AMAR ES EL PLAN EL PLAN ES MORIR

James Tiptree, Jr.

Recordando…

¿Me oyes, mi pequeña roja? ¡Sujétame suavemente! El frío se va haciendo cada vez mayor.

Recuerdo:

Soy inmensamente negro y lleno de esperanzas, salto sobre seis piernas cruzando las montañas con el calor nuevo… ¡Cantan los cambios, cantan los extraños! ¿Cambiarán para siempre los cambios?

Todos mis canturreos tienen ahora letra. ¡Otro cambio!

Apresuradamente camino a saltos siguiendo al sol y su débil latir en el aire. Los bosques han sido mermados de nuevo. Entonces me di cuenta. Soy yo. ¡Yo-mismo! MOGGADEET. He crecido, me he hecho mucho mayor con el frío del invierno. Me siento sorprendido, atónito, yo mismo, ¡Moggadeet-el-pequeño!

Excitación, incitación, la chillona incitación del lado al sol del mundo. ¡Llego!… El sol está cambiando también una vez más. ¡El sol está andando en la noche! ¡El sol camina de regreso al verano en el calor de la luz!… El calor es Moggadeet-yo, Moggadeet-yo-mismo. Olvida el mal tiempo del invierno.

El recuerdo me estremece.

El Anciano.

Me detengo, trepo a un árbol. Hay tantas cosas que quisiera preguntarle al Anciano. No hay tiempo. Frío. Los árboles se extienden descendiendo por el acantilado. No tengo hambre.

El Anciano me previno del frío. No le creí. Sigo andando, preocupado… El Anciano te lo dijo, el frío, el frío agarrotará. ¡Un frío helado! Un frío mortal. En el frío te mataré.

Pero ahora hace calor y todo es diferente. Vuelvo a ser de nuevo Moggadeet.

Salto sobre una colina y veo a mi hermano Frim.

Al principio no lo conozco. Un gran viejo negro, pienso. Y con el calor podemos hablar.

Me elevo hasta él quebrando árboles. El gran negro está agazapado sobre un barranco, mirando hacia abajo. Su espalda negra tiene rizos brillantes como… ¡Es Frim! Frim-yo-cazo-para-él, ¡Frim-escápate! ¡Pero es tan grande ahora! ¡Frim gigante! Un extraño, un cambiante.

No me oye; todos sus ojos-torretas están bajo los árboles. Su cola está levantada de manera rara, toda temblores. ¿Qué es lo que está cazando?

—¡Frim! ¡Soy yo, Moggadeet!

Pero se limita a mover un poco sus piernas. Veo sus espolones que sobresalen. ¡Qué loco este Frim! Me acuerdo de lo tímido que es y trato de moverme suavemente, con gentileza. Cuando estoy cerca de él, me siento de nuevo atónito. ¡Soy más grande de lo que él es ahora! ¡Cambios! Puedo mirar por encima de sus hombros al fondo del barranco.

Un ardiente amarillo-verdoso allí. Un pequeño claro en el bosque todo iluminado por el sol. Alzo los ojos para ver qué es lo que Frim trata de alcanzar y me llega toda la sorpresa del mundo.

¡Te veo!

Te vi.

Siempre te veré.

¡Te veré siempre, bailando en el fuego verde, mi delicada estrella roja! ¡Tan brillante! ¡Tan pequeña! ¡Tan perfecta! ¡Tan orgullosa! ¡Oh, sí, te reconocí en el primer instante, mi pequeña baya del alba, mi pariente escarlata! Roja. Un pequeño bebé rojo, más pequeño que el más pequeño de mis ojos. ¡Y tan apuesta!

El Anciano lo dijo: el rojo es el color del amor.

Te vi golpear a un saltamontes dos veces mayor que tú, y mis ojos parecieron escaparse cuando te vi perseguirlo, girar tras él, chillando ¡Lilili!, ¡Lilii-lii!, con un grito infantil. ¡Oh mi poderosa cazadora, no sabes que alguien está, precisamente, con los ojos fijos en tu tierna, pequeña y amada piel! Mis mandíbulas se agudizan, el mundo relampaguea y gira.

Y en esos momentos Frim, pobre infeliz, me siente tras él y se alza.

¡Pero qué Frim! Las bolsas de su cuello se habían inflado como globos de color púrpura oscura, sus placas se alzaban violentas como la Madre de las Tormentas. Sus espolones amenazadores, afilados. Su cola dispuesta a golpear.

—¡Es mía! —bramó.

Y apenas si pude entenderlo. Saltó amenazador hacia mí.

—¡Detente, Frim, detente! —grité, retrocediendo, asombrado.

Hace calor… ¿Cómo puede Frim ser tan agresivo, tan poseído de esa furia de muerte, de esas ansias de matar?

—¡Hermano Frim! —lo llamo gentilmente. Pero hay algo que va mal, terriblemente mal. ¡Mi voz también es como un bramido! Sí, pese al calor y a que mi deseo es tan sólo calmarlo. Me siento pleno de amor… pero, sin embargo, de mi garganta brota un rugido de amenaza mortal. Yo también me siento agresivo, amenazador, invencible. Dispuesto a aplastar, a destrozar…

¡Oh, me siento avergonzado!

Vuelvo a mí en las ruinas de Frim. Piezas, trozos de Frim por todas partes. Mi yo se siente embrutecido, enardecido por Frim. ¡Pero no me lo como! ¡No, no lo hice! ¿Debo alegrarme de ello? ¿Debo desafiar el Plan? Mi garganta está cerrada. No porque se trataba de Frim sino por ti, mi amada, mi adorada. ¡Tú…! ¿Dónde estás? ¡El prado está vacío, solitario! ¡Qué miedo más terrible! ¡Te he asustado y has huido! Me olvido de Frim, me olvido de todo, de todo menos de ti, carne de mi corazón, mi preciosa pequeña roja.

¡Destrozo árboles, desplazo rocas, abro de nuevo el barranco! ¡Oh, amada!, ¿dónde te has escondido? De pronto siento un nuevo terror: ¿Te habré hecho daño con mi salvaje comportamiento mientras te buscaba? Trato de esforzarme en calmarme. Me siento más tranquilo. Empiezo a buscar, haciendo círculos cada vez más amplios sobre los árboles, moviéndome con un silencio de nube, haciendo que mis oídos y mis ojos investiguen todos los claros del bosque. Un nuevo rugido llena mi garganta: Uuuu, uuu-uu, grito. Estoy de caza, buscándote…

En una ocasión diviso otra grandeza negra, lejos, y de repente, me elevo a toda mi altura gruñendo. ¡Ataca lo negro! ¿Se trataba de otro hermano? Lo destrozaría, acabaría con él. Pero el extraño ha desaparecido ya. Vuelvo a gruñir… No, es alguien que me hace gruñir, que gruñe en mí, el nuevo poder de negro. Sí, muy profundamente en mi interior, Yo-Mismo-Moggadeet está vigilando asustado. ¡Ataca al negro…! ¿Incluso con el calor? Aquí no hay seguridad, ¿somos como los trepadores gordos? Pero al mismo tiempo persiste el sentimiento. ¡Está bien! ¡Qué bueno! El Plan es dulce. Me decido a dedicarte una vez mi nuevo canto: «Uu-uu… uu… uuluu…»

¡Y tú respondes! ¡Tú!

¡Tú, tú que eres tan pequeña que puedes esconderte tras una hoja! Chillando ¡li, li! ¡lililiii! Excitante, vibrante, medio burlón y siempre imperioso. ¡Oh, cómo giro, me aplasto, trato de mirar debajo de mis pies… Y me detengo helado de terror, asustado por el temor de aplastar a la Lililíii Lí…!

Y sales fuera. Lo haces.

Mi adorable pequeñez de fuego, amenazándome… a MÍ.

Cuando veo tus pequeñísimas garras de caza que amenazan, todos mis redaños se funden… me siento como invadido por una inundación dulce. Me convierto en gelatina blanda. Soy tierno. ¡Tierno! Sí, tierno y orgulloso como una madre. Al menos yo lo creo así. ¿Es de ese modo como piensa una madre? Mis fauces están segregando líquido, pero no es saliva, el líquido del hambre. Estoy conmovido, embargado por el temor de asustarte o de dañar tu pequeñez. Sufro por asirte, tomarte, comerte de un golpe, en un millar de mordiscos.

¡Oh, el poder del rojo!… ¡El Anciano lo dijo! Ahora yo siento mis manos especiales, mis manos tiernas que siempre llevé ocultas… ahora surgen hinchadas, y se dirigen hacia mi cabeza. ¿Qué es esto? ¿Qué…?

Mis manos secretas comienzan a enrollar, a amasar la materia que mana de mis fauces.

¡Y eso te excita a ti también, mi rojita…! ¿No es verdad que sí?

Sí, sí, siento el tormento, la tortura… percibo tu tímida excitación. ¡Cómo recuerda tu cuerpo, ahora, nuestro amanecer de amor, nuestros primerísimos momentos, los momentos de Moggadeet-Liily! Antes de que yo te conociera a Ti-Tú-Misma, antes de que me conocieras a Mí. Comenzó entonces, corazón mío, nuestro conocimiento del amor comenzó en ese preciso instante, cuando tu Moggadeet miró hacia abajo, a ti, violentamente, como una explosión monstruosa. ¡Vi lo nueva que eras, qué desamparada!

Sí, incluso mientras yo aparecía sobre ti maravillado… incluso mientras mis manos secretas tomaban y tejían tu destino, incluso entonces recordé con tristeza que hace mucho tiempo, el pasado año cuando todavía era niño, había visto otras pequeñas rojas entre mis hermanos antes de que nuestra madre las hiciera alejarse de allí. Entonces yo no era más que un bebé estúpido. No podía comprender nada. Pensé que habían crecido de manera rara y estúpida en esa rojez y que Madre hacía muy bien en hacer que se fueran de allí. ¡Oh, estúpido Moggadeet!

Pero ahora te he visto, mi llamita… ¡Y he comprendido! Sólo este día has sido alejada por tu madre. Hasta ahora jamás conociste los terrores de una noche sola en el mundo; no puedes imaginar que existan monstruos como Frim que intenten darte caza. ¡Oh mi polluelo rubí, mi bebé rojo! Nunca, nunca, lo juro… Nunca te dejaré… ¿No he mantenido siempre mis promesas? ¡Nunca te dejaré! Yo, Moggadeet, yo seré tu madre.

¡Grande es el Plan, pero yo soy aún más grande!

Todo lo que aprendí sobre caza en mi año solitario, a elevarme como el aire, a saltar, a sujetar delicadamente… Todos esos conocimientos los realicé sólo para ti. Para no dañar las partes más pequeñas y delicadas de tu brillante cuerpo. ¡Oh, sí! Te capturé entera, completa en tu diminuta perfección, aun cuando tú chillabas y escupías y luchabas contra mí como ese sol de mañana que eres. Y entonces…

¡Comencé a acariciarte!

¡Oh, sí! ¡Oh, sí! Mis manos especiales, que no tienen utilidad ahora, desplegadas, voraces y vivas, sin cesar en su trabajo con la fuerte secreción de mis fauces… Mis manos comenzaron a acariciarte, pasando sobre, en torno y cerca de ti, llenándome a cada momento de temor y alegría. Envuelvo tus queridos y pequeños miembros, penetro hasta tus más íntimas y delicadas oquedades, suavemente, envolviéndote y confortándote, rodeándote y abrazándote hasta que te convertiste en una joya brillante. ¡Mía!… Y tú respondiste. Ahora lo sé. ¡Lo sabemos! ¡Oh, sí!, en tu fiera lucha, tímidamente, me ayudaste, siempre, al final, para que cada hilo, cada sedal, quedara suavemente en su sitio… ¡Envolviendo, abrazándote, querida Liilyluu! ¡Cómo se movían nuestros cuerpos en nuestra primera canción común! Incluso ahora lo siento y me parece derretirme de excitación. ¡Cómo tejí la seda protegiendo cada miembro, dejándote perfectamente amparada! Qué mirada más desprovista de temor me dirigiste a mí, tu terrorífico capturador. ¡Tú! Nunca estuviste asustada, como yo tampoco lo estoy ahora. ¿No es extraño mi amada? Esta dulzura que brota de nuestros cuerpos cuando actuamos de acuerdo con el Plan. ¡Grande es el Plan! Témelo, lucha contra él, pero ahora conserva esa dulzura.

Dulcemente comenzó el tiempo de nuestro amor cuando por vez primera me convertí en tu nueva y verdadera madre para nunca más abandonarte. ¡Cómo te alimenté, y te acaricié, y te mimé! ¡Qué gran responsabilidad es la de ser madre! Ansiosamente te llevé encogida en mis brazos secretos, librándote, protegiéndote salvajemente de todo intruso, hasta de los más inofensivos, temiendo que en cualquier momento pudieras ser golpeada o aplastada.

Y todas esas largas y cálidas noches… ¡Cómo cuidé de tu pequeño y desamparado cuerpecito, acariciando cuidadosamente cada uno de sus miembros infantiles, flexionándolos y extendiéndolos, limpiando de tu cuerpo cualquier pedacito de comida con mi lengua gigante, mordisqueando cariñosamente tus diminutas garras con mis terribles dientes, oyendo tu ronroneo infantil, asustándote en broma, haciendo como que iba a devorarte mientras tú fingías asustarte y gritabas li… lililiii… amada liilyliii!

Pero la mayor de todas las alegrías…

¡Hablamos!

Hablamos entre nosotros, tú y yo. Nos comunicamos, participamos, nos volcamos el uno en el otro. ¡Oh amada, cómo tartamudeábamos y balbuceábamos al principio, tú en tu extraña lengua maternal y yo en la mía! ¡Cómo combinamos nuestros cantos, sin palabras primero, después con letras cariñosas hasta que poco a poco llegamos a ver cada uno de nosotros con los ojos del otro, a oír, a saborear, a sentir el mundo cada uno para el otro, hasta que yo me convertí en Lilylu y tú fuiste Moggadeet, hasta que por fin, conjuntamente, llegamos a formar una nueva cosa, un nuevo ser: Moggadeet-Lily, Lililu-Mogga, Lili-Mogga-luly-deet!

¡Oh, amada!, ¿somos nosotros los primeros? ¿Ha habido antes otros que llegaron a amar tan totalmente con todo su ser? ¡Qué pensamiento más triste el que otros amantes como nosotros, anteriores a nosotros, hayan pasado sin dejar huella! ¡Recuérdennos a nosotros! ¿Te acordarás tú, mi pequeña adorada, a pesar de que Moggadeet ha desperdiciado tantas cosas cuando crece el frío? Si pudiera oírte, aunque sólo fuese una vez más, sólo una vez más, mi roja, mi inocente. Estás recordando, tu cuerpo me dice que recuerdas incluso ahora. Suavemente, sostenme suavemente. ¡Oye a tu Moggadeet!

Me dijiste cómo estaba convirtiéndome en ti, en ti-misma, pequeña y rojita Liilyluu. Me hablaste de tu Madre, de tus sueños, de tus alegrías infantiles… y de tus temores. Y yo te conté los míos y todo lo que había aprendido en el mundo desde el día en que mi propia Madre…

¡Escúchame, compañera de mi corazón! El tiempo pasa rápidamente.

«En el último día de mi niñez, mi Madre nos llamó a todos nosotros bajo ella».

«¡Hijos, hijos…!»

¿Por qué suena así su voz? ¿A qué se debe ese cloquear?

Mis hermanos llegaron lentamente, temerosos, abandonando el verde del prado veraniego. Pero yo, el pequeño Moggadeet, yo me mantuve alegremente bajo el gran arco de su cuerpo, gozando de la dulzura de la dorada piel materna. Penetré directamente en su cálida caverna, donde sus ojos maternales brillan, la caverna que nos protegió tan poderosamente durante todas nuestras vidas… ¡Como yo te protejo a ti, mi flor del alba!

Ardía en deseos de tocarla, de oírla hablar y cantarnos de nuevo. Pero su piel maternal me preocupaba, pues daba la impresión de haberse convertido en un harapo rugoso. Tímidamente, presioné una de sus grandes glándulas alimenticias. Parecía seca, no obstante, en los ojos de mi madre brilló una señal de reconocimiento al notar mi presión.

—¡Madre! —dije—. Soy yo, Moggadeet.

—¡HIJOOOSSS!

Su voz resonó como si atravesara su armadura. Mis hermanos mayores permanecían bajo sus piernas con las miradas fijas en la luz del sol. Tenían un aspecto muy raro, medio negros, medio dorados.

—¡Tengo miedo! —murmuró mi hermano Frim que se hallaba cerca de mí. Al igual que yo, Frim aún conservaba su piel dorada de bebé. Madre volvía a hablar de nuevo, pero su voz resonaba tartamudeante y profunda hasta tal punto que casi no podía entenderla.

—¡INVIERNO! ¡INVIERNO, OS DIGO! DESPUÉS DEL CALOR VIENE EL FRÍO INVIERNO ANTES DE QUE EL CALOR VUELVA DE NUEVO, VUELVE…

Frim gimoteaba fuertemente. Le hice callar. ¿Qué le sucedía a su querida voz, que ahora sonaba tan áspera y extraña? ¡Había hablado siempre tan tiernamente cuando nos anidaba en su piel materna y sorbíamos los deliciosos jugos maternales, meciéndonos al compás de sus permanentes cantos…! ¡muuly-muuly!, ¡muuly-muuly!, mientras que, muy por debajo, la tierra seguía girando. ¡Oh, qué maravilla! Y cómo reteníamos la respiración y gritábamos asustados cuando comenzaba su ronroneo de caza potente y fiero: ¡Tann! ¡Tann! ¡Dir! ¡Dir! ¡Dir Hataan! ¡HATONN! Cómo nos aferrábamos llenos de tersa emoción, de excitación pavorosa cuando se lanzaba sobre su presa y oíamos cómo la desgarraba, la engullía en su cuerpo y, además, sabiendo que esto significaba que, seguidamente, sus glándulas alimenticias se llenarían abundantemente.

De repente, vi una línea negra por debajo de nosotros. Uno de los hermanos mayores se marchaba. La voz atronadora de Madre se quebró. Su gran cuerpo pareció ponerse terso, rígido y las placas de su armadura saltaron. ¡Madre bramaba!

Se precipitó hacia abajo a toda velocidad. Yo traté de protegerme en su piel maternal.

—¡FUERA, FUERA! ¡SAL! —bramó Madre. Sus poderosos y terribles miembros cazadores se agitaron, mientras seguía bramando sin que sus palabras pudieran ser inteligibles, temblando, presa de convulsiones. Cuando me atreví a salir del seno materno, me di cuenta que todos los demás habían huido. ¡Todos menos uno!

Un cuerpo negro estaba entre las garras de Madre. Era mi hermano Sesso… ¡Sí, mi propio hermano! Y Madre estaba desgarrando su cuerpo, despedazándolo, devorándolo. Contemplé la escena con horror. ¡Sesso, su hijo, al que tanto había querido, al que tan cariñosamente había cuidado! Sesso, por el que sentía un orgullo tan tierno.

Sollocé y escondí mi cabeza en su piel. Pero esa piel, antes tan maravillosamente bella, se desprendía entre mis manos… ¡Su dorada piel maternal estaba muriéndose! Trepé desesperadamente para salir de su seno, tratando de no oír sus gemidos, las contracciones de su garganta, sus hipos. El mundo se está acabando, todo es terrible, terrible.

Y fue entonces, mi pequeña gema de fuego, cuando yo casi comprendí. ¡Grande es el Plan!

Por un momento, Madre dejó de alimentarse y comenzó a moverse. El suelo rocoso estaba muy por debajo de nosotros. Sus pasos no eran suaves, sino a tirones, abruptos, violentos. Incluso su canturreo me sonaba extraño:

¡Adelante, adelante! ¡Sola! ¡Por siempre sola!

De repente, el canto cesó. Silencio. Madre descansaba.

—¡Madre! —musité—. ¡Madre! Soy yo, Moggadeet. Estoy aquí.

Las placas de su estómago se contrajeron, un eructo resonó en sus intestinos.

—¡Vete! —gruñó—. ¡Vete! ¡Demasiado tarde! ¡Ya no soy tu Madre!

—¡No quiero dejarte! ¿Por qué tengo que marcharme? ¡Madre!

Esperé un momento. —¡Háblame!— supliqué poco después.

Como Madre no respondiera recurrí a mí gemir de bebé: ¡Diit! ¡Diit! ¡Tikki-takka! ¡Diit! Confiaba en que Madre me respondería como siempre lo había hecho antes con su canto materno. Vi, en efecto, que uno de los ojos maternales brillaba débilmente. Pero esto fue todo lo que conseguí con mi llanto de niño. Madre sólo pronunció unos gruñidos:

—¡Demasiado tarde! ¡No hay más Madre…! El invierno, ya os dije. Os hablé. Antes del invierno… ¡vete, vete!

—¡Dime algo de lo que hay fuera, Madre! —rogué. Un nuevo gruñido o tos casi me arrojó de donde me encontraba. Pero cuando volvió a hablar su voz sonó más amable y dulce.

—¿Hablar? —murmuró—. Hablar, hablar, hablar. Eres un hijo muy raro Hablar… como tu Padre.

—¿Qué es eso, Madre? ¿Qué es un Padre?

—Hablar, siempre hablar… —tuvo de nuevo un profundo eructo—. El invierno crece. ¡Oh, sí! ¡Diles que el invierno se acerca! Así lo hice. Es tarde. Invierno. Te he hablado. ¡Frío! Su voz resonó más fuerte:

—No queda nada. Demasiado tarde.

Oí cómo fuera se quebraba su armadura con un ruido de ruptura.

—¡Madre, háblame!

—¡Vete, veteeee!

Las placas de su vientre comenzaron a romperse en torno mío. Di un salto para pasar a otro nido, pero quedó suelto entre mis garras. Gimoteé. Me salvé colgándome de uno de sus grandes miembros andadores. Estaba rígido, seco, como una roca.

—¡VETE! —gruñó.

Sus ojos maternales estaban turbios, muertos. Me sentí presa del pánico, descendí y en mí alrededor todo vibraba, resonaba. Parecía como si Madre estuviera conteniendo un ataque de rabia.

Traté de alcanzar el suelo. Me deslicé buscando refugio en una hendidura. Serpenteé y me escondí en una especie de madriguera bajo los terribles bramidos que me llegaban desde arriba. Cuando logré hallarme seguro entre las rocas, las garras de Madre habían estado ya muy cerca de mí, golpeando, tratando de alcanzarme.

¡Oh, mi rojita, mi ternura! Seguro que jamás conociste una noche como ésa. Esas horas terribles, escondido para no ser encontrado por el monstruo que antes fuera mi amante Madre.

La vi una vez más, sí. Cuando llegó el amanecer, subí al borde de una roca y dirigí la mirada entre la niebla. Hacía calor y la niebla también era cálida. Yo sabía cuál era el aspecto de Madre aunque siempre estuviera dentro de ella. La repentina visión de una sombra oscura, enorme y cornuda, la de nuestra propia Madre, se adelantaba a ella y podíamos verla desde nuestra bolsa.

Pero, en esta ocasión, fue a mi propia Madre a la que vi marchar, entre la niebla, la gran masa de color gris oxidado, tan dura, blindada y repujada que sólo sus ojos de caza se veían fuera de la armadura, siempre observando, vigilando atentamente en busca de cualquier cosa en movimiento. Se abrió camino orgullosamente por la montaña y a medida que se alejaba se hacía más débil su nuevo canto duro y violento:

¡Frío! ¡Frío! ¡Hielo y soledad! ¡Hielo! ¡Y frío! ¡Y el fin!

Cuando salió el sol pude ver que mi piel dorada se estaba desprendiendo de mi espalda y que mi nueva piel era negra y brillante. Casi de manera automática, mi miembro de caza hizo un movimiento relampagueante y se apoderó de un saltamontes que acabó directamente en mis fauces.

¿Sabes, mi pequeña y dulce baya, que yo era mucho más fuerte, grande y poderoso que tú cuando Madre nos hizo dejarla? También eso forma parte del Plan. ¡Tú ni siquiera habías nacido! Yo tenía que seguir viviendo esperando que el calor se volviera frío y el viento pasara a convertirse en calor hasta que tú me estuvieras esperando. Yo tenía que crecer y aprender. ¡Aprender, mi Liilyluu! Eso es importante. Sólo nosotros, los negros, tenemos tiempo para aprender… El Anciano lo dijo.

Al principio el aprendizaje es pequeño, limitado. Beber el agua en la superficie plana sin ahogarse, cazar las pequeñas cosas volantes que nos han de alimentar y vigilar las nubes tormentosas y el movimiento del sol. Y las noches y las cosas sigilosas que se mueven en los árboles. Y los arbustos… Y yo, Moggadeet, seguía creciendo, haciéndome cada vez mayor. ¡Oh, sí! Y por fin llegó el día en que pude golpear a un escalador gordo y hacerlo caer de su enredadera.

Todo ese aprendizaje resultó fácil… el Plan en mi cuerpo me servía de guía. Incluso me guía todavía, Liilyluu y me dará paz y satisfacciones si me atengo a él. ¡Pero no quiero! ¡Quiero recordar hasta el fin, hablar hasta el fin!

Hablaré de las grandes cosas aprendidas. Cómo pude ver —pese a que estaba muy ocupado cogiendo y comiendo más y más cada vez más—, cómo vi que todas las cosas estaban cambiando, cambiando. Cambiantes. Los arbustos cambiaban sus yemas en bayas, los trepadores gordos, sus colores, e incluso el sol cambiaba, y las colinas. Y me di cuenta de que las cosas se acompañaban con otras de su especie, pero sólo yo, Moggadeet, estaba solo. ¡Y tan solo!

Seguía cruzando, los valles en mi nueva piel negra y brillante, musitando mi nuevo canto: ¡Tara-tara! ¡Tara Tan! En cierta ocasión vi a mi hermano Frim y lo llamé pero se alejó corriendo como el viento. ¡Siempre solo! Y cuando llegué al nuevo valle vi que los árboles todos estaban derribados. Y en la distancia vi a un negro, uno como yo, sólo que de un tamaño varias veces superior. Muy grande. Casi tanto como Madre, pero ágil y nuevo. Estaba a punto de llamarlo, pero se dio la vuelta y me vio y rugió de manera tan terrible que yo también emprendí la huida, raudo como el viento hacia las montañas solitarias. ¡Y solo!

Y así fui aprendiendo, mi rojita, que uno puede encontrarse solo aun cuando su corazón rebose de amor. Y fui de un lado a otro por los campos, las montañas y los valles, intrigado, sorprendido, comiendo cada vez más y más. Y vi las huellas, que no significaban nada para mí. Pero estaba empezando a aprender las cosas importantes.

El frío.

Tú lo conoces, mi pequeña roja. Tú sabes cómo en los días cálidos yo-soy-yo, Yo-Mismo-Moggadeet. Siempre creciendo, siempre aprendiendo. En el calor pensamos y hablamos. ¡Amamos! ¡Hacemos nuestro propio Plan! ¿Oh, no es así, amante mía?

Pero en el frío, en las noches —puesto que las noches se hacen cada vez más frías—, en las noches frías, ¿qué es lo que yo era? No Moggadeet. No Moggadeet-pensando. No Yo-Mí-Mismo. Sólo algo-que-vive, que actúa sin pensar. Moggadeet-Desamparado. En el frío sólo existe el Plan.

Y llegó un día en que el frío de la noche se prolonga y se prolonga y el sol permanece oculto entre la niebla. Y me encontré a mí mismo siguiendo la senda.

La senda también forma parte del Plan, rojita.

La senda forma parte del invierno. Es por ella por donde tenemos que ir todos nosotros, los negros. Cuando el frío se hace más intenso, el Plan nos llama hacia arriba y comenzamos a dirigirnos por la senda, cruzando los bordes del frío, la parte nocturna de las montañas. Nos vamos más allá de las montañas, de los bosques donde los árboles crecen y se convierten en madera seca, pétrea, muerta.

Así el Plan me dirigía y yo lo seguí dándome cuenta de ello sólo a medias. De vez en cuando llegaba a un lugar donde aún quedaba un poco de luz solar y podía detenerme, comer e intentar pensar, pero las nieblas del frío se alzaban de nuevo y yo continuaba en marcha, subiendo. Comencé a darme cuenta de la presencia de otros semejantes a mí, a lo lejos, bordeando el flanco de la montaña, moviéndose incesantemente. No hicieron manifestación alguna de haberme visto. Yo tampoco los llamé. Cada uno de nosotros por separado, solos, seguimos subiendo hacia las cuevas, sin pensar en nada, ciegos. Y así yo tendría que haberme ido también.

Pero entonces sucedió la gran cosa:

—Oh no, mi Liilyluu, no la cosa más grande. Lo más grande de todo eres tú y lo serás siempre, tú, mi precioso rayo de sol, mi rojita y amada nena. No te enfades, no, mi todo, mi alma. Sujétame suavemente. Tengo que decirte cuál fue nuestra mayor cosa aprendida. ¡Escucha a tu Moggadeet, escúchalo y recuerda!

En el último calor del sol lo encontré, al Anciano. Una visión terrible. ¡Tan gastado y maltrecho, faltándole muchas partes de su cuerpo! A primera vista creí que estaba muerto. De repente movió la cabeza débilmente y pronunció un débil gruñido.

—¿Un joven…?

Se abrió un ojo en su cabeza ulcerosa.

—Joven… ¡espera!

¡Y yo comprendí su llamada y lo entendí! Con amor…

¡No, no, mi rojita! ¡Suavemente, suavemente! Sé amable y escucha a tu Moggadeet. Nosotros hablamos. El Anciano y yo. Anciano y joven pudimos entendernos y compartir. Yo pensaba que eso no podía suceder.

—No los Ancianos —murmuró—. Nunca hablamos… nosotros negros… ¡Nunca! No está en el… Plan… Sólo yo… espero…

—¿Plan? —pregunté sabiendo sólo a medias el significado de esa palabra—. ¿Qué es el Plan?

—Una belleza —murmuró—. En el calor, una belleza en el aire. La seguí… pero otro negro la vio también y luchamos… y yo fui dañado, pero todavía el Plan me hacía seguir hasta que fui aplastado, roto, muerto… ¡pero no estaba muerto! Vivía. Y el Plan me hizo arrastrarme hasta aquí… para esperar… compartir… pero…

Dejó caer la cabeza. Rápidamente tomé un volador del aire y lo metí en sus fauces maltrechas.

—Viejo, ¿qué es el Plan?

Tragó difícilmente, dolorosamente, con su único ojo fijo en mí.

—Está en nosotros —dijo con voz algo más fuerte—. Está en nosotros, moviéndonos, haciéndonos hacer todo lo necesario para la vida. Ya lo has visto. Cuando los bebés todavía son dorados, la Madre los cuida y los guarda durante todo el invierno. Pero cuando se vuelven rojos o negros los abandona. ¿No es así?

—Sí, pero…

—¡Ése es el Plan! ¡Siempre el Plan! Oro es el color del cuidado materno, pero negro es el color de la furia. ¡Atacad al negro! ¡El negro debe ser muerto! ¡Incluso es lo que hace una Madre, aun cuando se trate de su propio hijo! Ni siquiera ella puede desafiar al Plan, ¡óyeme, joven!

—Te oigo. Lo he visto —le respondí—. Pero ¿qué es el rojo?

—¡Rojo! —gruñó—. Rojo es el color del amor.

—No —dije yo, estúpido Moggadeet—. Yo conozco el amor. El amor es dorado.

Los ojos del Anciano se apartaron de mí.

—Amor —suspiró—. ¡Cuando la belleza llegue en el airé ya la verás…!

Guardó silencio. Temí que hubiera muerto. ¿Qué podía hacer yo? Nos quedamos allí en silencio en las últimas luces del sol, el último débil calor. Débilmente en las faldas de la montaña podía ver a los otros negros, iguales a mí, que seguían subiendo y subiendo, siempre solos, por sus propios senderos entre los árboles petrificados hacia la niebla helada.

—¡Anciano…! ¿Adónde vamos?

—Tú irás a las Cavernas de Invierno. Ése es el Plan.

—Invierno, sí. El frío. Madre nos habló de ello. Y después del frío invierno viene el calor. Me acuerdo. El invierno pasará, ¿no es así? ¿Por qué nos dijo que los inviernos crecían? Enséñame, Anciano. ¿Qué es un Padre?

—¿Pa-dre? Una palabra que no conozco. Pero espera…

Su débil cabeza se volvió hacia mí:

—¿Los inviernos crecen? ¿Tu Madre te lo dijo? ¡Oh, frío! ¡Oh, soledad! —gruñó—. Te dio una gran enseñanza. Una enseñanza en la que me da miedo pensar.

Su ojo giró en su órbita, brillante. Me sentí asustado.

—Mira en torno tuyo, joven. Estos árboles petrificados, muertos. Conchas muertas de árboles que crecen en los valles cálidos. ¿Qué hacen estos árboles aquí? El frío los asesinó. Ahora aquí no crece ningún árbol vivo. ¡Piensa, joven!

Miré y me di cuenta de que era cierto. Se trataba de un bosque cálido, petrificado, muerto.

—Hubo un tiempo en que aquí hacía calor. Un tiempo en que esto era como un valle. Pero el frío creció y se hizo más fuerte. El invierno creció. ¿No lo ves? Y el calor crece menos, cada vez menos.

—¡Pero el calor es vida! ¡El calor es yo-mí-mismo!

—Sí, con el calor pensamos, aprendemos. En el frío sólo actúa el Plan. En el frío somos ciegos… Mientras esperaba aquí me pregunté si hubo antaño un tiempo en el que el calor estaba aquí. ¿Veníamos aquí nosotros negros, en el calor, para hablar, para compartir? ¡Oh, joven…!, fue un pensamiento terrible: nuestro tiempo para aprender, ¿se hace cada vez más corto? ¿Dónde terminará? ¿Crecerán los inviernos hasta que ya no podamos aprender nada y tengamos que limitarnos a vivir ciegos, siguiendo el Plan, al igual que los estúpidos escaladores gordos que cantan pero no hablan?

Sus palabras me llenaron de un miedo frío. ¡Qué terrible enseñanza! Me sentí furioso.

—¡No! ¡Eso no pasará! Tenemos que… tenemos que seguir teniendo el calor.

—¿Sujetar al calor? —se retorció dolorosamente para poder contemplarme—. Sujetar al calor… Un gran pensamiento. Sí. Pero ¿cómo hacerlo?

—El calor volverá a venir de nuevo —le dije—. Bien, cuando vuelva tenemos que aprender la forma de retenerlo. Tú y yo.

Inclinó la cabeza.

—No… Cuando el calor venga yo no estaré aquí… y tú, joven, estarás demasiado ocupado para pensar en ello.

—¡Te ayudaré! ¡Te llevaré hasta las Cuevas…!

—En las Cuevas —murmuró—, en cada cueva hay dos negros como tú. Uno está vivo, esperando sin mente a que pase el invierno… y mientras espera, come. Se come al otro, así es como sigue vivo. Ése es el Plan. Como tú me comerás a mí, joven.

—¡No! —grité lleno de horror—. ¡Jamás te haré daño, Anciano!

—Ya lo verás cuando llegue el frío —murmuró—. ¡Grande es el Plan!

—¡No! Estás equivocado. Yo romperé el Plan —grité. Un viento frío silbaba desde la cumbre; el sol moría.

—¡Jamás te haré daño! —bramé—. ¡Estás equivocado al creerlo y decirlo así!

Recuerdo que arrastré una cosa negra y pesada a mi Cueva.

Frío helado, frío mortal… En el frío te mataré.

Liilyluu. El Anciano no se resistió.

¡Grande es el Plan! Él lo aceptó por completo, tal vez, incluso, sintió una extraña alegría como yo la siento ahora. En el Plan está la alegría. Pero ¿está equivocado el Plan? ¿Tienen los trepadores gordos también su Plan?

¡Un pensamiento difícil! Cuántas cosas intentamos, yo y tú, mi alegría rojita. Durante todos los largos días cálidos te lo expliqué, una y otra vez. Te expliqué: el invierno vendrá y nos cambiará a todos si no logramos retener el calor. ¡Lo comprendes! Tú compartes, tú me comprendes ahora, mi preciosa llamita… y aun cuando no puedes hablar siento que compartes mi amor. Suavemente…

¡Oh, claro que sí! Hicimos nuestra preparación para nuestro propio Plan. Incluso en los días de mayor calor elaboramos nuestro Plan contra el frío… ¿Lo han hecho así también otros amantes? ¡Cómo busqué, llevándote siempre conmigo! Crucé montañas enteras, siguiendo al sol hasta encontrar el más cálido de sus cálidos valles en el lado soleado de la montaña. Pensé: seguramente que el frío es más débil aquí. ¿Cómo pueden alcanzarnos aquí las nieblas frías, el viento helado que congela mi interior y me pone en camino hacia las Cuevas del Invierno?

¡Ahora, cuando llegue el tiempo, voy a desafiarlo!

Ahora te tendré a ti.

—¡No me lleves allí, mi Moggadeet! —suplicaste, temerosa de lo desconocido—. ¡No me lleves al frío!

—¡Nunca, mi Liilyluu! Nunca. Te lo juro. Yo no soy tu Madre, mi pequeña cosita roja.

—¡Pero tú cambiarás! El frío te hará olvidar tu promesa. ¿No es ése el Plan?

—Romperemos el Plan, nos libraremos de él, Lili. Mira, tú también estás creciendo, te estás haciendo mayor, más larga, más pesada, mi bolita de fuego… y cada vez más bella. Pronto no estaré en condiciones de poderte llevar sobre mí con tanta facilidad. Nunca podría llevarte a las sendas frías. ¡Y jamás te dejaré!

—¡Tú eres muy grande, muy fuerte, Moggadeet! Cuando llegue el cambio, lo olvidarás todo y me arrastrarás hasta el frío.

—¡Nunca! Tu Moggadeet tiene un Plan más profundo. Cuando comience a llegar la niebla, te llevaré al lugar más alejado y más cálido de esta cueva y cuando estemos allí, tejeré un muro para que nunca, nunca, puedas ser sacada de allí. Y no te dejaré nunca, nunca. Ni siquiera el Plan puede separar a Moggadeet de su Liilyluu.

—Pero tendrás que salir a cazar para conseguir alimento y entonces el frío se hará contigo. Me olvidarás y seguirás el amor del frío del invierno y me dejarás morir aquí. ¡Quizá también eso sea el Plan!

—¡Oh, no, mi preciosa, mi rojita! No te preocupes, no llores. Oye el Plan de tu Moggadeet. A partir de ahora cazaré cada día el doble. Llenaré esta cueva hasta el techo, mi glotoncilla, llenaré esta cueva de alimentos y, así me podré quedar contigo durante todo el invierno.

Y así lo hice, ¿no es verdad mi Lili? ¡Estúpido Moggadeet, cómo cacé! Traje lagartos, saltamontes, trepadores gordos y crías de todas clases. ¡Qué estúpido! Porque naturalmente, los alimentos se pudrieron con el calor que los volvió verdes y malolientes… Pero, pese a todo, aún seguían sabiendo bien, ¿verdad, mi preciosa bayita? Y tuvimos que comérnoslos, hartándonos hasta reventar, como bebés. ¡Y cómo creciste!

¡Qué bella te pusiste, mi joya roja… gorda hasta reventar, llena dé brillo y tersura! Pero aún seguías siendo mi pequeñita, mi chispita de sol. Cada noche, después de alimentarte, apartaba la seda, acariciaba tu cabeza, tus ojos, tus dulces orejas, temblando de excitación por esos deliciosos momentos en los que dejé libre tu primer miembro escarlata para acariciarlo y ejercitarlo y apretarlo contra mis latientes bolsas laríngeas. Alguna vez desataré dos al mismo tiempo para poder experimentar la alegría de verte mover.

Y cada noche el trabajo se hacía más largo. Y cada mañana tenía que hacer más seda para volver a envolverte. ¡Qué orgulloso me sentía, mi Lily, Liilyluu!

Fue entonces cuando se me ocurrió la gran idea.

Me llegó en el momento en que estaba tejiendo para envolverte en tu brillante capullo, mi preciosidad. ¿Por qué no hacer lo mismo con trepadores gordos? ¿Por qué no envolverlos en seda, vivos y así su carne seguirá fresca y dulce y nos podrán servir de comida durante el invierno?

Fue un gran pensamiento, Liilyluu y lo realicé y dio buen resultado. Encerré en un túnel muchos trepadores gordos y muchas otras cosas, mientras el sol seguía caminando, retrocediendo hacia el invierno y las sombras crecían cada vez más. Trepadores gordos, y crías de insectos y todas las demás criaturas comestibles y, además, ¡oh inteligente Moggadeet!, todo tipo de hojas y tallos y demás productos para que ellos pudieran alimentarse. ¡Oh, podíamos estar seguros de que habíamos roto el Plan, nos habíamos librado de él!

—Oh, Moggadeet, ¡eres un valiente! ¿Crees realmente que podremos romper el Plan? ¡Estoy asustada! ¡Dame una cría de trepador! El frío aumenta.

—Ya te has comido quince, mi pequeña —te mimé—. ¡Qué gorda te estás poniendo! Deja que te mire de nuevo. Sí, tienes que dejar que tu Moggadeet te acaricie mientras comes. ¡Qué adorable eres!

Naturalmente recuerdas cómo empezó entonces nuestro amor más profundo. Cuando te destapé una noche que había un pequeño indicio de frío en el aire, me di cuenta de que habías cambiado.

¿Debo decirlo? Tu piel secreta. Tu piel-maternal.

Siempre te había limpiado esa parte tiernamente, cariñosamente, pero sin dificultad alguna para contenerme. Pero esa noche, cuando aparté las hebras de seda con mis grandes garras de caza, ¡qué nueva delicia se ofreció a mis ojos! Esa zona ya no tenía un color rosa pálido sino profundamente rojo. ¡Rojo! Escarlata brillante como la más roja de las puestas de sol, con reflejos dorados. ¡Y túrgida, ondulada, y como perlada de rocío…! Parecía pedirme que te viera toda, que te expusiera toda. ¡De qué modo me miraron tus ojos tiernos, y la dulzura de tu aliento y el calor de tus miembros, cálidos y grávidos, sobre mí!

Salvajemente aparté de un golpe los últimos hilos y quedé deslumbrado, lleno de arrobamiento al tener tu completa y roja desnudez delante de mis ojos. Y lo supe entonces, comprendí que el amor que había sentido antes era sólo el principio. Mis miembros cazadores cayeron a mis costados y mis manos especiales, mis manos tejedoras, crecieron como llenas de una nueva vida casi dolorosa. No podía hablar, pues las bolsas de mi garganta estaban llenas, hinchadas… Y mis manos de amor se levantaron por sí solas, presionando estáticamente, mientras mis ojos se aproximaban y se aproximaban a tu glorioso rojo.

Pero de repente el Yo-Mí-Mismo Moggadeet se despertó. Retrocedí de un salto.

—Lili. ¿Qué es lo que está pasando?

—¡Oh, Moggadeet, te amo! ¡No te alejes!

—¿Qué es esto, Liilyluu? ¿Es el Plan?

—¡No me importa, Moggadeet! ¿No me amas?

—Tengo miedo. Tengo miedo de hacerte daño. Eres tan pequeña, tan delicada. Yo soy tu Madre.

—No, Moggadeet, mira. Soy del mismo tamaño que tú, tan grande como tú. No tengas miedo.

Retrocedí… ¡qué difícil me resultó, qué difícil! Y traté de parecer tranquilo.

—Sí, mi rojita, es verdad: has crecido. Pero tus miembros son tan nuevos, tan delicados, tan tiernos. ¡Oh, no puedo mirarte!

Apartando mis ojos comencé a tejer un telón de seda para apartar de mi vista tu enloquecedora rojez.

—Tenemos que esperar, Liilyluu. Tenemos que seguir como hasta ahora. No sé qué significa este extraño deseo. Temo que te traerá mal, que puede hacerte daño.

—Sí, Moggadeet, esperaremos.

Y esperamos. ¡Oh, sí! Cada noche resultaba más difícil. Tratamos de ser como antes, felices, Liily-Moggadeet. Cada noche, cuando acariciaba tus resplandecientes miembros que parecían ofrecérseme, cuando los envolvía y los desenvolvía uno después de otro, el deseo se alzaba en mí cada vez más ardiente, más fuerte. El deseo de desvelarte por completo, de volver a ver tu cuerpo entero sin nada que lo velara.

—¡Oh, sí, mi amada! No podía resistir cuando recordabas conmigo aquellos días de nuestro primer y simple amor.

Cada vez más frío… Cada vez más frío… Por la mañana, cuando iba a dar de comer a los trepadores gordos había una blancura en su piel y las crías habían cesado ya de moverse. El sol descendía cada vez más, pálido, sin fuerzas y la niebla fría parecía colgar sobre nosotros inundándonos. Pronto ya no me atreví a salir de la cueva. Permanecía allí el día entero, junto a la pared de seda tras la que tú estabas, canturreando igual que una madre: Brum-a-lu, Muuly-muuly… Liilyluu, amada Lili… ¡El fuerte de Moggadeet!

—Esperaremos, fueguecito. No nos inclinaremos ante el Plan. No cederemos… ¿Es que no somos más felices que los otros aquí, con nuestro amor en nuestra cueva caliente?

—¡Oh, sí, Moggadeet!

—Soy Yo-Mí-Mismo, ahora. Me siento fuerte. Haré nuestro propio Plan. No te miraré hasta que el calor… hasta que el sol haya vuelto.

—Sí, Moggadeet… ¿Moggadeet? Mis miembros están rígidos.

—Oh, preciosa, espera… Mira, hago un agujero en la seda, con mucho cuidado. No miraré… no…

—Moggadeet, ¿no me amas?

—Liilyluu… ¡mi dulce y gloriosa Liilyluu…! Tengo miedo, tengo miedo.

—¡Mira, Moggadeet! Fíjate qué grande y qué fuerte soy.

—¡Oh, rojita, mis manos… mis manos…! ¿Qué es lo que mis manos te están haciendo?

Sí, con mis manos especiales, con mis manos de amor, estaba presionando, presionando los jugos calientes de mis bolsas laríngeas y tiernamente, muy tiernamente, había roto tu dulce piel-maternal y estaba situando mi regalo dentro de tus lugares secretos. Y cuando lo hacía tus ojos parecían extraviados y tus miembros se contraían como en un espasmo.

—¡Oh, amada!, ¿te hago daño?

—¡No, Moggadeet…! ¡Oh, no…!

—Oh, amada mía qué dulces fueron esos últimos días de nuestro amor.

Fuera de la cueva el mundo se hacía cada vez más frío. Los gordos trepadores dejaron de comer y las crías estaban inmóviles y comenzaban a apestar. Pero todavía nosotros conservábamos el calor retenido en el fondo de nuestra cueva y todavía podía seguir alimentando a la amada con los últimos restos de nuestros alimentos. Y cada noche, nuestro nuevo ritual del amor se hacía más libre, más rico, aun cuando yo me había obligado a mí mismo a tapar todo tu dulce cuerpo excepto una pequeña parte. Y cada amanecer me resultaba más duro reemplazar las hebras de seda que rodeaban los miembros de mi adorada.

—¡Moggadeet! ¿Por qué no me envuelves como antes? Tengo miedo.

—Un momento, Lili, un momento. Deja que te acaricie una vez más.

—¡Tengo miedo, Moggadeet! ¡Deja de acariciarme y véndame!

—Pero ¿por qué, mi nena querida? ¿Por qué razón tengo que ocultarte? ¿Es ésta una parte estúpida del Plan?

—No lo sé, me siento tan extraña… Estoy… ¡cambiando!

—Te haces más bella a cada momento, mi Lili, mi nena. Deja que te mire. ¡Me parece una equivocación volver a vendarte!

—¡No, Moggadeet, no!

Pero no quise escuchar, ¿verdad que no? ¡O, tú estúpido Moggadeet-que-creía-ser-tu-Madre! ¡Grande es el Plan!

No te escuché. No te vendé. ¡No! Al contrario, desgarré los jirones de seda que aún quedaban, las más fuertes hebras. Loco de amor, te quité todas las vendas, librando un miembro después de otro, hasta que toda la gloria de tu bello cuerpo quedó al descubierto. ¡Por fin…! Pude ver tu cuerpo entero.

¡Oh, Liilyluu, la mayor de las Madres!

No era yo quien era tu Madre. Tú eras la mía.

Estabas echada brillante, resplandeciente, como labrada en metal. Tu nueva armadura, tus poderosos miembros de caza más gruesos que mi cabeza. ¡Lo que yo había creado! ¡Tú! ¡Una supermadre! Una madre como jamás se había visto otra.

Estupefacto, lleno de deleite te contemplé.

Y tu enorme y poderoso miembro de caza cayó sobre mí y me apresó.

¡Grande es el Plan!

Sólo sentí alegría cuando tus mandíbulas me trituraron. Como la siento ahora.

Y así terminamos, mi Liilyluu, mi rojita. Tus bebés están desarrollándose en tu piel-maternal y tu Moggadeet ya no puede hablar. Estoy casi completamente devorado. El frío crece, crece y tus ojos maternales internos brillan y brillan. Pronto estarás sola con tus hijos y el calor volverá.

¿Te acordarás, compañera de mi corazón? ¿Lo recordarás y se lo contarás a tus hijos?

Háblales del frío, Liilyluu. Háblales de nuestro amor.

Diles… los inviernos crecen.