EL IMPERIO DE T’ANG LANG

Alan Dean Foster

No fue el sol lo que despertó a T’ang lang. Oculto toda la noche, el sol ya estaría en el cielo cuando él se levantase. Fue el creciente ardor del aire al pasar con suavidad por su cuerpo, el calor abrasador del suelo, el brusco cambio en el mundo, Había husmeado el día de cien maneras.

¿Qué otra cosa podía ser también? El amanecer no es la hora mejor para levantar la caza. Los noctámbulos hacía tiempo que dormían; los diurnos, aún no se movían.

A decir verdad, el sol hacía tiempo que se elevaba en el cielo. En las inmediaciones, dos artífices de la ciudad inspeccionaban la cubierta de un pequeño tractor Crawler blindado. Dicho Crawler hacía poco que había salido al mercado. Probablemente no llegó a tiempo a su destino y fue sorprendido por la noche. Sin ser frágil, aún no había tropezado con el riguroso cambio de temperatura al despuntar el día.

Hubiera sido un precioso premio para los moradores, pero vieron despierto a T’ang Lang. Los artífices no es que fueran cobardes, nada de eso, pero sí prudentes. Dieron la vuelta y echaron a correr, dejando al maltrecho y pequeño Crawler para quien quisiera correr ese riesgo y quedarse con él. Los prudentes no se arriesgaban con T’ang Lang; éste no gozaba fama de hombre afable.

Por supuesto, él no sentía ningún interés por aquel artefacto. Un ser de su temperamento desdeñaba esa carroña. Para matar, se basta a sí mismo.

Cierto, también, que los habitantes de la ciudad habían medrado… a su modo. Sus ciudades y pueblos prepotentes explotaban las posibilidades del medio ambiente mejor que otras. Sin embargo, llevaban una vida digna de lástima. Todos los artífices de las ciudades eran esclavos de su sistema, de su precioso régimen.

T’ang Lang jamás se había presentado en ninguno de sus bien fortificados centros. Claro que podía hacerlo si lo deseaba, pero no era ése el sistema de su pueblo, como no era su modo de edificar ciudades.

Bostezó, si puede describirse de ese modo. De una sacudida se levantó. La noche había sido más bien húmeda. Aún la notaba en las articulaciones. Se lavó la cara, y los ojos; luego, se hurgó los sensoriales para asegurarse de que quedaban bien limpios. Como correspondía a sus muchos talentos, T’ang Lang era también un refinado asesino.

Todo lo hacía sin preocuparse de mirar atrás. T’ang Lang no necesitaba guardaespaldas. En su reino no existía nadie que se atreviese a luchar con él, a menos que estuviera terriblemente desesperado. Solamente le preocupaba la Gente del Gran Cielo. Caían casi en silencio, sin avisar. Un modo de luchar antideportivo, pero a la mayoría de la gente del cielo no la temía en absoluto.

Siguió el Rito de los Cuchillos Limpios. Cada estilete debía estar afilado y completamente limpio. Era importante que la primera vez se hiciera una penetración pulcra y para T’ang Lang, su habilidad era motivo de orgullo. Cierto que alguna que otra vez fallaba, pero no muy a menudo, y cuando daba en el blanco, su víctima siempre moría. Se aclaró la boca y se limpió el lodo de los pies. Había sido una noche muy húmeda.

Se estiró y miró en torno. Sus espléndidos sentidos podían detectar cualquier movimiento de vida a su alrededor. Era un mundo fértil y verde. Las vibraciones bajo sus pies, los olores que arrastraba la húmeda brisa, todo lo percibía. El sol estaba cada vez más alto, el aire más ardiente y él, más hambriento. Soplaba poco viento; un buen día para cazar.

¿Se quedaría a esperar a los torpes moradores? No era un lugar muy apto, y los ciudadanos raras veces se le acercaban. ¿Qué hacer? El día era espléndido para tostarse al sol. ¿Por qué no combinar ambas cosas? Siempre tendría más probabilidades de cazar la gente del cielo.

Existían por allí algunos grandes lucéfagos, aparte de aquél de cuyo cuerpo se apropió para cobijarse. Por capricho brincó sobre el que estaba más próximo, probando sus pisadas por el somnoliento cuerpo. El rocío de la noche había dejado el lugar frío y húmedo, pero T’ang Lang, trepador experto, no se preocupó y comenzó a ascender.

Este lucéfago, en particular, se alzaba unas cien veces la estatura de T’ang, pero éste no sentía el vértigo. Las alturas no le producían más temor que sus vecinos. Tenía otras razones para no llegar a la cima. La plataforma allí era, por lo general, inestable. De ese modo, si bien le proporcionaba una mejor visibilidad, el viento que arreciaba contribuía a que las presas no apareciesen y hacía su caza más difícil.

Ascendía despacio, con paciencia, sin la prisa que afecta a la mayoría de los que suben. Otros, que compartían el cuerpo del lucéfago, le cedían el paso.

Al cabo de un rato, pasó a un gladiador. El luchador descansaba cómodamente en mitad del camino y al pasar T’ang Lang, lo saludó con la mano. Éste le respondió con una larga mirada en la que puso un ligero toque de su fuerza.

El gladiador era hábil con la red, pero aquel deporte no agradaba a gente como T’ang Lang y él lo sabía. A pesar de esa habilidad, T’ang Lang podía matar al gladiador y hacer pedazos su preciosa red.

T’ang trepó algo más. Un rollizo hombre-tubo se movía en dirección opuesta. Se hallaba en una plataforma distante y entre ellos se abría un amplio espacio. Tal vez notó la presencia de T’ang Lang o tal vez no. T’ang dirigió una dura mirada al hombre-tubo, forzando su mente y centrando su poder en sus mesmerianos ojos, pero el hombre-tubo se hallaba fuera de su alcance. Se volvió una vez para mirar atrás, donde T’ang Lang rabiaba de impotencia en su plataforma eventual; un insulto definitivo.

Posiblemente, la cólera de T’ang Lang duró unos momentos, pero lanzó un suspiro y dejó que el hombre-tubo gozara un instante de su triunfo. Si otra vez se encontraba ante la más pequeña o ligera arma de T’ang, moriría más aprisa que había nacido.

No pasó mucho tiempo sin que T’ang Lang localizara lo que quería: una plataforma abierta, con el sol a un lado, bien protegida por arriba pero abierta por debajo y enfrente. Precisamente delante de él, a un nivel un poco más bajo, se hallaba un montón de víveres; cebo excelente para atraer a los aviadores y a los ciudadanos aerotransportados. Quizá algún joven pasaría muy cerca, a la deriva, con los propulsores zumbando, en un torpe esfuerzo por mantenerse firme.

T’ang Lang se instaló, preparándose con un complicado ritual. No se movería hasta el momento de matar. Caminó con fuertes pisadas por la plataforma para asegurarse de su estabilidad. T’ang, viejo y entendido, halló apropiado el lugar. Extendió sus armas y las dispuso con gran esmero. A continuación, adoptó la postura Ben-na, pues T’ang, algo filósofo, no quería perder el tiempo mientras aguardaba.

Entre los ciudadanos se contaba que si el pueblo de T’ang Lang hubiese mancomunado toda la sabiduría adquirida en miles de años, podría formar la sociedad más destructiva del mundo.

Pero en T’ang Lang ardía una chispa inapagable de individualismo que excluía toda cooperación. Se oponía a confraternizar. Además, ¿no se regían individualmente? ¡Cuánto mejor que someterse a una autoridad central, como habían hecho los artífices! La gente de T’ang Lang se sabían superiores y cada uno se consideraba mejor que su hermano.

Una pequeña base donde alzar un orden social. T’ang se interesaba por la armonía del mundo.

El sol caía de firme generando una bolsa de calor y apenas si cruzaba por la plataforma una ligerísima brisa. Al otro lado de la Llanura Verde, se encontraban los seres físicos más dominantes de su mundo; otros lucéfagos se ocupaban en su trabajo. Plácidos y satisfechos en su imperturbable existencia, gobernaban a su modo. Sin embargo, se les podía matar. T’ang todavía debía encontrar algo o alguien a quien no pudiera destruir. Incluso el sol, pero se hallaba más lejano aún que el extremo de la Llanura Verde. Algunos opinaban que los lucéfagos eran los más estúpidos de todos los seres vivos. Otros los consideraban los más inteligentes. Los mismos lucéfagos no participaban en tales discusiones; eran pacíficos, quizá un signo de su tan discutida inteligencia.

T’ang se preguntaba y observaba.

Un lancero pasó como un rayo. Los lanceros poseían el sistema de propulsión mejor del mundo de T’ang. Soberbiamente estructurados, cruzaban el cielo a velocidades vertiginosas. De igual modo, con su asombroso sistema detectaban la presa a millares de cuerpos de longitud. Su capacidad de girar en espiral les permitía atacar en picado, de modo que era casi imposible eludirlos. Sus antepasados habían sido dueños del planeta, pero como el tiempo todo lo cambia, perdieron su prepotencia, aunque todavía constituían un formidable factor en el mundo de T’ang. A pesar de su velocidad y extraordinaria destreza, T’ang acababa rápidamente con uno de ellos si se precipitaba demasiado cerca de él.

El celeste lo sabía. Tras lanzar a T’ang Lang una mirada feroz, apretó los propulsores y salió disparado en busca de su presa.

Sí, era un hermoso día para sentirse vivo y dueño absoluto.

En el aire suave y cálido, había por allí muchos celestes haciendo cabriolas, pero ninguno volaba próximo a T’ang. Éste no se sentía ansioso, pues el día anterior había comido bien. Por el momento se sentía satisfecho; su karma, elevado.

El gran lucéfago Bodokiddartha, se alzó a millares de cuerpos de longitud sobre la plataforma de T’ang. Se remontó hacia el sol y permaneció silencioso, resollando, al otro extremo de la Llanura Verde. Algún día, T’ang cruzaría aquella planicie y treparía por la gran mole aunque sólo fuera para ver el mundo por el otro lado.

Tal vez… De repente sus ojos captaron una señal que le había pasado inadvertida. Tan ensimismado se hallaba en la contemplación del panorama que se extendía frente a él, que no vio a un cyuma, un hombre-castillo que se aproximaba al montón de comida.

Éste no había visto a T’ang.

Con una lentitud infinita, más despacio que lo que tarda el planeta en envejecer, movió la cabeza para ver mejor. La torpe criatura sólo se interesaba por los alimentos. Los hombres-castillo son atractivos y osados, hábiles en el manejo de sus mortales estoques. La velocidad y destreza acompañan su arrogancia. Algunos se creían dueños del mundo.

¿Y T’ang Lang? Resultaba más cómodo evitarlo.

Era un hombre-castillo adolescente. Se acercaba despreocupado hacia los alimentos, sin duda dispuesto a engullirlos. ¿Quién se atrevía a atacar a un hombre-castillo?

T’ang se inclinó ligeramente hacia adelante, como hacía siempre que se disponía a matar. En aquel momento, no existía nada en todo el universo que lo separase de su futura víctima. El hombre-castillo crecía hasta devorar el mundo; él mismo era un mundo, pero ahora iba a morir.

Los cuchillos estaban listos, siempre a punto. Primorosamente manufacturados penetraban con tal fuerza y rapidez que a veces la víctima expiraba del golpe.

El hombre-castillo era estúpido. No se conservarían sus genes para transferirlos a otros seres de su raza, ni nadie lloraría su pérdida.

T’ang Lang atacó.

Al recibir el golpe, el hombre-castillo lanzó un grito de dolor. T’ang arremetió con tal ímpetu que varias hojas atravesaron el cuerpo de la víctima. Como si tal cosa y de un modo automático, T’ang atrajo hacia sí al joven herido mortalmente. En medio de su desesperación, el hombre-castillo lanzó el estoque, pero erró el golpe y atacó de nuevo.

Para la mayoría de los habitantes del mundo de T’ang, el estoque era mortal; hasta las Montañas Movedizas, cuyo tamaño ya las protegía, temían aquella espada.

Le tocó una vez, pero el estoque rebotó sin conseguir atravesar la brillante y resplandeciente armadura de T’ang. Fue el último pase.

T’ang inspeccionó su inmóvil víctima. El método que empleaba para asestar el golpe de gracia era eficiente y pocas veces lo variaba: un golpe seco en la cabeza. El hombre-castillo tuvo suerte, pues murió al instante. Otros no fueron tan afortunados. A T’ang poco le importaba que su víctima estuviera o no muerta antes de empezar a devorarla.

La carne del hombre-castillo era jugosa y grata al paladar, aunque escasa. Terminada su comida, T’ang empujó los huesos mondados fuera de la plataforma sin dar importancia, ni preciarse en mirar si éstos caían debajo.

Acabó de limpiar sus utensilios, determinó una vez más la posición del sol y aguardó de nuevo.

Aquel encuentro se había efectuado a última hora de la tarde, casi de noche.

Al poco rato, aparecieron a su vista dos Montañas Movedizas. Aunque no eran tan altas como el lucéfago sobre el que estaba sentado T’ang, formaban una mole inmensa, sólo el Bodikidartha era monumental.

T’ang pensaba de vez en cuando en las Montañas Movedizas. ¿Eran inteligentes? No lo parecían. Se agitaban demasiado, gastando energía en movimientos inútiles. Los artífices de la ciudad mostraban la misma actividad, pero por una causa plausible.

Sus grandes ojos de luna llena, denotaban su simpleza. Ninguna poseía ni una milésima parte del poder de concentración de Tang. Las había visto varias veces sin que ellas se percataran. Sólo temía su cerrazón, aunque hoy, con el sol casi oculto en el horizonte, todo sería diferente. Quizá aún pudiera evitarlas, o vez no. Cada una pesaba millones de veces más que su cuerpo y aunque no se movieran con la rapidez de T’ang, poseían gran envergadura. Lo que más impresionaba era su gran tamaño.

T’ang jamás dudaba del poder de su cerebro. No correría de aquí para allá para eludirlas. Había llegado a su plataforma y allí se quedaría. ¡Que le hicieran frente si querían! No sería él quien corriese a esconderse. Él era T’ang Lang, el que siempre vencía a sus víctimas, ¡el emperador!

Lo divisaron todas a la vez. En su estilo pesado y torpe, se volvieron a mirarle de frente. Desde su elevada plataforma, T’ang les devolvió la mirada, los ojos fijos en los suyos. Eran unos rostros monstruosos, contorsionados, abotagados, de una repugnancia inimaginable.

T’ang no retrocedió ante aquella visión de pesadilla. Blandas, fofas, con aquel tamaño les sería imposible reaccionar como guerreros.

¿Podría comunicarse con ellas? Para ello, eligió la más pequeña de las dos Montañas.

¿PODÉIS PENSAR? ¿QUÉ CLASE DE UNIVERSO ES EL VUESTRO? ¿VIVÍS EN ARMONÍA? ¡NO OS TEMO A PESAR DE VUESTRO TAMAÑO! ¡VENID A LUCHAR SI QUERÉIS O IDOS EN PAZ!

Las Montañas Movedizas no respondieron. T’ang no estaba en absoluto impresionado, a decir verdad, se sentía un tanto fastidiado. Debía proseguir la caza y esos seres enormes, absurdos, le obstruían la vista. ¿Tenían intención de quedarse allí para siempre?

El sol sí que era impresionante, y también el Bodikiddartha, pero ¿ésas? No eran más que moles. ¡Puaf!

La Montaña más pequeña se inclinó poderosa hacia adelante y su volumen ocultó el sol. Extendió un enorme miembro deforme hacia la plataforma ocupada por T’ang.

¿Quería presentar batalla? ¡Adelante, pues! T’ang se mantuvo firme y toda su fuerza psíquica surgió como una oleada arrolladora de energía mental.

El miembro se detuvo, vaciló, y los inmensos ojos redondos como platos, parpadearon. Poco a poco fue retrocediendo. La Montaña miró a su compañera y las dos dieron la vuelta retirándose pesadamente por la Llanura Verde, devorando la distancia con su tamaño.

T’ang había vencido.

Donante de la luz y el calor, el sol se había hundido en el cielo llevándose con él el calor. T’ang notó un escalofrío por la espalda.

Mató a un rezagado; un hombre-tubo, aunque no el mismo que había visto antes. Gordo y tierno, resultó un manjar suculento.

Tal vez esa noche se quedaría entre las plataformas. Era un buen lugar.

Pensó otra vez en las Montañas Movedizas. ¿Se habría equivocado y serían inteligentes? Si por lo menos pudiera cotejar sus pensamientos con los de otro emperador, o emperatriz. Pero eso era totalmente inconcebible, por lo menos, de momento.

Suspiró y dio la vuelta, recorriendo el camino hacia el fondo del lucéfago. Inteligentes o no, T’ang no se sintió optimista sobre las posibilidades de tratar con ellas.

Y sintió lástima.