SI A UNA CHICA LE DAS UN HOBBIT…

ESTHER M. FRIESNER

Soy escritora. En varias ocasiones me han pagado por escribir, así que lo más probable es que siga por este desafortunado camino hasta que alguien recupere el juicio. (Si no quieres que un escritor vuelva, no lo alimentes. Es una regla acertada y muy práctica, que también sirve para los gatos. Los escritores son como los gatos en este y en muchos otros aspectos, excepto en que no podemos limpiarnos el cuerpo con la lengua. Qué lástima).

Una vez que he admitido el crimen en primer grado de escribir libros, con premeditación y alevosía, no tengo escrúpulos en engrosar mi lista de actos punibles diciendo que lo que escribo suele ser literatura fantástica y ciencia ficción. Esto ya se consideraría lo bastante malo en la mayor parte de los foros respetables (por ejemplo, publicaciones como Pays-in-Copies Review o Deconstructionist Quarterly), pero yo he acumulado iniquidad sobre iniquidad (lo cual es más fácil de lo que parece, mientras uno se acuerde de levantarse con las piernas, no con la espalda): he escrito literatura fantástica y ciencia ficción humorísticas. Deliberadamente.

Hasta ahora, me limitaba a aceptar este gran defecto personal como algo sobre lo que tenía tan poco control como el color de los ojos, los michelines que tengo en la cintura o la recurrente necesidad de gritar «¡Macarrones!» en un cine lleno de gente. Es posible que algunos imbéciles con buenas intenciones afirmen que sí puedo cambiar cualquiera de esas cosas. Puedo comprarme unas lentillas de color, puedo comer menos y renunciar más; y en cuanto al asunto de los «¡Macarrones!», bueno, siempre puedo someterme a una terapia para aborrecer la pasta (o a una actuación de Jerry Springer). Según ellos sólo es cuestión de hacer lo que decían en el colegio, de no quedarme ahí sentada y hacer un esfuerzo valiente, de ir siempre hacia adelante y hacia arriba, porque se acerca la noche. Es posible que tengan razón. También es posible que sean británicos.

Pero ¿es ésa la respuesta que estoy buscando? ¿Quiero aprender a controlar las partes de mi vida que no son atractivas, saludables o socialmente aceptables? ¿Quiero que me abran la puerta de oro a la Oportunidad de Ser Mejor las mismas manos amables que están dispuestas a hacérmela atravesar por la fuerza? ¿Quiero aceptar las responsabilidades de mis acciones y sus consecuencias?

¡Por supuesto que no! Es demasiado esfuerzo. Soy estadounidense. Lo que quiero es seguir haciendo exactamente lo que llevo haciendo desde siempre, por malo que sea, con la única diferencia de que antes quiero que me digan que está bien porque no es culpa mía. Sí, lo que necesito es encontrar a alguien a quien echarle la culpa.

Yo le echo la culpa a Tolkien.

(No, del número de «¡Macarrones!» no; de que me haya convertido en escritora. Intentad no perderos, ¿vale?).

Todo empezó en los buenos viejos tiempos, cuando las mujeres conocían su papel y los pilares gemelos en los que se sustentaba la civilización eran: Todo irá bien mientras dispongas de una vajilla de porcelana, una cubertería de plata, una cristalería y ropa de casa a juego y Las mujeres de verdad no leen literatura fantástica y/o ciencia ficción; los chicos pensarán que estás chiflada. (Por supuesto, hoy en día la única persona que mantiene el primero de estos principios es Martha Stewart, pero como ella sí que es un personaje de ciencia ficción no sé dónde vamos a parar en lo del segundo principio).

Sí, eran tiempos más simples, y yo era una persona más simple. Creía con todo el ardor de mi corazón adolescente que mientras viviese mi vida de acuerdo con los principios expuestos en las sagradas páginas de la revista Seventeen, no podía equivocarme. (Aunque pasé muchas horas inútiles devanándome los sesos tratando de averiguar qué diablos vendían todos esos anuncios de «Modess… Porque…». Por si ese fenómeno es anterior a vuestra época, antaño se consideraba poco delicado ir y ponerse a hablar de… bueno, de los productos higiénicos femeninos, aunque estuvieras intentando venderlos. Los anuncios en cuestión siempre mostraban a una mujer vestida completamente de blanco en un escenario romántico, normalmente a la luz de la luna, y su único texto era: «Modess… Porque…». Yo gritaba «Porque ¿qué? ¡Dios mío, decídmelo o me volveré completamente loca!» a la revista hasta que mi madre me hacía callar. Una amiga espiritual me ha sugerido que tal vez todos los tabúes elegantes del pasado relacionados con las cosas de las chicas podrían parecer menos prehistóricos y más permisibles si los consideramos una contribución a los Misterios de la Mujer. «¿Agatha Christie… Porque…?». La verdad es que no lo creo).

Pero me estoy yendo por las ramas.

Entonces, un día fatídico, todo cambió. Estaba leyendo el nuevo número de Seventeen y cuando llegué a la columna de reseñas de libros, qué hallaron mis asombrados aunque miopes ojos sino un párrafo que alababa algo llamado El Hobbit escrito por alguien (¡oh, vil hechicero!) llamado J.R.R. Tolkien.

Decían que era un buen libro.

Decían que era literatura fantástica, pero aun así afirmaban que era un buen libro.

Decían que era literatura fantástica, y un buen libro, y que estaría bien que yo fuera y lo leyera.

Insinuaban que también estaría bien que después admitiera haberlo leído, aunque lo hiciera público en un lugar donde pudieran oírme los chicos.

Al principio desconfiaba. Por lo que yo sabía, la persona que escribía las reseñas de libros era alguna bruja maquiavélica que había decidido dar a las indefensas lectoras una guía equivocada porque no quería que nos convirtiéramos en competidoras suyas en el mercado del matrimonio. (¡Se merecía que hubiéramos llegado a robarle todos los buenos maridos! ¡Eso le hubiera enseñado a esa arpía seca que no debía intentar tener una carrera profesional estando casada! ¡No tiene la menor idea!). Si yo leyera El Hobbit los chicos acabarían enterándose de que había asomado el cerebro rosa y con volantes al oscuro lago de la fantasía y la ciencia ficción, y en adelante perdería todo mi atractivo. Como ya llevaba gafas, compraba la ropa en lo que entonces llamaban el departamento de «tallas grandes» y me metía cajas enteras de pañuelos en las copas del sujetador A-quién-te-crees-que-estás-engañando, no estaba dispuesta a hacer ninguna otra cosa que pudiera perjudicarme en la carrera de pescar un buen marido que era la vida anterior a la liberación.

Y sin embargo… y sin embargo, era la revista Seventeen la luz que guiaba mis pasos, el evangelio de las chicas, el ángel guardián impreso en papel satinado que me orientaba a través de la ciénaga sofocante, nociva y devoradora de almas que era la adolescencia. (Si alguien piensa que estoy exagerando es que hace mucho tiempo que no es adolescente). Si no podía confiar en ella, bueno, ¿en qué otra cosa podía confiar? Además, el libro parecía algo así como… interesante. Fui a la biblioteca y me lo llevé.

Poco tiempo después estaba de nuevo en la biblioteca, aferrada al catálogo como un refugiado de una película de Romero, sólo que en vez de «Seeeesooos… Seeeesooos…» gemía «Tolkiiiieeeeeeen… Tolkiiiieeeeeen…».

Lo que nos lleva a la trilogía. No puedo culpar a Tolkien por mi actual oficio de escritora sin echar un enorme cucharón pegajoso de responsabilidad en el plato de la trilogía.

No soy la primera que echa la culpa de algo a la trilogía. Reunid cualquier grupo considerable de escritores de ciencia ficción y en algún lugar, como una bola de pelo en un cuenco de humus, encontraréis a una o varias personas dispuestas a contaros que Tolkien tuvo consecuencias desastrosas para todos porque instauró la Regla de las Trilogías. Sí, según algunos, toda la literatura fantástica posterior a Tolkien ha aparecido en tres volúmenes o nada. (Por supuesto, está la pequeña cuestión de la Divina Comedia de Dante, que también podría considerarse como la tatara-tatara-tatarabuela de todas las trilogías fantásticas, pero no os molestéis en sacar el tema; nadie os escuchará).

Niños, antes de seguir con esta historia, permitidme que os recuerde que todo esto tuvo lugar en tiempos prehistóricos, antes de la era Internet, antes de los grandes centros comerciales, antes de la proliferación inexorable de las gigantescas cadenas de librerías por todas partes. Veréis, en aquel entonces, si alguien quería una taza de café no iba al Starbucks de la esquina porque no había ningún Starbucks de la esquina, y lo único que teníamos eran esquinas con hogueras que estaban cuesta arriba con la nieve por ambos lados. Tiempos oscuros de veras.

Evidentemente, había librerías, pero no estaban cerca de donde yo vivía. Eso significa que cuando quise poner mis sucias manazas en la trilogía no tuve más opción que ir a la biblioteca. El problema era que yo no era la única que quería leerla. Alguien se había llevado La Comunidad del Anillo y había dejado los otros dos tomos atrás.

Supongo que podría haber esperado a que devolvieran La Comunidad. Una persona racional habría esperado. Pero yo era una mujer poseída, para quien «paciencia» era sólo el nombre de una opereta de Gilbert y Sullivan. Me llevé Las Dos Torres y empecé a leer la trilogía por la mitad. Admito que al principio aquello me dejó un poco confundida. («¿Quién es este tío a quien le hacen un funeral vikingo, y cómo murió, y oh, guau, son imaginaciones mías o ese elfo Legolas es una pasada?»). Pero claro, tenía un montón de práctica en eso de estar confundida gracias a todos los anuncios «Modess… Porque…», así que la fiesta de despedida del pobre viejo Boromir era una tontería en comparación con el grado máximo al que podía llegar la incomprensión de esta lectora.

Para abreviar una larga historia, leí la trilogía en orden dos-tres-uno y cuando terminé era una mujer cambiada. Lo siguiente que supe es que estaba leyendo otras novelas fantásticas. Ya no me importaba que los chicos se enteraran de mi vergonzoso vicio solitario. ¿Quién necesita a los chicos teniendo a los elfos, eh? (Teniendo en cuenta que iba a un colegio femenino, mis posibilidades de conseguir una cita tipo Seventeen con un chico eran aproximadamente las mismas que las de que alguien que fuera alto, oscuro y tuviera las orejas puntiagudas me sacara del bosque de Galadriel. Y como las posibilidades de encontrar un elfo simpático y judío eran las que os podéis imaginar, ésa fue también la primera vez en que consideré vagamente la posibilidad de enamorarme de alguien diferente).

Todo estaba preparado para la degradación definitiva.

Una tarde, después de declinar la invitación al baile de lord Ruthven y elegir quedarme en la residencia familiar para holgazanear con mi bata y mis zapatillas de conejo, encendí la televisión. Allí estaba. Él. Mi él: Legolas el elfo guay. Sabía que era Legolas porque tenía las orejas puntiagudas y, como todo el mundo sabe, todos los elfos tienen las orejas puntiagudas.

Antes de contemplarlo no me había dado cuenta de que además los elfos tienen patillas puntiagudas, el pelo en forma de cuenco redondo, cejas sesgadas y despeinadas y camisa azul de terciopelo, pero estaba dispuesta a aprender. Pero cuando por fin comprendí que lo que estaba viendo mientras se me caía la baba no era una versión televisiva de la trilogía (William Shatner no haría bien de hobbit ni en este ni en ningún otro universo) era demasiado tarde: me había enganchado con «Star Trek». Estaba condenada.

Podríais pensar que una vez que te estás revolcando en la cloaca de la fantasía y la ciencia ficción es imposible caer más bajo. No tenéis la menor idea, tíos.

Avancemos el reloj un par de rayas, hasta mis años de universidad en Vassar. En ese entonces, Vassar todavía no era mixta, así que seguimos hablando de una gran concentración de hormonas femeninas puestas de punta en blanco y ningún sitio adonde ir, salvo la sala de televisión de la residencia. Acudíamos a la hora de emisión de «Star Trek» y «Dark Shadows» con una celosa regularidad que hacía que las órdenes de clausura de las monjas carmelitas parecieran despendoladas. Pero todo aquel enloquecimiento adolescente por inexpresivos vulcanianos y altivos vampiros no significaba que fuéramos contrarias a salir con hombres de verdad. (Aunque podría explicar por qué tantas de nosotras seguimos casándonos con abogados).

Yo también quería salir con un hombre de verdad, pero terminé quedando con un estudiante de Yale. Me invitó a un baile de la universidad; y mientras estaba en el hermoso New Haven descubrí algo que me abrió los ojos a un mundo nuevo de éxtasis primario, visceral y trascendental: la cooperativa de Yale. En lo que a librerías se refiere, el tamaño sí importa.

Allí es donde di el último paso hacia la destrucción: Bored of the Rings. Se trataba de una parodia de la trilogía producida por Harvard Lampoon que era maravillosa o parecía escrita por un estudiante de segundo curso, según el gusto del lector. Como en ese entonces yo era una estudiante de segundo curso, me pareció maravillosa. Leyendo Bored of the Rings aprendí que era posible tomar unos iconos sagrados y un argumento reverenciado y pegar unas grandes narices rojas y chillonas de payaso en todo lo que no se quitara de en medio lo bastante rápido. (Soy de la opinión de que un buen libro puede soportar un buen chiste y sobrevivir. La obra de Tolkien peleó diez vueltas enteras contra Bored of the Rings y salió ilesa. Y aunque les tiren un pastel a la cara, los elfos siguen siendo guays).

Correré un tupido velo sobre los incidentes posteriores de mi vida relacionados con Tolkien. Por ejemplo, cuando cualquier cosa escrita por Tolkien volaba de los estantes, las editoriales empezaron a sacar cualquier cosa que hubiera escrito Tolkien, que podía incluir o no sus listas de la compra. Pido disculpas a los coleccionistas de Tolkien que haya por ahí, pero nunca me gustó El Silmarillion. Sin embargo, así aprendí que si uno es lo suficientemente famoso o rentable como escritor, absolutamente todo lo que escribió en su vida irá a parar al mercado. (Observad que «escribió en su vida» no siempre se aplica, verbigracia: V. C. Andrews).

Por otro lado, la producción animada de Rankin-Bass de El Hobbit y la tentativa cinematográfica de Ralf Bakshi con El Señor de los Anillos fueron… no importa. Igual que con Bored of the Rings, entramos en los gustos personales, los siempre presentes YMMV[2] de Internet. Dejemos a un lado la guerra y limitémonos a cambiar de tema.

Ya veis que estoy en mi derecho al negar mi responsabilidad por haberme convertido en escritora de (a menudo deliberadamente) literatura fantástica y ciencia ficción en clave humorística. Todo es culpa de Tolkien. Sus libros fueron la droga que abrió las puertas y sí, el primero fue gratis. Es ante él y no ante ningún otro donde debo exponer las siguientes acusaciones:

  1. Leer El Hobbit me llevó a leer toda la trilogía de El Señor de los Anillos. (Y leerlos sin orden de precedencia me permitió comprender que un buen libro es completamente capaz de sobrevivir solo aunque no sea más que uno de una camada de tres.)
  2. Leer El Señor de los Anillos me llevó a leer otros libros del género fantástico.
  3. El Señor de los Anillos —sobre todo la parte de los Apéndices— hizo que me diera cuenta de que un buen libro de literatura fantástica surge de un mundo completamente formado, y que construir ese mundo puede ser divertido. Si cuando escribí mi primera novela de este género no saqué todos los personajes de una cultura fantástica anodina, uniforme y que todo lo abarca; si éstos se sintieron un poco agotados en el camino; si se acordaron de llevarse comida —y otras cosas— para el viaje, y si aprendieron que aun cuando derrotas a los malos tu mundo no puede volver a ser exactamente como era antes, todo eso fue gracias a Tolkien.

    Sé que no es el único que incluyó todos esos pequeños detalles, pero, para mí, él fue el primero.

  4. Los interesantes personajes de El Señor de los Anillos (es decir, los elfos guays) me llevaron a ver «Star Trek».
  5. «Star Trek» me llevó a leer ciencia ficción además de verla por la tele.
  6. Leer ciencia ficción y fantasía me hizo caer en la misma trampa en que cayó James Fenimore Cooper. (Se dice que J. F. C. estaba leyendo novelas a su esposa enferma cuando se hartó y exclamó: «¿Quién ha escrito esta porquería? ¡Yo podría hacerlo mejor!». Y lo hizo; en su opinión, aunque no en la de Mark Twain). Sí, me convencí de que podía escribir cosas parecidas a las que se estaban publicando.

    Así comenzó el largo y duro aprendizaje de la escritura (léase: Infierno) que me llevó al ínfimo estado en que estoy ahora.

  7. Leer a Tolkien me permitió comprender lo que era tan divertido de Bored of the Rings, que a su vez me abrió los ojos al campo tan amplio de la escritura fantástica y la ciencia ficción humorísticas.
  8. Escribir per se me llevó a escribir con la intención declarada de ganar dinero. Eso significaba que tendría que aprender a ganar el dinero de los editores; si pensáis que eso es tarea fácil, o bien estáis armados con una palanca o sois alguien llamado Big Rocko, o estáis armados con alguien llamado Big Rocko. Mi primer libro profesional fue, de hecho, una historia humorística de ciencia ficción con un gran componente de fantasía («The Stuff of Heroes», que apareció en el número de marzo de 1983 de Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine), y eso fue el final del camino. Estaba perdida sin esperanza de redención.

¡Pero me pagaron! Y, una vez que probé los frutos de la victoria (es decir, después de que cobré el cheque y fui a comprar algo de fruta), volví a hacerlo otra vez. Y otra. Y otra, y otra, y otra, y…

Así que aquí estoy y aquí me quedo. Podéis decir que soy una infeliz manchada de tinta o una mujer empaquetadora de píxeles, pero la definición subyacente es la misma: soy escritora, estoy irrevocablemente seducida por la exuberante, húmeda y tórrida selva de la ficción especulativa en la que vivo, cautiva y contenta de que así sea. ¿Y de quién es la culpa, podría preguntar?

De Tolkien. De ningún otro. La culpa es exclusivamente suya.

Bueno, de él y de esos elfos. ¡Mmmm! Me los comería.