Alberto Casares

En primer lugar quiero agradecer a la Embajada de Colombia y a Claudia, que han insistido tanto en que participara en este homenaje a García Márquez. No me siento merecedor de esta invitación que traté de rechazar y finalmente acepté.

Leyendo el último libro de García Márquez, Memoria de mis putas tristes, y al hacerlo con la deformación profesional que implica la lectura atenta de cada línea desde la portadilla hasta el colofón, me causó un efecto extraño la última línea de la ficha técnica de la página de créditos. Allí dice, después del nombre del autor, el título del libro, su editor y el número de ISBN, su clasificación bibliotecológica: “Narrativa colombiana”.

Siendo -a no dudar- nuestro autor el más colombianísimo, el más caribe de los escritores, me resultaba extraño el encasillamiento. Es que para un argentino Gabriel García Márquez, y aquí no puedo olvidar la antología de Luis Harss, es uno de los nuestros.

¿Quién no siente cercano y familiar a este hombre que alcanzó la fama desde Buenos Aires y que, cuando vino por el Premio Primera Plana, fue aplaudido espontáneamente por todos los asistentes de una noche de teatro en el Di Tella en aquellos memorables y vanguardistas sesentas porteños? Ya entonces se sentía su presencia como inevitable. ¿Quién no recuerda su estampa -tan querible- con su saquito a cuadros fotografiándose en las esquinas porteñas?

Desde aquel año 1967 en que don Francisco Porrúa lanza su Cien años de soledad desde las prensas de Sudamericana, García Márquez se instaló en el corazón de los argentinos, en su historia y en su geografía como uno más de nosotros. Pienso que si se hiciera hoy una consulta callejera y se le preguntara al ciudadano común de qué país es García Márquez, el porcentaje mayor contestaría: Argentina.

Nuestra ciudad siempre estuvo abierta a los buenos escritores y sus prensas fueron generosas en la edición de sus sueños. Gracias a Dios, Paco Porrúa descubrió el genio y alentó el milagro. Veintisiete años después de que don Guillermo de Torre, el crítico implacable de las literaturas hispánicas, rechazaba La hojarasca desde la prestigiosa editorial Losada, la misma que había abierto sus puertas a tantísimos escritores de España y de América, don Paco se encargó de saldar la deuda que teníamos con García Márquez.

Cuando me invitaron a participar en este ciclo, traté de encontrar excusas suficientes para no venir. Soy nada más que un librero. No soy crítico literario ni profesor de letras. No he conocido personalmente a García Márquez y si bien he frecuentado su obra y trato de tener todos sus títulos, no me he especializado en él ni en el coleccionismo de sus libros, como sí lo he hecho, por ejemplo, con Borges. Quise sugerir otros nombres, interponer compromisos ineludibles: todo fue en vano. Aceptado el compromiso, poco a poco me fui dando cuenta de que la presencia de García Márquez en mi vida de librero era mucho mayor de la que creía.

En los días en que aparecía Cien años de soledad, empezaba yo mi trabajo en el mundo del libro. El olor de la tinta, la belleza de las tipografías, el machacar de las linotipos, el ritmo de las planas, en fin, el mundo maravilloso de la imprenta y la edición del libro me había cautivado para siempre. No pude participar como librero de la explosión causada con Cien años de soledad. La viví desde afuera, con la mirada del lector común. En una Argentina en la que los grandes escritores del siglo XX ya estaban instalados, cuando Borges llevaba cuarenta y cuatro años publicando maravillas, cuando brillaban serenas en el firmamento literario las estrellas de Bioy Casares, Mujica Lainez, Marechal, Girondo, las hermanas Ocampo y los González Tuñón, irrumpe el fulgor caribeño de García Márquez para que nada vuelva a ser igual.

Ocho años después, en 1975, instalé mi primera y pequeña librería y me tocó ocuparme, ahora sí como librero, de El otoño del patriarca. La realidad no coincidió con las expectativas y el libro no tuvo el éxito rotundo de Cien años… Necesitó más tiempo para ir encontrando lentamente a sus lectores.

Han pasado treinta años y muchos otros libros de García Márquez, treinta años de librero que hoy sin proponérmelo los vengo a festejar con él y con ustedes.

Una mañana de hace varios años, tuve un hermoso encuentro de esos que se dan en las librerías. Una señora muy bien puesta, elegante y culta entabló conmigo una lindísima conversación que desembocó en Gabriel García Márquez y sus libros. Ya al despedirse y al tiempo que me entregaba su tarjeta me dijo con modestia: “Gabo me dedicó un libro”. No me dio tiempo a pensar que se trataba de una de las miles de admiradoras que le habría pedido una dedicatoria: sobre la blanca cartulina leí, no sin emoción, el nombre de María Luisa Elío, la misma señora a quien, como todos ustedes saben, García Márquez había dedicado junto a Josmí García Ascott su Cien años de soledad. Hoy conservo con cariño esa pequeña tarjetita que me recuerda uno de esos momentos mágicos que se producen en el ámbito de una librería.

En otra oportunidad, un señor de una enorme simpatía y larga cultura conversa vivamente conmigo sobre libros y autores. Le interesan además las ediciones especiales, finas, de tiradas cortas y bellas tipografías. Me pide mis datos para enviarme algo que me va a gustar. A la recíproca le pido los suyos y gentilmente me extiende su tarjeta: es don Belisario Betancur, que fue presidente de Colombia y amigo personal de García Márquez. Debo decir que en ese momento me dio mucha pena no tener, en la Argentina, ningún presidente con quien hablar de poesía. A los pocos días recibía esta curiosa plaquette titulada “La penitencia del poder”. Fue publicada en Santa Fe de Bogotá en 1993 como homenaje de un grupo de escritores a don Belisario Betancur con motivo de cumplir sus setenta años. El texto, entrañable y perfecto, es -por supuesto- de Gabriel García Márquez, y lo guardo con especial devoción. Desde entonces el presidente -como lo sigo llamando con cariño y con respeto- no deja de honrarme con su visita toda vez que llega a Buenos Aires.

La Sociedad de Bibliófilos Argentinos se fundó hace más de setenta años y desde entonces viene publicando preciosos libros impresos en forma artesanal en tiradas reducidas, con finos papeles y bellas ilustraciones. Los autores elegidos han sido siempre escritores argentinos consagrados y desaparecidos. Desde Sarmiento y Hernández, hasta Lugones y Alfonsina Storni. Hubo una sola excepción: en el año 2000 se publicó una preciosa edición de El general en su laberinto. Como ustedes podrán ver, se trata de una cuidada edición en dos tomos, de los cuales se imprimieron solamente cien ejemplares en gran papel e ilustrada con aguafuertes de la artista argentina Cristina Gómez Moscoso. Don César Paluí, presidente de la Sociedad de Bibliófilos, me confesó su admiración por García Márquez, a quien escribió -sin mayores esperanzas- haciéndole llegar la propuesta de edición. Para su asombro y alegría rápidamente recibió el beneplácito del autor entusiasmado con el proyecto. Una vez más se pensó en García Márquez como uno de los nuestros.

Con estos pequeños recuerdos sólo quiero demostrar cuán presente está “el ausente” entre los argentinos, cuyas generaciones siguen disfrutando de la magia de su literatura.

En 1981, el entonces presidente de Francia, François Mitterrand, le otorga la Legión de Honor a García Márquez, con una frase que a todos nos hubiera gustado decirle: “Usted pertenece al mundo que amo”. ¡Gracias, señor Gabriel García Márquez, usted pertenece al mundo que amamos!