado Mario Vargas Llosa en diversos ensayos y artículos, su auténtico valor radica en lo que añaden. Y en el caso de las de García Márquez, lo que añaden es un mundo verbal autónomo, original y convincente, rico en personajes, imaginación y sucesos significativos, que además ilumina, con el misterioso fulgor de las obras de arte, el mundo real.

Adicionalmente, García Márquez ha escrito varios libros que sin duda se mantendrán vivos en el tiempo. O sea, muchos de sus textos seguramente superarán el transcurso de los años, y no les pasará lo que ha ocurrido con el trabajo de tantos narradores de nuestro idioma cuyos escritos, por desgracia, han envejecido antes de tiempo. Numerosos críticos consideran que esa es la prueba de fuego de una obra de arte, la última y la más difícil: su constante valoración a lo largo de los años, su permanencia en el tiempo, su capacidad para enfrentarse a los cambiantes gustos y estilos, a las pasajeras tiranías de las modas y, no obstante, cada vez impactar, sorprender y deleitar a los siguientes ejércitos de lectores. Esa calidad literaria, que siempre parece fresca y triunfante (pero siempre está sujeta a los azares y caprichos de la recepción del público), es lo que, en concepto del crítico alemán Hans Robert Jauss, hace que un texto se termine por convertir en un clásico: no tanto un valor absoluto, eterno e incuestionable, intrínseco a la obra, sino una confrontación permanente con las nuevas olas de lectores que así como pueden aplaudir ese poema, cuento, drama o novela -y de esa manera mantenerlo vivo y vigente-, también, en cualquier momento, lo pueden sepultar con su rechazo o silenciar con su indiferencia. De ahí el verdadero mérito que una creación artística sobreviva el flujo de los siglos, porque si lo hace (si se lee, consume, estudia o aprecia de alguna forma), no es sólo porque la presente masa de espectadores la ha abrazado como suya, sino porque, mal que bien (y a pesar, tal vez, de haber vencido períodos y hasta siglos de desprecio, desdén o desconocimiento), esa obra ha sorteado, previamente, el despiadado examen de todas las generaciones anteriores. En otras palabras, La Odisea, de Homero, por ejemplo, es una pieza clásica no porque así lo han decidido una serie de académicos ilustres, sino porque a pesar de que la realidad que recrea este maravilloso poema épico -a través de las peripecias, aventuras y desventuras del incomparable héroe, Odiseo- ha desaparecido, y a pesar de que han pasado casi tres mil años desde su primera aparición en público, cada generación de lectores (u oyentes, como sucedió en sus comienzos, dado que éste, al igual que tantos poemas de su tiempo, era literatura oral destinada no a ser leída sino a ser escuchada) la ha saludado con admiración y entusiasmo, y ha celebrado la plasticidad, la belleza, la ternura y la heroicidad de su historia. Así sucede con todas las piezas que se han conservado actuales y latentes en la apreciación de una sociedad, aun si ésta haya mudado sin descanso de gustos, hábitos, sensibilidad, costumbres y preferencias estéticas; si hoy se consumen esas obras de arte, eso quiere decir que las mismas se han enfrentado a la larga e incesante sucesión de gentes del pasado… y han emergido victoriosas de su implacable escrutinio. Lo cual es mucha gracia.

En verdad, creo que ése es el caso de García Márquez. Todavía resulta algo temprano en la historia de la literatura para aventurar este tipo de opinión, pero no creo estar equivocado cuando pienso (junto con incontables críticos y lectores) que varios de los libros de García Márquez seguramente superarán esta severa prueba del tiempo. No me cabe duda de que las futuras generaciones admirarán la paciente dignidad del viejo coronel, podrido en la miseria, de El coronel no tiene quien le escriba; y se mortificarán con el honor que esclaviza, como un destino fatal, a los protagonistas de Crónica de una muerte anunciada; y se deslumbrarán con la prodigiosa espiral de tiempo y palabras que retrata la soledad del poder en El otoño del patriarca; y apreciarán la tenacidad del amor que derrota el paso arrasador de los años en El amor en los tiempos del cólera; pero, sobre todo, quedarán atónitos y boquiabiertos con la fantasía, la magia y la aventura de la saga de los Buendía en Cien años de soledad. Estas novelas deleitan, entretienen y apasionan, pero son, principalmente, grandes obras literarias. Es decir, realidades verbales que esclarecen los rincones más ocultos del corazón humano.

Como si todo lo anterior no fuera suficiente, García Márquez ha escrito más de una obra que parece bordear la perfección. Libros completos, redondos, sin fisuras ni resquicios, de técnicas magistrales y estructuras inexpugnables, en donde aparentemente no les falta un punto ni les sobra una coma. En el arte no existe la perfección, desde luego. Pero el éxito de estas ficciones consiste en aparentarla, en sugerirla, en imponer una contundencia que no deja espacio para la incredulidad o la duda en la mente del lector. Al concluir varias de las novelas de García Márquez queda flotando un aroma de fatalidad, una impresión final que enmudece, como si el texto dijera: “Así está hecho, y sólo podía ser de esta manera”. Se trata de un estilo que fluye sin tropiezos, como un río de aguas recias pero cristalinas que discurre ante nuestra mirada hipnotizada, que atrapa nuestra atención y absorbe nuestro pensamiento hasta el punto de silenciar nuestras reservas y de anular nuestra facultad crítica.

Más aún, dada la naturaleza barroca y exuberante de nuestra lengua, que este autor haya escrito libros tan apretados y concisos, de una prosa tan limpia y despojada de adornos como se aprecia en La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba, Relato de un náufrago y Crónica de una muerte anunciada, es una proeza digna de admiración. Ahora, no es casual que el colombiano haya escrito estos libros justamente cuando se encontraba atrapado bajo la poderosa órbita de influencia de unos de sus más grandes maestros y precursores: Ernest Hemingway. Su prosa de esa etapa de su formación como novelista (en contraste con la primera, dominada por la figura de Kafka, como se advierte en su libro de cuentos, Ojos de perro azul; y también con la segunda, dominada por la obra de Faulkner, como se nota en su primera novela, La hojarasca), es muy semejante a la del norteamericano, y por ese motivo comparten las mismas cualidades fácilmente reconocibles. Se trata, en efecto, do una escritura compacta, transparente, sobria y concisa, apretada al máximo, en donde se sugiere mucho más de lo que se lee, lo cual activa aún más la imaginación -y, por ende, la participación- del lector. Lo que es sorprendente por otra razón: la mayor parte de los novelistas escribe obras menores durante su respectivo período de formación; textos garabateados a la sombra abrumadora de esas figuras precursoras y cuyas deudas con las mismas resultan demasiado notorias; páginas que tienen más de ajeno y prestado de sus padres literarios que de su propia cosecha. En el caso de García Márquez, por el contrario, a lo largo de su período de formación (que culmina con Cien años de soledad), él escribió incontables páginas ejemplares y varias de estas obras extraordinarias. Algo casi nunca visto, por supuesto, en la historia de la literatura. Sin duda, esa capacidad de síntesis es lo que tal vez más se le aplaude a la escritura de Borges, y en el caso de García Márquez es sorprendente la calidad artística que alcanzó con estos textos. Cuando un autor llega a apretar nuestro idioma hasta dejar apenas lo esencial, sin descripciones superfluas o palabras excesivas, y lo hace sin caer en un estilo exageradamente seco, carente de gracia y riqueza, el resultado final es una combinación feliz que pocas veces se ha dado en nuestra tradición novelística.

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