EL DOMINGO MÁS LARGO
DIANE DUANE
Aún puedo ver la luz de la mañana, la manera en que caía sobre el empapelado amarillo con flores y ligeramente descolorido de la pared del comedor en la parte delantera de nuestra casa. Eran las seis y media de la mañana. Levanté la vista, aturdida por esa repentina luz que se colaba en la oscuridad después de haber acabado la lectura del segundo tomo de El Señor de los Anillos, y pensé completamente horrorizada:
¡Hay otro tomo y yo no lo tengo!
¡Y HOY ES DOMINGO!
Samsagaz estaba de bruces delante de la puerta cerrada. La flecha de guerra seguía su camino en pos de Rohan. Gondor estaba a punto de ser sitiada. Unas sombras negras volaban alto en el cielo; la Tierra Media tenía graves problemas. Y mi situación era casi igual de mala, porque la librería de la ciudad cercana, donde había comprado los dos primeros tomos de El Señor de los Anillos, estaba cerrada. Estábamos a mediados de la década de los sesenta, en los suburbios de Nueva York, y donde nosotros vivíamos lo único que se encontraba abierto los domingos eran las iglesias.
Mi desesperación no tenía nada que envidiar a la de Sam, pensé. Y entonces reflexioné sobre lo que acababa de pensar, porque la Tierra Media, un mundo del que apenas sabía nada un par de días antes, era ahora más importante para mí que el mío.
Todavía no sé por qué compré los dos primeros tomos y no el tercero. ¿Es que el tío de la librería (que no era ningún experto) no sabía que había otro? ¿No lo sabía yo, o no me importó? Aun después del tiempo transcurrido, me gustaría conceder al librero cierta posibilidad de perdón. A veces, cuando tengo prisa, no soy muy observadora. ¿Realmente pasé por alto todas las referencias al tercer tomo? ¿Vi el libro, le eché una ojeada, me di cuenta de que era algo especial, y luego simplemente cogí lo que había y me fui corriendo con él, sin prestar atención a detalles menores como la existencia de otros tomos, pero consciente de que me había topado con algo novedoso?
En aquel momento ya no tenía importancia. Sufría ese tormento particular que sólo conocen los lectores compulsivos que no pueden terminar lo que están leyendo. Como (por suerte) leo muy rápido, me había aficionado a leer cualquier libro de una sentada. En ocasiones si el tema era demasiado radical o emocionante, las consecuencias de esto podían ser bastante cómicas. Una vez recibí una zurra, después de que me pasara una tarde demoledora en la biblioteca leyendo Tropas del espacio, cuando volví a casa y expliqué inmediatamente a mi padre, con una condescendencia del todo inconsciente pero sólida como una roca, que todas las guerras se debían a la presión de la población. Entonces tenía nueve años, y aún me sorprende la insensatez (o el taimado descaro) del bibliotecario que puso el libro en el sector infantil, justo al lado de Jones, el hombre estelar. Para colmo, yo solía tomarme mis lecturas más en serio de lo que es habitual, posiblemente porque las utilizaba para mitigar los efectos de una infancia bastante aburrida. Entonces, como ahora, la lectura como calmante tenía dos efectos: mejoraba la situación y, en ocasiones, la empeoraba, porque el hecho de que una persona «estuviera siempre con las narices metidas en los libros» llamaba la atención de la gente, como si hubiera otro lugar mejor para meter las narices (¿en la vida de otra persona? ¿Donde no ha sido invitado?).
En aquel entonces, yo era apenas consciente de que mis padres consideraban que esta tendencia mía al escapismo era un poco desconcertante, quizás signo de inestabilidad. Se trataba de un caso leve de algo que después he visto con mucha más virulencia: la sospecha de que no es bueno permitir que los niños lean literatura fantástica, ya sea porque se piense que el niño es incapaz de distinguir la realidad de la fantasía, o porque se tenga la sensación de que los adultos tienen en cierto modo la terrible responsabilidad de mantener las narices de la siguiente generación firmemente pegadas a la despiadada realidad hasta que ese sensible apéndice haya perdido más allá de toda esperanza de recuperación la capacidad de reconocer que hay cosas de las que vale la pena escapar, y lugares (reales y no reales) a los que vale la pena huir.
Más tarde descubrí con placer que Tolkien no se hacía ilusiones sobre esta particular percepción de los «preocupados adultos»: él creía que la gente que más se preocupaba o alarmaba por la posibilidad de que otras personas escaparan eran los carceleros. Sin embargo, en ese entonces yo ya intuía que estaba prisionera en un mundo que no me importaba especialmente, y esperaba poder liberarme algún día de las presentes circunstancias. Mientras tanto, tenía que decidir adónde iría y qué haría con mi vida cuando llegara el momento de ir a la universidad, y lo que seguiría después. Y por eso leía con voracidad, evaluando todas las opciones posibles, investigando todo lo buenamente que podía cómo era el mundo, sobre todo las partes del mundo que no se parecían en nada a una «ciudad dormitorio» de los suburbios de Nueva York.
En mi tiempo libre exploraba el mundo distante viviendo en la biblioteca local. Los otros niños podían perseguirme y llamarme rata de biblioteca cuando saliera, pero mientras estaba allí me encontraba en un santuario tan seguro como una iglesia. Y había mucho más que leer. Por medio de los libros exploré desiertos, otros océanos que no eran el Atlántico, ciudades lejanas y exóticas (incluso Nueva York, adonde aún no me dejaban ir sola y que podría haber estado tan lejana en el tiempo y el espacio como la Atlántida, por lo poco que me servía su presencia a sólo cincuenta kilómetros hacia el oeste). Miraba con intenso anhelo las imágenes de montañas, sobre todo, y especialmente los Alpes, como si fueran un lugar adonde iría alguna vez, no importaba lo que hiciese. Eran casi un símbolo del mundo real, un mundo interesante y emocionante en el que valía la pena hacer cosas, que para mí era aún más efectivo como símbolo del mundo que el espacio exterior; la llegada del hombre a la luna en 1969 me había conmovido profundamente.
Cuando empecé a leer La Comunidad del Anillo no tenía idea de lo que iba a pasar en ese libro, o de adónde iba a llevarme. Había montañas, que me encantaron… en parte porque no sólo estaban allí: en ellas sucedían cosas que de repente afectaban profundamente a gente y criaturas que importaban. Poco después, el placer de lugares lejanos se vio superado por algo mucho más trascendente. Toda aquella tarde del viernes, después de la escuela, y la noche hasta muy tarde, y todo el sábado y la noche hasta tarde, y luego el domingo por la mañana, estuve completa y literalmente fuera de este mundo. Y entonces, en esta súbitamente desolada mañana del domingo, sentada en el comedor, sola —eran las seis y media de la mañana y nadie iba a levantarse durante un buen rato—, me encontré completamente involucrada en unas circunstancias que nunca había imaginado, que hacían que mis problemas, y de hecho cualquier otro problema del que tuviera constancia, parecieran insignificantes y pequeños en comparación. La idea de que había cosas mucho, mucho más importantes en el mundo por las que preocuparse que si yo iba conseguir alguna vez atravesar y superar una infancia que no era muy interesante ni muy placentera cayó sobre mí con toda su fuerza. De repente sentí que me enfrentaba con el tema del mal absoluto. Me asombraba que no le hubiera prestado especial atención antes. Ahora me daba cuenta de que lo había tenido delante toda la vida, como un rinoceronte en la sala de estar, y me parecía que tenía la obligación de adoptar alguna postura al respecto.
Entonces (y durante mucho tiempo después), evité pensar en quién o qué me imponía esa obligación, o en cómo el hecho de que yo adoptara una postura podía cambiar en algo el estado del mundo. Todavía hoy sigo sin encontrar una respuesta satisfactoria a esa pregunta. Pero aquel domingo no le dediqué más que algunos minutos de reflexión. Estaba completamente abrumada por la idea de tener que esperar un día entero para saber qué pasaba después. Era insoportable. Mis familiares me observaban mientras andaba por la casa con expresión abatida y varias veces me preguntaron qué me pasaba. Intentar explicárselo fue un error. Mi padre se limitó a encogerse de hombros y a decir: «No es más que un libro; no te emociones tanto». Y luego hurgó un poco en la herida añadiendo: «Deberías haber comprobado que no había un tercer tomo antes de marcharte de la librería». Vale, gracias, papá. La próxima vez que una araña gigantesca te muerda en el cuello ya veremos si te echo una mano.
El resto del día y de la noche (durante la cual sólo me dormí tarde y mal) pasó lentamente como una mala imitación de la definición humorística de la relatividad de Einstein. Pero, al fin, llegó la mañana del lunes. Antes tenía que ir a la escuela, algo bastante más pesada que lo habitual: las ocho horas que transcurrieron entre la entrada y la salida me parecieron más largas que cualquier desierto y más desafiantes que cualquier montaña. Estuve todo el rato pensando en Caradhras el Cruel —todas las dificultades que había superado la Comunidad del Anillo; total, ¿para qué?— y en el pobre Sam tendido de bruces, y en Frodo, lejos, vivo, aunque tal vez no por mucho tiempo, ¿quién podía saberlo? La cuestión me tuvo en vilo todo el día, porque lo que me había conmovido cuando leí los dos primeros tomos fue esa especie de cualidad despiadada que tiene el texto de Tolkien, no tanto una transparencia del argumento como una sujeción absoluta a las necesidades, no las del autor, sino las del mundo sobre el —o en el— que estaba escribiendo. La Tierra Media parecía tener sus propios planes, al servicio de los cuales quizás estaba Tolkien, de una manera muy especial, y se me había ocurrido que tal vez lo que le exigía ese mundo, a él o a mí, no fuera un final feliz. Conseguir el tercer tomo me inspiraba terror; al mismo tiempo, estaba impaciente.
Al fin, como suele suceder en este universo, el tiempo pasó y llegaron las tres y media, y escapé de ese lugar de tormento a gran velocidad, y corrí hacia la calle principal de la pequeña ciudad, y tomé el autobús hasta la ciudad vecina, donde se encontraba la librería. Entré precipitadamente y fui directamente al estante donde había encontrado los dos primeros libros, y vi el tercero, y lo aferré como si fuera el corazón que se me había salido del cuerpo, y a punto estuve de olvidarme de pagarlo, porque cuando llegué a la puerta donde estaba la caja ya lo estaba leyendo.
Hasta el día de hoy no recuerdo cómo llegué a casa. Me interesaba mucho más lo que ocurría en las llanuras de Rohan y en la torre de Cirith Ungol. Y después de acabar el libro aquella noche, tardé mucho tiempo en dormirme, porque sufría una especie de desfase horario del alma. El mundo en el que vivía se había ampliado inconmensurablemente, pero también, de algún modo, se había contraído en comparación con aquel otro, que no era más «real» —en ese aspecto no me engañaba en absoluto— sino mejor. Sin embargo, como era la primera vez que experimentaba un mundo creado con ese nivel de imaginación, también tenía la extraña sensación de que llevaba allí mucho, mucho tiempo… y de que, aun después de cerrar el libro, ese mundo seguiría existiendo en alguna otra parte. Que siguiera allí cuando volviera a abrir el libro parecía casi una casualidad, como cuando una habitación que uno ha abandonado sigue allí (salvo que caiga un meteorito u ocurra algún otro desastre parecido) cuando se abre la puerta otra vez. En ese momento, al menos, no me apetecía dejar el libro cerrado mucho tiempo. Empecé a leerlo de nuevo enseguida, y es probable que durante el mes siguiente fuera una firme aspirante al premio a la persona que lee la trilogía más veces por semana.
El Señor de los Anillos fue lo que hizo de mí una escritora. Siempre había escrito cuentos para divertirme, normalmente del estilo de lo que estuviera leyendo en ese momento: en esa época mis obras oscilaban entre lo que ahora se consideraría una ciencia ficción bastante «dura» y los cuentos de hadas al estilo de los de E. Nesbit. Pero entonces me puse a escribir una serie de relatos de «fantasía épica» no muy profundos que imitaban salvajemente el libro de Tolkien, y el Anillo dominó mi paisaje imaginativo interior durante los aproximadamente veinte años siguientes. Todavía pensaba en los Alpes, pero ahora la gran cordillera incluía Celebdil y Fanuidhol, y Caradhras el Cruel estaba en mi mente con la misma frecuencia; los océanos seguían interesándome, pero aquel que se atravesaba al salir de los Puertos Grises había adquirido connotaciones más profundas. El dolor de aquel larguísimo domingo desapareció con rapidez y me dejó con algo mucho mejor: un mundo disponible para vivir en él cuando el aburrimiento hiciera que éste fuera insoportable.
En el sentido más amplio, la vida siguió como lo hace normalmente, y avanzó, y eventualmente tomó direcciones inesperadas. Fui a la universidad. Fracasé como estudiante de física, pero me fue bien con la enfermería. Me gradué con una preferencia por el trabajo en el campo de la psiquiatría. Y conseguí un «trabajo en el mundo real», que resultó satisfactorio, pero también frustrante en algunos aspectos; y yo tenía necesidades que la enfermería no podía satisfacer. Seguí escribiendo, por diversión, o a veces para confusión de quienes me rodeaban. Para mi sorpresa, terminé dejando la enfermería e intentando ganarme la vida con la escritura. Y de repente me hallé escribiendo un libro, una obra fantástica basada en una Tierra alternativa vagamente medieval, aunque parezca mentira. Una editorial compró el libro y de repente yo también me convertí en escritora. Un chiste que se decía en casa en aquella época es que si hubiera sabido la cantidad de tiempo de lectura que me iba a quitar el hecho de escribir, tal vez no habría continuado. Pero independientemente de eso, un libro que sigo leyendo una y otra vez, al menos una vez al año, es el Anillo.
Con el tiempo fui a las montañas. Todavía recuerdo aquella primera impresión al mirar el panorama de cumbres nevadas, extendiéndose infinitamente por todo el horizonte como las olas del mar: más grandes que yo, más viejas que yo, más reales que yo en cierto sentido; en su presencia el cuerpo y la personalidad parecían, de repente, pequeños, evanescentes e insignificantes. Es una buena experiencia, creo, que he tenido la oportunidad de vivir con frecuencia en los últimos años. Pero la última vez sucedió algo inesperado.
Me encontraba en el monte Rigi, en medio de Suiza. Era primavera. Había salido a pasear una mañana, a un lugar con una vista especialmente bonita. No hay carreteras que suban hasta allí, sólo senderos y praderas, y mientras atravesaba una miré la hierba y vi algo que no había esperado: unas florecillas blancas, de seis pétalos, de unos tres centímetros. Y una voz, la voz de Sam, dijo en mi mente: «¿Recuerdas la elanor, la estrella del sol, que crecía en la hierba de Lórien?».
Me incliné para verla más de cerca. Las florecillas resultaron ser Crocus alpinus, el azafrán alpino. Pero lo que no dicen las referencias botánicas es que el Crocus alpinus arroja una versión «deportiva» en un bulbo de cada doce aproximadamente: una versión de seis pétalos con pequeñas puntas de un dorado pálido al final de los pétalos. Son lo suficientemente raras para hacer que se las busque, una vez que se empieza a verlas. Son (creo) las elanor. Tolkien estuvo de vacaciones en estas montañas, y seguro que las vio.
Me erguí en el pequeño campo de elanor y miré más allá de la «espalda» de Rigi, hacia las montañas más altas. Si sus devotos llaman a Rigi (por alguna razón etimológica) «la reina de las montañas», también lo hacen con una especie de rebelión, porque en el fondo, desde su cumbre, se pueden ver montañas de un carácter más regio, por no decir imperial: el Eiger, el Monch, el Jungfrau. Tolkien hizo una excursión al pie de estas montañas, antes de ir a la guerra. Y cuando aparté la vista de mi primera elanor, miré al otro lado del gran abismo de aire azul y las vi allí, como tal vez hiciera él (porque probablemente Tolkien también siguiera esta vía de tren cremallera): Celebdil, Fanuidhol y Caradhras el Cruel; el Cuerno de Plata, el Monte Nuboso y el terrible Cuerno Rojo. Durante apenas un instante, genuina y físicamente, estuve en la Tierra Media.
La realidad se reafirmó, pero sólo con dificultad. Recuerdo, después de aspirar unas pocas veces, haber experimentado tal vez no tanto una afinidad con Tolkien —eso habría sido una insolencia—, sino una extraña sensación de cierre. Y si hubiera tenido alguna duda sobre el perdurable poder de su obra, en ese momento se habría desvanecido sin dejar rastro. Empecé a preguntarme si la única manera de juzgar el poder de la obra de un escritor es ver hasta qué punto «contamina» el mundo en el que vive su lector. Cuando las palabras y las imágenes comienzan a insinuarse inesperadamente en la vida y todo parece remitirse a esa obra o recuerda a cosas que se han visto en ella, entonces se sabe que un segundo creador —de una habilidad inusual— ha estado trabajando dentro de uno. Y cuando se encuentra un ejemplo concreto de algo «real», que el escritor ha metido en su propio mundo y lo ha hecho suyo, de repente hace que el mundo «real» parezca más mágico de lo que es en realidad; ésa es la más poderosa de las brujerías. El hecho de que El Señor de los Anillos sea responsable indirecto de casi todo (o al menos tenga algo que ver con ello) lo que tiene valor en mi vida actual, no tiene importancia frente a la magia extraordinaria de hacer que la realidad sea más real, de añadirle algo que nunca hubiera estado allí de no ser por la sobrecogedora imaginación de un hombre. Gracias a Tolkien, el universo tendrá una magia genuina que perdurará siempre, incluso cuando toda ella desaparezca y las tapas del libro se cierren por última vez.