LA HISTORIA SIGUE Y SIGUE

CHARLES DE LINT

Mi primer encuentro con Tolkien se lo debo a mi hermana mayor, Kamé, cuando tenía doce o trece años. Durante un tiempo había dejado a un lado los cuentos de hadas y los libros sobre mitología y cuentos populares que solía leer (por no mencionar el Tarzán de Edgar Rice Burroughs y los libros de John Carter que cogía de la librería de mi padre), y me había dejado seducir, anzuelo, hilo y plomo, por las novelas de misterio y de espionaje. En lugar de Piel de Asno, gatos con botas y Taliesin tenía la cabeza llena de las hazañas del Santo y Modesty Blaise, Shell Scott y Mike Hammer, Nick Carter y James Bond.

¿Qué puedo decir? Era joven, era impresionable.

El día en cuestión era probablemente fin de semana. Sábado o domingo. Entré en la habitación de mi hermana (sin llamar, estoy seguro) y estaba por ahí dando la lata cuando descubrí un libro encima de su cama. El Hobbit. Le pregunté de qué trataba y ella, con gran entusiasmo, empezó a hablarme de Bilbo Bolsón y Gandalf, de enanos y elfos y Rivendel y todo eso.

Me gustaría decir que me sentí atraído enseguida y dejé a un lado los endurecidos detectives y espías para sumergirme en la Tierra Media, pero no sería sincero. En lugar de eso, me reí y me burlé de ella por leer libros para niños (porque yo era muy maduro, por supuesto).

Y debería haberlo imaginado. Quiero decir, Kamé no sólo fue la primera que se fijó en Tolkien, también fue la primera persona que yo conocía que había oído hablar de los Beatles y había llegado tan lejos como para comprarse un par de discos de 45 rpm antes de que nadie se diera cuenta de su existencia. Lo menciono porque esos discos me cautivaron tanto como las historias de Tolkien cuando por fin las leí. Solíamos escuchar a los Beatles una y otra vez, y cuando la banda apareció en Ed Sullivan (ahora resulta difícil de creer, pero entonces era el único programa de televisión donde se podía ver algo parecido), nos sentimos en el cielo.

Pero me estoy yendo por las ramas.

El día en que ella sacó El Hobbit de la biblioteca, y estaba a punto de terminarlo, Tolkien sólo parecía lo más idiota que cualquiera podría querer leer.

Lo recuerdo claramente. No sé con exactitud cuándo empecé a leer El Hobbit y El Señor de los Anillos, pero ha de haber sido un par de años después, todavía a mediados de los sesenta.

Yo estaba familiarizado con algunas de las fuentes de Tolkien, como he mencionado antes, pero esta impresionante historia suya, con todos los toques originales y la veracidad absoluta que aportó a su obra, fue lo que hizo que me enamorara apasionadamente de la idea de la magia y la maravilla y el efecto que podían tener en una persona corriente (los hobbits, porque a pesar de los pies peludos y el resto de sus encantos, representaban al hombre corriente en comparación con todas las demás personas y cosas de estos libros).

Si dijera que esa lectura cambió mi vida me quedaría corto. Despertó de nuevo al niño que había en mí: no el niño inocente, sino el que es capaz de dejar a un lado el cinismo y, una vez más, recuperar el sentido de la maravilla.

Puedo, y lo haré dentro de un momento, hablar del perdurable atractivo y el valor de estos dos libros (no me importa que las editoriales crearan una concepción equivocada de la literatura fantástica y las trilogías; yo estoy con Tolkien y considero que El Señor de los Anillos es un solo libro), pero me gustaría explorar un instante cómo fue mi encuentro con esos libros en el momento que lo hice, y por qué los releo con tanta frecuencia.

Por un lado, estaba el Relato en su totalidad. Mi experiencia previa con este tipo de material se había limitado a formatos breves —cuentos de hadas, anécdotas populares, mitologías— que no eran del todo satisfactorios, aunque dudo que entonces hubiera sido capaz de explicarlo. Lo que yo no sabía es que existiera un relato total, un tapiz en el que uno podía perderse durante días enteros. Los personajes eran creíbles, no sólo porque estaban bien delineados, sino también porque tenían motivos razonables para hacer lo que hacían. Uno de los aspectos menos satisfactorios de estos relatos anteriores que Tolkien había utilizado como fuente (y que yo también había leído) era su arbitrariedad. Con demasiada frecuencia los personajes eran simples arquetipos: no se había hecho el menor esfuerzo para ampliar su personalidad, y sus fortalezas y sus carencias existían sólo para los propósitos del relato y no surgían de su propia vida e historia.

(Una digresión irónica: hoy en día, muchos de los puros y vitales personajes que Tolkien creó o refundió a partir de antiguo material folclórico y mítico se han convertido en arquetipos de ficción fantástica. El círculo gira…).

Debido a mi propia inexperiencia (todavía no conocía a Dunsany, Morris, Cabell, et al.), nunca había visto nada parecido. Sé que parece extraño a finales del año 2000, cuando las estanterías de cualquier biblioteca o librería están combadas por el peso de enormes, y demasiado a menudo excesivamente inflados, libros de literatura fantástica de similar estilo. Pero los clásicos todavía eran desconocidos para mí, y el tsunami posterior de los imitadores de Tolkien apenas era una vislumbre en los ojos de Ian Ballantine.

Sin embargo, para ser justo debo decir que mi deuda con Ballantine Books es casi tan grande como la que tengo con Tolkien. Si Tolkien me enseñó que los mundos fantásticos y mágicos eran para todas las edades, la colección Ballantine Adult Fantasy, dirigida por Lin Carter y con el Signo del Unicornio en la esquina superior derecha de cada tomo, me enseñó que había muchas maneras de contar este tipo de historias.

Mirando atrás, creo que lo más interesante de estos libros era precisamente eso: lo diferentes que eran unos de otros. No había posibilidad de confundir las oscuras visiones de Clark Ashton Smith con los mundos pastoriles de William Morris. Ni el Reino de la Noche de William Hope Hodgson con Faerie de Hope Mirelees, aunque ambos compartieran el nombre de pila.

Probablemente ésta sea la única razón por la que tengo tan poca paciencia con gran parte de la literatura fantástica que se publica en la actualidad. El encuentro con los clásicos en mis años formativos me estropeó para siempre. Por qué querría leer alguien variaciones y más variaciones de la misma y agotada historia —lo siento, pero no intentéis decirme que la mayoría de las novelas fantásticas de los últimos veinte años no son casi como una interminable línea de producción de más-de-lo-mis-mo, cuando un autor podría, y debería, tener sus propios mundos y sus propias historias para compartir con nosotros.

Pero me he adelantado.

En la época en que empecé a leer a Tolkien, junio de 1969 (cuando la colección Ballantine Adult Fantasy comenzó a ofrecer clásicos a los lectores hambrientos como yo), todavía estaba a años de distancia. Y aunque yo había experimentado, o estaba a punto de experimentar, la serie de Prydain de Lloyd Alexander (de 1964 a 1968), la serie de The Dark Is Rising de Susan Cooper (de 1965 a 1977; que, curiosamente, también tenía cinco libros), los maravillosos libros fantásticos de Alan Garner (como La piedra fantástica de Brisingaman, 1960) y otros parecidos, aún estaban dirigidos a un mercado infantil o juvenil; al parecer, los lectores mayores podían apreciarlas, y todavía lo hacen.

Recuerdo esos libros con cariño, y todavía los releo de vez en cuando, pero ahora me producen otro efecto. Ninguno de ellos tenía la envergadura, ni la veracidad, de El Hobbit y sobre todo El Señor de los Anillos. Había mapas detallados de la Tierra Media. Lenguas e historias enteras. Asombraba el rumor de que Tolkien había creado estos relatos sólo como escenario para lo que le interesaba de verdad: crear sus lenguas élficas. Los libros posteriores como El Silmarillion y los muchos otros que siguieron, cada uno de ellos un poco menos legible que el anterior para la mayoría de los lectores, yo incluido, sólo parecían confirmarlo.

No creíamos tanto que Tolkien inventara la Tierra Media como que nos ofrecía un atisbo de una realidad alternativa; y afrontémoslo, en aquel entonces, las realidades alternativas ejercían una gran atracción para muchos de los que crecíamos en una sociedad que nos resultaba demasiado sofocante. En la Tierra Media había reglas y regulaciones, sí, y los libros trataban sobre todo de la pérdida de la inocencia y la fantasía, de la desaparición de un mundo y la llegada del siguiente. Pero eso no invalidaba la sensación de que antaño había habido magia en el mundo y quizá, si buscábamos y trabajábamos lo suficiente, podríamos recuperarla.

La magia no consistía sólo en elfos y magos y hechizos. Además, la magia parecía prometer una relación más profunda y rica con el mundo y todos los que lo habitamos. No es tan sorprendente que a la generación de la paz, el amor y las flores le gustaran tanto estos libros. Tolkien escribió sobre la industrialización de su querida Inglaterra, pero en todo el mundo se podían encontrar analogías similares. Mordor recordaba a los grandes negocios, las empresas que tenían una larga historia de explotaciones mineras a cielo abierto, de deforestación y contaminación.

Quienes se oponían a estas compañías podían hallar cierta analogía en los libros de Tolkien. Igual que el movimiento ecologista. Igual que cualquiera que deseara conservar algo de la belleza natural del mundo, que contemplara con consternación el concepto «progresista» de que el cambio es necesario y bueno. No creo que fuéramos todos luditas. Pero queríamos encontrar un equilibrio entre el progreso tecnológico y el respeto a la naturaleza.

¿Estoy dando demasiada importancia a un par de simples novelas de fantasía? No lo creo. Pero tampoco creo que en aquel entonces necesariamente examináramos las razones por las que los libros de Tolkien nos llegaban tan adentro. Les dimos un lugar en nuestra vida, nos enriquecieron en muchos niveles, pero no teníamos la necesidad de comprender por qué. Considerábamos que eran historias maravillosas y que además encajaban con nuestro modo de entender el mundo.

Tal vez la mejor razón de esta apreciación se encuentre en el ensayo del mismo Tolkien «Sobre los cuentos de hadas» (Árbol y hoja, 1964):

La Fantasía es una actividad connatural al hombre. Claro está que ni destruye ni ofende a la Razón. Y tampoco inhibe nuestra búsqueda ni empaña nuestra percepción de las verdades científicas. Al contrario. Cuanto más aguda y más clara sea la razón, más cerca se encontrará de la Fantasía. Si el hombre llegara a hallarse alguna vez en un estado tal que le impidiese o le privase de la voluntad de conocer o percibir la verdad (hechos o evidencias), la Fantasía languidecería hasta que la humanidad sanase. Si tal situación llegara a darse (algo que en absoluto se puede considerar imposible), la Fantasía perecería y se trocaría en Enfermizo Engaño.

Aunque el culto que surgió a raíz de la publicación de los libros de Tolkien tuvo por cierto momentos en que rebasó sus propios límites (¿os acordáis de los graffiti escritos en runas o letras élficas, o que simplemente ponían «¡Gandalf vive!»?), los aficionados fanáticos eran una minoría. Había muchos otros lectores que tenían una relación más tranquila y personal con los libros. Entendían de qué hablaba Tolkien en la cita de más arriba, que debe haber un equilibrio entre fantasía y realidad, que nuestra vida se empobrece cuando la balanza se desequilibra, no importa hacia qué lado.

El Hobbit y sobre todo El Señor de los Anillos influyeron a generaciones de jóvenes escritores; yo mismo pertenezco a la segunda o tercera ola. Algunos escribíamos abundantes imitaciones y seguimos haciéndolo. Algunos empezamos escribiendo este tipo de imitaciones, pero luego intentamos buscar nuestra propia voz. Es difícil decir cuántos de nosotros seríamos escritores hoy sin la influencia directa o indirecta de Tolkien, cuántos lectores de fantasía habría de no ser por el género que él creó sin darse cuenta. Pero, francamente, a pesar del abuso de las herramientas que popularizó y luego nos puso en las manos, sigo creyendo que el mundo sería un lugar mucho más gris sin su regalo de la Tierra Media.

Y la prueba más concluyente de ello es la popularidad de que siguen gozando los libros hoy en día, alzándose sobre la multitud de crasos imitadores y sinceros homenajes con los que comparten los estantes de las bibliotecas o librerías. Sí, habría sido bonito que Tolkien hubiera descrito personajes femeninos más fuertes y mejor dibujados (aunque, para ser justos, ¿qué podía saber un enclaustrado profesor de Oxford sobre estas exóticas —para él— criaturas?). Y seguramente un mundo tan grande y diverso como la Tierra Media tuvo que estar muy influido por la religión, de una manera u otra.

Sin embargo, incluso estas críticas palidecen ante los libros: la Historia, la riqueza de detalles, los personajes que se nos ofrecen en sus páginas.

Todavía disfruto con estos libros, y no creo que lo haga con un placer nostálgico. Tolkien puede haber fallecido, pero las palabras perduran. Y, parafraseando «El camino sigue y sigue» (el poema que da título al libro en el que Donald Swann puso música a las poesías de Tolkien en 1967), la historia sigue y sigue.