SOBRE TOLKIEN Y LOS CUENTOS DE HADAS
TERRI WINDLING
Mi propósito es hablar de los cuentos de hadas», comienza un famoso ensayo de J.R.R. Tolkien, y lo mejor que puedo hacer hoy es repetir las palabras del buen profesor. Mi propósito es hablar de los cuentos de hadas, y de por qué estos relatos eran importantes para Tolkien. Y de por qué este tipo de relatos, incluyendo los cuentos de hadas del propio Tolkien, han sido importantes para mí.
En 1938, Tolkien todavía era conocido sobre todo como lingüista de Oxford; su libro para niños, El Hobbit, acababa de ser publicado un año antes y apenas había comenzado los largos años de trabajo en su obra épica para adultos, El Señor de los Anillos. Ese año, Tolkien escribió el ensayo «Sobre los cuentos de hadas» para la conferencia Andrew Lang, que tuvo lugar en la Universidad de St. Andrew (y que luego se publicaría en 1947)[10]. En ese ensayo, Tolkien intentó definir la naturaleza de los cuentos de hadas, examinar las teorías sobre su origen y refutar la idea de que las historias mágicas pertenecen al ámbito restringido de los niños. Esencialmente, defendió el ejemplo de su futura obra maestra, devolviendo a la ficción mágica su lugar en la tradición literaria de los adultos.
La asociación de los niños con los cuentos de hadas, señaló Tolkien, fue un accidente de la historia doméstica. Comparó este tipo de relatos con las mesas y sillas viejas que se desterraban al cuarto de los niños porque los adultos ya no las querían y no les importaba que fueran maltratadas. Los cuentos de hadas, observó, no son necesariamente relatos sobre hadas, sino sobre la fantasía, el reino crepuscular en el que existen las hadas. Hay muchos cuentos de hadas en los que estas criaturas no aparecen; son cuentos acerca de la magia y los seres maravillosos, y los hombres y mujeres corrientes a quienes el hechizo cambia la vida. Compara los cuentos de hadas con un puchero en el que se ha echado mitología, romance, historia, hagiografía, cuentos populares y creaciones literarias para cocerlos a fuego lento durante siglos. Cada narrador echa algo al cocido cuando escribe o narra un relato mágico, y los mejores se cuelan en la olla colectiva. Shakespeare añadió La tempestad y El sueño de una noche de verano, igual que hicieron Chaucer, Malory, Spenser, Pope, Milton, Blake, Keats, Yeats y muchos otros autores que nunca escribieron para niños.
Fue sólo en el siglo XIX cuando la literatura y el arte de la magia se relegaron al cuarto de los niños; irónicamente, en una época en que el interés de los adultos por ellos no podía haber sido más grande. Antes de eso, los antiguos mitos y la épica habían ocupado un lugar de gran importancia en las artes literarias, mientras que sus primos campesinos, los cuentos populares y de hadas, se dirigían a jóvenes y viejos por igual. Cuando los cuentos de hadas pasaron de la tradición oral a la literaria, lo hicieron como relatos para adultos. En Occidente, los cuentos más antiguos publicados que conocemos provienen de la Italia del siglo XVI: Le piacevoli notti de Giovan Francesco Straparola e Il Pentamerone de Giambattista Basile. Ambos libros eran obras sofisticadas dirigidas a adultos con educación; los relatos que contenían eran sensuales, violentos y complejos. En las versiones antiguas de La bella durmiente, por ejemplo, no es un beso casto lo que despierta a la princesa, sino los gemelos que da a luz después de que el príncipe llegara, fornicara con ella y volviera a irse. Otro príncipe reclama el cuerpo muerto de Blancanieves y se encierra con él; su madre, que se queja del olor de la chica muerta, se siente aliviada cuando ella vuelve a la vida. La Cenicienta no se queda llorando en las cenizas mientras unos pájaros azules que hablan revolotean a su alrededor; es una chica lista y agresiva que está furiosa y busca su salvación. En el siglo XVII, los cuentos de hadas renacieron gracias a la vanguardia francesa, sobre todo las mujeres escritoras que no podían entrar en la Academia. Los escritores parisinos vistieron los viejos cuentos de campesinos con las sedas y joyas de moda, utilizando los cuentos de hadas para criticar tímidamente la vida aristocrática. (Tan popular era esta variante artística que cuando al fin se hizo una recopilación de cuentos franceses, ésta ocupaba los veinticuatro tomos de una obra llamada Les Cabinet de Fées). A finales del siglo XVIII y principios del XIX, los románticos alemanes (Goethe, Tieck, Novalis, De La Motte-Fouqué, etc.) crearon obras con temas místicos inspirados en mitos y cuentos de hadas, mientras sus compatriotas los Hermanos Grimm preparaban su famoso e influyente libro Cuentos populares alemanes. En la Inglaterra del siglo XIX, las obras de los románticos alemanes eran muy populares, y la primera traducción inglesa de la recopilación de los Grimm (en 1823) avivó el fuego del interés Victoriano por todo lo que tenía que ver con la magia y las visiones.
La Inglaterra victoriana estaba inundada de hadas. Bailaban en el escenario de ballet, saltaban en elaboradas producciones teatrales, desfilaban en enormes pinturas expuestas en la Royal Academy. El extremo interés del público por las hadas se debía en gran parte a la revolución industrial y a las convulsiones sociales provocadas por esta nueva economía. A medida que las costumbres del campo inglés desaparecían para siempre debajo del mortero y el ladrillo, las hadas fueron pasando a encarnar un sentimiento de nostalgia por un modo de vida que se estaba perdiendo. Cuando el interés por las tradiciones mágicas alcanzó el punto culminante, sucedió una cosa peculiar: los cuentos de hadas empezaron a verse expulsados de los salones y relegados a las habitaciones de los niños. La repentina explosión de libros de cuentos de hadas dirigidos al público infantil tenía dos causas principales. La primera es que los Victorianos tenían una idea romántica de la «infancia» hasta extremos nunca vistos: antes no había sido considerada muy diferente de la vida adulta. (El concepto moderno de la infancia como un tiempo especial para jugar y explorar tiene su origen en estos ideales Victorianos, aunque en el siglo XIX sólo se daba en las clases altas. Los niños de las clases modestas todavía trabajaban muchas horas en el campo y las fábricas, tal como Charles Dickens describió en sus obras y experimentó de niño). La segunda razón fue el crecimiento de una nueva clase media que tenía tanto cultura como dinero. Explotar la relación amorosa victoriana con la infancia reportaba beneficios económicos; los editores habían hallado un mercado y necesitaban productos para llenarlo. Podían conseguir un material narrativo barato saqueando los cuentos de hadas de otras tierras, simplificándolos para los jóvenes lectores y alterando luego los relatos de acuerdo con las rígidas normas de la época: convirtiendo a las heroínas en muchachas victorianas pasivas, modestas y obedientes y a los héroes en sujetos de mandíbula cuadrada recompensados por sus virtudes cristianas.
En su conferencia Andrew Lang (llamada así en honor de uno de esos editores tan Victorianos, aunque no el peor, ni muchísimo menos), Tolkien censuró estos cambios en la antigua tradición de los cuentos: «Desterrados así los cuentos de hadas, desgajados del conjunto del arte adulto, acabarían por ser destruidos; y de hecho han sido destruidos en la medida en que han sido desterrados». Tolkien se habría desanimado de veras de haber sabido que lo peor aún estaba por venir, porque Walt Disney haría más daño a los cuentos que todos los editores Victorianos juntos. Precisamente el año anterior, Disney había estrenado Blancanieves, su primer largometraje animado, realizando profundos cambios en esta historia de la relación envenenada de una madre y una hija. Disney amplió el papel del príncipe, convirtiendo el personaje de mandíbula cuadrada en una pieza fundamental del argumento; transformó a los enanos en unas criaturas cómicas y adorables (y completamente asexuadas). En esta versión con canciones, bailes y silbidos, sólo la reina conserva parte de su antiguo poder. Es una figura realmente aterradora, y mucho más convincente que Blancanieves con su risa tonta, que se mete en la piel de Cenicienta, oprimida pero resuelta. Eso es lo que confiere a la interpretación de Disney un sabor peculiarmente norteamericano, dando a entender que lo que estamos viendo es la historia de un pobre que se convierte en rico al estilo de Horatio Alger. (De hecho, es la historia de un rico que se convierte en pobre y luego en rico otra vez, que pierde sus privilegios para recuperarlos después. La belleza de linaje y la clase de origen de Blancanieves, no sus dotes de ama de casa, le garantizan la salvación). Aunque la película fue un éxito comercial y ha gozado del cariño de varias generaciones de niños, los críticos han protestado a lo largo de los años por los grandes cambios que hicieron, y siguen haciendo, los estudios Disney cuando narran este tipo de cuentos. El propio Walt respondió: «Lo que pasa es que la gente de ahora no quiere los cuentos de hadas tal como se escribieron. Eran demasiado escabrosos. De cualquier manera, es probable que todo el mundo termine recordando la historia tal como nosotros la hemos filmado». Desgraciadamente, el tiempo le ha dado la razón. Gracias a las películas, los libros, los juguetes y el merchandising que se han extendido por todo el mundo, hoy en día es Disney, no Tolkien, el nombre que más se asocia a los cuentos de hadas.
Disney, y los libros de imitación que generó, tiene gran parte de la responsabilidad de nuestras ideas modernas sobre los cuentos de hadas y su exclusiva adecuación para los niños pequeños. Y no todos los niños, arguye Tolkien con convicción en «Sobre los cuentos de hadas». Los niños, dice, no pueden considerarse una clase aparte de seres que comparten todos los gustos. Algunos niños, igual que algunos adultos, nacen con un apetito natural de cosas maravillosas, mientras que otros, aunque crezcan a su lado, no lo tienen. Los que nacemos con este apetito solemos comprobar que no disminuye con la edad, a menos que la sociedad nos enseñe a reprimirlo o sublimarlo. Tolkien, por supuesto, fue uno de los niños hambrientos de criaturas maravillosas y aventuras mágicas. «Yo penaba por los dragones con un profundo deseo», dice elocuentemente. Y sin embargo, advierte, los cuentos de hadas no eran lo único que le interesaba de niño. Había muchas cosas que le gustaban tanto como ellos, o incluso más: la historia, la astronomía, la botánica, la gramática y la etimología. La pasión por los cuentos de hadas se profundizó «ya en el umbral de los años mozos», se «la despertó la filología». Y, añade casi como en un aparte, «la guerra la aceleró y desarrolló del todo».
Yo penaba por los dragones con un profundo deseo. La mayoría de los lectores de Tolkien, sospecho, han sentido lo mismo alguna vez. Desde luego yo lo sentí, y sin embargo también deseaba muchas otras cosas, y la música, no los libros, desempeñó un papel mucho más importante en mis primeros años. Se despertó en mí un interés mayor por los cuentos de hadas, como en el caso de Tolkien, «ya en el umbral de los años mozos», y, como a él, «la guerra lo aceleró», de una manera peculiar. Antes de abandonar las hermosas colinas verdes de la Inglaterra de Tolkien para volver a Estados Unidos, me gustaría dedicar un momento a la contemplación de la guerra en relación a los cuentos de hadas. Tolkien no se demora en este aspecto en el texto de su conferencia Andrew Lang, y no obstante (tal como afirman los estudiosos de Tolkien), la experiencia de un mundo en guerra, del mal que amenazaba la tierra que él amaba, es lo que guía cada una de las páginas del viaje de Frodo a través de la Tierra Media. Esto —junto al elegante marco de mitología y filología en el que está construida la historia— es lo que hace que El Señor de los Anillos no sea sólo simple entretenimiento, sino verdadera literatura.
Otro gran escritor fantástico, Alan Garner[11], escribió sobre su experiencia infantil en Inglaterra durante la segunda guerra mundial, y cómo esa experiencia afecta la composición de ficción mágica. «Mi esposa —observa Garner— afirma que en la literatura infantil reciente encuentra pocas cosas a las que ella pueda llamar literatura. Se preguntó cómo era posible, después de la Edad de Oro que hubo entre finales de la década de los cincuenta y finales de la de los sesenta. Y descubrió que por lo general los escritores de esta Edad de Oro habían sido niños durante la segunda guerra mundial: una guerra que se ensañó con los civiles. La atmósfera en la que crecieron estos niños y jóvenes era la de una comunidad y una naturaleza enteras unidas contra el mal absoluto, que se manifestaba en la persona de Hitler. Veían a sus padres asustados. La muerte era una posibilidad constante. […] Por lo tanto, la vida cotidiana se vivía en un plano mítico: el Bien absoluto contra el Mal absoluto; de la necesidad de resistir, de sobrevivir a todo lo necesario, de templarse en el horno que hiciera falta. […] Los niños que nacieron escritores, y que eran adolescentes cuando se conoció toda la magnitud del horror [de los campos de concentración], fueron incapaces de obviar esas cuestiones; y en sus libros hablaron de temas profundos, aunque disfrazándolos, y llegarían a hacer literatura de verdad. La generación que siguió no tuvo ese estímulo y sus textos son, en comparación, decadentes y triviales».[12]
Aunque estoy de acuerdo en que el «horno de temple» de la guerra fue el origen de unas excelentes obras fantásticas, me gustaría indicar que se pueden hallar temas míticos en otros aspectos de la vida, incluyendo el ámbito doméstico que ha sido el dominio histórico de las mujeres. Echemos un vistazo al campo de la ficción mágica publicada durante el siglo XX, un campo que, gracias a Tolkien, creció con rapidez a partir de los años sesenta. Es posible dividir estos libros en dos tipos de historias, que están relacionadas pero son diferentes: las que tienen su origen en los temas, los símbolos y el lenguaje de los mitos, la épica y el romance, y las que lo tienen en el material más humilde del folclore y los cuentos de hadas. La primera categoría incluye relatos de dimensiones épicas llenos de emocionantes aventuras y batallas heroicas de las que depende el destino de mundos o al menos reinos enteros. La otra categoría incluye historias mucho más pequeñas, de naturaleza más personal: historias de ritos individuales de cambio y transformación personal.[13] Históricamente, la literatura épica era compuesta por hombres de clases privilegiadas y conservada por bardos, monjes, estudiosos y editores que habían recibido una gran educación. La tradición oral de los cuentos populares, en cambio, era más bien campesina y en gran parte femenina. Incluso sus defensores literarios masculinos (Basile, Straparola, Perrault y los Grimm) reconocieron que la fuente de su material eran narradoras femeninas. Lo que me interesa de esto es que la evidente predilección de Tolkien por la primera categoría fue «acelerada» por su experiencia bélica en su variante más épica: los grandes horrores de la segunda guerra mundial. Mi predilección por la segunda categoría se debe a un tipo distinto de guerra, una guerra personal, un crisol reservado al frente doméstico.
En los años sesenta, cuando los hobbits y elfos de Tolkien atravesaron el ancho Atlántico, yo era una niña de una familia norteamericana de clase trabajadora. Mi padrastro era camionero, con frecuencia estaba sin trabajo y generalmente bebía; mi madre mantenía unida a la familia trabajando en dos, tres o hasta cuatro empleos diferentes al mismo tiempo, todos de baja categoría, mal pagados, deprimentes y agotadores. Nuestra situación no era única, porque nos encontrábamos en el noreste industrial, donde las empresas siderúrgicas y las fábricas que habían alimentado a las generaciones anteriores estaban cerrando, una detrás de otra, y trasladándose al sur. Tampoco era única la violencia diaria de nuestro hogar, una violencia que rompía huesos, dejaba cicatrices y nos enviaba a los niños al hospital, donde los médicos cansados y con exceso de trabajo (en la época en que todavía no había leyes de protección de menores) nos suturaban, enyesaban y vendaban para enviarnos de nuevo a casa. No había nada notable en ello. Los niños de los vecinos también tenían ojos morados; sus padres también estaban en el paro. Que los hombres estaban enfadados era algo que todos sabíamos. Que estaban asustados era algo que sólo comprendí después. Mi padrastro no tenía nada en el mundo, sólo un hogar que podía gobernar como un rey, y la única hombría que le quedaba estaba en sus puños. Mis hermanos y yo no necesitábamos escuchar las bombas de Hitler para comprender cómo era Sauron; no necesitábamos el Tercer Reich para sentirnos indefensos como hobbits.
Y cuando tuve catorce años descubrí los libros de Tolkien. Empecé La Comunidad del Anillo en el autobús del colegio en algún momento del año, y contemplé completamente estupefacta cómo la Tierra Media se abría ante mí. La cultura, en aquel entonces, venía sobre todo de la radio y la televisión, donde «The Brady Bunch» resultaba mucho más increíble que cualquier cuento de hadas. Pero aquí, aquí, en este libro fantástico encontré realidad, y verdad, porque la nuestra era una infancia en la que el bien y el mal no eran solamente conceptos abstractos. Aquí, la batalla mortal entre los dos era una cosa tangible. La oscuridad se extendía sobre la Tierra Media, corrompiendo todo cuanto tocaba, y sin embargo el héroe perseveraba, armado con la magia más grande de todas: la lealtad de sus amigos y el coraje de un corazón noble. Leí la gran trilogía de Tolkien de un golpe, y me cambió profundamente… no, debo añadir, porque los libros me satisficieran de verdad. Lo que hicieron fue volver a despertar mi gusto por la magia, mi viejo deseo de dragones. Pero aun entonces, antes de que comprendiera qué era el feminismo exactamente, advertí que no había lugar para mí, una chica, en la misión de Frodo. Tolkien despertó un anhelo en mí… y entonces me volví a otros libros, a Mervyn Peake, E. R. Eddison, Lord Dunsany y William Morris, buscando por esos mágicos reinos un país donde yo pudiera vivir.
Unos meses después de terminar El Señor de los Anillos, descubrí Hoja de Niggle de Tolkien, un libro que contiene el texto ampliado del ensayo «Sobre los cuentos de hadas». ¿Cómo explicar, ahora, el júbilo que me hizo sentir ese pequeño libro? Para que se entienda, tal vez deba describir la escena con algo más de claridad. Imaginaos a una chica, más bien baja, bastante magullada, de salud frágil y demasiado callada. Por las noches, en aquella época en concreto, cuando era problemático ir a casa, solía dormir en un refugio secreto que había hecho (que nadie conocía excepto un bedel comprensivo) en un rincón oculto del almacén de utilería que había detrás del escenario del auditorium del instituto. El terror y el agotamiento nunca han sido buenos educadores, así que fue con un gran esfuerzo como avancé por la prosa de Tolkien, con las facultades críticas llevadas al límite por este estudioso de Oxford. No lo comprendí todo, entonces. Pero supe, de alguna manera, que aquel ensayo era para mí. «Fue en los cuentos de hadas —me dijo Tolkien—, donde adiviné por primera vez el poder de las palabras y la maravilla de las cosas como la piedra y la madera y el hierro; el árbol y la hierba; la casa y el fuego; el pan y el vino». Sí, sí, sí, murmuré emocionada, porque yo también había sentido eso. Y esto: «Yo penaba por los dragones con un profundo deseo. Claro que yo, con mi tímido cuerpo, no deseaba tenerlos en la vecindad […] Pero el mundo que incluía en sí hasta la fantasía de Fafnir era más rico y bello, cualquiera que fuese el precio del peligro». Y especialmente esto: «… una de las enseñanzas de los cuentos de hadas (si puede hablarse de enseñanza en las cosas que no la imparten) es que a la juventud inexperta, abúlica y engreída, el peligro, el dolor y el aleteo de la muerte suelen proporcionarle dignidad y hasta en ciertos casos sentido común».
Lo que saqué de este ensayo, con la misma imperfección con la que lo comprendí entonces, era que antaño los cuentos de hadas habían sido mucho más que dibujos de Disney. Así que volví al libro de cuentos que había sido mi favorito cuando era pequeña: The Golden Book of Fairy Tales, traducido del francés por Marie Ponsot, con las exquisitas y deliciosas ilustraciones de Adrienne Segur. Y fue allí donde encontré al fin la tierra por la que podía vagar, el agua que apagaría mi sed y la comida que calmaría mi dolor de vientre. Porque había tenido mucha suerte de niña: ésta no era una colección expurgada. Los cuentos, en su mayor parte provenientes de Rusia y Francia, habían sido abreviados para jóvenes lectores, pero no simplificados. Tolkien no había disfrutado nunca con los cuentos franceses de D’Aulnoy y Perrault, pero en su imaginería rococó hallé exactamente lo que había estado buscando: historias íntimas que hablaban, con una lengua codificada, de transformaciones personales. Eran relatos de niños abandonados en el bosque; de hijas envenenadas por su madre; de hijos obligados a traicionar a sus hermanos o hermanas; de hombres y mujeres muertos por los lobos, o prisioneros en torres sin ventanas. Leí la historia de la chica que no podía hablar si no quería hacer daño a sus hermanos-cisnes; leí, con el corazón palpitante, la historia de Piel de Asno, con quien quería acostarse su propio padre. Los relatos que más me afectaron eran variaciones sobre un tema arquetípico: una persona joven con graves problemas parte, sola, atravesando los bosques profundos y oscuros, armada sólo con su inteligencia, clarividencia, resolución, coraje y compasión. Estas virtudes son las que nos hacen identificar a los héroes; éstas son las herramientas con las que se abren camino. Sin ellas, ninguna magia puede salvarlos. Están a merced del lobo y la bruja malvada.
Un año después, mi vida experimentó la inevitable crisis de un cuento de hadas clásico. Pedí un vestido del color de la luna, del color del sol, del color del cielo, pero nada de lo que hacía mantenía el mal a raya, así que escapé. Viví en las calles de una ciudad distante, guardando mis pertenencias en un pequeño saco: dos pantalones tejanos, dos camisas de franela, un saco de dormir sucio y The Golden Book of Fairy Tales. Como Frodo Bolsón, descubrí que tenía el don de hacer amigos de verdad; y como los héroes de los cuentos de hadas, al atravesar el bosque aprendí que ninguna amabilidad, por pequeña que sea, queda sin recompensa. Aprendí a distinguir un amigo de un enemigo y encontré personas que me ayudaron en el camino, guías animales y hadas vestidas con los disfraces más inverosímiles.
Un año después, gracias a una magia tan poderosa como cualquier anillo encantado, encontré abrigo en una pequeña facultad del medio oeste. Fue allí donde descubrí el legado que nos había dejado J.R.R. Tolkien: un nuevo género editorial llamado literatura fantástica que tenía sus raíces en la mitología y la magia. Fue muy importante para mí que algunos de esos libros estuvieran escritos por mujeres: Ursula K. Le Guin, Patricia A. McKillip, Joy Chant, Susan Cooper, C. L. Moore y muchas otras, estelas resplandecientes que me indicaban el camino hacia las tierras donde deseaba construir mi hogar. Estudié literatura, folclore y trabajos de mujeres, y satisfice el hambre con las obras especializadas de Katherine Briggs, la ficción de Sylvia Townsend Warner y Angela Carter, la poesía de los cuentos de hadas de Anne Sexton, los dibujos de cuentos de hadas de Jessie M. King… Todo lo cual demostraba que Tolkien había tenido razón: los cuentos de hadas podían elevarse a la categoría de arte. Y que incluso yo, una muchacha de clase trabajadora, podía poner algo en el caldero de la historia.
La facultad, para mí, fue salir del oscuro bosque y llegar a un lugar más luminoso, a las tierras fértiles donde es posible decir vivieron felices y comieron perdices. Esto no significa, naturalmente, que sea una vida libre de dificultades o retos, sino que es una vida con las cualidades que Tolkien exigía del final de un cuento de hadas: el consuelo y la alegría de lo que él llamaba «una gracia milagrosa». Por mucho cariño que tenga a esta tierra luminosa, en ocasiones regreso al bosque, de nuevo a la oscuridad, de nuevo al había una vez de la historia interminable. Ahora, no obstante, mi papel es diferente. Ya no soy el héroe que lucha por salir de allí; soy la que espera al lado del camino, disfrazada y dispuesta a iluminar la senda de los que vienen detrás.
Dondequiera que me encuentre en ese camino, normalmente Tolkien ha estado antes allí. Si alguna vez me lo encuentro frente a frente en ese bosque, le daré la mano.