UN OBSTÁCULO Y UNA BÚSQUEDA
ROBIN HOBB
Soy incapaz de escribir un ensayo especializado sobre Tolkien. No soy una estudiosa. Tampoco soy capaz de hacer un análisis elaborado de cómo El Señor de los Anillos cambió no sólo la literatura fantástica sino también la de mi generación y la de las generaciones venideras. No es que me afecte demasiado de cerca, es que estoy en el centro de la explosión. Soy un producto de ese impacto. Como el piloto de un cohete, desconozco los mecanismos de su lanzamiento o el propósito de su diseño. Lo único que sé es que me llevó a donde pude ver las estrellas y nada ha vuelto a ser lo mismo.
¿1965? Creo que es correcto. Es extraño que no pueda fecharlo con más precisión. Mi familia vivía en una casa de madera en una zona rural en las afueras de Fairbanks, Alaska. Así que tenía unos trece años.
En el patio que había delante de nuestra casa de madera, montada sobre unos pilotes de unos cuatro metros de alto, había una pequeña cabaña de troncos. En la oscuridad y el frío del invierno de Alaska, en los años buenos se utilizaba para guardar carne. Los cuartos congelados de alce o caribú descansaban apoyados en las paredes. No se quitaba la piel de las repugnantes piezas para que la carne no se secara. También teníamos un congelador eléctrico en el porche trasero, pero el almacén nos servía para guardar lo que habíamos cazado hasta que pudiéramos cortarlo en trozos manejables, envolverlos en papel blanco y guardarlos en el congelador (que con frecuencia, en el frío de Fairbanks, se pasaba apagado la mayor parte del invierno).
Cuando se acababa el frío, la cabaña tenía una utilidad completamente distinta. Era mía. Una casa con siete niños, sin mencionar a los amigos que pasaban por allí, no me permitía tener un espacio privado. Los dormitorios y la sala de estar debían compartirse. Pero, salvo a mí, a nadie le interesaba la cabaña; entonces, subía sacos de dormir y almohadas y, al menos durante el verano, podía tener mi propia habitación. Conmigo iban mis libros. Montones de libros. Fuera de la vista de mis padres y hermanos, podía esconderme de las tareas domésticas y del mundo en general, y leer. Una de las conocidas ventajas del sol de medianoche es que en verano no hace falta encender una linterna para leer por la noche. Con una gran cantidad de repelente para insectos Off y un viejo saco de dormir del ejército, la velada estaba completa.
Ése fue el escenario no sólo de mi primera lectura de El Señor de los Anillos, sino de muchas otras que le siguieron. Las sensaciones relacionadas con esos libros que recuerdo son la superficie desigual de los troncos de álamo de Virginia bajo mi espalda y unos pequeños fragmentos de cielo azul entre los apretados maderos del techo de la cabaña.
Empecé con la edición de bolsillo de Houghton Mifflin de cubierta rosa de El Hobbit, que había encontrado en la estantería de una tienda. Luego compré el timo que Ace perpetró con El Señor de los Anillos. Cuando descubrí que las personas que al menos respetaban a los autores vivos no hubieran comprado las ediciones de Ace, ahorré rigurosamente y me compré los cuatro libros en la edición de tapa dura de Houghton Mifflin. Me costaron la enorme cantidad de 5,95 dólares cada uno. Me llevó tanto tiempo adquirir todos los libros que las encuadernaciones son diferentes.
El Hobbit tenía, por supuesto, un dibujo del propio Tolkien en la portada. Dos tenían las tapas de Walter Lorraine y en el tercero aparecía el dibujo más sombrío de Robert Quackenbush. Pero las tapas no me importaban demasiado. Era su interior lo que necesitaba poseer. Todavía guardo las mismas ediciones en tapa dura en el despacho. Las sobrecubiertas están gastadas y raídas. Sin embargo, cuando los abro en una página cualquiera, las palabras conservan aún el poder de atraparme y, en última instancia, llevarme a casa.
He perdido la cuenta de las veces que los he releído a lo largo de los años. Tampoco me acuerdo del número de ejemplares de El Señor de los Anillos que he comprado en todo este tiempo. Fueron regalos para amigos, jóvenes y viejos; y mis hijos se han llevado algunos a la universidad. La última vez que regresé a El Hobbit fue hace menos de un mes, cuando se lo leí a mi hija pequeña. Soy capaz de recitar el párrafo inicial de memoria, aunque nunca lo he memorizado deliberadamente. Frases e imágenes sensoriales de los libros aparecen en mi mente en momentos extraños: «adelfas dejando caer las semillas como pelusas al viento», manzanas de invierno que estaban «ajadas pero sanas», o el olor a setas recién cogidas que sale de una cesta tapada.
Supongo que para los lectores que han crecido en una época en la que El Hobbit y El Señor de los Anillos se consideran clásicos es difícil comprender el gran impacto que tuvieron en lectores de entonces como me ocurrió a mí misma. Simplemente, nunca había leído nada así. Era una lectora omnívora, saturada de libros de cuentos de hadas, clásicos, mitología, misterio y aventuras. Antes de descubrir a Tolkien, devoraba ciencia ficción y mala literatura a un ritmo de drogadicto, por lo menos un libro al día. No es que no hubiera buen material. Lo había. Había descubierto a Heinlein, Bradbury, Simak, Sturgeon y Leiber. Todos esos encuentros me marcaron. Pero ningún escritor me había cautivado como lo hizo Tolkien.
Su magia me envolvió y se apoderó de mí, y cuando salí era una criatura diferente. Incluso ahora, mientras miro sentada la pantalla del ordenador intentando analizar el porqué, me veo incapaz de explicarlo. Tal vez fuera la edad que tenía entonces, o el momento de la evolución de mis gustos literarios. Tal vez fuera simplemente la yuxtaposición de la Tierra Media de Tolkien y los inquietos años sesenta. Pero tal vez la magia no deba ofrecer explicación alguna de su funcionamiento. Tal vez sencillamente sea así.
Sin embargo, creo que puedo analizarlo un poco. Cuando terminé El Señor de los Anillos tuve tres sensaciones diferentes. Una fue el simple e increíble vacío de: «Se ha acabado. No hay más para leer». La segunda fue: «Nunca leí nada parecido. Jamás volveré a encontrar nada tan bueno». La tercera fue quizá la más alarmante: «En mi vida escribiré nada tan bueno como esto. Él lo ha hecho; él lo ha conseguido. ¿Tiene sentido intentarlo?».
Empecemos con la tercera sensación: ya entonces sabía que iba a ser escritora. Llevaba escribiendo desde el primer curso y empecé a inventar cuentos casi en cuanto supe construir frases. Cuando terminé el instituto ardía en mí la obsesión de escribir algún día libros asombrosos. Descubrir que alguien ya había escrito el libro más asombroso que podía existir ponía el listón a una altura casi imposible para mí.
Subir el listón fue lo más maravilloso que cualquiera podría haber hecho por una joven escritora ambiciosa.
La fantasía que había leído hasta entonces no se tomaba en serio. Antes de que alguien me envíe una lista de cien libros serios de literatura fantástica existentes antes de que Tolkien empezara a escribir, dejadme admitir que acepto toda la responsabilidad por mi ignorancia. Estoy segura de que había libros de literatura fantástica importantes, y es probable que algunos hubieran llegado a Fairbanks, Alaska. Sólo estoy diciendo que yo no los había encontrado. Hasta que llegó El Señor de los Anillos.
Sin lugar a dudas gran parte de la fantasía que había leído antes de Tolkien estaba escrita «para niños». Algunos libros tenían un humor con segundas, lleno de guiños para «los más creciditos», que a algunos adultos les parecen divertidos y que los niños encuentran irritantes. (Bueno, si creéis que somos tan estúpidos, ¿por qué escribís para nosotros?). Algunos estaban escritos con el tipo de humor que se convierte en una barrera para el lector que se toma en serio el personaje o la historia. ¿Cómo puede uno preocuparse por el héroe si probablemente volverá a caerse de culo en la página siguiente? ¿Por qué identificarse con un personaje al que el escritor no ha dado contenido emotivo?
Muchas de las cosas que leí eran historias de espadas y brujería, con aventuras entretenidas; divertido, pero escrito con una elegante indiferencia por la inmoralidad del robo o el asesinato mercenario. No parecía haber relaciones serias y a largo plazo entre los personajes. Normalmente el final feliz consistía en que el personaje conseguía salir ileso y sin mácula. Algunos libros de fantasía que había leído estaban escritos en el formato simplista de «Había una vez» en el que el Príncipe, el Gigante y la Montaña de Cristal iban en mayúsculas, sólo para garantizar que el lector supiera que se encontraba inmerso en un clásico cuento de hadas. Ni siquiera El Hobbit, por mucho que me gustara, estaba desprovisto de cierta actitud de superioridad hacia sus personajes.
Sin embargo, en El Hobbit descubrí elementos que nunca habían brillado con tanta fuerza ante mí. El escenario estaba completamente desarrollado. Un verdadero escenario es mucho más que unos pasajes descriptivos sobre hayas en invierno o aldeas pintorescas. El escenario de Tolkien invocaba un tiempo y un lugar que me resultaban tan familiares como el hogar, pero desplegaban las maravillas y los peligros de todo lo que siempre había sospechado que se ocultaba detrás de la siguiente colina. Aquí, también, había personajes que parecían completamente reales, el pomposo Thorin y el competente Balin, y Gandalf el mago, sutil y rápido para la ira. Los encontré y, a medida que avanzaba en el libro, iba conociéndolos. Tolkien me permitió quererlos, sin el temor de descubrir en la página siguiente una cartulina hueca o una contorsión argumental para hacer un chiste. El argumento tampoco era lineal, aunque la «Historia de una ida y una vuelta» del título pareciera sugerirlo. Se extendía en extrañas direcciones, empleando magias más antiguas con la tranquila seguridad de que el lector sabría que siempre habían existido y siempre sería así. Los anillos mágicos y el Bosque Negro no podían encajarse en la cubierta del libro. Iban más allá de los límites de la página, y Tolkien no se disculpaba por ello. Como los mapas de los libros de tapa dura, su palabra iba más allá de lo que podía abarcar una simple cubierta.
Pero lo más estimulante fue que este autor escribiera sobre cosas que importaban y que no tuviera escrúpulos en decirlo. Si se acepta lo que alguien ha robado, ¿puede llegar a ser verdaderamente de uno alguna vez? ¿Qué es lo más importante, ser leal a los amigos o evitar un derramamiento de sangre? Había momentos de verdadero coraje, y en los que hacer lo correcto era más importante que hacer lo glorioso. Bilbo era un personaje simple, honesto y de buen corazón, pero complejo en el sentido de que tenía que tomar decisiones en las que la posibilidad de «vivir felices y comer perdices» estaba más allá del beneficio o la seguridad personal.
El final no era el que había esperado. ¿Acaso no había merecido Bilbo ser el gran héroe, el matador del dragón? ¡Y los enanos! Esperaba que Thorin acabara siendo Rey Bajo la Montaña, con el oro del dragón y todos sus compañeros ilesos. ¿Qué había sido del requisito de Vivieron Felices y Comieron Perdices, en el cual cuando todo termina las cosas son exactamente como al principio de la historia, sólo que mejores?
Evidentemente, este escritor, que me había atrapado empezando con un «había una vez», tenía algo.
Empecé La Comunidad del Anillo con la impresión de que ya sabía lo que se podía esperar de Tolkien. Me equivocaba. Casi enseguida, me vi arrastrada de los preparativos ordinarios de la fiesta de cumpleaños a la oscuridad y la intriga de la antigua magia. Un cambio sutil tanto en el lenguaje como en el tono me advirtieron de que había dejado atrás la zona de los «cuentos de hadas» para adentrarme en las tinieblas y la emoción de la magia arcana. Cosas que creía resueltas en El Hobbit resultaban ser apenas la punta del iceberg. Incluso los personajes que creía conocer, de repente cobraban mayor profundidad.
Gandalf era algo más que un mago irascible; era una fuerza que operaba en el mundo, un poder que había que tener en cuenta. La indecisión de Bilbo sobre el Anillo me perturbó. Si Tolkien no me hubiera convencido para que apreciara profundamente ese personaje, el dilema no habría presagiado tanto las cosas por venir.
Tolkien me había advertido que el camino podía arrastrarme a lugares no sólo desconocidos, sino inimaginables. Sus palabras se apoderaron de mí y, a lo largo de tres tomos y seis libros, fui toda suya. Yo ya había leído libros largos antes. Ya había leído series de libros sobre los mismos personajes. Pero (y esto puede parecer inconcebible a los lectores de fantasía actuales) era mi primer encuentro con una trilogía, una única historia contada en tres volúmenes. Hasta entonces nunca había leído una obra que ocupara tantas páginas. El impacto fue mucho más grande que: «Guau, esta historia es muy larga». Según mi modo de pensar, la historia y la experiencia que tuve de ella eran demasiado breves. Tolkien había utilizado la cantidad de páginas y de palabras —ni una más, ni una menos— necesarias para crear este mundo. Yo había experimentado la profundidad que podía tener la fantasía. En comparación, en los años siguientes, otros libros de literatura fantástica, por muy profundos que fueran, me parecerían superficiales. Anhelaría la riqueza de la prosa que se tomaba su tiempo para contar la historia; no se había buscado la mayor eficiencia posible sino la complejidad que la historia se merecía.
Así que ése era el guante que me habían arrojado como escritora en potencia. ¿Podía hacer yo lo que había hecho él? ¿Podía yo crear una historia fantástica con un argumento emocionante y complejo, un escenario brillante y unos personajes que se salían de las páginas para meterse en el corazón del lector? El listón estaba alto.
Y sabiendo instintivamente que el listón estaba alto, mis primeras dos sensaciones fueron de lo más desalentadoras. Había terminado de leer El Señor de los Anillos y no quedaba nada más por devorar. Y me temía que no iba a volver a encontrar algo que me satisficiera de aquella manera.
Una pequeña digresión: no fui la única que reaccionó de esa manera. El comentario más habitual que he oído de los lectores de mi generación que también quedaron anonadados ante El Señor de los Anillos de Tolkien es que nunca habían leído nada igual, y que inmediatamente se pusieron a buscar más libros como ése. Algunos incluso intentaron enseguida escribir libros «exactamente iguales» con la esperanza de satisfacer el hambre de más. Así, en cierto sentido, Tolkien envió a toda una generación a una búsqueda. Estábamos condenados a fracasar, evidentemente. No había, y no hay, nada que sea «exactamente igual que» El Señor de los Anillos. Pero como yo no lo sabía, yo y otros como yo emprendimos la búsqueda con entusiasmo. Al igual que muchas búsquedas que persiguen lo magníficamente esquivo, la significación última no era que yo encontrara mi grial, sino que emprendiera el viaje, la entusiasta búsqueda.
Por supuesto, leí las obras «menores» de Tolkien: Egidio, el granjero de Ham y The Adventures of Tom Bombadil, Árbol y hoja y El herrero de Wootton Mayor. Investigué las obras en las que Tolkien admitió haberse inspirado: Sir Gawain y el Caballero Verde, las sagas islandesas. De repente me encontré excavando en nuevas secciones enteras de la biblioteca pública. Había sido una lectora voraz e indiscriminada toda la vida. Los profesores de inglés habían intentado en vano inculcarme algo de estima por la «literatura». Las listas de lecturas obligatorias y las reseñas de libros no lo habían conseguido. Pero de golpe, J.R.R. Tolkien me la había inyectado directamente en el corazón. Creo que al dar un paso atrás, saltarme la última generación de la literatura estadounidense, saltarme incluso lo que me habían presentado como literatura inglesa, llegué de repente a un lugar en el que conectaba con el Relato mismo. Despojándome de los escenarios y los recursos literarios que habían llegado a ser demasiado familiares para mí, de pronto hallé la huella de la pura esencia que había alimentado la obra de Tolkien.
He mencionado antes que creo que leí a Tolkien justo en el momento adecuado de mi vida. Antes de ese momento me habría conmovido, pero no tanto. No habría estado preparada para escucharlo. Es posible que más tarde hubiera estado demasiado hastiada y desafecta para que los relatos me llegaran al corazón. Pero Tolkien hizo sonar una fibra en mi interior y me hizo emprender la búsqueda. Me llevé sus relatos al instituto, cuatro años difíciles para mí durante los cuales fueron tanto mi armadura como mi refugio.
Empecé a conocer a otros lectores de Tolkien que también habían adoptado los libros. Recuerdo un té que hicimos un 22 de septiembre en honor del cumpleaños de Bilbo. La escuela, algo confundida, nos permitió utilizar la enfermería, porque no había ningún otro sitio libre para nosotros. (¡No iban a dejar que lleváramos té a la biblioteca!). Asistimos otros dos aficionados de Tolkien, el bibliotecario de la escuela y yo. Era un grupo de gente que creía compartir el haber descubierto la mejor de las literaturas. Yo no conocía bien a ninguno de los otros asistentes, y sin embargo fue muy fácil sentir que había un fuerte vínculo entre nosotros.
En la universidad topé con un fenómeno diferente. Me fui a estudiar «fuera», a la Universidad de Denver, «al sur del paralelo cuarenta y ocho». El shock cultural fue bastante duro para la muchacha de Alaska que yo era entonces. El smog hizo que se me cayeran las pestañas. El menú del comedor, que carecía de alce o caribú, me dejó anémica. Pero lo más chocante de todo eran esas personas que parecían creer que Tolkien y El Señor de los Anillos les pertenecían. Estúpidos mortales. Yo sabía que era mío, todo mío, de un modo que ellos ni siquiera podrían comprender. Había una chica que insistía en que sus amigos la llamaran Galadriel, y un joven bajo que intentó convencerse a sí mismo y a los demás de que probablemente tuviera sangre hobbit; ambos me horrorizaban. ¿Estaban locos? Aquello era un sacrilegio literario.
No se podía entrar en el mundo de Tolkien de esa manera, manchando la gloria que en él había e intentando apoderarse de ella. La única manera posible de entrar era como lector, como un invitado honorable. Había que sentir las palabras como un Relato, no ponérselas como un disfraz de Halloween de la talla inadecuada. Todavía, después de todos estos años, siento la profundidad de aquella ofensa. No era, me decía, lo mismo que cuando yo firmaba notas para mí misma como Sméagol. Aun cuando los amigos que mejor me conocían me llamaban a veces por ese nombre, yo sabía que no era Sméagol. Sméagol era solamente una de las claves, un personaje que abría la historia para mí. Nunca se me hubiera ocurrido disfrazarme de Sméagol o afirmar públicamente que de verdad yo era Sméagol.
Resulta extraño pensar que, en ciertos aspectos, mi amor por El Señor de los Anillos de Tolkien se convirtió en una barrera. No podía hablar de Tolkien con esa gente, del mismo modo que no podía comentar su obra con esos estúpidos ignorantes que insistían en que todo era simbolismo, que Frodo era Cristo sacrificado por Bilbo, el Padre. No quería distraerme por esas ideas ridículas. Sabía que no debía perder mi punto de vista. El Señor de los Anillos era El Señor de los Anillos, no un esquema para mi vida ni una religión alternativa.
Tenía que entenderlo como Relato.
A lo largo de todos estos años y durante mi experiencia universitaria, mi búsqueda prosiguió. Como un buscador de oro, siguiendo a contracorriente ese rastro elusivo de «color», cribé mis lecturas en pos de fragmentos y pepitas del elemento puro, persiguiendo la veta madre del Relato. No sé cuándo ocurrió, pero al cabo de un tiempo el objeto de mi búsqueda cambió y dejó de ser encontrar algo «exactamente igual a» Tolkien, sino beber de las fuentes de las que había surgido su mágica obra.
Es una búsqueda que todavía hoy no ha concluido para mí. En los treinta años aproximadamente que dura, he ido descubriendo poco a poco que los fragmentos del Relato que estoy buscando no están necesariamente enterrados en la literatura del pasado remoto, ni siquiera en las estanterías de las bibliotecas. Ahora, gracias a las minuciosas «plantillas» que he reunido con gran esfuerzo, soy capaz de distinguir esos elementos en muchos lugares dispares. He recogido piezas de los antiguos cuentos de hadas que tanto he apreciado siempre, y he oído el claro sonido del Relato en las historias exageradas de los bares de marineros.
Más emocionante es empezar un nuevo libro de uno de mis contemporáneos y descubrir que alguna otra persona no sólo ha conseguido beber de la fuente del Relato perfecto, sino que además la ha desplegado con los tres fundamentos imprescindibles: un argumento sólido, un escenario detallado y unos personajes genuinos. Casi sin excepción, descubro que me he encontrado a alguien que, como yo, se embarcó en una búsqueda después de leer a Tolkien. La búsqueda ha dado fruto para mí, no en el sentido de que hallara algo «exactamente igual» a Tolkien, sino en que sus obras fueron una piedra de toque que me ayudó a distinguir el Verdadero Relato de la Verborrea de Siempre.
En los largos años transcurridos desde que me ocultara en un almacén de carne para viajar por la Tierra Media por primera vez, he oído muchas críticas a Tolkien. Que no tiene «personajes femeninos fuertes», que el libro es demasiado lento, que no nos habla lo suficiente de lo que sienten y piensan los personajes quizá sean las quejas más comunes. Algunas me parecen, y lo digo en serio, las típicas críticas de quienes quieren que los escritores de épocas y lugares distintos coincidan milagrosamente con lo que ahora se considera políticamente correcto. Algunas me parecen las quejas de los lectores que desean que todos los autores escriban con lo que consideramos un «estilo simple, moderno». Todavía me sorprende la gente que me dice que no pudo pasar del tercer capítulo, o que se aburrió, o que fue incapaz de hallar un personaje con quien identificarse. A veces me quedo preguntándome si habremos leído el mismo libro. Pero tal vez al final todo se reduzca a haber descubierto su magia en el lugar y el momento adecuados de la vida. Si es así, lo único que puedo decir es que me alegro de haber experimentado esa milagrosa coincidencia de momento y situación.
Tolkien me ha marcado. Aun después de todos estos años, el listón que me puso para escribir sigue igual de alto. Todavía estoy intentando superarlo con la misma naturalidad y limpieza que lo hizo él. Todavía acabo haciéndome daño en las espinillas, pero las ganas de intentarlo no ha disminuido. De igual modo, sigo buscando el Relato, aunque ya he aceptado el hecho de que nunca encontraré nada que sea «exactamente igual que» El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien. La única manera de satisfacer esa hambre es abrir los manoseados libros una vez más y entrar de nuevo en un mundo que tal vez los años hayan hecho más familiar, pero no menos maravilloso.
Y mientras me pregunto si he dicho todo lo que quiero decir aquí, se da la coincidencia perfecta. Es uno de esos acontecimientos deus ex machina que desechan los buenos editores y que la vida no deja de poner en nuestro camino. Una serie de golpes enérgicos en la puerta de abajo interrumpe mi tranquila mañana con el ordenador y la taza de café. No hay rastro de enanos o magos con varas haciendo muescas en mi puerta, sólo el cartero que solícitamente ha dejado un paquete a la distancia justa del umbral para que tenga que salir descalza al porche helado a recogerlo.
No vacilo. Grabado en un costado se lee: «título: J.R.R. Tolkien». Viene del otro lado del mar. Lo recojo y me lo llevo al despacho antes de abrirlo. Los tesoros largo tiempo esperados salen a la luz. La edición de HarperCollins con ilustraciones de Alan Lee; El Hobbit y una preciosa edición de El Señor de los Anillos en un solo volumen con estuche. Rasgo el envoltorio con la uña del pulgar y saco los libros para sopesarlos. Abro uno y compruebo la robustez de la encuadernación. Ah. Un buen tamaño de letra. Me acerco y aspiro el delicioso aroma a libro nuevo. Bueno, éstos deberían durarme otros treinta años. ¿Qué más? Una edición de bolsillo de Egidio, el granjero de Ham, adornada exactamente como debe ser con los dibujos de Pauline Bayne. Y en el fondo una edición en un estuche de El Hobbit, en un tamaño muy manejable, incluyendo postales con dibujos de Tolkien y un mapa desplegable con imágenes de John Howe. También incluye un CD de Tolkien leyendo fragmentos de su obra, que podría complementar mi bien conservado LP en el que lee élfico. Creo que quería regalárselo a alguien para Navidad, pero ahora mismo no recuerdo a quién, y el CD ya está sonando. La voz sonora y familiar llena mi despacho y de repente veo a Gollum mirando «con los pálidos ojos como farolas» mientras hace avanzar su pequeña barca remando con las manos en el lago subterráneo. Demasiado tarde. Es mío, mi tesoro, y dudo que alguna vez vaya a estar envuelto en papel de regalo y debajo de un árbol de Navidad.
Abro la manejable y pequeña edición de El Hobbit y la ojeo. Hum. Han añadido el primer capítulo de La Comunidad del Anillo al final, como anticipo. No estoy segura de que me parezca bien. Pero allí, en la última página del libro, como una bendición, hay una promesa para mí. Gandalf me dice: «¡Adiós, ahora! ¡Cuídate! Búscame sobre todo en los momentos difíciles».
Claro que sí. Creo que siempre lo haré.