LA LLAMADA DE AUXILIO DE KERLYANA
William Carlson y Alice Laurance
Agitando las alas, con el corazón casi a punto de estallar, lanzó su cuerpo sobrecargado de tensión hacia el cielo profundamente azul del este de Vormlor. Cada vez más arriba, más arriba, hasta alcanzar finalmente el apogeo. Entonces plegó sus alas y se lanzó en picado hacia los escarpados arrecifes de abajo. Incluso en esta desesperada y ávida caída en picado, su tono en la identificaba como lorbiana de tal y tal nido y su tono en R-D, con sus ecos, le ofrecía una imagen sonora de los arrecifes y el suelo, mientras otras seis membranas vibratorias cantaban su triste incertidumbre con respecto a esa larga guerra y su propio aparejamiento. Abajo, abajo, aproximándose al punto de no retorno… Y en ese momento le llegó la voz:
—Mloro. Monsandor Loryl-kama. Saludos.
Con sus alas membranosas abiertas y la cola extendida al máximo, frenó bruscamente en el espeso aire de Kerlyana. Niveló su vuelo y evitó la corriente que le arrastraba hacia los acantilados. Su canto de desesperación se tornó en curiosidad y sus ocho oídos internos se pusieron en alerta máxima a todas las frecuencias. Pero, un momento… ¿había oído esa voz como un sonido? Más bien parecía provenir de su propio interior.
—Mloro. Mloro. Monsandor Loryl-kama. Saludos.
Viniera de donde viniera se trataba de saludo formal en perfecto lorbiano y tenía que ser contestado.
—Monsandor Loryl-kama. Mloro. Saludos.
—¿Deseas poner fin a la guerra con los kthroc?
—Para mí ya está terminada.
—Pero ¿deseas que se termine para tu nidada y para todas tus hermanas, así como también para los kthroc?
—Sí.
Mloro se dirigió hacia el puerto utilizando otra corriente ascendente. Muchos lorbianos considerarían aquello como una traición. Y lo era.
—En ese caso dirígete hacia ese grupo de veinte árboles koryanos. Espera allí haciendo círculos, hasta recibir nuevas instrucciones.
—¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Qué significa esto?
—Soy el Ayudante Monsandor Loryl-kama. Puedes llamarme Sandor. Estoy en órbita sobre tu planeta. La Autoridad ha recibido una llamada de auxilio procedente de Kerlyana. Yo la estoy contestando. Te daré instrucciones. Corto.
¿Qué clase de respuesta era ésa? ¿Quién era la Autoridad?
¿Qué tipo de llamada había recibido? ¿Y qué, por el ocho sagrado, era órbita? Todo aquello resultaba sumamente intrigante y sólo un demente curioso pondría rumbo a esos árboles. Pero Mloro elevó el cono cartilaginoso sobre la protuberancia sónica de su espalda y localizó los árboles con su R-D. Después inclinó su ala timón y se dirigió hacia ellos.
Al mismo tiempo que Mloro recibía sus saludos, Gzlurg, el adormilado y viejo mutilado, que dormía enroscado en su jergón, cabeza con cabeza, oyó el mismo saludo en perfecto kthroc:
—Gzlurg. Monsandor Loryl-kama. Saludos.
Cuatro párpados se abrieron, dos mandíbulas se adelantaron. ¡Por el arrugado ano de Jmxl!, ¿qué era todo aquello?
—¡Maestro! ¡Oh, Maestro!
Una de las puntiagudas cabezas de Schzraf apareció en la ventana.
—¿Has sido tú, Schzraf? ¡Vuelve a tu trabajo, sucio y excrementoso oomalthra!
—Sí, Maestro. Ya me voy, Maestro.
El joven kthroc retrocedió hacia la casa abovedada construida con resina de koryano endurecida. Después dio una vuelta completa y sus seis miembros superiores quedaron convertidos en inferiores. Se alejó de allí un grueso cilindro horizontal de color marrón con una cabeza a cada extremo y extremidades arriba y abajo.
—Sí, Maestro —murmuró una vez que estuvo fuera del alcance del oído del otro—; sí, Maestro; no, Maestro; sí, Maestro. Tú, viejo mohoso y acabado… ¡Espera y verás!
Gzlurg se rascó su muñón. Tenía valor aquel tipo para dirigirse a él sin su permiso. Si volvía a hacerlo ya vería lo qué era bueno…
—Gzlurg. Monsandor Loryl-kama. Saludos.
¡Conque no era Schzraf! Y Jmxl estaba encerrada en la cocina y sus dos esposas ciegas en la casa de fuera. Y tampoco estaba soñando. ¡Por el culo oxidado del dictador!, ¿qué era aquello?
—Gzlurg, por favor, responde.
El maestro kthroc enderezó su cuerpo cilíndrico y miró en torno a sí por toda la habitación con una de sus cabezas mientras sacó la otra por la puerta para mirar fuera.
—¿Dónde estás, lengua atrevida?
—En órbita. No puedes verme, Gzlurg. He venido a Kerlyana en respuesta a una llamada. Ahora tengo que hacerte una pregunta…
—Yo no respondo preguntas, sucio entrometido. ¿Se trata de nuevo y tramposo truco lorbiano?
—No, esto no es un truco. Y yo no soy de Lor. Simplemente deseo saber si quieres poner fin a esta guerra.
—¡No! Lo que deseo con todas mis fuerzas es cargarme a todos esos afeminados de una sola cabeza y doble sexo.
—Eso es lo que dices, pero tus pensamientos son otros.
—No importa nada lo que yo piense, tú… tú… ¡lárgate de mi tubo cerebral!
—La muerte de Gketl y tu propia mutilación, así como tu temor a Bpoq, han hecho que te vuelvas contrario a la guerra, ¿no es así?
—¡No! Es una guerra justa. Naveen pertenece a Kthroc. Lor no tenía por qué invadirlo.
—¿No era compartido por ambas razas en tiempos pasados?
—Naveen pertenece a Kthroc.
—Tú posees un bosquecillo de veinte árboles koryanos al sudoeste de tu corral número cinco.
—¡Yo sé de sobra lo que tengo, culo cagado!
—Un kthroc que desee poner fin a esta guerra y terminar con la matanza antes de perder también a su segundo hijo, podría encontrar un medio de hacerlo así si se llegara hasta ese bosquecillo koryano.
—¡No hay nada que hacer! Y, además, ¿quién desea terminar la matanza? Yo soy un Maestro de Kthroc; he matado a otros cuatro maestros en duelo y al menos a trece lorbianos y a tres esposas. Sin mencionar a todos esos kthroc de las otras tribus que aniquilé en mi juventud antes de que el Dictador nos unificara.
—Ni tampoco a los sirvientes y a las diversas hembras que has matado y cegado.
—Ésos no los incluyo en la cuenta.
—Siempre mataste, sin embargo, con dientes y garras, o con flechas y lanzas. Pero, ahora, ¿qué piensas de esos nuevos productos químicos del Dictador que matan haciendo que las hojas de koryano resulten venenosas para los lorbianos?
—Me gustaría ser yo quien se las metiera en la garganta hasta verlos reventar como una manzana koryana podrida.
—Tal vez podría arreglarse algo si te decidieras a llegarte hasta el bosquecillo. Yo poseo ciertos poderes.
—¡Pues quédate en tu casa, poderoso! Yo tengo sueño.
—Tú eres quien debe elegir, Gzlurg. Si tienes miedo no vengas. Corto…
—¡Eh…! Espera. ¿Cómo has dicho que te llamas?
—Ayudante Monsandor Loryl-kama es mi nombre completo, pero puedes llamarme Sandor.
—En primer lugar, Sandor, yo no tengo miedo. Y, segundo: ¿cómo es que hablas dentro de mi cabeza de este modo?
—Mi raza desarrolló esas técnicas antes de que existiera un kthroc en Kerlyana. Poseo también una máquina llamada «Consola adivina» que aumenta mis poderes.
—¿De dónde vienes?
—De otro mundo.
—Pero ¿dónde estás? Quiero decir, ¿dónde estás ahora?
—En una nave en el cielo. Volando y volando en torno a Kerlyana.
Gzlurg asomó una de sus cabezas por la puerta y miró hacia arriba.
—No puedes verme, estoy muy lejos.
—Eres una lengua mentirosa, una mujerzuela falsa, Sandor. Siempre existieron kthroc en Kerlyana. Y eso de otros mundos y naves en el cielo…
—¿Te gustaría ver mi nave? Gírate hacia la derecha. Mira sobre el bosquecillo de koryanos… espera… espera… sólo un momento más… ¡ahora!
—¡Ohhhh…!
—¡Maestro, Maestro! ¿Qué ha pasado?
Con una cabeza cegada, Gzlurg apretó fuertemente sus cuatro ojos, hizo girar a su cuerpo y, cautelosamente, abrió uno de sus ojos sanos.
—¡Maestro! ¿Estás muerto? —gritó Jmxl golpeando la puerta con sus seis extremidades superiores.
No había nada que ver excepto los corrales de oomalthras y el bosquecillo de koryanos.
—¡Maestro!
Gzlurg abrió el segundo ojo de aquella cabeza y los dos de otra. No había sido cegado. Podía ver la puerta de la cocina temblando por los golpes.
—¡Maestro! ¿Estás muerto? ¡Oh, Maestro! —gemía Jmxl reblando sus golpes a la puerta.
¡Esa mujerzuela escandalosa! Agitando sus miembros Gzlurg abrió de golpe la puerta y entró en la cocina golpeando y mordiendo a Jmxl con sus bocas y garras, tratando de alcanzar un ojo de la mujer, que se hizo una bola defensiva escondiendo sus cabezas entre sus extremidades. Jmxl tenía cuatro maravillosos ojos color escarlata y trataba de conservarlos porque Gzlurg odiaba a sus esposas ciegas y las obligaba a pasarse el día entero bajando en la casa de fuera. Gzlurg mordió salvajemente en una de las cabezas de Jmxl.
—¡Ay…!
Retrocedió escupiendo fragmentos ensangrentados de dientes.
Jmxl, cautelosamente, abrió un ojo. Después se desenroscó y comenzó a limpiar la boca ensangrentada de Gzlurg con un líquido curativo hecho de corteza de árbol koryano.
—¡Ya está bien, cabeza de piedra…! ¡Ya es bastante…! Ahora cuídate tú, que me estás ensuciando de sangre el suelo.
—Lo siento, Maestro. ¿Puedo decirte algo, Maestro?
—No.
—¡Por favor!
—¿Qué?
—Estaba preocupada y por eso te llamé. Te he oído hablar con alguien y no escuché respuesta. Después te oí gri… hacer un raro sonido. ¿Puedo preguntar qué es lo que pasó, Maestro?
—No, esperpento.
—¿Puedo preguntarte adónde vas, Maestro?
—No.
La puerta de la cocina se cerró de golpe ante la cara de Jmxl. Ésta puso una oreja contra ella y oyó como él se alejaba caminando hacia la puerta exterior. Parecía estar de buen humor. Tal vez si ella se mostraba especialmente amable y cariñosa esa noche y le preparaba su asado preferido de oomalthra, lograría hacerle olvidar ese estúpido producto químico y la muerte de Gketl y el peligro de Bpoq, así como su propio ano herido y los ojos de Schzraf en su cuerpo y toda su propiedad y las suciedades que manchaban su vieja piel blanca. Si era así tal vez intentaría reproducirse. Los huevos en lo profundo de las bolsas de su cuello estaban a punto para ser fecundados y tenía que esforzarse en no escupirlos. Los conservaba aun cuando tenía poca fe en que Gzlurg pudiera fecundarlos, pero él no debía darse cuenta de ello. Y además, esas cosas nunca se saben con certeza. Oyó el portazo de la puerta de la calle, escuchó durante un instante y comenzó a curarse sus heridas.
Mloro seguía volando en círculos y en sus ocasionales caídas en picado hacia las copas de los árboles koryanos, descendía lo suficientemente cerca del suelo como para experimentar ese extraño temor que sentía su raza cuando descendía demasiado. Cantó algunas armonías interrogadoras mientras con su R-D seguía la aproximación de aquel kthroc y continuaba esperando en su vuelo circular. Su nidada, allí en las copas de los árboles de sus tierras, se sentiría paralizada de sorpresa si se enteraba de lo que estaba haciendo. Un lorbiano raramente volaba solo, pero Mloro, incapaz de soportar la silenciosa desaprobación de sus compañeros, últimamente había hecho muchos viajes en solitario. Una vez más esa mañana Amana le había repetido que ya había llegado el momento en que Mloro debía volar con otro lorbiano con huevos maduros y debían fundir sus cuatro órganos hasta que ambos se dieran cuenta de que sus huevos respectivos estaban fecundados.
—Ya sabes que nos aparejamos sólo una vez, Mloro. Quizá ésta sea tu única oportunidad… ¿por qué la retrasas? No creo que lo hagas por miedo. Todo el mundo sabe que mataste a un kthroc con tus manos aun cuando ello te costara esa herida de flecha en el costado que estuvo a punto de llevarse tu vida. Entonces, ¿a qué se debe tu actitud?
Mloro batió sus alas un par de veces para mantener su altitud y vio que el kthroc estaba cerca del bosquecillo. ¿De qué se trataba? Pensó en muchas cosas, pero primariamente en esa nueva técnica de ondas fijas que permitía a un grupo de lorbianos generar fuerza sonora suficiente como para matar a un pequeño kthroc. Y el consejo estaba hablando de tomar la decisión de acabar con todos ellos. En una situación como ésa pensó que era mejor dejar que su esperma se secará y sus huevos se pudrieran fecundos. No, no estaba dispuesto a traer una cría a un mundo tal.
—Puedes bajar al bosquecillo —oyó a la voz que hablaba en interior.
—¿Y qué hay de ese kthroc? —No te molestará.
—Una flecha en la barriga sería una buena molestia, ¿no te parece, Sandor?
—No te preocupes.
¡Por el sagrado ocho!, ¿por qué no hacerlo? Ya antes había jugado peligrosamente descendiendo sobre las peñas. La cola de descenso de Mloro abrió sus alas y comenzó a descender, abajo, abajo, abajo, hasta que la onda de miedo al suelo y los ecos de alerta de los árboles y las rocas pitaron agudamente en su cerebro.
¿Es que aquel lorbiano que se lanzaba en picado se atrevía a atacar solo? ¡Bien, si era así, había que dejarlo aproximarse! Ya vería lo que le esperaba. Gzlurg apuntó con su arco. Podía hacer un disparo perfecto, como lo sería el número dos y el número tres. Y el número cuatro que apuntaba directamente al pecho peludo y marrón del lorbiano que seguía descendiendo.
—¿Qué estás haciendo con mis flechas? —murmuró Gzlurg.
—Nada —dijo Mloro con calma mientras se rascaba su protuberancia con la mano de cuatro dedos al final de su primera articulación alada.
—¿Cómo es que hablas kthroc?
—¿Cómo es que hablas lorbiano?
—No lo hago, pedazo de mierda seca.
—Gzlurg. Mloro. ¡Por favor!
—Ah, ¡conque eres tú! Escucha, baboso embaucador, ¿dónde están mis flechas?
—Volverás a tenerlas cuando termine esta discusión.
—La discusión ya ha terminado —dijo Gzlurg y dio la vuelta para volver a casa. O mejor dicho, intentó hacerlo. Su cuerpo pareció quedarse helado, inmóvil—. Está bien, castrado, me has inmovilizado. ¿Y ahora qué?
—Bien, en primer lugar, el idioma. Ninguno de vosotros conoce el idioma del otro. Soy yo que estoy haciendo de intérprete.
—¡Estiércol de oomalthra!
—Segundo, el objeto de mi presencia aquí. Se me ha llamado porque algunos kerlyanos piensan que esta guerra está haciendo peligrar tanto a los kthroc como a los lorbianos. Después de haber observado con detalle lo que ocurre yo también lo creo así. Consecuentemente voy a utilizar mis poderes para tratar de evitar el desastre.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Mloro extendiendo las alas y comprobando dichoso y agradecido que él no había sido inmovilizado como, al parecer, le había ocurrido a Gzlurg.
—Ése es mi punto tercero. Nosotros hemos descubierto que en casos como el vuestro las soluciones impuestas a la fuerza, por extraños, generalmente no suelen servir de mucho. Vuestros dos pueblos han creído en esta guerra y han luchado en ella. Pero últimamente, vosotros parecéis pensar de otro modo. Os he elegido a vosotros como representativos de esta nueva forma de pensar. Vosotros debéis llegar a un acuerdo, a una solución y yo la impondré. Discutid libremente, especulad todo lo que queráis. Cualquier solución que penséis, yo puedo imponerla. ¡Vamos, adelante! ¡Hablad!
—¡Habla contigo mismo, entrometido! ¡Y tú igual, cobarde bisexual!
—Aún no comprendo por qué nos elegiste a nosotros —dijo Mloro—. ¿No hubiese sido mejor el reunir a nuestros líderes respectivos?
—¡Escucha, estúpido! —interrumpió Gzlurg—. Ellos son los últimos que queremos aquí. Mientras más cruel y dura es la guerra más dichosos se sienten.
—Yo también lo he pensado así. No teníamos mucha necesidad de jefes hasta que la guerra ganó en extensión. Tal vez tienes razón, Gzlurg.
—¡Maestro, para ti! ¡Así es cómo debes llamarme! Desde luego que tengo razón. ¡Eh, tú, forastero, déjame libre!
—Cuando llegue el momento debido.
—Ya te daré yo tiempo debido, tú…
—Vuestra observación sobre los líderes me parece acertada —dijo el Ayudante—. ¿Te importaría seguir desarrollándola en la conversación, Maestro?
—No me gustan tus trucos cobistas, Sandor. Baja a la tierra y pelea como un kthroc. ¡Te iba a dejar el cuerpo convertido en un colador con mis flechas!
No hubo respuesta.
—¡Quizá tiene demasiado miedo como para responder, Maestro!
—Te estás poniendo demasiado cariñoso conmigo, lameculos. ¡Ya me ocuparé de ti tan pronto como este entrometido me deje libre!
—No ha sido justo, verdaderamente, al dejarte inmóvil como lo ha hecho.
De nuevo el viejo kthroc trató de mover sus miembros. Sin resultado.
—Yo no hablaría si me hubiera inmovilizado como han hecho contigo.
Gzlurg ni siquiera podía mover una oreja.
—¡Cállate tú, chillón! Hablaré o no hablaré, exactamente como me dé la gana.
—De todos modos resulta estúpido esperar que nosotros, dos podamos resolver problemas que nuestras razas vienen teniendo desde el comienzo de los tiempos. No estamos capacitados para ello. Yo, al menos, no.
—¡Eres una basura! ¡Qué fino y delicado! Te crees inteligente porque hablando así me arrastras a conversar.
—Ahora no me siento bien.
—Así tiene que ser. Y además, estúpido, tonto. ¡Escúchame… umm…! ¿Cuál has dicho que es tu nombre?
—Mloro.
—¡Óyeme, Mloro! No me gusta el aspecto, ni el canto, ni el olor de los lorbianos y menos su doble sexo; pero he de reconocer por mi propio ano mutilado, que sois guerreros valientes.
¡Con la excepción de ese grupo comedor de mierda que está asesinando a nuestras crías! Naturalmente que tampoco siento el menor afecto por esos de nuestro bando que están envenenando a los koryanos para mataros.
—Muchos de nosotros que luchamos valientemente en la invasión hemos tratado de impedir esa matanza de vuestras crías. Pero no encontramos demasiado apoyo. Ni siquiera por parte del elemento civil.
—¡Civiles! ¡Olvídalos! Sólo los soldados saben cómo hacer la guerra… y la paz.
—Nosotros somos soldados, Maestro… ¿Crees que tenemos, por ello, más posibilidades?
El kthroc guardó silencio.
—A mí me parece… —comenzó Mloro.
—¡Calla! Estoy pensando.
De nuevo cayó el silencio en el bosquecillo. Después, Gzlurg volvió a hablar.
—De acuerdo. ¡Eh, tú, allá arriba! Dime otra vez, ¿quién dijiste que eras?
—Soy Ayudante de la Autoridad.
—Bien, Ayudante… he aquí lo que haremos. Líbrame de estos… bueno, de lo que quiera que sea que me inmoviliza, y trataré con vosotros una vez que me hayas explicado algunas cosas a mi satisfacción. Pero nadie fuerza a un maestro kthroc a hacer nada. Eso es algo que debes recordar.
En esa ocasión Sandor guardó silencio.
—Además, tengo necesidad de rascarme mi ano superior… Me pica muy fuertemente… Como siempre desde que estos mariquitas me lo mutilaron… Ahora no puedo darme la vuelta.
—¿Has sobrevivido a una de nuestras heridas? —preguntó Mloro extrañado.
—Por poco no me dais en pleno tubo cerebral. Por desgracia la lanza se me clavó en esa otra parte. Algo muy doloroso.
Mloro se tocó la cicatriz que tenía en su costado derecho.
—Sí, así es.
—Bien, ¿qué tienes que decir tú, el de ahí arriba?
—¿Qué quieres que explique? —preguntó Sandor en respuesta a la llamada del kthroc.
—En primer lugar, ¿qué es lo que esperas ganar con esto? —preguntó Gzlurg.
—Es mi trabajo. Como el tuyo es cuidar de tus posesiones.
—Lo acepto.
—¡Gracias! ¿Alguna otra pregunta?
—Sí. Has dicho que has venido porque te han llamado ¿Quién lo ha hecho? Yo no.
—Ni yo tampoco —intervino Mloro—, pero me alegro que hayas venido.
—Ninguno de vosotros me llamó directamente —explicó el Ayudante de la Autoridad—, pero vuestras dudas y temores, con respecto a esta guerra y las nuevas armas, cuando se suman con las de muchos otros que sienten lo mismo, desarrollan una determinada cantidad de fuerza mental. Cuando esa energía se hace lo suficientemente potente llega hasta la Autoridad. Ahora ha ocurrido así y la Autoridad me ha enviado a mí para que me ocupe del problema. ¿Es una respuesta satisfactoria, Maestro?
—Para mí sí, por ahora.
—Muy bien. Ya estás libre.
Gzlurg deshizo el arco de su cuerpo y se rascó el ano. Después se estiró en el suelo.
—Bien, esto es lo que yo pienso, Mloro. Nosotros los kthroc estamos bien situados en la parte oriental de la planicie de Vormlor, y vosotros, lorbianos, en el oeste. Naveen, en medio, es la causa de las divergencias y problemas. ¿Por qué no lo dividimos en dos partes iguales y que Sandor ponga una barrera entre esos dos territorios?
—Mis hermanas jamás aceptarían una solución que restrinja su vuelo. ¿No será más conveniente hacer del este, el oeste y Naveen un solo país y tener un consejo de kthroc y lorbianos para gobernarnos conjuntamente?
—Eso no marchará jamás. Ningún kthroc se subirá a la copa de un koryano para asistir a un Consejo y nosotros sabemos que vosotros, lorbianos, odiáis la tierra firme. Hay demasiadas diferencias entre nuestras dos razas, se ha derramado demasiada sangre en sus luchas… Yo mismo he perdido un hijo luchando contra vuestra asquerosa invasión. No, esa solución jamás dará resultado… ¡espera! ¿Por qué no ir directamente contra las armas? Si hacemos que Sandor modifique vuestras cajas de ruido de modo que ya no puedan seguir matando a nuestras crías…
—Y que destruya ese veneno de las hojas de los koryanos, así como el conocimiento y la fórmula de su fabricación.
—¡Exactamente! ¡Eh, Sandor! ¿Puedes hacerlo?
—Fácilmente.
—Entonces todo va bien. Nos libraremos de todos esos carniceros modernistas, esos asesinos sangrientos, y volveremos al terreno en el que nos encontrábamos antes, tú y yo y los que son como nosotros. ¡Vamos, ya puedes empezar, Sandor!
Mloro comenzó a entonar un pequeño himno de victoria que muy pronto se ensombreció.
—¡Oh, ah…! —interrumpió su canto Mloro—. Se me ha ocurrido una idea.
—¡Vacía tus membranas vibradoras…! ¿Desde cuándo puede pensar un lorbiano? ¿Qué idea es ésa?
—Cuando se marche Sandor, ¿qué podrá impedir a cualquiera de nosotros descubrir nuevas armas y utilizarlas? Tal vez armas más peligrosas.
—Sí, bien… Pero al menos durante un buen tiempo las cosas irán mejor.
—¿Como qué? —gruñó kthroc.
—Bueno, ya estuvimos de acuerdo antes que cuando no teníamos tanto gobierno, tampoco teníamos tantas guerras, ¿Qué ocurriría si nos libramos del gobierno?
El viejo kthroc se rascó el muñón de su miembro mutilado con aire contemplativo y meditabundo.
—No lo sé. Supongo que Kthroc volvería a sus antiguas guerras tribales. Vosotros en Lor no las tenéis.
—No, nosotros somos un pueblo unido.
—Unidos en el odio. Los kthroc hemos conservado un poco de él para cada uno de nosotros. Por eso habrá suficiente odio aun cuando no exista gobierno. Y después de que se haya ido este cómo-se-llame, pronto habrá otros líderes y otro gobierno que se aprovecharán de la situación.
Mloro dejó escapar algunas tristes notas armónicas.
—En ese caso nuestras razas están lanzadas a una carrera mortal. No hay respuesta ni salida.
—No, no veo ninguna —Gzlurg se levantó y tomó su arco—. ¿No has matado nunca, hermafrodita?
—En la invasión.
—Si logras pasar indemne a nuestras flechas se te ofrecerá una buena oportunidad de hacerlo, pues vuestros chillidos nos aturden y nos confunden.
—Nosotros lo llamamos nota atronadora.
—¿Conque es así? Una de vuestras patrullas hirió a mi hijo Gketl… Le clavaron una lanza exactamente en su ano superior, pero sólo desgarraron su tubo. Resistió cinco días antes de que terminara con él.
—Lo siento. Una de mis crías recibió una flecha en la garganta.
—Terrible. Lo siento. Quedan siete ahora, ¿verdad?
—Tenemos a un refugiado, pero seguimos siendo sólo siete. Yo no he tenido mi cría.
—¿Tu época?
—Casi está pasada. No creo que vaya a aparejarme.
—No creo que debas atormentarte por ello, tal y como están las cosas. —Gzlurg tomó una flecha de su carcaj y la puso en el arco—. ¿Podías haber sido tú quién mató a Gketl?
—Sí, podría.
Mloro se puso terso, con su cuerpo compacto preparado para echarse a volar.
—¡Qué cosas pasan!
—Sí. ¡Eh, tú, niebla turbia! ¿Estás todavía por aquí?
—Todavía.
—No podemos llegar a ninguna parte. No hay acuerdo.
—Ya lo veo.
—¿Por qué no te largas a casa? ¿Qué te importa lo que ocurra por aquí?
—Me importa y me preocupa. Yo percibo tus temores y tristeza por Kerlyana. Y la de Mloro y la de muchos otros. Y la siento en el interior de mi mente. Además a la Autoridad no le gusta ver que vida autoconsciente e inteligente se autodestruya.
—¿Quién es esa Autoridad? —preguntó Mloro sin dejar de observar cómo poco a poco Gzlurg iba colocando la flecha en el punto adecuado de su arco.
—La Autoridad… —Sandor vaciló—. La Autoridad es un ser muy viejo.
—Yo también soy viejo, Sandor. Demasiado viejo y demasiado cansado para tratar de reorganizar el mundo. La muerte y la guerra son características de Kerlyana. Eso es todo.
—Esas características se dan en muchos mundos, en la mayor parte de ellos. Pero las cosas pueden cambiar. Muchos en Kerlyana, quizá la mayor parte de sus habitantes, quisieran verlas cambiadas.
—Sí, siempre que para ello no tengan que molestarse ni tan siquiera en mover un ala —dijo Mloro amargamente.
—O levantar una garra —añadió Gzlurg.
—O aprovechar la primera oportunidad.
—Frecuentemente la dificultad estriba en eso —se mostró de acuerdo el Ayudante.
—Somos como somos —gruñó el kthroc y disparó una flecha que se clavó en una rama del árbol koryano en el que estaba Mloro, a sólo unos centímetros por debajo de sus patas peludas.
—¿Por qué no alzaste el vuelo, chillón?
—No lo sé. Te vi tensar el arco, estaba listo para saltar. Pensé, ¡qué demonio!, y me quedé quieto. ¿Por qué fallaste?
Precavidamente, Gzlurg se había tumbado de nuevo en el suelo.
—Me temblaba mi ano superior.
—Es difícil matar a una persona cuando se la conoce.
—Para mí siempre resultó fácil —dijo Gzlurg— Mis redaños deben haberse debilitado. O tal vez pensé que Sandor acabaría conmigo si te alcanzaba. Sin bromas. Ya estuve aquí antes.
—No te rajes ahora… Mira, mira, aquí estoy…
—Hablas demasiado, joven lorbiano.
—¡Espera hasta que oigas esto, Gzlurg! —Mloro danzó sobre su lanza y agitó las alas—. Y tú también, Sandor. ¿Sabes cuál es la dificultad con aquellos que son demasiado perezosos o están demasiado asustados para admitir que no les gusta la guerra?
—¿Qué problema? El problema es simplemente ése: que son vagos o están asustados.
—No, quiero decir el problema que hay tras el problema: ¡Han olvidado lo que significa la muerte! O no lo supieron nunca. Y lo que significa ser herido gravemente, atravesado, desgarrado. Una roja agonía, oscuridad.
—Sí —murmuró el kthroc pasando delicadamente una de sus garras sobre su ano superior, recordando—, tienes razón Mloro. ¡Por las bolsas ovulantes de Jmxl que tienes razón! Si supieran lo que es la muerte no se sentirían tan entusiasmados con la guerra. Aunque hay algunos a los que ni siquiera eso les haría cambiar. Algunos que tienen un odio tan profundo que siempre seguirán deseando matar.
—Sí. Siempre existirán esos tipos —se mostró conforme Mloro—, pero saber qué es la muerte en la batalla quizá despertara a la mayoría. ¿Podrías hacer una cosa así, Sandor? ¿Hacerles sentir, experimentar la muerte y la guerra sin necesidad de matarlos realmente?
—Podría hacerse —dijo el Ayudante.
—Entonces quedamos en eso —gritó Gzlurg—. De acuerdo, parece una buena idea… tal vez despertará a algunos cagados no combatientes, pero muchos de ellos y muchos veteranos saldrán de esa experiencia con el deseo renovado de seguir matando, de matar más aún que antes. ¿Qué haremos con ellos?
—¿Qué sugieres? —preguntó Mloro.
—¡Nada! Si quieren luchar, pues que sigan luchando… ¡Espera! Sí, eso es. Esa experiencia de la muerte separará, diferenciará a los belicosos de los pacifistas. Entonces lo único que tenemos que hacer es coger a los belicosos y llevarlos a alguna parte donde puedan seguir luchando. En algún lugar donde no puedan arrastrarnos a la lucha a los demás. ¿Qué te parece eso, Sandor?
—Confiaba en que sugirieras algo así… Mloro, ¿tus paisanos más pacifistas, aceptarían que se estableciera una barrera en torno los belicistas de ambas razas?
—Creo que sí… Sí, ellos lo sugerirían… y después de la separación lo aceptarían.
—Estupendo. También quisiera facilitar un arma a cada uno de los combatientes, si es que lo aprobáis.
—¿Qué tipo de arma? —preguntó Mloro.
—Se trata de un tubo largo que puede matar a toda criatura viva no protegida que se ponga a su alcance cuando está apuntada por ella. Esa arma incluye también un escudo protector que defiende y protege, al que lo lleva, de esa arma y de otras.
—No lo entiendo. Si todo el mundo tiene un escudo de ésos arma no sirve de nada —comentó Gzlurg.
—Bueno, escucha: para que el escudo funcione el arma debe estar en posición de fuego. Es decir, que el guerrero, para estar protegido, tiene que mantenerse siempre alerta, dispuesto a la lucha. Incluso mientras duerme debe mantener el arma en determinada posición, a su alcance. Los seres que se ven obligados a hacer siempre aquello que creen que quieren hacer, a veces llegan a darse cuenta de que verdaderamente no es eso lo que les gusta.
—Y si realmente no quieren hacerlo, ¿qué sucederá? —preguntó Mloro—. ¿Podemos dejarlos volver si abandonan las armas en aquel lugar?
—Ciertamente. Habrá un hueco en la barrera que podrá ser cruzado, de regreso, pero sólo cuando se sienta un gran dolor y arrepentimiento. Sólo aquéllos que verdaderamente estén cansados, hastiados de la guerra y no deseen seguir peleando, podrán cruzarla de regreso.
—La idea me suena estupendamente —dijo Gzlurg.
—A mí también —corroboró el lorbiano.
—Yo contribuiré con un breve discurso previo explicando lo que vamos a hacer, para obtener el consentimiento tácito de Kthroc y Lor. Eso es lo normal entre nosotros. ¿Alguna nueva sugerencia?
—Ninguna —dijo Mloro.
—Entonces, la discusión ha concluido. ¿Puedo felicitarles a ambos por…?
—Una pregunta, niebla de rocío. ¿Funcionará la cosa?
Los tentáculos de Monsandor hicieron varios ajustes simultáneos en los controles del rayo de vigilancia, computadora Esp de trance, a la que había llamado «Consola adivina».
—Sólo puedo responder a ello en términos de posibilidad… Las posibilidades parecen favorables. Pero los cambios internos reales son difíciles de conseguir.
El viejo kthroc se puso de pie y extendió sus cinco extremidades superiores.
—Así ocurre con este suelo.
—Espera —dijo Mloro—. ¿Qué hay de nuestras crías, de nuestros jóvenes? Ellos crecerán, se harán mayores, sin haber sentido, sin haber experimentado, esa sensación de muerte. ¿Volverán a nuestros viejos métodos belicosos?
—Es más que posible. La competividad es algo congénito, instintivo en la mayoría de las razas. Es quizá el origen de la vida consciente o al menos una de las consecuencias de su evolución. Pero si nuestros planes salen bien, tendremos al menos una generación de paz. Durante ese período es posible que pueda descubrirse la forma de canalizar la competitividad en otros cauces más constructivos y útiles. Si fracasáis en ello la recesión será algo tan seguro como desgraciado. Al igual que todas las cosas valiosas, la paz no se da de por sí sola permanentemente: hay que saber ganársela a pulso. Cuatro flechas cayeron en el suelo por delante del kthroc.
—Aquí le devuelvo sus flechas, Maestro, tal y como habíamos acordado —le dijo el Ayudante, pero Gzlurg no hizo el menor movimiento para recogerlas.
Mloro extendió las alas y se preparó para alzar el vuelo de regreso a su tierra.
—Tengo que marcharme ya. Quiero estar en el nido cuando esta experiencia de la muerte se presente. Creo que es mejor que me apresure a hacer ciertos preparativos con mi pueblo y quizá tal vez deba prepararme yo también para hacer mi aparejamiento.
—Vaya, vaya, ¿conque te has decidido, hermafrodita? —Gzlurg hizo un guiño con dos de sus ojos—. Bien, bien, voy a ver qué tal estoy yo…
Abrió sus dos bocas y con un gruñido trató de sacar sus órganos sexuales. Uno lacio y grasiento, apenas si salía fuera de sus labios.
—Con éste no hay nada que hacer —se lamentó.
Pero el otro se extendió bastante hacia afuera, negro, duro y brillante. Gzlurg lo recogió en seguida.
—Éste no está mal. Si esa hembra que tengo en casa aún tiene un óvulo, quizá yo también intente engendrar un hijo.
Los fluidos acentos del idioma de Lor asaltaron los cuatro oídos del kthroc cuando Mloro le dijo adiós y alzó el vuelo alejándose de allí en dirección a su nido. Gzlurg comenzó el viaje de regreso a su casa, dejando tras sí, en el suelo, sus flechas.