EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO
MICHAEL SWANWICK
No hace tantos años, cuando el mundo era joven y todas las cosas eran tan perfectas como podían serlo, mi hijo de nueve años, Sean, me pidió que le leyera El Señor de los Anillos. A su amigo John Grant, parece, se lo habían leído entero, y como John tenía sólo ocho años, Sean padecía una importante pérdida de prestigio. Muy bien, dije, empezaremos a la hora de acostarse. Y así, durante una larga y mágica serie de noches, viajé junto con mi hijo a través del gran mundo en tres tomos de la Tierra Media.
No fue mi primer viaje a esa tierra.
Un cuarto de siglo antes, en mi época de instituto, mi hermana Patricia envió desde la escuela de enfermería una caja de libros de bolsillo (todavía puedo verla, recién abierta y llena de promesas) que ella ya había leído y no quería conservar. Entre ellos estaba La Comunidad del Anillo. Un día, al caer la tarde, después de terminar los deberes, lo tomé con la intención de leer un capítulo o dos antes de dormir. Me quedé en vela toda la noche. No fue fácil, pero saltándome el desayuno por la mañana y leyendo mientras iba al colegio conseguí terminar la última página justo cuando sonaba el timbre que marcaba el inicio de mi primera clase.
¡Oh, cómo me impactó y sorprendió ese libro! Me hizo sonar como una campana. Aún hoy, que tengo el triple de edad, puedo retener el aliento y oír los débiles ecos de aquella larga, eterna noche. Aquella lectura me convirtió en escritor, aunque me llevó un tiempo interminable aprender ese arte. Me demostró qué podía hacer y qué podía ser la literatura.
Décadas después, escribí un cuento en homenaje a Tolkien, llamado «La historia del niño huido». Es la historia de un joven tabernero que se marcha con una tropa de elfos y deja atrás su hogar y todo cuanto conoce y ama. Paga un precio muy alto por el viaje, pero se va por amor a la belleza, la gracia y la rareza de los elfos, hacia un futuro del que sólo sabe que es incapaz de imaginarlo. Era un relato honesto, o eso espero. Pero también tenía un componente autobiográfico. Will Taverner fue lo más parecido que he escrito nunca a un autorretrato. Su historia no es tan diferente de la mía. Hace mucho tiempo, me fui con los elfos y no regresé jamás.
Releí El Señor de los Anillos con cierto temor. Ese libro me había formado y modelado. ¿Qué sucedería si resultaba ser sólo una obra menor, apenas la primera del interminable flujo de trilogías de literatura fantástica que desde entonces han inundado las estanterías de las librerías? ¿Qué pasaría si mi vida no hubiese sido más que la representación de un entusiasmo infantil?
Todo esto lo conté durante una mesa redonda sobre la literatura fantástica en no recuerdo qué seminario. El público estaba lleno de rostros de mi edad, con los cabellos empezando a encanecer, los cuerpos tal vez un poco más gruesos de lo que habían sido. Muchos parecían aprensivos. Ellos también habían tenido miedo de regresar a la Tierra Media. Y cuando les conté mi descubrimiento, que seguía siendo una obra importante y que un adulto podía recuperarla sin peligro, advertí que esos rostros empezaban a iluminarse con sonrisas de gratitud y alivio.
Pero el libro que Sean escuchó no era el mismo que yo le había leído.
Lo que él escuchó fue el mismo libro que yo había descubierto aquella noche insomne en la tierra de Hace Mucho Tiempo, Allá Muy Lejos, la mejor historia de aventuras jamás escrita. Como adulto, no obstante, yo descubrí que durante mi larga ausencia se había transformado en algo completamente distinto. Ahora era el libro más triste del mundo.
Es una historia en la que todos están en proceso de perder todo lo que más quieren. Los elfos, que simbolizan la magia, están abandonando la Tierra Media. Galadriel lamenta el marchitamiento de Lothlórien. Bárbol revela que los ents están perdiendo la conciencia y se están volviendo arbóreos. Las cosas antiguas —todas ellas— están desapareciendo. Se talan los árboles y se contaminan los ríos. Se ha inventado la pólvora. La industrialización está en camino. Derrotar al Señor Oscuro y matar a sus ejércitos no cambiará nada de eso.
Tolkien se burlaba con razón de quienes intentaban hallar lecturas alegóricas en su obra. Pero la ausencia de alegoría no significa falta de relevancia. El crítico Hugh Kenner da el convincente ejemplo de que Esperando a Godot empezó siendo una historia de dos combatientes de la resistencia francesa que, disfrazados de vagabundos, emprenden un peligroso viaje por las zonas rurales ocupadas y se encuentran con que su contacto se retrasa. Asustados, en grave peligro e ignorantes de la importancia de su misión, sólo pueden esperar y discutir. Si esta teoría es cierta, entonces Beckett eliminó sistemáticamente todos los significantes específicos de la obra e hizo del de sus dos héroes un caso universal. Recuperar los orígenes literarios de la historia sólo la empequeñecería.
De igual modo, identificar a Sauron con Hitler y el Anillo con la bomba atómica es reducir una obra significativa a la trivialidad. Es cierto que Tolkien luchó en la primera guerra mundial y escribió gran parte de su obra maestra durante los momentos más oscuros de la segunda. Para entonces la Inglaterra de su juventud había desaparecido en gran medida. Al igual que la mayor parte de su generación, él lamentaba su desaparición. Su descripción de los terribles acontecimientos está basada en lo que él conocía demasiado bien: Hitler, Mussolini, Stalin, la bomba, el genocidio, las armas químicas, la homogeneización cultural, el Estado Corporativo, la despersonalización, la contaminación, el control mental, la Gran Mentira… todos los males de su época están implícitos en su obra.
Por experiencia, Tolkien sabía que sólo hay dos posibles respuestas al fin de una edad. Podemos intentar resistir, o podemos rendirnos. Quienes intentan aferrarse al poder para evitar el cambio se ven corrompidos por la desesperación (destacan Saruman, Théoden y Denethor, pero hay otros). Quienes están dispuestos a pagar por todo cuanto tienen, a sufrir y a hacer sacrificios, a afanarse desinteresadamente y con honor, y luego a entregar su autoridad a lo que quede, en última instancia obtienen la satisfacción de saber que el mundo tiene un futuro que vale la pena dejar a sus hijos. Pero en el que ya no hay lugar para ellos. No obstante —y eso es lo que más me conmovió— la visión de Tolkien de los horrores combinados del siglo XX terminó con esperanza y perdón.
Éste es un libro lleno de tristeza y sabiduría. Me conmovió de un modo que mi hijo no podía comprender.
Uno se hace viejo, se vuelve más cauto. Cuando yo era muchacho y vivía en Vermont, me pasé un verano pescando casi todos los días en el río Winooski. A mis padres no les dije que mi lugar preferido era un remanso que había justo debajo de la presa hidroeléctrica, al principio de un tramo del río con unos barrancos altos y abruptos a ambos lados que todos llamábamos la Garganta. El río pasaba muy revuelto por la Garganta, y cada pocos años un adolescente moría al caer por los barrancos. Y claro, tampoco les dije a mis padres que el camino que llevaba al remanso atravesaba la vieja central eléctrica, y que había que subir por los restos rotos y oxidados de las escaleras metálicas y tomar carrerilla para saltar un agujero en el que, si me hubiera caído, seguramente me habría roto unos cuantos huesos. Por todo eso, aquellos largos días de verano que pasé con mi mejor amigo, Steve, pescando, hablando, jugando a cartas y leyendo montones de cómics que nos prestábamos fueron una de las mejores épocas de mi vida. No cambiaría su recuerdo por nada.
Sin embargo, me estremezco al imaginarme a mi hijo jugándose la vida como lo hacía yo mientras atravesaba la central eléctrica. O cuando saltaba entre los coches destrozados en el depósito de vehículos que había al final de la ciudad. O cuando me metía en casas abandonadas para explorar su fantasmal interior. O cuando me enredaba en batallas de piedras. O cuando iba al pantano, como hacía yo cada año cuando el hielo empezaba a derretirse y había agua líquida en el centro, y saltaba para ver cómo cedía el hielo en el agua sin romperse y sin hundirme. O… bueno, las cosas tienen un aspecto distinto cuando se es adulto. Entonces no lo comprendía, y no albergo esperanzas de poder explicarlo ahora.
Nadie le sugiere a Bilbo que debería ir con la misión del Anillo, pero él se levanta y se ofrece voluntario. Con El Hobbit en la mano, podríamos pensar que la misión le corresponde a él por derecho. Pero Bilbo es, sencillamente, demasiado viejo, no sólo desde el punto de vista físico, sino también espiritual. Ha bebido del vino de la inmortalidad y para él la época de las aventuras ha quedado atrás.
Así que hay que encontrar otro héroe.
«Estabas destinado a tenerlo», le dice Gandalf a Frodo, el más inverosímil de los salvadores. Una serie de coincidencias le lleva el Anillo. Se cae del dedo de un rey, es hallado por alguien que busca entre la basura y robado por otro. Un aventurero, perdido y que intenta evitar a los orcos, topa con él en los oscuros pasajes subterráneos de una montaña. Un mago convence al aventurero de que se lo deje a su sobrino como herencia. El Anillo, nos dicen, está buscando a su amo, Sauron. Sin embargo, su viaje lo aleja de Mordor y lo lleva directamente a la Comarca.
Las coincidencias se van multiplicando mientras Frodo huye de Hobbiton. Se marcha en el último momento salvándose de un Jinete Negro por el simple hecho de que el Tío cree que ya se ha ido. Se vuelve a salvar gracias a los elfos, que aparecen en el momento justo. Se salva una tercera vez del Viejo Hombre Sauce, y una cuarta de los Tumularios gracias a Tom Bombadil, que fuerza la verosimilitud apareciendo en el momento justo en dos ocasiones. En Bree, se salva gracias a Trancos, que también aparece por allí, de nuevo en el momento justo. En el Vado del Bruinen lo salvan Elrond y Gandalf, que… bueno, ya conocéis la historia. Hay una providencia en Frodo, que lo guía y lo protege todo el camino hasta Rivendel.
Sin embargo, a partir de Rivendel, la misión topa con obstáculos y retrasos con una regularidad desesperante. La Comunidad no puede cruzar el paso de las Montañas Nubladas, y por tanto debe tomar el camino más peligroso que atraviesa Moria. Gandalf cae luchando con un Balrog, privándolos de su fuerza y consejo. Hay orcos en la orilla oriental del Anduin, que obligan a Frodo y Sam a viajar por el río en lugar de usar la ruta deseada. Gollum los guía por un camino en el que es imposible que sobrevivan.
Pero la contradicción sólo es aparente. Hay un poder que opera en todo esto, tanto en lo que favorece la misión como en lo que la estorba, «que escapaba a los propósitos del hacedor del Anillo», como dice Gandalf. Y en la Tierra Media sólo hay un poder así, aunque (significativamente) nunca es mencionado.
Tolkien era religioso, no de la manera altisonante y proselitista de su amigo C. S. Lewis (a quien, para su frustración, convirtió del ateísmo al anglicanismo, a sólo un paso del catolicismo y la salvación), sino con la profunda sinceridad de un hombre nacido en la fe que todavía conserva. Lo cual significa que no intentaba persuadir a nadie de que adoptara sus creencias, sino sólo describir el funcionamiento del mundo tal como él lo entendía.
Si nos preguntamos por qué una deidad omnipotente y benevolente habría de hacer sufrir tanto a nuestro héroe para destruir el Anillo Único, estamos haciéndonos la pregunta equivocada. Porque la sola destrucción del mal no estuvo nunca en el orden del día. Los niños pequeños, en su terrible inocencia, creen que el mundo sería un lugar mejor si matáramos a toda la gente mala. Los adultos que los quieren entienden que el reino de la moral es más difícil que eso, y que el mal que más debemos temer es el que habita en nuestro interior.
Aquí opera un propósito más sutil.
Ignorad la geopolítica y los movimientos de los ejércitos y seguid el viaje del Anillo hasta su destino definitivo. Una vez tras otra, Frodo lo utiliza para probar inconscientemente a aquellos con quienes se encuentra. Primero se lo ofrece a Gandalf, que, horrorizado, grita «¡No!» y «¡No me tientes!». Luego debe rechazar el imprudente deseo de su amado tío y mentor, Bilbo, de tocarlo otra vez. Cuando Aragorn el de los muchos nombres revela su linaje, Frodo exclama: «¡Entonces el Anillo te pertenece a ti!». Se lo ofrece inmediatamente a Galadriel, que le dice: «Muy delicadamente, te has vengado de la prueba a que sometí tu corazón en nuestro primer encuentro»; y luego, en una de las escenas más memorables del libro, procede a atemorizar al insolente antes de concluir: «He pasado la prueba. Me iré empequeñeciendo, y marcharé al oeste, y continuaré siendo Galadriel». Boromir intenta apoderarse de la joya por la fuerza, pero después se redime, de acuerdo con su duro código de guerrero, muriendo en defensa de la Comunidad. El hermano de Boromir, Faramir, declara irreflexivamente que no la tomaría ni aunque la encontrara tirada en el camino, y luego, más noblemente, demuestra la verdad de sus palabras. Denethor, que nunca llega a tener el Anillo a su alcance, se entusiasma hablando de lo que haría con él. En Mordor, es Gollum el primero que sufre la tentación, le sigue Sam, y por último el propio Frodo.
Frodo viaja por la Tierra Media como una especie de prueba de integridad enviada por Dios. Los Sabios, si realmente lo fueran, al ver que ha venido de visita, gritarían: «¡Oh, no! Es ese maldito hobbit. ¡No estoy!», y le cerrarían la puerta en las narices.
Ése es el propósito de la misión del Anillo: no destruir la fuente de poder, sino poner a prueba a toda la creación y decidir si merece continuar. La misión de Frodo, aunque él no lo sepa, es recorrer la Tierra Media.
Lo más interesante de la prueba es que Frodo no la supera.
¡Qué protagonista tan extraño es Frodo! Empieza bastante bien. Al principio El Señor de los Anillos es un libro infantil y la continuación de un libro infantil, y durante la primera mitad de La Comunidad del Anillo lucha por salir de sus propias carencias, que van desde la poco convincente y cómica ayuda brindada a los presuntuosos aldeanos hasta la sensiblera insistencia en que los hobbits todavía están entre nosotros, demasiado rápidos y tímidos para ser vistos. Sin embargo, se han entretejido fragmentos de gran sagacidad y habilidad. Metida inteligentemente entre el artificio poco sólido que rodea el «centésimo undécimo» cumpleaños de Bilbo se nos da la información de que también es el primer día de la vida adulta de Frodo.
Vale, yo era un inglés mayor de edad. Sé lo que es un viaje iniciático. Las novelas de este tipo tienen una estructura muy vieja y conocida, y en un principio Frodo parece seguirla. Empieza siendo alegre, valiente, resuelto y bastante ingenuo. Cuando averigua cuál será su misión, se pone de pie y, aun con miedo en el corazón, la acepta sin vacilar.
Pero luego, a medida que se interna en el meollo de la cuestión, en dirección a Mordor, esa perpetua y oscura noche del alma, se va volviendo cada vez más pasivo, más callado. Para bien y para mal, quienes tienen el papel protagonista son forzosamente sus dos compañeros (necesarios para distraernos del silencio de Frodo), Sam y Gollum.
Sam y Gollum son unos personajes interesantes. Pero es imposible comprenderlos del todo sin advertir que ambos son aspectos de Frodo. Por separado, Sam es demasiado bueno para ser creíble. Nunca falta a su deber, nunca está de mal humor, nunca piensa en sí mismo si no es para reprocharse no haber actuado lo suficientemente bien. Todas sus acciones están motivadas por el amor. Él es (o se convierte en) la exteriorización de todo lo que es mejor en Frodo. Él recorre el arco de crecimiento que requiere un viaje iniciático. Samsagaz Gamyi, el niño que se fue de casa con la esperanza de ver un olifante, regresa a la Comarca y ya es un hombre con la fuerza y la decencia necesarias para ocupar su puesto en la comunidad y tener una familia.
Donde Sam es el Bueno, Gollum es el Malo. No es una simple coincidencia que Gollum sea un hobbit caído, ni que él y Sam se odien mutuamente con inquebrantable resolución. Tiene la determinación, la iniciativa y la perseverancia del Portador del Anillo, aunque con una causa equivocada. Él es aquello en lo que se convertiría Frodo si cayera en la tentación del Anillo. Pero como en realidad es una parte de Frodo, no es completamente malo, sino apenas todo lo malo que puede ser un héroe.
El joven corazón de mi hijo lamentó la caída de Gollum a las llamas del Monte del Destino. Lo mismo hace el corazón de todos los que aman de verdad este libro.
Como sus dos compañeros representan las tramas hermanas del crecimiento y el fracaso, Frodo está libre para tomar un tercer camino, un camino que es, aunque Tolkien se esforzó en disfrazarlo, esencialmente místico. Empieza cuando los Nazgûl hieren a Frodo en el bosque bajo la Cima de los Vientos (es la herida del Rey Pescador, y la razón por la que no deja descendencia), lo ennoblece a través de la adversidad y alcanza su clímax en el Monte del Destino, cuando se pone el Anillo Único y reclama su poder para sí.
Del viaje interior de Frodo sabemos muy poco. Tolkien nos da indicios y murmullos, y muy poco más, por la simple razón de que carecía de la habilidad literaria que hubiera exigido su explicación. «Aquello de lo que no sabemos hablar —escribió Wittgenstein— debemos omitirlo en silencio». Sólo sabemos que sufre; y que en última instancia su viaje lo lleva a las Grietas del Destino.
El momento del juicio ha llegado al fin. Frodo no ha superado la prueba. Pero ninguna persona equitativa puede creer que alguna vez tuvo la posibilidad de superarla. Antes bien, como diría un ingeniero, ha sido «probado hasta la destrucción». Y, como es juzgado por toda su vida y no por la debilidad de un instante, es salvado de la condenación que aparentemente se ha impuesto a sí mismo. Gollum, señalado desde el principio como instrumento del Destino, interviene para salvarlo.
Frodo obtiene el perdón, no la victoria. Eso también indica la sabiduría de la vejez.
Los místicos, no obstante, no pueden vivir en el mundo real. Cuando la aventura ha terminado, Frodo sabe demasiado para hallar la paz. Ha saltado por encima de todos sus años medios y carga con el peso de la vejez. No hay lugar para él en toda la Tierra Media salvo los Puertos Grises… los Puertos Grises y la muerte. Sam sigue a Frodo durante parte de ese viaje y luego se vuelve. Se sienta en un gran sillón frente al fuego, su esposa le pone a su pequeña hija en las rodillas y él pronuncia la línea más desgarradora de toda la literatura fantástica moderna:
«Bueno, estoy de vuelta», dijo.
«¡No!», gritó Sean cuando leí esas últimas palabras. Soportaré esa culpa para siempre. Al leer, me había dejado arrastrar por las palabras, por el ímpetu de la trama, y olvidé por completo adónde se dirigían, ese terrible y hermoso final feliz. Debería haberlo avisado de que iba a llegar. Debería haberlo preparado para eso. Es posible que incluso debería haber mentido e inventado un final completamente distinto, uno con «y todos vivieron felices y comieron perdices».
Pero tal vez no. Lo que hace que ese momento resulte tan doloroso es lo absoluta e innegablemente cierto que es. Sería un error hilvanar una moraleja en El Señor de los Anillos como si fuera una simple versión céltica de una de las fábulas de Esopo. Pero Tolkien escribía sobre el mundo tal como él lo entendía, y en ese mundo había aprendido algunas lecciones: que en ocasiones la piedad es mejor que la justicia. Que con frecuencia los mejores jefes están llenos de dudas. Y lo más importante, que la vida tiene consecuencias.
¿Cómo podía privar a mi hijo de lo más esencial del libro?
Hay algo que puede parecer terriblemente sentimental, pero que sin embargo es completamente cierto: yo estuve presente en el nacimiento de mi hijo. La comadrona se lo dio primero a la madre, y luego, al cabo de un rato, a mí. Estaba en mis brazos. Miré esa pequeña y dulce cara de trasgo (nació de color violeta por falta de oxígeno, y muy lentamente se volvió rosado). Algún día, pensé, este niño crecerá y se hará un hombre, y al hacerlo me convertirá a mí en un anciano, y entonces moriré. Pero está bien. No me importa. Es un precio pequeño por su vida.
Vivimos en una época reflexivamente cínica, y sin embargo el cinismo, aunque abarca una gran parte de la verdad, no lo cubre todo. Ese momento, visto desde fuera, se acerca peligrosamente a lo empalagoso. Sin embargo, visto como algo que se ha experimentado en persona, aceptar la necesidad de la propia muerte es algo alegre y terrible. Conmueve el alma como el primer aliento del otoño. Hace sonar una campana cuyo mensaje esencial es adiós.
Un momento así requiere libros que puedan ayudarnos a comprenderlo.
Cuando escribo esto, mi hijo tiene diecisiete años. Dentro de menos de un año —aproximadamente cuando este ensayo salga a la luz— se marchará de casa para ir a la universidad.
Un hombre joven es como un halcón. Cuando le quitas la caperuza y desatas las correas, salta de tu brazo y se lanza hacia el cielo. Lo miras hacerse pequeño, tan orgulloso y tan libre, y te preguntas si volverá contigo alguna vez.