EL SIGNIFICADO DE TOLKIEN
ORSON SCOTT CARD
Cuando Tolkien era niño e inventaba la Tierra Media, el modernismo todavía no había levantado cabeza. Y dado que la carrera académica de Tolkien lo tuvo inmerso en lenguas que ya no se hablaban, no debe extrañar que sus ficciones no muestren una conciencia particular del enfoque modernista de la literatura. Sin embargo, cuando Tolkien declaró su aversión por la alegoría en todas sus formas, también rechazó la manera modernista de interpretar el significado de los relatos y, en última instancia, de introducir significado en los relatos. Es cierto que los modernistas no adoptaron la correspondencia exacta de objeto y referente que tipificaba la alegoría medieval. Sin embargo, a largo plazo el modernismo ha llevado a un método de interpretar el significado de los relatos que, al igual que la alegoría, consiste en descodificarlos en lugar de experimentarlos.
Los relatos de Tolkien se resisten a este método de lectura; es por esa razón que los métodos literarios estándar llevan inevitablemente a interpretaciones vacías de la obra de Tolkien. ¿Qué «significa» el anillo de invisibilidad en El Hobbit y en qué difiere ese significado del «significado» del Anillo Único en El Señor de los Anillos? Manipulad esta pregunta como queráis: ¿Cómo interpretamos la metáfora del anillo? ¿A qué aspecto de la cultura circundante aludía Tolkien cuando empleó un anillo como encarnación del poder? Y el problema sigue siendo el mismo: los anillos no tienen ningún «significado» fuera de la historia en la que Tolkien los empleó.
El anillo en El Hobbit daba a Bilbo el poder de ser invisible; también le proporcionó un peligroso compañero de viaje en la forma de Gollum, que creía (con bastante razón) que había sido engañado en el juego de los acertijos. El Anillo Único de El Señor de los Anillos fue forjado por Sauron para que su portador tuviera poder sobre los anillos de los elfos, los enanos y los hombres; y el mal inherente a su poder puede apoderarse fácilmente de quien lo lleve, por no mencionar que Sméagol/Gollum está todavía vivo, tan peligroso como siempre. Ése es el significado del anillo en estas dos obras. Es lo que hace. Tolkien no quería que «significara» nada más, porque Tolkien no escribía ficciones para que fueran descodificadas, sino para que fueran vividas y permanecieran en la memoria de los lectores como una unidad.
Por supuesto, se puede «descodificar» la ficción de Tolkien según la lente crítica con que se la mire. Es por esa razón que estos métodos han sido tan populares en las universidades durante varias generaciones: siempre se puede encontrar algo a lo que se podrá asignar el papel de una metáfora, un símbolo o una analogía y, como un psicólogo aficionado en un teléfono de emergencia, aventurar infinitas interpretaciones que el texto no podrá contradecir. Los métodos posmodernos —feminismo, multiculturalismo, deconstruccionismo— difieren en que buscan mensajes codificados inconscientes, y luego sienten enfado o desdén por el autor que se ha «revelado» en el texto. Pero siguen tratando el texto como algo que debe ser descodificado.
Los escritores que han sido enseñados a pensar en la ficción escrita como el proceso de codificar significados en un texto escriben relatos en los cuales estos símbolos están cuidadosamente insertados en los puntos clave de un modo que los lectores atentos no pueden pasar por alto. Cuando se encuentran sus símbolos, normalmente no se tiene ninguna duda de que es un símbolo que tiene un significado claro para el autor, y a menudo también para los personajes. Aun cuando el significado es vago o ambiguo, el modo en que estos símbolos están insertados dice —normalmente por su irrelevancia para la línea argumental de la historia— que este objeto tiene significado, y que hay que prestarle atención. Ciertamente reconocemos los fragmentos que han insertado para evitar el desprecio de los postmodernistas: ah, aquí está el detalle que evitará que las feministas descuarticen la historia, y aquí está el que garantizará que los multiculturalistas consideren aceptable al autor. Así es como suele enseñarse literatura en las universidades: el valor (o su ausencia) de los grandes relatos radica en los mensajes que pueden ser descodificados.
¿Por qué, entonces, no están «cargados» de significado el anillo de Tolkien y la vara de Gandalf y el pelo de los pies de los hobbits y el agua mágica de los Ents que beben Pippin y Meriadoc? ¿Por qué cuando los literatos desmenuzan estos objetos y los enseñan, anunciando que tienen un «significado», quienes amamos el relato desviamos la mirada incómodos, como si usaran la cuchara para comer puré de patatas?
Porque Tolkien, como la mayor parte de los narradores de la mayoría de las sociedades a lo largo de la historia, valora las historias en tanto que historias, no como ensayos disfrazados. Tolkien no quiere que se lean sus relatos descodificándolos a medida que se avanza. Quiere que uno se sumerja en la historia y que le importe lo que hacen los personajes y por qué lo hacen. Quiere que uno se sienta frustrado cuando el Senescal intenta quemar vivo a su hijo y aliviado cuando su hijo salva la vida. No quiere que uno empiece a preguntarse si se trata de algún tipo de reversión del mito de Cristo, o quizás una alusión al Akedah, en el que el padre ofrece al hijo en sacrificio sólo para que lo detengan en el último momento, con el propio padre haciendo de «carnero enredado en el arbusto»[6]. No quiere que se piense que en realidad es una analogía del modo en que el patriarca autoritario destruye a sus hijos varones. Quiere que uno se arroje rápidamente a la historia para saber qué pasa después. Para averiguar qué significan estos acontecimientos para los personajes, qué consecuencias tendrán, qué causas se descubrirán luego. ¡Ya veo; estaba usando la Palantir de Gondor! Eso es; Faramir no podrá adoptar el papel de líder, dejando el camino libre para Aragorn sin forzar un conflicto entre estos dos hombres buenos.
Los únicos significados que le importan a Tolkien son los significados que hay dentro de la historia, no los externos. Estos recursos están presentes en la historia sólo en beneficio de la historia misma. No hay imperativo freudiano que obligue a darles un nuevo nombre para comprenderlos. Tolkien les ha dado sus verdaderos nombres desde el principio; y cuando cambia los nombres es por razones prácticas, no literarias —Aragorn es también Trancos, Saruman es también Zarquino, y Sméagol es también Gollum—, porque su papel en la sociedad cambia a medida que avanza la historia y la revelación de identidad tiene por objetivo revisar el significado de la historia para sus participantes y a la vez para los lectores. Estas revelaciones cambian el significado de la historia dentro de la historia, y no sólo en una clase de inglés.
Hay literatos que lo reconocen, pero lo consideran como una razón para tratar la obra de Tolkien como «subliteratura». Como no se presta a ser operada con los instrumentos de la profesión, la obra de Tolkien no merece ser tratada como literatura seria. Y, dejando aparte el juicio de valor inherente en esta actitud, tienen razón. Si por literatura «seria» se entiende aquella cuyo significado debe buscarse en la superficie de la historia como un exoesqueleto, anatomizándola sin introducirse en la historia misma, la obra de Tolkien desde luego que no es «seria».
Obviamente, lo que Tolkien escribió no es «serio», sino «escapista».
Quienes leen «seriamente» no tienen posibilidad de escapar. Nunca se meten en el mundo de la historia (o al menos son incapaces de admitirlo en la discusión «seria» sobre el tema: Dios no permita que los atrapen cometiendo el delito de identificarse ingenuamente con los personajes). Permanecen en su realidad presente, perpetuamente apartados de la historia, examinándola desde fuera, hasta que —¡ajá!— la espada brilla y el literato se pone en pie, triunfante, tras otra muerte sin sangre. Es una competición de la que sólo uno de los participantes puede salir con vida.
La literatura «escapista», por otro lado, exige que los lectores abandonen su realidad presente y habiten, mientras dure la historia, dentro del mundo creado por el escritor. Los lectores «escapistas» no guardan las distancias, no leen para escribir sobre lo que han encontrado. Los escapistas se identifican con los protagonistas, se preocupan por las mismas cosas que ellos, juzgan a los personajes según sus valores morales y contemplan con esperanza o temor los diferentes resultados posibles en un momento dado de la historia. Cuando ésta termina, los escapistas regresan de mala gana a la prisión de la realidad, tanto que incluso se leerán los apéndices para poder permanecer un poco más en un mundo donde importa que Frodo lleve el anillo demasiado tiempo para volver a una vida normal, que los elfos estén abandonando la Tierra Media y que haya un rey en Gondor.
Aquí lo tenemos: la literatura «seria» es un asunto complejo que requiere expertos para dilucidar significados, mientras que la literatura «escapista» es tan simple que no necesita mediación alguna.
Esperad. No es así cómo funciona, en absoluto. Al contrario, la literatura «seria» es tan simple que es posible descodificarla, explicar sus significados en forma de ensayo, mientras que la literatura «escapista» es tan compleja y profunda que no puede explicarse con intermediarios, es para ser vivida, y no hay dos lectores que la vivan de la misma manera.
Ése es el gran secreto de la literatura contemporánea: escribir con un «significado» en mente simplifica la historia. Los símbolos y las metáforas creados conscientemente la encenagan tanto que la dejan sin profundidad, y se pueden ver los peces y cogerlos con la mano. Pero las historias escritas sin un significado externo fluyen rápida y profundamente, y quienes se sumergen en ellas y se dejan llevar por la corriente nunca pueden, dicen, entrar en el mismo río dos veces.
El capítulo de las sirenas es siempre el capítulo de las sirenas, cada vez que se lee. Pero la Posada de Bree no es nunca el mismo lugar para dos lectores cualesquiera, ni siquiera para el mismo lector en momentos diferentes.
Oh sí, es cierto, lo sé: quienes aman el Ulises descubren nuevas maravillas cada vez que lo leen. Cuando me dicen eso yo digo: estupendo. Leedlo una y otra vez, los afortunados que tenéis inteligencia; estáis por encima del resto de nosotros, los pobres rústicos a los que nos parece un chiste largo y tedioso que no es muy divertido porque necesita ser explicado. No nos hagáis caso cuando cerremos la puerta de vuestro pequeño estudio marrón y volvamos a la fiesta.
Mi opinión es que el Ulises puede ser enseñado. Pero El Señor de los Anillos sólo puede ser leído. Cuando alguien nos introduce en el Ulises y lo comenta en términos literarios serios, experimentamos constantemente el placer que se siente al resolver un crucigrama críptico: ¡Ah, así que por eso el capítulo era tan ininteligible! Pero cuando se comenta El Señor de los Anillos, cada explicación, en lugar de adentrarnos en el texto, nos aleja de la historia. En lugar de «¡ajá!» se piensa «¿eso es todo?».
Ésta es la razón: la lectura «escapista» es salvaje por naturaleza, mientras que la lectura «seria» es domesticada por naturaleza.
La lectura «seria» tiene el objetivo de llevar a los lectores a una experiencia común exterior a la historia, escribiendo textos que intentan convencer a los demás de que éste es el (o un) «significado» de este o aquel elemento de la historia (o atributo del texto).
Sin embargo, la lectura «escapista» sólo reúne a los lectores cuando están dentro de la historia; y cuanto más exhaustivamente comparan sus notas, más se hace evidente que no han tenido la misma experiencia, al menos en los detalles.
Esto no sólo se debe a que inevitablemente los lectores se formen visualizaciones diferentes de los personajes y ambientes, porque la misma diferencia entre «serio» y «escapista» puede darse en el modo en que la gente hace y ve películas, y que le impide utilizar su imaginación visual.
Al contrario, si las lecturas «escapistas» varían tanto es porque la historia no es el texto. El texto es más bien el instrumento que utilizan los lectores para crear la historia en el único lugar donde existe de verdad: la memoria de cada uno. Como el escritor ha proporcionado la misma herramienta a todos los lectores, las historias que guardarán en la memoria se parecerán entre sí, a veces mucho. ¿Podemos concebir una lectura de El Señor de los Anillos en la que Gollum no le arranque un dedo a Frodo de un mordisco, y que todo caiga, dedo, anillo y demás, a las llamas de las Grietas del Destino? Pero ¿no nos ha pasado a todos que, comentando la historia con alguien, él o ella ha mencionado en algún momento un acontecimiento que habíamos olvidado, o —y esto sucede con una frecuencia asombrosa— que contradice por completo lo que recordamos claramente?
Los lectores, de hecho, hacen un revoltijo con su lectura. Al igual que los testigos presenciales que sólo recuerdan aquello en lo que se fijaron, y sólo se fijaron en lo que les pareció lo bastante importante para atraer su atención en ese momento, los lectores van corrigiendo inconscientemente según avanzan, asociando momentos de esta historia en concreto con momentos de otras historias que les vienen a la mente sin percibirlo. (¿Cuántas veces habré oído a algún lector elogiar o criticar una escena, una frase o un acontecimiento en particular que simplemente no aparece en el libro en el que afirman recordarlo?). ¿Qué lector, al releer una historia concreta, sobre todo después de varios años, no se sorprende al descubrir que esta escena está en la misma historia que aquella otra?
Cuando los lectores no son «serios», y en cambio se implican profunda, personal y emocionalmente en una historia, la visión que tenían del funcionamiento del mundo transforma la historia, al menos hasta cierto punto. Ellos no se dan cuenta en ese momento o, por lo general, nunca. Creen que la historia que tanto aman es la historia de Tolkien. Pero de hecho es una colaboración entre el lector-en-este-momento y Tolkien-en-el-momento-en-que-escribió. Tolkien es el autor: cuando hay discrepancias sobre lo que sucedió en la historia, es al texto de Tolkien adonde deben volver los lectores, sin comentaristas externos que posean la menor autoridad. Pero a excepción de esos raros momentos de controversia o de disonancia cognitiva al releer un relato familiar que resulta inexplicablemente extraño, los lectores no son conscientes de hasta qué punto han transformado la historia.
De igual modo, los lectores rara vez son conscientes de hasta qué punto los transforma la historia. Porque ahí radica el poder de la ficción «escapista» (pero no «seria», o seriamente leída): los acontecimientos de la historia, sus causas, sus consecuencias, sus significados-dentro-de-la-historia, se introducen en la memoria del lector de un modo que en última instancia no se diferencia mucho de los recuerdos «reales». Eso se debe en parte a que los recuerdos «reales» son de hecho «historizados» cada vez que se reviven o narran, de tal modo que los recuerdos «reales» se van haciendo más seguros a medida que se alejan de la experiencia que tuvo lugar en realidad. Pero las lecturas «escapistas» obtienen su poder de transformar la cosmovisión de los lectores desde la autoridad del autor.
Mientras vivimos en el mundo de Tolkien, contemplamos con un dolor casi insoportable la caída y la muerte de Gandalf, atrapado en el abrazo del Balrog, o vemos el dolor que Zarquino y su panda han infligido a la Comarca, antes hermosa. No tenemos duda de que es necesario detener a Ella-Laraña, no porque sea parte del malvado plan de Sauron, sino simplemente porque es un estorbo. Se nos permite sentir cierta compasión por ella, pero Frodo debe ser liberado. Ésta es una compleja cuestión moral, en realidad. Cuanto más lo examinamos, tanto más aumenta nuestra simpatía por Ella-Laraña. No quiere gobernar el mundo, sólo está intentando comer. ¿No está en la misma categoría que el ladrón que roba comida porque tiene hambre? Bueno, no exactamente: después de todo, como tentempié tiene previsto comerse a Frodo, no ir a cazar orcos. Pero para ella, ¿qué es Frodo sino una comida con patas? No es de la misma especie que ella. Si queda atrapado en la red, es comida. ¿Qué ha hecho ella para merecer la muerte? Y a pesar de la piedad que sintamos en la primera, segunda o tercera lectura, seguimos queriendo que fracase; y como es despiadada, el único modo en que puede fracasar es con una herida que la incapacite, y por eso sentimos alivio cuando la hieren y se retira a su guarida para sufrir el tormento que le han infligido nuestros héroes.
Es un proceso complicado, y es bastante probable que Tolkien esté creando o reforzando una moralidad inmoral. Es decir, si se suscribe la cosmovisión del PETA, People for the Ethical Treatment of Animals (Asociación para el Trato Ético a los Animales), es obvio que Ella-Laraña es una víctima inocente y que El Señor de los Anillos representa una malvada visión antropocéntrica del reino animal, en el que los humanos (o protohumanos) tienen el derecho a meterse donde quieren y matar o herir a los animales que los estorban.
Sin embargo, en la experiencia de la historia no hay lugar para discutir con Tolkien. El Señor de los Anillos no es un ensayo cuyos principios haya que considerar a conciencia. Es una historia, llana y simple; y si durante los pasajes de Ella-Laraña nuestro sentido moral se siente ofendido, la consecuencia no es una discusión, sino un alejamiento del mundo de la historia. Cerramos el libro; quizá lo arrojemos contra la pared. O quizás apretemos los dientes y volvamos, porque el resto de la historia es tan buena que tendremos que pasar por alto el maltrato a Ella-Laraña y seguir adelante.
Eso es lo que ocurre cuando una historia es tan ajena a nuestra cosmovisión que no podemos aceptarla. La Huida ha terminado. Nos vemos obligados a abandonar la historia porque no podemos soportar un minuto más vivir en el mundo del autor.
Con frecuencia somos incapaces de nombrar las razones. Es más complicado que la reacción de un miembro del PETA ante la historia de Ella-Laraña. Antes nos distraemos al intentar escapar de una historia cuyo mundo nos resulta insoportable. O perdemos la voluntad de dejar a un lado la incredulidad. O simplemente no comprendemos lo que está pasando: somos incapaces de procesar la historia, porque las acciones de los personajes no tienen sentido para nosotros.
Es por eso por lo que las historias nunca pueden transformarnos por completo. El autor hace que las cosas sucedan en una narración por razones que sólo a veces se comprenden conscientemente. Pero una vez creada la historia, una vez ofrecida al público, el autor puede encontrarse con que mucha gente la lee con entusiasmo, mientras que a unos pocos les parece aburrida, increíble, incomprensible o incluso maligna. ¡El mismo libro! ¡Interpretado de maneras tan diversas, incluso perniciosas! Pero se trata de una simple consecuencia del hecho de que no hay dos individuos que vivan en el mismo mundo. Bueno, creemos que es así —tenemos conversaciones y compartimos comida y reñimos y todo eso—, pero nada significa exactamente la misma cosa para dos participantes en un acontecimiento. (Observad que me refiero al significado-dentro-de-la-historia, aunque en este caso la historia resulta ser la realidad). E incluso cuando explicamos nuestra opinión y llegamos a un acuerdo, debemos admitir que ese acuerdo tiene un significado distinto para cada una de las personas que lo suscriben. Podemos estar de acuerdo en que estamos de acuerdo, pero de hecho no lo estamos del todo.
Todas las historias tienen que ofrecer alguna base común para al menos algunos lectores: algún aspecto de la cosmovisión de la historia que parezca verdadero y correcto. Sin eso, los lectores no pueden escapar a la historia durante mucho tiempo. En realidad, creo (aunque no puede medirse) que la gran mayoría de los supuestos causales y morales de la historia deben ser compartidos por el narrador y la cultura de la que provienen los lectores que la aceptan; es dentro de este torrente de entendimiento que las opiniones únicas (y por tanto ajenas-a-los-lectores) pueden deslizarse inadvertidas, cambiando sutil pero significativamente el modo en que los lectores ven el mundo real al que regresan cuando termina la Huida.
Extrañamente, es al leer ficción cuando más nos acercamos a lograr la comunicación, la verdadera armonía de nuestras diferentes cosmovisiones. Cuando tú y yo leemos El Señor de los Anillos (o cualquier otra historia), tenemos la oportunidad de compartir recuerdos a los que dio forma una única conciencia, en este caso la de Tolkien. Hasta el punto de que ambos disfrutamos en su mundo y creemos en él, hasta el punto de que la cosmovisión de Tolkien transforma la nuestra, y por tanto hasta el punto de que nos acercamos a la posibilidad de comprender, la posibilidad de ser, aunque sea momentáneamente, una sola mente. En realidad nunca lo conseguimos, pero el mero hecho de aproximarse, como la aproximación a la velocidad de la luz, tiene efectos violentos e impactantes. Allí donde las lecturas «serias» dan pie a estudios y conferencias, las lecturas «escapistas» nos sumen en experiencias que no pueden ser codificadas, aunque comprendamos que, después de leer esta historia, nada volverá a ser lo mismo para nosotros.
Ahora bien, debo ser justo: cuando son presionados, algunos lectores «serios» admiten —con sentimiento de culpa— que en sus lecturas «serias» a veces se cuelan accidentalmente algunas experiencias «escapistas», y que además las disfrutan. Tal vez más que el placer de una descodificación con éxito. ¿Es lo que debe ser descodificado lo que aman los admiradores de Ulises, o es lo que no necesita descodificarse, sino experimentarse (de una manera «escapista»)?
La ficción se valora en todas las sociedades humanas precisamente porque a los que leemos nos convierte, temporal y aproximadamente, en Uno. Tenemos recuerdos comunes, recuerdos apenas menos complejos y poderosos que los que pueden proporcionarnos unos pocos rituales compartidos. Y cuando una sociedad adopta historias capaces de crear o reforzar cosmovisiones que llevan a su gente a comportarse de un modo valioso —a dar noblemente la vida por su país, por ejemplo, o a satisfacer responsablemente las necesidades de sus hijos por inconvenientes o difíciles que puedan ser—, es más probable que esa sociedad sobreviva a que lo haga una cuyas historias crean cosmovisiones que alienten el rechazo a sacrificarse por el bien de los demás. Y, por cierto, vale la pena examinar la cosmovisión que el autor (probablemente en el inconsciente, tal vez de forma inevitable) ha presentado a los lectores que adoptan la historia.
Pero debemos recordar que este tipo de examen no descodifica una historia, sino que se concentra sólo en los significados-dentro-de-la-historia. No estamos buscando lo que «simboliza» Ella-Laraña. Estamos buscando lo que significa en términos de la propia historia que Ella-Laraña intente matar a Frodo y, en última instancia, que Sam se ponga el anillo varias veces para buscar a Frodo y liberarlo; lo que significa que Frodo le arrebate el anillo a Sam. Nuestro juicio no es estético, al fin y al cabo, sino moral. (Evidentemente, puede argumentarse que todos los juicios estéticos son en última instancia morales, por razones que deberían deducirse de lo que he dicho aquí).
Y debemos recordar también que los lectores honestos y atentos pueden seguir estando en desacuerdo sobre la misma y querida historia. Por ejemplo, el desenlace de El Señor de los Anillos es extraordinariamente complejo. El anillo ha sido destruido, Aragorn ha subido al trono, la Comarca está limpia. Pero Frodo no es feliz en la Comarca. Ha llevado el anillo demasiado tiempo. Le ha dejado cicatrices. Sólo puede tener alegría dejando lo que antaño fuera su hogar y navegando al Oeste con los elfos, a una tierra de héroes y mitos. Es una despedida amarga, muy parecida a la muerte, muy parecida a ir al cielo. No, no estoy volviendo a la descodificación. Pero Tolkien se había convertido al catolicismo, y la profunda historia del catolicismo era parte de su cosmovisión. Es inevitable que surja en sus relatos, de una manera no alegórica, consciente, cifrada, sino en forma de así-es-cómo-son-las-cosas. Cuando se ha llevado una carga que deja profundas huellas en el alma, no puede uno curarse en la Tierra Media. Frodo ha mirado el infierno como ninguna otra alma viviente; sólo en el Oeste puede sanar y volver a ser una persona entera. No es una alegoría, es mera honestidad; es Tolkien diciendo la verdad, no porque así lo haya planeado, sino porque eso es lo que le parecía correcto y verdadero cuando tomó los miles de decisiones inconscientes que toma un escritor en cada página de cada historia.
La idea es que derramemos lágrimas (o que lo deseemos), como harían los creyentes en el lecho de muerte o funeral de una alma buena de cuya felicidad eterna no albergáramos ninguna duda.
Y si ése hubiera sido el único final de El Señor de los Anillos, no sé si amaría esta historia como lo hago. Porque, por supuesto, hay otro final, uno que Tolkien sin duda consideraba un «segundo premio»: el regreso de Sam a la Comarca, y su felicidad en ese lugar.
La mayor parte de los lectores de El Señor de los Anillos con los que he hablado, de hecho, consideran que Frodo es el gran héroe del libro, y lo cierto es que eso es lo que hace pensar el texto a cualquier persona racional. Pero yo, y cierto subconjunto de lectores de El Señor de los Anillos, no lo vemos de esa manera. Cuando leo la historia, con la gran escena culminante de las Grietas del Destino, veo a Frodo como un fracaso. Cuando llegó el momento de elegir, no pudo hacerlo. No llegó al lugar por su propio pie, lo llevaron; y cuando fue el momento de desprenderse del anillo y destruirlo, en lugar de hacerlo se declaró su dueño y se puso la maldita cosa. El anillo ganó. Fue más fuerte que Frodo. Él fracasó.
La mayoría de la gente acepta esto como el propósito evidente de Tolkien; después de todo, nos ha dicho más de una vez, sin mencionar a Dios, que alguien estaba planeando estos acontecimientos y que Gollum tenía un papel que cumplir, y ese papel era arrancar de un mordisco el dedo y el anillo de la mano del fracasado portador, y luego morir con el anillo que tanto amaba. En otras palabras, ningún hombre, ni siquiera Frodo, tenía la capacidad de hacer lo que debía hacerse, y sólo porque tenía que pasar acabó el anillo siendo destruido.
Ésta es mi excéntrica lectura (que también está justificada en el texto, pero con un énfasis diferente): había un portador del anillo que lo entregó voluntariamente después de habérselo puesto varias veces: Samsagaz Gamyi. Fue Sam, no Frodo, quien en realidad llevó el anillo esas últimas millas hasta las Grietas del Destino, cargando a Frodo que portaba el anillo. No hay analogía alguna a Sam en la historia de Cristo (ésta es una de las razones por las que las lecturas alegóricas de El Señor de los Anillos caen por su propio peso). Nadie levantó a Cristo y lo llevó al sacrificio. Sin embargo, algo en Tolkien sabía que el anillo era demasiado terrible para que Frodo lo llevara solo, hasta el final. Tal vez fuera, en la mente de Tolkien, algo tan trivial como las necesidades del guión: después de escribir que los orcos se habían llevado a Frodo de la guarida de Ella-Laraña, la única manera de liberar a Frodo que se le ocurrió fue que Sam se pusiera el anillo. No obstante, independientemente de cuál fuera el razonamiento consciente de Tolkien, el hecho sigue siendo que Sam también fue portador del anillo. Pero como era de una clase social más humilde, nunca pensó que mereciera de verdad llevarlo. Oh, el anillo utilizó su magia con él, y hubo momentos en que imaginó qué podría hacer con ese poder. Pero sabía que incluso esos sueños insensatos eran humildes y tontos, y la humildad le hizo reírse de sus propias ambiciones.
Samsagaz Gamyi era, de hecho, el típico sirviente, y sin duda había algo en Tolkien que razonaba con la idea de que «el más grande de vosotros que sea el siervo de todos». Según esta idea, es Sam, no Frodo, quien fue el más grande de los héroes; tanto más cuanto que, pensé yo al menos, ni a Sam ni a nadie se le pasa nunca por la cabeza que éste pudiera ser el caso. De hecho, Sam está tan absorto en la grandeza de su amo que es casi imposible considerarlo en sí mismo; sólo existe con relación a Frodo. Hasta que Frodo no parte hacia el Oeste y Sam regresa a casa no es al fin libre y exclusivamente él mismo. Por fin el sirviente es amo en su propio hogar, capaz de disfrutar de la compañía de su esposa y sus hijos, de trabajar felizmente en su jardín y de contemplar y compartir el florecimiento de su amada tierra y sus amados vecinos.
Al leer la historia —y recordad, ésta fue mi lectura original, natural, no analizada, simplemente el modo en que comprendí la historia— Sam es el gran héroe, y El Señor de los Anillos terminaba perfectamente porque al final él fue el único portador del anillo que no tenía nada de qué arrepentirse. Había llevado el anillo pero no había hecho nada malo con él y, a pesar de la tentación, lo había cedido con más facilidad que nadie que lo hubiera llevado nunca. Por lo tanto, era justo que obtuviera, no la vida contemplativa de la apoteosis de Frodo, sino la idea del cielo de mi educación no católica: vivir en un jardín hecho con sus propias manos, rodeado por su familia y capaz de contemplar y colaborar en el embellecimiento y el crecimiento de esa familia y ese jardín.
Es cierto que todo lo que vi en la historia está allí. Pero con los años me he dado cuenta de que la mayoría de la gente entiende que es la historia de Frodo, y su viaje al Oeste es el final, mientras que el regreso de Sam a la Comarca es simplemente una manera de alargar el relato. Sin embargo, un número significativo de lectores coinciden conmigo en esta excéntrica —lo admito— lectura, según la cual el viaje de Frodo al Oeste es un fin triste y melancólico para una alma herida, mientras que el verdadero final de la historia es la vuelta de Sam a casa como hombre que ha dejado de servir (y sin embargo es siervo), que merece la verdadera felicidad porque es el único que obedeció y actuó con nobleza en todo momento, aunque su primer deseo fuera obrar de otra manera.
Esto no es una especie de significado codificado, es cómo viví yo el significado de estos acontecimientos dentro del mundo de la historia. Estos sucesos no «equivalían» a nada del mundo real. Pero mi propia cosmovisión me hizo recibir la historia con un énfasis distinto, un contenido moral distinto, unos valores distintos de los de tantos otros. Ni siquiera es muy interesante lo que Tolkien «pretendiera» al escribirla; en lo que sus decisiones tienen de inconscientes, puede confiarse en que reflejan lo que él creía verdaderamente; y en lo que sus decisiones tienen de conscientes, sólo puede confiarse en que nos muestren lo que él creía creer.
En este caso, como con la mayoría de los elementos de El Señor de los Anillos, doy por supuesto que Tolkien escribía de modo «escapista», sin codificaciones, decidiendo qué ocurría y por qué, basándose exclusivamente en lo que él consideraba importante y verdadero en el momento en que escribía o revisaba. Es muy posible que esté proyectando mi manera de escribir en Tolkien porque, inevitablemente, siempre veo el mundo a través de mi propia lente, porque no tengo otra y no importa si intento pulirla y enfocarla con claridad. Pero él decía que no había alegoría, y yo supongo, empleando la lectura más amplia del término alegoría, que eso incluye todos los métodos de codificación y descodificación de «significados» externos.
El Señor de los Anillos, como todas las obras de ficción de Tolkien y, a mi parecer, todas las grandes historias, es un relato salvaje, indomable. Es la profundidad de este gran río que nos arrastra cuando entramos en él, lo que hace que haya lecturas diferentes, que sin embargo concuerdan con el texto. Es tan accidentado como un río, con bancos de arena aquí y allá que nos hacen salir fuera del agua durante un momento (nunca me han gustado los tumularios; y otros tienen secciones o personajes que los aburren o irritan). Pero el río sigue su curso, y cuando volvemos a arrojarnos nos atrapa una vez más; y si, en su ancho delta, algunos de nosotros terminamos en un lugar diferente cuando acaba la historia, bueno, eso es lo que ocurre cuando la corriente es tan fuerte. De hecho, eso es lo que deseamos, que el mundo de este autor sea tan real que cuando nos sumerjamos en él no podamos saber nunca, de una lectura a otra, adónde va a llevarnos o qué veremos por el camino.
Hemos recorrido este río, vosotros y yo; más de una vez, en mi caso, y probablemente en el vuestro también. Si sigo volviendo a él es porque nunca ha sido domado y es indomable. Siempre es salvaje, y por eso los «significados» de la historia, aunque limitados por las palabras que hay en las páginas y la mente que ha concebido el relato, son sin embargo numerosos; cada uno de ellos es una corriente que puede llevarme aquí esta vez, allá la siguiente, para ver significados distintos cada vez.
Olvidad la metáfora del río. Nada de analogías ahora. En las páginas de esta historia un hombre puso toda su alma, toda su vida, cada una de sus etapas, representadas en los elementos de su creación. Los grandes narradores son aquellos cuyos personajes cobran tanta entidad en nuestro recuerdo como la que tienen nuestros amigos y familiares. Como nosotros mismos. Yo he vivido en la Tierra Media, y vosotros también; y eso es importante para nosotros, o no estaríais leyendo este libro y yo no estaría escribiendo este ensayo. A pesar de todos los años transcurridos desde su muerte, Tolkien está todavía descubriendo el mundo, el amplio y salvaje mundo, para nosotros.