ALAS

Vonda N. Mclntyre

Mucho después de que los primeros visitantes abandonaran el templo y cuando el tiempo empezaba a pasar inadvertido como un profundo y terso arroyo, apareció a lo lejos una forma, irreconocible a través de los diáfanos dibujos sedosos y aguados de las auroras. Pasó por alto los pasajes entre las ligeras cortinas que conducían a la única estructura de las colinas, lo único que podía ver. Cuando la forma atravesó las membranas, éstas se agitaron misteriosamente, decolorándose, encontrándose y uniéndose de nuevo.

El guardián del templo seguía el curso inflamado y violeta de sus cicatrices y sus propias heridas se solidarizaron con su dolor. Se abrazó las huesudas rodillas con sus largos brazos y observó la forma que se acercaba. Sus pensativos ojos parpadearon despacio.

El guardián había estado solo tanto tiempo que su aislamiento se había convertido en un hábito. Por un momento, supuso que la forma sería un viandante perdido en busca de ayuda y él podría indicarle una dirección para proseguir su camino. Por entonces pudo ver que se trataba de una persona. El caminante marchaba resuelto, en línea recta. Se preguntó cómo había encontrado el camino sin seguir el laberinto. El cielo se oscurecía entre las cortinas.

Notó que estaba cansado, pero ni titubeaba ni se tambaleaba, aunque caminaba muy despacio. A medida que se aproximaba, las auroras parecían impedírselo. Se abrió paso en el velo final, tropezó, cayó dándose contra el muro inferior, alcanzó a cruzarlo, pero fracasó. El guardián sólo vio su mano; dos dedos negros y el pulgar y por uñas, garras de plata.

Se levantó, y renqueando cruzó el patio, caminando de prisa para ocultar su cojera. Le tomó el pulso, lento y débil. Sus manos indecisas palpaban delicados huesos a través de delgadas bandas de músculos y piel suave. Volvió a descubrir la sensación del tacto, el roce de la piel, el calor de la proximidad. Había transcurrido mucho tiempo desde que tocara a otra persona, ni siquiera para saludarla, y los latidos de su corazón se aceleraron.

Cuando él tocó la delgada forma, ésta respiró dos veces, ligera y rápidamente. El guardián observó los ángulos anormales de sus huesos rotos y para cogerlo le dio la vuelta con suavidad.

Sus manos eran acariciadoras y suaves al cargar al joven, como cuando uno lleva un niño.

Colocó al joven fuera del templo en su propio lecho duro. Pensó que el colapso se debería al dolor. El tercer dedo largo de la mano izquierda estaba roto y el ala que sostenía colgaba estrujada como una vela de ion. El guardián abrió el ala negruzca, separando los largos y frágiles dedos de detrás del brazo en donde habían tratado de plegarse. Ningún hueso había atravesado la piel ni cortado o desgarrado las suaves membranas. El ala sanaría. El guardián se dispuso a enderezar el hueso.

Esperaba que sus cuidados superarían su falta de conocimientos, evitando de este modo que el joven quedase tullido. Cuando había casi terminado, se percató de que el joven lo estaba mirando y levantó los ojos. En seguida reaccionó para no desviar la vista en el acto. El joven tenía los ojos de un color verde pastel que afeaban su rostro bien parecido y el guardián volvió a concentrarse en el ala rota como si hiciera la cosa más natural del mundo.

—He hecho con tu mano lo mejor que he podido —dijo, en el tono de voz que uno emplea al dirigirse a los niños y jóvenes.

—Ha tratado de volar sobre las auroras.

El tono era desafiante, orgulloso, como el que aguarda un castigo.

—Es peligroso —repuso con dulzura el guardián.

Por encima del templo la atmósfera era tan confusa como los ligeros velos de los pasajes.

—Quería matarme.

—Demasiada desesperación para un ser tan joven.

—Está muriendo. Todo fenece —musitó el joven.

El guardián se percató de que el joven desvariaba a causa del dolor y el agotamiento.

—Duerme —le ordenó.

—¿No me crees? ¿No lo sabías? Y te figuras ser un vidente.

—Eres muy cínico.

El joven no respondió, se dio la vuelta y procuró torpemente flexionar el ala rota.

—Es menos sólida que la tierra —dijo el guardián—. Deberías ser más dócil.

—¿Por qué me ayudaste? ¿Por qué me has cuidado? —gritó el joven desconcertado en tono de odio y aflicción.

—Ahora duerme.

Entró en el templo para cumplir con sus obligaciones, escasas y monótonas. El dios había partido mucho antes que sus últimos y absurdos adoradores, como hacen siempre los dioses. El guardián lo sabía y no se hacía ilusiones sobre su posición. Se hallaba allí por azar, por casualidad y por lástima, no por la gracia divina. Vertía libaciones a un recuerdo, un dios real, la esencia de cosas ignoradas, si no decrépitas, sí lejanas.

Cuando hubo terminado el ritual, regresó a donde estaba el joven que dormía un sueño reparador. El guardián le tomó el pulso en la garganta así como la temperatura y no los halló demasiado elevados. El precario y rápido metabolismo de sus razas se aceleraba cuando cedía paso a la curación. El guardián se inclinó junto al lecho, preocupado. El ala rota del joven se extendía por el patio de piedra gris, deslucida, como aislada, perdiendo calor. Él guardián permaneció en silencio largo rato; por último, se dirigió penosamente hacia el estrecho jergón y se echó en él. Castamente y con cierta repugnancia, como sintiéndose culpable, envolvió al joven con su ala sana. Después, se durmió.

Había pasado mucho tiempo sin que nadie viniera a solicitar profecías, a esperar que se inclinara ante el altar, amodorrado, en trance, pero ahora, acostado junto al joven, tuvo una visión, si bien demasiado lejana y débil para aferraría. En ella se centraban todos los recursos del joven; no había dejado de probar ningún remedio. Agotado, el guardián soñaba, luchando con la visión que veía en sueños. Se despertó con el recuerdo de estrellas cercanas que le hacían señas en lo alto de la sutil atmósfera. Había soñado que volaba con su pareja, tan alto, que por debajo de ellos la tierra se curvaba amarilla y parda, con nubes como jirones blancos y con una extraña sensación de pérdida. El cielo era de color púrpura y oro de día, adquiriendo una tonalidad azul pálido en los horizontes, y de noche, negro y plata. Había amado a su pareja, pero estaba muerta, y había amado la noche, pero se hallaba fuera de su alcance.

El guardián yacía inmóvil, a fin de no renovar su dolor. Pronto comprendió que si su afecto había sido útil, el cuerpo del joven necesitaba alimento para mantenerse.

Las provisiones del guardián no eran adecuadas para suministrar al herido la energía suficiente. Ya nadie traía carne y él no podía cazar. Era un lisiado, útil solamente para servir a un dios abandonado. Levantó su ala, la plegó en silencio y se alzó del jergón para preparar pasta de simiente y caldo. Se movía despacio con cierta gracia y la precaución de ocultar su dolor. Antes, cuando acudían visitantes, observaba con ellos modales corteses y hasta los niños olvidaban su natural reserva. Los adultos preferían fingir aprensión y temor, pues acudían al templo para conservar su celo, combatir la impaciencia, como si planearan sobre un volcán o persiguieran una tromba. A veces, el miedo era real. Si permanecían mucho tiempo podía predecirles la muerte con enigmáticas visiones sin que ellos pudieran adivinarlo hasta que ésta fuera inminente. Ése era el comportamiento de los videntes. Pero la gente se había marchado, ya no le necesitaban. En realidad, hacía tiempo que ya no lo necesitaban y tal vez nunca lo habían necesitado.

El guardián llevó el caldo en un cuenco llano a los labios del joven. Éste, en su duermevela, con los ojos entreabiertos no advirtió el gusto del vegetal. El guardián notó los delgados músculos tirantes y la suave piel contra su mano pero, también, los desagradables ojos. Eran como las blandas plantas gelatinosas o los animales que crecen en la noche y mueren con el día. Envidiaba las alas del joven pero sentía piedad por sus ojos. Su paciente nunca volaría más alto que las nubes sin quedar ciego.

El joven susurró algo ininteligible y dio un golpe en la mano del guardián de modo que el bol vacío se estrelló en el pavimento de piedra. Al poco rato, el guardián se acostó de nuevo en el jergón y abrió el ala sana. Deslizó una mano por el pecho del joven, despacio, con suavidad, siguiendo las agudas aristas de las costillas y la suave piel. El joven cambió de postura. De repente, el guardián apretó los puños y permaneció rígido.

Entre las auroras, un día no se distinguía del siguiente. Las cortinas de luz tamizaban los rayos del sol y despejaban la oscuridad. Sin la oscuridad o la luz como guía única, el guardián no podía formarse idea de cuánto tiempo durmió el joven. Sólo sabía que cada momento se hacía más difícil. Era inevitable que tocase al joven; necesitaba alimento, mantenerse caliente y limpio, aparte de que los tendones y músculos del ala se contraían sin un masaje. Se esforzó mucho por atender al lisiado, procurando dominarse, alejar sus sensaciones.

Sin embargo, ¿quién podría decir, al pasar sus manos a lo largo del delgado cuerpo con las cortas garras de plata medio extendidas, si dibujaba angostas líneas de amor en la piel? Podía abrazar al durmiente extendiendo sus dos alas y nadie le arrancaría al áspero contacto de las destrozadas membranas. Los niños se acarician y exploran entre sí los andróginos genitales… ¿por qué él tenía que reprimirse? Las palabras susurrantes podían haber influido en una decisión ya tomada; las palabras y la persuasión de las manos expertas, incluso en sueños. Y si él joven se despertaba, ¿qué derecho tenía a objetar alguien tan feo? ¿Quién, sino un lisiado lo tomaría por compañero? ¿Quién quedaba para cuidarlo?

Abrió los ojos para luchar con su fantasía y se avergonzó. Las auroras —su orgullo, su prisión— palpitaban precisamente al otro lado del bajo muro de piedra.

Cuando se sentía escéptico y solo, se tranquilizaba galleando que era el más valioso de todos, lo bastante fuerte —¿acaso no estaba vivo?— para permitirse ser bondadoso y hasta misericordioso. No obstante, de los pocos delitos que reconocía entre su gente, el acto que proyectaba era el peor.

Había estado solo mucho tiempo. Comprendía su soledad, pero no la aceptaba. Era orgulloso, a pesar de sus heridas. Podía haber sido implacable y cruel, vano y fútil, pero demasiado orgulloso para permitir que el desespero lo cambiase aún cuando nadie pudiera verle. Empezó a temer que su fuerza y su orgullo se estuvieran agotando. Atraído por el joven, a pesar de los repugnantes ojos, el guardián sintió que se estaba enamorando. Se esforzó por pensar en él como un ser masculino. Cuando el joven… cuando él se despierte, resultaba más influyente que tratarlo como un ser de sexo distinto mientras dormía, aunque el guardián sabía que su despertar borraría todas sus fantasías.

Y quizá el joven se le aproximaría del modo más indicado y en tal caso, sus ilusiones ya no serían indefectibles.

Sabía que los huesos se habían unido, bien o mal, cuando la temperatura del joven bajó más de lo normal a pesar de haberlo tapado. Plegó el ala y la apartó para que no estuviera cerca cuando el joven se despertara. Se levantó y entró renqueando en el templo.

Al concluir sus obligaciones ante el altar, oyó fuera un revuelo.

El joven, despierto, se estiraba la tablilla. El guardián se agachó a su lado y le apartó la mano.

—¿Estoy curado, verdad, o aún no me he despertado?

En medio de sus fantasías, el guardián había olvidado o no contaba con la hostilidad del joven y quedó desconcertado.

—Espero que estés curado —respondió sin alterarse.

Le quitó la tablilla y extendió el ala con gran delicadeza. La membrana estaba tersa y fresca. Era casi penoso retirar las manos aunque el joven estuviera despierto. La línea del hueso se divisaba nítida, bien marcada bajo la piel. El hueso, todavía hundido, no mostraba señales de cicatrices.

—Debes moverla durante unos días para que luego soporte tu cuerpo.

El joven tocó con la otra mano la fisura, se levantó y abrió las alas en toda su envergadura. Sonrió, pero el guardián percibió una ligera hendidura en el ala, una flojedad en los músculos por la falta de ejercicio y una ligera contracción en los tendones.

—Creo que volverás a volar —dijo convencido.

De pronto, el joven bajó las alas vacilante, y su sonrisa se borró. Le sobresalían los huesos, el cuerpo, medio consumido por el hambre, requería tiempo para recuperarse. El guardián tendió los brazos para sostenerlo, pero el joven retrocedió con una mueca de dolor cuando el ala contusionada que no se plegó, volvió a rozarle. El guardián levantó los ojos y el joven, al encontrarse con su mirada, desvió los suyos.

—Quizá deberíamos ser tolerantes con nuestras mutuas flaquezas —exclamó el guardián hondamente ofendido.

—¿Por qué? Nadie le obligó a que me cuidara y no le debo nada.

El guardián se puso en pie y a los pocos pasos se detuvo.

—En efecto, debí dejar que te curaras con los huesos torcidos —y oyó un aleteo al abrir el joven las alas, cuyos bordes tozaron el suelo.

—Debí morir —manifestó el joven como si al vivir cometiera un crimen.

—Lo mismo pensaron de mí cuando me abandonaron en el cazadero para que me devorasen las aves rapaces.

El joven guardó silencio durante un rato. El guardián se preguntaba cómo había podido sobrevivir a su infancia: o alguien le había cuidado con gran esmero, o nadie se preocupó de él. O le habían protegido o no le hicieron el menor caso, hasta que su sensibilidad se despertó y ya era demasiado tarde para descubrirlo. Hubiera sido más caritativo dejarle perecer que permitir qué viviera como un paria.

—Si ellos le abandonaron, ¿por qué ayuda en vez de odiar?

—Tal vez soy débil y no soporto la vista del dolor.

El joven alzó la mirada y la clavó en los ojos del guardián, sosteniéndola fija. Su expresión era burlona. Los dos sabían que el guardián no hubiera vivido de haber sido débil. Fue el joven el que primero desvió los ojos; tal vez por la costumbre de ocultarlos para que la gente lo tolerase. Extendió el ala y a la vez un largo dedo. La membrana era tan suave, tan reluciente, que las auroras reverberaron en ella, escarlata y amarillo, como llamas.

—Me duele —dijo.

—Sin embargo, debes moverla. Quizá te alivie si te ayudo.

Entreabrió su ala rota mostrando los huesos deformados por los reducidos tendones.

—Mientras dormía comprendí lo que debía hacerse.

Durante unos instantes, el joven contempló el ala, fascinado y horrorizado a la vez.

—Pliégala, por favor.

El guardián estiró los dedos por detrás del brazo, doblando él codo para que se ajustaran. La parte desgarrada colgaba suelta.

—Lo siento.

—No te preocupes.

Sus charlas eran cristalinas. El guardián hubiera preferido no tocar al joven en absoluto, pero el ala requería cuidados y no quería descargar sobre una persona su desagrado. Había esperado que sus deformidades no pesaran en el defecto del joven. Quizá en él, la repugnancia era menor que en otros y quizá, aunque aún latente, se iba debilitando, de un modo ineludible.

El guardián comenzó a creer que él mismo debería haber muerto. Había sido lo bastante fuerte para no perecer, para arrastrarse bajo un espino huyendo de las bestias salvajes y las aves rapaces; tan fuerte como para dormir once días y seguir viviendo. Recordó su despertar, espiando a través de las ramas retorcidas y espinosas a los que le observaban agachados, escuchando sus susurrantes profecías. Aguardaban en secreto, esperando desplegar las alas para lanzarse sobre él si fallecía. Aun entonces, con la piel tirante sobre sus famélicos músculos, fue lo bastante fuerte para arrastrarse hasta ellos resueltamente y comunicarles que viviría, y que obrarían bien si le aceptaban como su vidente. En cambio, le faltaban fuerzas para soportar la soledad y el abandono.

Un chillido estridente le despertó de su modorra, dejándolo confuso, exhausto. Oyó otro ruido, un grito que enmudeció de repente. Plegó las alas y se encaminó al patio.

Halló al joven recostado contra el muro del templo chupando la yugular de un conejo silvestre, muerto hacía tan poco tiempo que una de sus patas traseras aún temblaba con un espasmo muscular.

—¿De dónde lo has sacado? Los animales no cruzan las auroras.

El joven se puso delicadamente a separar las articulaciones.

—Quizá creyó que le predecirías su futuro.

Extendió las garras de plata y arrancó un jirón de carne.

—Yo no me burlo de ti.

El joven se entretuvo durante un rato en mordisquear el animal. Levantó la vista y las auroras se prendieron en sus ojos que fulguraron de un modo espantoso.

—¿No lo odiaste al darte cuenta de que te habían abandonado? ¿No tuviste deseos de azotarlos, destrozarlos y exigirles con qué derecho pretendían que tú no valías nada?

Después de unos momentos, el guardián repuso:

—Me dio pena.

Entró en el templo y permaneció de pie ante la figura de piedra que se desmoronaba con los años y el abandono. Durante siglos, el guardián había sido el primero en ofrecerle cierta fe. Lenta y dolorosamente, relajó las alas hasta quedar casi envuelto en las cicatrizadas membranas.

—¿Por qué me ayudaron? —gritó—. Si no necesitaban un oráculo, ¿por qué me ayudaron? O, de lo contrario, ¿por qué me abandonaron? —Pero el viejo dios no respondió, pues aunque la fe del guardián fuese auténtica, no era lo bastante profunda para hacerle volver.

—Me dio pena —repitió el guardián.

Esperaba el desdén del joven, pero éste bajó la mirada y acarició la manchada piel del conejo.

—Nuestro mundo también da pena. Le han robado su espíritu y le han sorbido la vida. Lo único que ha hecho nuestra gente ha sido tratar de huir, y aún sientes piedad.

El guardián le golpeó con suavidad el hombro.

—Debe padecerte solitario pero con el tiempo…

—Ya no hay tiempo —protestó el joven—. Espero… que vuelvan, que regresen corriendo a este mundo que han aborrecido porque lo hallarán yermo, sin vida, inepto para sustentarlos, y morirán.

—Esta generación no volverá. He soñado las muertes de algunos que se fueron y no sucederá ningún desastre. Las naves proseguirán, por lo menos durante toda nuestra vida.

El joven se levantó. Dio unos pasos con los músculos tensos, extendió las alas, colérico, y dejó que las puntas barrieran las piedras. Todavía había sangre en sus garras.

—Deberías dejar que cada uno tuviese sus propias fantasías, en vez de las tuyas.

—Es todo lo que puedo ofrecer ya.

—No fueron suficientes para nuestro pueblo y todo lo que haces es compadecerles. Algún día sucederá cualquier cosa y tendrán que regresar. Desplegarán las velas y captarán los rayos de algún lejano sol y estarán agradecidos por tener algún lugar donde refugiarse. Aunque jamás se preocuparán en buscarlo. Sólo les importa cómo lo abandonan. Por eso, ahora fenece y cuando regresen, desesperados, ya no quedará nada.

El guardián meditó las palabras del joven.

—Debes haber sufrido muchas desilusiones en tu vida. Un mundo no puede morir.

El joven le dirigió una mirada feroz y no la desvió, como si con la ira pudiera olvidar su vergüenza.

—Este mundo fallece. Si reflexionaras cómo te comportaste con la gente, lo comprenderías. Sal de tu prisión y echa una mirada a tu alrededor.

—Jamás abandono los recintos del templo.

—Entonces, siéntate y espera a que las auroras también perezcan. —Cerró los ojos con resignación y se fue, arrastrando por el polvo la punta de sus hermosas alas.

El guardián quería mandar a paseo al joven por su falta de equilibrio, pero no era tan fácil. Cierto que su gente se había preocupado más por el cielo y las estrellas cercanas que por el mundo que habitaban. Era natural que así sucediera con un pueblo que podía remontarse tan alto que el suelo se curvaba por debajo, reconociendo sin reservas su pequeñez e insignificancia. Natural en un país cuyos niños jugaban a planear, elevando sus alas por instinto. Estaban tan cerca las estrellas, colgaban en el cielo, llamando, hipnotizando. El guardián y su pareja, en su barca de ion, cruzaron la bahía entre el mundo y su luna, navegando para echar un vistazo, sintiéndose solos. Había visto las naves de ion cuando la idea era aún una fantasía. Antes de que la primera estuviera construida, vio miles, llevando a toda la gente, con sus enormes velas extendidas, captando los rayos del sol y moviéndose muy despacio hacia una estrella donde los pasajeros sabían que tenía planetas donde poner los pies y volver a marcharse si querían.

Su pueblo sabía mucho acerca de las estrellas, aunque él no podía predecir que el mundo no estuviera pereciendo.

Al poco rato fue a encontrar al joven.

—¿Qué piensas hacer?

Éste alargó un brazo y cogió una piedrecita.

—¿Qué se puede hacer? Hubiera preferido que me dejaras morir. —Levantó el guijarro como si fuera a lanzarlo contra las auroras. El guardián retrocedió y vio que el joven vacilaba. Pensó que lo arrojaría, pero el muchacho bajó las manos y dejó caer el guijarro al suelo—. Si supiera qué hacer, no haría nada.

—Todavía hay gente…

—Por lo que sé, tú y yo somos quizá los últimos. Es posible que los demás se hayan matado. Les haría sentir más su soledad negándoles un refugio.

—¿Hemos de estar los dos solos?

El joven volvió la espalda y encorvó los hombros. El guardián creyó que aquella deducción le había molestado.

—No era mi intención decir una inconveniencia…

—Las tradiciones están tan muertas como el dios de tu templo. Tú querrías que me quedara.

—Jamás te lo pediría.

—Pero lo deseas.

—Uno no puede dominar sus sueños.

—Me quedaré algún tiempo.

El guardián durmió en la oscuridad densa y agobiante del templo. Aguardaba una visión del joven, solo en algún futuro que no le incluyera a él. En sus profecías, jamás vislumbró su destino, lo que le hacía temer profundamente que nadie se quedara a vivir con él. Desconfiaba de su influencia en el futuro; aunque tal vez éste influyera en él.

Por primera vez, desde que llegó al templo, contempló su mundo y comprendió que el joven tenía razón. Los huesos del conejo se hallaban esparcidos por la llanura y las parras que trepaban por las rocas hasta su cúspide, donde estaban los nidos, se marchitaban y morían. Incluso los espinos, que crecían donde nadie podía habitar, se secaban, agostados. El fin de su mundo sería lento, pero los lugares que vio, yermos y solitarios, agonizaban ya. No podía pronosticarlo con certeza, pero pensó que él moriría antes. Nunca le amedrantó su clarividencia, pero ahora despertó gritando. A su lado sintió el suave roce de unas alas.

—¿Dormías?

—Hice lo que me pediste —susurró el guardián sin moverse.

—Yo tenía razón.

—En efecto.

—¿Hay alguien más vivo? —y en la oscuridad, la voz del joven sonó fervorosa.

—No he visto a nadie.

El joven lanzó una exclamación de contento.

—No soy omnisciente —dijo el guardián.

—Ves lo importante.

—Otras personas se han ido.

—Nada tenían que les hiciera amar esta vida. Ni tu fuerza ni mi odio.

—Has hecho de nosotros dos seres únicos.

—Espero que no, y creo que tenías razón en tus profecías, y equivocado en tus esperanzas.

El guardián se incorporó, sin deseos de reanudar el sueño.

—Jamás lo sabré.

—Te duele conocer esa verdad —dijo el joven en un tono compasivo que le extrañó, después del júbilo que había experimentado por la muerte, pero en el fondo se lo agradeció. Observó la sombra del joven al cruzar el umbral y pararse en la oscilante luz. Se levantó y lo siguió, deteniéndose detrás de él. El joven reanudó la conversación, despacio, meditando las palabras—: Cuando los últimos se fueron, los seguí tan lejos como pude, hasta que el sol brillaba tanto que creí cegar… No conseguí verlos, pero imagino que ninguno regresará.

—No, la índole de nuestra gente no es retroceder, y creo que tampoco lo van a necesitar.

—En tal caso… ¿es una locura mi determinación?

—Tal vez. O infructuosa. Te niegas a ti mismo, en lugar de ellos.

—Pensaré… en eso.

—¿Quieres comer?

—Te lo agradeceré.

El joven, mientras dormía, no había saboreado los alimentos, pero una vez despierto manifestó su desagrado.

—Saldré a cazar en cuanto pueda echar a volar.

—Yo me he acostumbrado a esta comida. Tendrás que caminar mucho a causa de las auroras.

—Es mejor que quedarme aquí.

—También estoy habituado a esto; pero caza, si es tu deseo.

—¿Podré volar pronto?

—Casi se ha curado.

—Todavía está rígida.

El guardián sorbió el caldo y le reprochó:

—No le prestes tanta atención. Volveré a darte masajes.

El masaje adquiría los movimientos del amor. El guardián no recordaba haber acariciado a nadie desde la noche en que murió su compañera. Habían estado volando. Ella ya era mayor, pero todavía hermosa y había decidido morir. Sucedió del modo siguiente: él la había elegido, cautivado por ella, adulta ya, y él aún muy joven. Antes, hacia la mitad de su vida, se había unido a otro hombre que, con el tiempo envejeció y murió. Como ella no quería convertirse en una carga, obraría igual que sus congéneres al llegar el momento de morir. El guardián había aceptado aquella decisión; trajo sus velos como siempre habían hecho y seguirían haciendo las parejas de los que envejecen. Sus hijos, un adolescente y otro mayor, se despidieron de su madre. Habían tenido tres hijos, pero el segundo nació con un ala torcida y lo abandonaron.

Juntos volaron durante mucho rato. Ninguna nube obstruía su vista de la pradera donde se caza. De haber tenido hambre se habrían regalado con carne caliente y sangre fresca, pero aquella noche no cazaron. Bebieron vino espeso y salado y se remontaron a vertiginosas alturas. Ella rozaba la punta de su ala contra las mejillas de él, meciéndose y acariciándole el pecho y el vientre. Reía, haciendo observaciones alegres y obscenas sobre quién sería el sujeto siguiente después de su larga vida de matrimonio. Deseaba que él fuera feliz y arrancó de su tobillo un velo plateado, y él la enguirnaldó con otros. Sin tener en cuenta sus deformidades, volaba cada vez más alto y él la seguía, notando que el aire era cada vez más sutil, peligroso, y de pronto, lanzó un grito de éxtasis.

Nunca se habían remontado tanto. Lo oyó contar de otros, pero nadie había visto antes los colores detrás de sus ojos. Con el reflejo, las pupilas se le contraían como puntas de alfiler. Él se esforzaba por subir aún más alto. Su compañera le gritaba: «¿Ves?», y él respondía: «Sí, veo», y le pareció oír que su pareja le susurraba muy bajito: «Ten cuidado, mi amor, pues estoy ciega». Dirigió la vista hacia su voz y la vio, confusa, diminuta, más arriba que nunca, más alto de lo que viera volar a nadie; los ojos muy abiertos frente a la radiación. Los velos flotaban a su lado. Percibió cómo sus alas se ponían rígidas y comprendió que había muerto.

Mientras otra lluvia de partículas subatómicas estallaba en sus ojos, más brillantes que cualquier chispa que daba contra el blindaje de su nave de ion, se percató de que había volado más de lo que le permitía la fuerza de sus alas y notó que sucumbía.

Luchando contra el viento vertical que rizaba sus alas, pensó que quizá debería dejarse morir. Se debatía para que su caída fuera más lenta, pero al final, la tierra lo apresó, destrozándolo.

—Guardián…

La palabra, y el roce de una mano lo devolvieron a la realidad. Alzó la vista, asombrado. El rostro del joven mostraba recelo e indecisión. Retiró los dedos de sus alas, plegando la suave membrana.

—Ya no está rígida.

—Estaba recordando —dijo el guardián—. Tus palabras me ilusionaron, lo… lo siento…

—No importa —y abandonó un rato sus dedos y garras medio ocultas en las manos del guardián—. Nada debe obligar a morir dos veces. Si seguimos a los nuestros, el mundo mataría a nuestros hijos o éstos volverían a destruir el mundo.

—No eres justo. Algo expresado en mis recuerdos te ha asustado, pero no te pregunto nada.

—Cierto que me he asustado.

Acarició la garganta del guardián; deslizó su mano por el hombro, el brazo, a lo largo de sus alas, y esta vez sin temor.

—No te comprendo.

—Creo que me cambiaría por ti.

El guardián se sentó, alejándose de mala gana de las manos del joven.

—Entonces, ¿quieres irte?

—Debo hacerlo.

Las auroras conducían al joven hasta las colinas por un sendero largo, lleno de vueltas y recodos. Afuera, los espinos florecían. El joven se paró al borde del templo y contempló la tierra: los pardos y negros matorrales de ramas retorcidas y marchitas. El viento ardiente soplaba contra su cuerpo y, por lo que pudo ver, nada había cambiado. Sintió la muerte, y con ella, un repugnante triunfo que había cesado de complacerle. Echó una mirada hacia atrás y estuvo a punto de retroceder, pero, por el contrario, ascendió y desplegó las alas. El viento golpeó las membranas y percibió el lugar donde sus huesos se habían fracturado y vaciló.

Asqueado por su temor, se lanzó desde la cima de la montaña; se deslizó oblicuamente por una corriente; luego, se remontó y echó a volar.

Al marcharse el joven, el tiempo iba transcurriendo de un modo extraño. El guardián no podía discernir si las horas eran más largas o más cortas y las viejas cicatrices de sus huesos comenzaron a dolerle incesantemente. Empezaba a envejecer, y entre los de su raza, una vez se llega a viejo, el proceso es rápido. Su aguda visibilidad disminuía. Sólo los cobardes y débiles viven lo bastante para cegar de un modo natural. Comprendió que no debía seguir viviendo y no obstante, no hizo nada por impedirlo. No deseaba morir en la tierra, sino de un modo digno, volando, cegado por la radiación.

Notó que unas manos suaves lo despertaban de un sueño ligero, o quizá todo no fuera más que eso: un sueño.

—Guardián, he vuelto.

Alzó la cabeza y contempló sereno un rostro afeado por los ojos.

—Tú.

—Ya no, ya no soy «tú», y ahora, por mucho tiempo.

El guardián parecía no oírle.

—¿Has visto, pues, que todo moría?

El otro lo sostuvo y él sintió el olor de la sangre fresca.

—No. Tú tenías razón. Hay otros. Y en torno a ellos, la tierra existe. —Acercó el cuerpo caliente de un animalito a los labios del guardián—. Bebe. La última vez fui un egoísta.

La sangre cálida penetraba por la garganta del guardián que casi se había olvidado de la caza.

—¿Por qué estás aquí?

—Por la misma razón que me marché.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Un año.

—¡Ah… me pareció mucho más largo! —y los oscuros párpados se cerraron sobre los ojos, aún más oscuros y cansados.

—A mí me pareció muy corto.

Durante un rato, el guardián ni habló ni se movió.

—Me estoy muriendo, ¿quieres traerme los velos?

El joven advirtió que el viejo, medio dormido, pensaba que aún podía volar.

—Sí, y las estrellas te acariciarán —lo alzó con suavidad—. Te construiré un planeador, amigo mío —susurró.

Se echó a su lado a esperar y lo cubrió con su ala. Anhelaba que el guardián la sintiera, reconociendo la presencia de un ser que lo amaba.