UNA SALIDA

Miriam Allen de Ford

Marpelm debía ir a donde le enviaran y quedarse hasta que finalizase el plazo señalado para el ejercicio de su cargo. Pero no le gustaba. Jamás se acostumbraría a ese espantoso lugar ni a las criaturas que lo habitaban.

Cuando presentó sus credenciales a la Presidente General de los Planetas Unidos, ésta agarró vino de sus sensibles tentáculos y se lo sacudió con fuerza. No hubo sacrificios, ni presentes de esclavos, ni ritos de ninguna clase. Si en Kyria alguien hubiera hecho lo mismo, sin duda lo habría matado al instante. Pero al marcharse se las arregló para encender una pequeña hoguera que llegaría a adquirir ciertas proporciones. Después de todo se trataba de su honor.

El viejo Gomforb, su predecesor en aquel planeta, debió ponerle al corriente de muchas cosas, pero naturalmente no lo hizo. Durante muchos años, sus familias estaban enemistadas. ¿Cómo podía él solucionar tal estado de cosas después de cinco ciclos solares? Lo cierto es que no comprendía en absoluto por qué enviaban un delegado a los Planetas Unidos. Kyria no estaba «unida» a ellos, ni jamás lo estaría; supuso, pues, que se trataba de una cuestión de honor: no toleraban que se les ignorase.

Un cronista de este planeta —él mismo se denominó reportero— realizó algo para tres dimensiones que tituló «interviú a Marpelm». Le hizo un montón de preguntas a cual más impertinente y se asombró de que el nuevo delegado «conservara la serenidad» mientras le interrogaba. El reportero encontraba divertidas las costumbres normales y civilizadas de Kyria.

Aquel planeta se dividía en pequeñas partes llamadas naciones y las guerras estallaban entre esas naciones o una combinación de las mismas.

El «reportero» no entendía el sistema de los kyrianos que consistía en sostener una guerra total y permanente, excepto el Año de Tregua, cada cinco ciclos solares; ni tampoco comprendía la bondad de aquel método en que los vencidos se convertían automáticamente en esclavos de los vencedores. De aquel modo, los libres poseían siempre una gran reserva de trabajadores para producir todo lo que necesitaban los victoriosos durante los cinco años que sucedían a las batallas, mientras los últimos se dedicaban únicamente a cultivar el arte militar y en agudizar su inteligencia.

—De manera que sus mismos ciudadanos se convierten en esclavos de su estado, ¿verdad? —indagó—. Personas como usted, sólo que perdieron una batalla.

—Ciertamente —trató de explicarle Marpelm—. A menudo, nuestros mismos familiares. Tengo dos tíos esclavos y también una de mis primeras esposas.

—¿Permanecen en la esclavitud el resto de su vida?

—Pues sí; no se puede invertir una victoria. Pero sus hijos son libres y a su vez, pueden esclavizarnos. Además, ningún macho o hembra es esclavo personal de un ciudadano. Tengo entendido que en la historia de su planeta muchas de sus naciones hicieron esclavos que se convirtieron en propiedad privada de sus amos. Deberíamos tener en cuenta esas atrocidades.

El reportero se hallaba confuso. Marpelm deseaba recordarle que en esto planeta habían cazado casi todos los animales salvajes y eso le parecía peor que el justo y honorable sistema kyriano de la Guerra Perpetua. Se contuvo para no dar rienda suelta a sus sentimientos, pero no pudo evitar el recuerdo de las Sagradas Escrituras que cada kyriano recitaba desde la infancia. De sus ojos brotaban lágrimas al recordar su niñez, cuando junto con otros niños de su misma edad, se embebían de las sagradas palabras que siempre guiaban a todos los kyrianos para ser justos, equitativos, inmutables. Volvió la cabeza para ocultar aquella debilidad debida a su nostalgia. No podía soportar más la entrevista y tuvo que hacer acopio de todo su dominio.

—Lo siento, pero debo acudir a un mitin —se excusó, y salió a grandes trancos de la habitación donde el reportero lo había atrapado. Éste recogió de mala gana su equipo.

Pero el autodominio tiene un límite. Sea como fuere, debía vengarse de la meliflua arrogancia de aquel entrometido o el honor de Marpelm se vería empañado. Al llegar a la puerta se detuvo el tiempo suficiente para untar el pomo, que el reportero tocaría después, con un grumo de cacu, un delicioso estimulante que todos los kyrianos llevan consigo para mascar, pero que, para mayor regocijo suyo, irritaba la piel de esos endebles seres, produciéndoles ampollas. Una pequeña venganza; pero mejor eso que nada.

Por supuesto no debía acudir a ningún mitin. Jamás fue, y evitaba, por todos los medios a su alcance, que le ofrecieran un puesto. Podían obligarle a venir, a quedarse, pero jamás tomaría parte en esas tonterías de los P.U. Gomforb obró de igual modo. No tenía otra alternativa. Ambos habían recibido órdenes estrictas de no intervenir en los comités. A ningún kyriano le gustaría que les presidiera un extranjero.

«Pero ¡cinco ciclos solares! ¡Oh, sagrados antepasados, ayudadme a soportarlo!», murmuró al salir a escape del odioso edificio.

En el insoportable alojamiento que le destinaron no hallaba reposo apetecido. Incluso era un problema encontrar una alimentación adecuada. Pero lo peor no consistía en la falta de un nido húmedo, o la lucha por conseguir provisiones digeribles, sino el celibato forzado. Cualquier hembra de su raza se hallaba a mil años luz y el pensamiento de las repugnantes prácticas seriales de este lugar le producían náuseas.

¡Claro que lo había intentado! Pronto aprendió que no podía abordar a una mujer para preguntarle así de sencillo: «¿Eres una pareja sexual conveniente?» Con toda seguridad le daría una bofetada, o peor aún, llamaría a la policía. Más adelante se enteró de que existían compañeras sexuales profesionales, conocidas por call-girls. Se hallaba provisto con largueza de medios para transacciones comerciales y preguntó el sistema de procurarse una compañera. Percibió una, por su sistema de video, no más repulsiva que cualquier otra de su especie (aunque por algún motivo incomprensible parecía reacia a concretar una cita con él). Pero así y todo, la llamó y la mujer se presentó en su apartamento.

Hizo caso omiso de la pintura multicolor que ornaba su cara y de la necesidad de que se quitara la ropa para verla antes, más, al desnudarse, ¡qué cosa más singular! ¡Aquella criatura era asexual! No poseía ningún dispositivo para acoplarse.

Asqueado, Marpelm arrojó en la repugnante mano de la mujer la suma que ella le pidió y le suplicó que se volviera a poner la ropa y se fuese. Estaba furioso consigo por haber hecho tal concesión a uno de esos seres inferiores, pero dadas las circunstancias, no se atrevió a matarla para asegurarse su silencio. ¡Ni siquiera untó con cacu su ropa interior!

—¡Un pulpo con un solo ojo… un monstruo! —exclamó la mujer con rencor y desprecio al marcharse.

Marpelm ya no volvió a insistir para acabar con su forzosa castidad. ¡En cuanto a un descanso decente y unos alimentos comestibles…!

Arrancó el colchón del alto y ridículo armazón y lo puso en el suelo. Cada noche lo regaba con agua, pero aun así, no era más que una burda aproximación de un cómodo nido. Vio el anuncio de un objeto llamado «colchón de agua» y preguntó ansioso al vendedor:

—¿Se filtra el agua?

—En absoluto —le aseguró aquél.

Marpelm salió de la tienda disgustado, preguntándose por qué el hombre lo contemplaba estupefacto.

Poco después, los inquilinos del piso de abajo se quejaron de que el techo tenía goteras. No hay duda de que a Marpelm lo habrían desahuciado a no ser por su alto cargo diplomático, pero con todo, el administrador de la finca roció el suelo con un líquido de plástico que lo dejó totalmente seco… con gran dolor para sus delicados pies.

En cuanto a los alimentos… el lugar los poseía en abundancia, productos nutritivos que llamaban hierba y hojas, pero aquellos imbéciles las reservaban para elementos decorativos en vez de comérselas y si arrancaba una mata de suculenta hierba para aplacar el hambre, intervendría algún jardinero o cualquier agente; de eso estaba seguro. Como era demasiado orgulloso para obrar en la clandestinidad, se vio forzado a recurrir a los mercados que allí llamaban floristerías, mas, por si fuera poco, nunca encontraba la delicada y sabrosa hierba que solía comer: en el momento de ingerirlas, las hojas ya estaban marchitas y pasadas.

¡Aquello era demasiado! Aún no había transcurrido ni medio ciclo solar de su estancia allí, y de algún modo debía hallar una salida. Tal vez el viejo Gomforb se adaptó a esa vida, pero él, no era todavía muy joven y no lo soportaría. ¡Y pensar que ese cargo se lo habían concedido como un premio en atención a los servicios prestados al Estado! Sus ojos volvieron a humedecerse. Puesto que siempre se encuentra un medio para hacer lo que es absolutamente preciso, al fin se le ocurrió un sistema posible para escapar.

En su país se lo reprocharían. Nunca más volvería a recibir honores cívicos, títulos o condecoraciones. Sus congéneres y hasta su familia lo despreciarían, o, peor aún, lo harían objeto de cólera. ¡Que así fuera: cualquier cosa antes que seguir con esta situación!

Para que lo expulsaran o deportaran debía realizar algún acto que este planeta considerase delictivo, con preferencia un crimen que implicase una inmoralidad manifiesta. No veía la posibilidad de que lo reclamasen en su patria y poder regresar con todos los honores antes de que expirase al plazo concertado.

Por las lecturas en los microlibros de historia, sabía que no faltaban oportunidades en este planeta, prácticamente todo acto cuerdo desde el punto de vista de un kyriano se consideraba inmoral o ilícito. Existían, naturalmente, obstáculos físicos —crímenes que no podía cometer porque carecía de dotes corporales— pero aún quedaban muchas soluciones. Por supuesto podía matar fácilmente a cualquier criatura. Por alguna extraña razón, aquí era considerado un grave delito, aunque en Kyria fuera la respuesta más normal a cualquier oposición o afrenta. Pero eran tan blandos, tan canijos, que la idea de estrujar sus fláccidos tentáculos le horrorizaba. Otorgaban un valor considerable a objetos inútiles, entre ellos piedras brillantes que extraían de la tierra. ¿Robaría algunas de esas piedras a su dueño? Pero ¿qué haría con ellas? No tenía sitio donde guardar esa porquería y si la tiraba luego, ¿cómo la encontrarían como prueba para prenderle y castigarle?

La violación —su tercer «grave delito»— resultaba físicamente imposible, incluso si la idea no le asqueaba. Todos los demás actos considerados «delitos» eran o de la misma categoría o demasiado repugnantes para llevarlos a cabo. También carecía habilidad para acuñar o falsificar monedas o asaltar un Banco.

Entonces se puso a meditar sobre los delitos, considerados como tales en su mundo. ¿Cuáles eran? Cobardía, traición, rendirse a un enemigo, interés indebido por otros a expensas del bienestar de la propia familia. A excepción de la traición, todos esos delitos, si no se tenían exactamente por virtudes, tampoco se hallaban sujetos a castigo legal; además, ¿cómo podría un extranjero cometer traición en un país que no era el suyo?

Por fin descubrió el crimen ideal: rapto.

Por lo visto, aquí se le tenía por un delito grave, aunque desconocido en Kyria. ¿Cuál sería aquí el procedimiento para secuestrar a alguien? El secuestrado sería abandonado en el acto por sus congéneres; nadie pagaría un rescate, aunque a él o a ella se le esclavizara —había cantidad de esclavos de la Guerra Perpetua— o se le matara, en cuyo caso el secuestrador disponía del cadáver para deshacerse de él.

¿A quién raptar?

Esta vez acertó en la víctima ideal: la Presidente General de los Planetas Unidos. Y qué bien encajaba en el plan de Marpelm que el actual Presidente fuera una hembra. En este planeta las hembras se distinguían claramente de los machos y recibían atenciones muy especiales. También hacia los que llamaban negros (aunque para la vista de Marpelm sólo eran de color canela claro) existía una sensibilidad especial debido a la raza. Sus ojos dobles poseían un matiz distinto, lo mismo que la excrescencia de la piel que llamaban cabello, aunque a eso no le daban importancia, sólo al color de la piel. De ella procedía un especial sentimiento de culpabilidad.

¿Y el rescate?

Durante un rato acarició varias ideas que le fueron surgiendo. Deseaba que lo eximieran de aquel cargo y lo enviasen a su país, pero difícilmente lo conseguiría ofreciendo un rescate. Además, nunca recogería un rescate tangible. Sólo deseaba que lo prendiesen (aunque no antes de haber llevado a cabo con éxito el rapto) y conseguir el rescate de la persona secuestrada (ya que estos sensibleros no permitirían que permaneciese amenazada de muerte inminente) y que su único castigo fuese la deportación.

Éste era uno de los problemas más espinosos que debía resolver.

¿Y si lo encerraban en una de sus prisiones antes o en vez de deportarlo? En tal caso, moriría en seguida y esa solución no formaba parte de su brillante plan.

El otro problema consistía en cómo realizar el rapto.

En primer lugar debía cambiar de táctica como delegado de los P.U. y no sólo actuar como miembro del mismo (aunque con grandes precauciones por la advertencia recibida de evitar toda actividad) en todos los comités en los que se le ofreciera un nombramiento y en donde tendría ocasión de acercarse a la Presidente General, sino también acudir a las atroces reuniones sociales: banquetes, fiestas, etc., en las que ella estuviera presente y que hasta el momento había rehuido con el pretexto válido de no podía ingerir su comida ni beber sus estimulantes.

Marpelm pasó la noche en vela preparando todos los detalles de su estrategia. Estaba impaciente por empezar y terminar de a vez.

El problema presentaba dificultades porque estos seres poseían leyes y costumbres muy extrañas, incomprensibles para un kyriano cuerdo y civilizado. Por ejemplo: los representantes oficiales de otros planetas o de algún otro lugar de su propio planeta poseían una particularidad llamada «inmunidad diplomática» lo que significaba que si infringían la ley local sólo estaban sujetos a la disciplina de su territorio. Pero ¿abarcaba esa inmunidad los delitos locales que denominaban «crimen de mayor cuantía»? Debía averiguarlo.

A pesar de su elevada posición, la Presidente General era negra y hembra, lo que le otorgaba un derecho especial sobre los súbditos de su planeta, avergonzados por sus anteriores persecuciones y discriminaciones. Por lo tanto, evocar tales fechorías pasadas, sería un medio excelente para asegurarse su rescate. Debía recordar su nombre: Sharon Chester VI, pues allí otorgaban gran importancia a los nombres propios.

Pero todavía debía resolver otra cuestión: ¿cómo acercarse sin protocolo a la Presidente General? Y lanzó una exclamación de asco al recordar cómo le había estrujado sus tentáculos. ¿Iba siempre rodeada por una guardia de seguridad? En tal caso, Marpelm se las compondría, pero su técnica debía ser distinta.

Pronto descubrió que sería imposible alejarla mientras presidía los asuntos de los P.U., por lo que debería intentarlo en una reunión de sociedad y a este fin preparó sus planes.

La Presidente era un representante oficial pero también una hembra y en este planeta, no muy vieja. ¿Conseguiría ocultar su repugnancia por sus costumbres sexuales y hacerle creer que se había enamorado de ella? Lo intentaría. Si lograba que ella le correspondiera la convencería para obtener una entrevista a solas. A continuación, sólo se trataba de encontrar un escondite seguro y presentar su oferta a las autoridades de los P.U.

¿Qué le cautivaría más, algún punto de similitud o la fascinación de lo exótico? Sus diferencias físicas, ¿la intrigarían o la ofenderían? El color no tenía importancia, pero ¿y los tentáculos, o la quitina? Estudió el caso como si tuviera que resolver un problema de matemáticas.

Recibía innumerables invitaciones; después de todo era el delegado de un gran planeta y por lo mismo, un motivo de interés social, por lo que decidió acudir a todas en las que era posible la presencia de la Presidente. Cuando la encontraba, disimulaba su fastidio y se las ingeniaba, aunque sólo fuera un momento, para estar a solas con ella.

Su estrategia prosperaba. Cada vez era recibido con mayor efusión, lo que representaba un gran paso en sus relaciones íntimas.

También era evidente que la Presidente General estaba enamorada de él, y el esfuerzo intelectual por resolver su problema le hacían a Marpelm más llevaderos su desagrado e impaciencia. Pronto se presentó una ocasión que debía aprovechar.

Ella misma extendía las invitaciones para todos los delegados. Como su casa no era lo bastante espaciosa, la fiesta que ofrecía se celebraría en un hotel de la ciudad. Marpelm estaba convencido de que en esa ocasión acudirían muy pocos guardias personales, si es que acudían. Y acertó. Después de que todos los invitados, menos él (podía asistir a los mítines pero no ingerir la comida y en particular los estimulantes), incluso la anfitriona, bebieron tres o cuatro rondas de licores, se dispersaron formando pequeños grupos, absortos todos en discusiones sociales o políticas. Marpelm observó que el grupo que se reemplazaba con mayor frecuencia era el que rodeaba a Sharon Chester VI.

Con aire distraído, después de intercambiar saludos y pequeñas charlas con diversos colegas, Marpelm se coló en uno de esos grupos. Cuando se fueron dispersando, él se quedó.

La Presidente se mostró de lo más amable y demostró bien a las claras que consideraba a ese huésped en particular el más destacado de aquella reunión. Marpelm se esforzó por ejercer todo su encanto y después de otro brindis, aprovechó un momento en que hablaban a solas para sugerirle que fueran a tomar un poco de aire fresco, sin que nadie les molestara, y charlando alegremente la condujo hacia una puerta que ya tenía elegida.

Llevaba, como de costumbre, una larga túnica negra, ya que sus tentáculos externos parecían repeler a la mayoría de aquellas melindrosas criaturas.

Sharon Chester VI era pequeña y delgada, y con la fuerza fiera de lo común de Marpelm, no ofrecía dificultad alguna cubrirla con su manto y sujetarla en caso preciso.

Lo tenía todo planeado. En la sala del banquete había una puerta que se abría a una gran terraza que daba a un hotel anexo y que servía también de aeropuerto para los helitaxis y helicópteros particulares. Su pequeño aparato se hallaba aparcado allí (una de las tareas como delegado fue aprender a pilotarlo). Echó una mirada alrededor para asegurarse de que estaban solos y arrastró a la Presidente hacia el aparato.

Ésta no opuso resistencia; por el contrario, reía de placer. Al llegar al helicóptero la tomó en brazos y la metió dentro, saltó al asiento del piloto y despegó.

A unas cien millas se encontraba la cabaña que había alquilado (con el nombre de su secretario) en la reserva de caza entre una gran cadena de montañas selváticas.

—¡Oh, qué emocionante! —exclamó la víctima—. ¡Me estaba aburriendo tanto! Pero debemos regresar antes de que adviertan mi ausencia; después de todo soy la anfitriona.

Marpelm estaba perplejo. Se había preparado a enfrentarse con la fría indignación o la furia más encendida, pero jamás a una aventura amorosa. En lugar de asustarse, esta estrafalaria criatura se sentía halagada. ¡Estrellas celestiales!, ¿creía ella que se fugaba con un amante? Y perdió el aplomo.

—Pero… excelencia —balbució Marpelm.

—Oh, ¡por favor… llámame Sharon!

—Lo que me propongo es… raptarla.

—¡Un rapto! —y se echó a reír—. ¡Qué original! Nadie ha llevado a cabo un rapto real desde la Era Caótica. Cuando iba a la escuela leía esos sucesos en los microlibros. ¿Qué rescate pides? —preguntó coquetona.

Le recorrió un escalofrío y preguntó con voz débil:

—¿Ya no es delito el rapto?

—¿Quieres que lo sea?

Marpelm se encontraba presa del pánico y luchando por recuperar su dominio profirió:

—Quiero tenerte a solas conmigo.

—Oh, mi amor, ¡jamás lo hubiera creído!

¿Qué podía hacer? No había otra salida que seguir el juego.

Los alienígenas dilataban la boca para expresar su simpatía. Él no podía hacer lo mismo pero consiguió expresarse en tono acariciador, y a pesar de su agitación interna dijo con calma:

—¿Por qué crees que lo hago? Ya no resisto más tus atractivos.

Si Marpelm no quería que ella se forjase ilusiones de haber conquistado el corazón de un orgulloso kyriano, debió cambiar de táctica, porque consiguió… más de lo que deseaba.

—Oh, Marpelm —suspiró—. No te preocupes por la fiesta… deja que piensen lo que quieran. ¿Adónde me llevas?

¿Adónde sino a la cabaña?

¡Ojalá lograse olvidar el resto de su vida el horrible día que pasó junto a ella y qué noche, más horrible aún!

Ninguna chapa para acoplarse y ella, mirando la suya, ruborosa, sin comprender nada. Marpelm no se dignó darle una explicación. Torpemente, hizo lo que pudo hasta que por último, pidió excusas y salió corriendo para vomitar. La Presidente, por el contrario, parecía sentir un vivo placer. Tomó sus sensibles tentáculos para emplearlos sin que él lograse descubrir con qué propósitos, y cuando le dijo, al fin, que debían volver a la civilización, había reducido al pobre Marpelm a una masa temblorosa. Por suerte, ella lo interpretó como una señal de pasión.

Marpelm la condujo en silencio a la ciudad. La conversación sólo habría acrecentado su desdicha.

Cuando la Presidente se apeó del helicóptero, se volvió a mirarle, cerró un instante uno de sus ojos y susurró:

—Ha sido delicioso, Marpelm, deberíamos repetirlo pronto.

Ni el esclavo más ínfimo de Kyria se hubiera sentido tan desgraciado como Marpelm cuando éste regresó a su apartamento. No sólo había fracasado su plan, sino que se volvía contra él: la Presidente estaba locamente enamorada. Se le humedecieron los ojos y se compadecía de sí. Estaba perdido. Lo presentía desde la punta de sus tentáculos. Condenado a pasar cinco ciclos solares de abstinencia; a mil años luz de lo bueno, de lo natural. Si sus enemigos desearon destrozarle totalmente no pudieron hallar sistema mejor que enviarle como premio a este horrible planeta.

Al entrar en el apartamento oyó que sonaba su rayo transmisor de comunicación y se apresuró a contestar. Era, nada menos, que Gomforb, su predecesor y enemigo ancestral.

—¿Dónde te has metido? —preguntó Gomforb enojado— he tratado de comunicarme contigo desde anteayer, y el rayo no te encontraba.

—Lo siento, estaba en el campo en busca de reposo para aliviar mis nervios agotados por el cargo.

—Conque agotado por el cargo, ¿eh? —repuso Gomforb riéndose—. Bien, no vas a tener que soportarlo por mucho tiempo. ¿Piensas que somos tan estúpidos para no enviar agentes secretos a los Planetas Unidos? Poseemos pruebas incontrovertibles de tu actividad en los comités… precisamente, cuando estabas avisado de todo lo contrario, como sabes muy bien… Marpelm, he enviado una nave a buscarte… en realidad, para descubrir tu paradero, pero ahora que lo conozco, el autopiloto tiene instrucciones de subirte a bordo y devolverte a Kyria. Para ser sincero tu sucesor es un pasajero, así que sólo necesitas entregar credenciales y el resto de la documentación. No te vayas hasta que llegue él… Y créeme, nunca más se te concederá un honor similar.

Y desconectó sin despedirse.

Pero ¿qué le importaba eso a Marpelm?

No necesitaría ver de nuevo a la Presidente General, ni pasar otro desagradable idilio con ella. Preparó en el acto su equipaje con el corazón brincándole de alegría. ¡Oh, ven cuanto antes —imploraba a su sucesor y salvador— date prisa, antes de que ella me pesque!

¡Lejos para siempre de estos nauseabundos alienígenas y su espantoso planeta! ¡De vuelta a su querida patria! ¡De vuelta a vida normal, con sus compañeras, sus pequeñuelos, sus alegrías!

¡De vuelta al hogar!